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La mecánica del endecasílabo

La mecánica del endecasílabo
Orfeo y Eurídice, de Jean-Baptiste-Camille Corot.

En España, el verso de once sílabas se empezó a cultivar en serio en el Renacimiento. En los siglos que han transcurrido, esta medida ha hecho fortuna y hoy se acepta que es el que mejor se adapta a la forma de hablar en castellano, el que corresponde de manera natural con grupo fónico mayor; ese segmento de un discurso considerado como límite en una pronunciación normal y no forzada. Es decir, el que queda delimitado por dos pausas sucesivas de la articulación. Sucediendo además que a partir de doce sílabas los versos suelen ser compuestos (un alejandrino, de catorce, es casi siempre un 7+7), el endecasílabo viene a ser lo más largo que se puede decir vocalizando sin respirar. 

Si identificamos una respiración con una idea, y de ahí a un verso con una idea, tendremos que el endecasílabo es la manera ideal para transmitir algo de cierta extensión de una manera natural. La unidad de pensamiento poético mayor en castellano. En francés, por cierto, la medida es un poco diferente: en ese idioma se dejan de contar sílabas a partir del último acento. En inglés también es diez.

Si hay un grupo fónico mayor, lo habrá menor. Efectivamente. En castellano, ese se corresponde con ocho sílabas, el octosílabo de los romances, el de los temas populares, festivos, y de ideas sencillas. Pero es difícil hilar una idea completa con solo ocho sílabas, y aun siendo el octosílabo el más largo de los cortos, a menudo no es suficiente. Las coplas de Manrique son una excepción, aunque más allá de las dos más conocidas, su esquema resulta monótono.

Por el otro lado, el de los versos que tienen más de once sílabas, tenemos el alejandrino, un verso que exige una cesura, un corte para no ahogarte al recitar (porque la poesía es para ser dicha). No soy al único al que los versos de catorce sílabas le parecen pesados, ampulosos y solemnes, quizá porque cuando los estudiábamos en el instituto lo hacíamos a través de Los cisnes de Rubén Darío. Versos tales como:

Brumas septentrionales nos llenan de tristezas,
se mueren nuestras rosas, se agotan nuestras palmas,
casi no hay ilusiones para nuestras cabezas,
y somos los mendigos de nuestras pobres almas.

justifican la crítica de «decoradores de la decadencia» que les hicieron a los modernistas. El tema del poema no ayuda tampoco a apreciar al alejandrino como se merece, pero hay que reconocer que tampoco los versos más antiguos y épicos aguantan una medida tan larga. Un ejemplo de Berceo:

En Toledo la buena esa villa real,
que yace sobre Tajo esa agua caudal,
hubo un arzobispo coronado leal,
que fue de la Gloriosa amigo natural.

Esto, la cuaderna vía, con su cesura bien indicada, está muy bien en pequeñas dosis. Al cabo de un rato, cansa por su monotonía. El poema del Cid, ese que estudiaban durante varios meses los que iban por letras en educación secundaria, le pasa algo parecido. Resulta interesante por su encaje en la historia del español (el primer poema largo en esta lengua) más que por sus virtudes poéticas, las cuales Borges, —sensible a la épica, pero también a la lírica— calificó de rústicas. 

El verso de siete sílabas se ha usado mucho en la poesía castellana, y queda bien combinado con el once. Pero empleado por sí mismo ofrece pocas posibilidades expresivas. Las estrofas de heptasílabos acostumbran a quedarse cortas para tratar temas de cierto calado. A los versos intermedios entre ocho y once, a los de nueve, diez, doce y trece, se les tiene por incompletos, como que les falta algo. Al de doce se le ha tachado de empalagoso. Compárese el famoso endecasílabo:

se muestra la color en vuestro gesto

Con una versión en doce sílabas:

en vuestro gesto se muestra la color

Cualquier lector habitual de poesía notará la diferencia: el primero fluye (gracias a la colocación de los acentos), mientras que el segundo se atasca en «gesto», y después en «la». Ambos versos dicen exactamente lo mismo, pero uno de manera poética y el otro prosaica.

Como se ve, los acentos son fundamentales para que un verso castellano funcione. Marcan su ritmo sonoro, que en otros idiomas se basa en la intensidad, cantidad, entonación, aliteración o rima, pero que en español se asienta con fuerza en el acento. Esto es algo que no sucede en, por ejemplo, el latín o el griego, que priman la cantidad. Un hexámetro clásico suena bien no por dónde estén colocados los acentos, sino por la cantidad de sus sílabas, breves o largas. En castellano, todas las sílabas duran lo mismo. 

Mi editor de poesía, Abelardo Linares, me dijo hace muchos años que la poesía sigue unas reglas tan precisas como la física. Me sorprendió mucho su afirmación, y debo confesar que enarqué las cejas al escucharla, pero viniendo de él, no la olvidé. Con el tiempo y tras reflexionar, he venido a darle la razón. Hay versos buenos y versos malos; estrofas que funcionan y estrofas que se despeñan, y hay razones técnicas que explican el éxito o fracaso de los poemas. Las durezas rítmicas ocasionales se pueden emplear con fines estéticos, como la disonancia en la música, pero hay reglas entreveradas en la manera que tenemos de hablar en español, en la estructura rítmica de la lengua, que hacen que en poesía no valga cualquier cosa, por más que haya gente que se empeñe en que unas palabras en cierta disposición sobre una página conforman un poema. 

Los tratadistas llevan hablando de estas cosas desde hace siglos. El Terenciano o Arte Métrica de Gregorio Mayans i Siscar (1770) recoge ya algunas de las ideas que he recogido arriba. Pero fue Andrés Bello con sus Principios de la Ortolojía (sic) y Métrica de 1835 quien marca un punto de ruptura. De alguna manera, fue él quien fundó la métrica moderna, aunque hoy se discrepe de su concepción del ritmo. La ciencia del verso (1908) de Mario Méndez Bejarano es también una obra formidable cuyo título es una declaración de intenciones. Más cerca de nosotros, es muy conocido el texto de Tomás Navarro Tomás (Métrica española, 1956), pero sobre todo los de Isabel Paraíso (La métrica española en su contexto románico, 2000), y de Antonio Quilis (Métrica española, 1969), reeditados incansablemente al ser textos de referencia en los estudios universitarios de filología. 

La premiada tesis de Quilis, publicada en 1964, es un buen ejemplo de lo que se puede lograr analizando la mecánica de la poesía empleando métodos físicos. Trata sobre el encabalgamiento, ese desajuste entre sintaxis y métrica que tantas alegrías nos da a los poetas al permitir huir de la monotonía y sorprender al lector. Como todo recurso, hay que usarlo con moderación. Aunque también sirve para parir engendros, como hizo fray Luis de León cuando perpetró esto:

Y mientras miserable-
mente se están los otros abrazando
con sed insacïable
del peligroso mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.

No es un error de composición. Fray Luis hizo eso, una tmesis, para que la estrofa se pudiera considerar una lira. Pero no es esa la idea de esta licencia. Garcilaso sí que sabía usarla bien:

Las hojas que en las altas selvas vimos

cayeron, y nosotros a porfía

en nuestro engaño inmóviles vivimos

El salto entre «vimos» y «cayeron» se adecúa perfectamente a lo que se está diciendo. La forma sigue al contenido: las hojas efectivamente parecen caer de un verso a otro. Acabamos de leer el primer verso felices, ingenuos de nosotros, y al empezar el segundo, viene el mazazo. El placer estético que se experimenta al leer eso es extraordinario. Con este otro ejemplo de Herrera, el gran Herrera, sucede lo mismo:

Quebrantaste al cruel dragón, cortando

las alas de su cuerpo temeroso.

Aquí coinciden el corte de las alas y del verso. Casi se las puede ver desplomarse cuando se empieza a leer el segundo verso. El adjetivo «temeroso» introduce un sentimiento adicional que culmina los dos versos y los enriquece. Aclarar ahora —para acabar con este aparte sobre el encabalgamiento— que hay dos escuelas sobre cómo se deben leer los versos. Unos dicen que la pausa versal se hace siempre. Otros afirman que el encabalgamiento evita esa pausa, una postura a mi juicio incomprensible, porque destroza el efecto que persigue la licencia. La tesis de José Manuel Bustos (1992) creo que zanjó la cuestión, aunque aún se escuchan poemas leídos sin la debida pausa al final del verso. Si se sabe que esa era la intención del autor, no hay problema, pero al menos Garcilaso y Herrera (y legión de poetas tras ellos) pensaban como Bustos. 

Volviendo a la tesis de Quilis, el de Larache llegó muy lejos en su aplicación de la física para cuantificar el ritmo y elucidar la mecánica de la poesía. Su análisis de sonogramas mediante una técnica de análisis de Fourier que se emplea para identificar armónicos fue más que novedosa en España teniendo en cuenta los medios limitados con los que contaba, ya que estábamos aún en la era analógica, la de las grabadoras de cinta. Hoy, en la digital, es mucho más fácil. Gracias a la tecnología, cualquiera puede analizar el canto de un pájaro con una aplicación del teléfono e identificar la especie a la que pertenece. Lo mismo para la voz. Mi lectura del famoso primer verso del soneto XXIII de Garcilaso tiene este aspecto:

La mecánica del endecasílabo

Además de la «pausa boomer» (ese medio segundo del principio sin nada, que tanta gracia hace a mis estudiantes), se aprecia que esta «huella dactilar» del primer verso del soneto XXIII de Garcilaso permite medir con precisión, a la décima de segundo, los acentos y las pausas. A partir de ahí se pueden sacar conclusiones que pueden llegar a ser muy sofisticadas, como hizo Quilis. Su tesis es muy recomendable, pero como en tantas otras cosas, llega un momento en que para avanzar en el conocimiento experto del tema hace falta estudiar. La divulgación tiene sus límites y su ámbito, que es fundamentalmente excitar la curiosidad y animar a leer sobre el tema. 

Le mecánica del endecasílabo es lo suficientemente rica como para haber merecido decenas de libros, tesis y artículos en revistas técnicas. Como verso de once sílabas, tiene un acento fijo en la décima sílaba. Luego puede tener otro en la sexta o en la cuarta. En el primer caso se habla de un endecasílabo mayor. En el segundo de uno menor.

Los endecasílabos mayores, los que llevan acentos en la sexta y décima sílaba, pueden tener un tercero en la primera, segunda o tercera sílaba. Se les llama endecasílabos enfáticos, heroicos y melódicos, respectivamente. Pero puede haber más acentos, claro, lo que multiplica las combinaciones. En 1891 Eduardo de la Barra se entretuvo en hacer una bonita compilación de ritmos con ejemplos de versos castellanos, que en formato tabla (y aportando algunos ejemplos diferentes) sería algo así:

La mecánica del endecasílabo

Estos treinta tipos de endecasílabos son los más comunes. En realidad, solo los veintitrés primeros son kosher; aunque a los versos dactílicos algunos tratadistas los tachan de horrendos. Dicen (y es verdad) que no tienen gracia, que suenan a prosa, y que parecen octosílabos a los que se le ha pegado un trisílabo. Nótese que los endecasílabos buenos no tienen acento en la séptima: si se lo pones, creas un octosílabo y entonces las tres sílabas que quedan dan la impresión de ser un añadido. Las estructuras rítmicas que hacen el número 24 y 25 de la tabla se los tuvo que inventar Bello para ejemplificar sin ofender a nadie que esas dos combinaciones de acentos suenan fatales. Como regla general, dos acentos seguidos estropean el ritmo del endecasílabo. Se puede hacer un verso de esa forma, pero tiene que haber una buena razón para ello; un contenido que se adecúe a ese tropiezo rítmico, como en el caso del encabalgamiento.

Los versos del final de la tabla: los galaicos (también llamado «de gaita gallega», y ese nombre no pretendía ser un halago), guaraníes y sáficos inversos se tienen por monótonos. El ejemplo que he escogido del sáfico inverso de Darío es particularmente doloroso al oído. Es de un empezar brillante, con acento en la primera, para atropellarse en la sexta y séptima; lo cual puede ser aceptable si lo que dice el verso es congruente con esa idea, pero no es el caso. Darío era muy bueno, y ya quisieran la variedad de su poesía los modernistas franceses de su época, pero este verso no es muy afortunado. 

El último caso de la lista, el endecasílabo melódico 3-8-10, presenta otras complicaciones, pero tampoco es especialmente agradable al oído. Se puede arreglar rítmicamente, cambiando «cuanto» por «cuánto», lo que lo convertiría en un melódico largo, pero eso no es lo que quería decir Garcilaso en su canción segunda. En poesía, añadir un tilde, una coma, o alterar el orden de las palabras cambia un (buen) poema, cosa que no sucede con la prosa. La forma es clave.

Hay más elementos que contribuyen al ritmo de un poema. Se le puede añadir textura, o timbre a los acentos. Hasta se ha identificado a cada letra con un conjunto de características, y a su repetición en los versos con sonoridades e intenciones estéticas concretas. En el caso de las vocales, la «a» se considera una letra que no es suave pero sí magnífica, cuya repetición resulta adecuada para hablar de temas importantes. La «e» se considera la mejor vocal, no tan sonora como la «a», pero clara, graciosa y elegante, sin que ofenda al oído cuando se repite (no en vano el valenciano tiene tres sonidos para esta letra). La «i», siendo floja, serviría para las cosas débiles, y su repetición acordaría bien con temas tristes. La «o» expresa un carácter repentino, y repetida sirve para expresar afecto, engrandeciendo la oración. Por último, la «u», que es nasal, se emplea para temas ocultos, de misterio y oscuridad. A estas disquisiciones de los preceptistas uno las puede hacerle el caso que quiera, pero sí que es cierto que «búho» es un palabra que asusta y que resulta oscura, una palabra que realmente da miedo (lo que, por otro lado, se conjuga mal con ese precioso animal).

Con las consonantes también hay una serie de reglas más o menos subjetivas. Sí que es cierto que repetir el sonido de la «c» o de la «k» queda feo, que demasiadas eses hacen un verso sibilante, pero que cansa; o que la «n» refrena a la vocal que la sigue (como se puede ver en el sonograma de arriba) siendo una letra que va bien para hablar de temas interiores. Lo mismo que con las vocales, a esto se le puede dar el crédito que se quiera, pero nadie me negará que «Alicia» es un nombre precioso. A la zeta (fonéticamente es |a ‘li θja|) se la considera la consonante más suave; y a la ele, líquida, blanda y dulce. Enlazadas con dos aes y dos íes (que se compensan: la magnífica «a» sonora queda modulada por la debilidad y languidez de la «i»), el conjunto es una combinación irresistible al oído.

Ante este despliegue de preceptos que a muchos parecerán arbitrarios surgen varias dudas. La primera, si hay que saber de esto para escribir buenos poemas. Naturalmente que no, y habrá poetas excelentes que jamás hayan oído hablar de estas cosas. Construir un buen poema requiere sobre todo de oído, sensibilidad y buen gusto, que son destrezas que se adquieren leyendo mucha poesía. Para que un verso suene bien no hace falta saber por qué lo hace, de la misma manera que para bailar bien no hace falta saber ni mecánica ni física. Hace falta práctica. Y por supuesto nadie te obliga a escribir en endecasílabos. Esta medida, en el Renacimiento, fue objeto de furibundos ataques de, por ejemplo, José de Castillejo. Aunque Alfonso X y el marqués de Santillana ya habían compuesto versos de once sílabas, a mucha gente los de Garcilaso, italianizantes, les sonaban raros. A los nuevos ritmos cuesta acostumbrarse. 

La segunda duda que puede surgir, relacionada con esto último, es si estas reglas se pueden romper. Ante esto hay que recordar que por supuesto, que el arte es transgresión continua, pero también que lo que dicen los preceptistas suele ser una senda firme, un camino seguro del que salirse únicamente cuando ya se domina, al igual que una cosa es lo que te enseñan en la autoescuela cuando aprendes a conducir y otra cosa la forma de conducir de Fernando Alonso subido a un F1. Hay que transgredir si se quiere ir más allá, claro, pero para eso primero hay que dominar de lo que se trate, ya sea escribir poemas, novelas o diseñar satélites. Advertir no obstante que es raro que en la ciencia del verso una transgresión inconsciente se traduzca en un poema feliz. Es mucho más probable que se trate de un error que afecte gravemente a algún aspecto del poema. No hay que olvidar tampoco que la inmensa mayoría de las obras que han sobrevivido al paso del tiempo son las que cumplen con las «leyes físicas» de la poesía de las que hablaba Linares.

¿Podemos extender estas ideas sobre el endecasílabo para juzgar si un poema «es bueno»? No tan rápido. Con el ritmo del verso solo hemos arañado la superficie, y de un único metro, el de once sílabas. Los lectores hacemos trampas al leer, yendo más deprisa o más despacio para ajustarnos a lo que suponemos que tiene medir un verso, especialmente con las estrofas clásicas, que nos inducen unas medidas determinadas. Hay muchos matrices y excepciones. Un verso como 

En tanto que de rosa y azucena

se puede contar como de diez o de once sílabas, dependiendo de cómo se lea la sinalefa, si doble o triple. De la métrica se sacan tesis doctorales; no es un tema trivial ni que se pueda despachar en un artículo. Por otro lado, el análisis de un poema completo requiere tratar no solo el ritmo, sino también y como mínimo: tema, asunto, estructura, título, citas, pragmática, y niveles léxico, semántico y sintáctico. El tema de la traducción es otro mundo: traducir el endecasílabo al francés al español es una odisea. 

Queda todavía mucho que decir sobre el resto de los aspectos de un arte, la lírica, que no solo es una fuente casi inagotable de placer estético, sino una actividad que proporciona una aproximación singular al mundo. La poesía culta vive en el reino de la metafísica, de lo que no se puede explicar, de lo que está —por definición— más allá del conocimiento científico. Ese mundo solo puede ser, si acaso, vivido; no explicado. Lo que la poesía pretende es en realidad un imposible: trasladar lo inefable. Lo hace no explicando, sino mediante la resonancia, generando una vibración sutil que pretende ser capaz de inducir un estado correspondiente en el lector. Pero ese intento desesperado, en el marco de lo que desde Kant y Wittgenstein sabemos que no puede formar parte del saber compartido de la especie, la convierte en una necesidad y en una forma única de comunicación humana.

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