De entre todos los indígenas que se toparon con los españoles durante la conquista, los taínos son especialmente conocidos porque además de ser los primeros que tuvieron contacto con europeos, son los que Colón secuestró para llevarse a España. En el diario de abordo, Colón no deja claro cuántos taínos traía en el barco de vuelta, pero lo que sí se indica en las crónicas es que fueron seis los que sobrevivieron y presentó ante los reyes católicos. Según varios historiadores podía haber hasta una veintena de prisioneros a bordo. No todos murieron por las duras condiciones en las que se realizaba el viaje. Cuando el navío se encontraba en alta mar y los marineros relajaron la guardia, algunos, todavía engrilletados, decidieron arrojarse por la borda.
Unos diez años después de ese episodio y de lo que sería el inicio de la destrucción de las indias, nació Michel de Nôtre-Dame, un boticario francés que no se haría famoso por los brebajes y los ungüentos que vendía sino por profetizar varias veces el fin del mundo. En su libro Les Prophéties, Michel, comúnmente conocido como Nostradamus, presagió el futuro de Occidente, concretamente de Europa, especialmente el de Francia. En pocos años, se convirtió en uno de los agoreros más famosos del país y el astrólogo preferido de Catalina de Médici. No obstante, a pesar de las innumerables desgracias y calamidades que anunció, nunca hizo mención al devenir de la conquista. Quizá Nôtre-Dame no tenía muy presente lo que sucedía en el continente americano, pero para otros el destino era muy claro. En los libros de las profecías mayas, el gran sacerdote Napuc Tun auguró un tiempo de dolor, llanto y miseria. El final de una tierra conocida. «Cómo será, ya será vista».
La humanidad lleva milenios preocupada con el fin del mundo. ¿Cuáles son las señales que lo precederán? Meteoritos, hambruna, Trump volviendo a ganar las elecciones. ¿No fueron esas señales para los indígenas los barcos de los españoles llegando a tierra? El mundo ha terminado varias veces. Termina y se reanuda al mismo tiempo. Quizá haya pocos finales tan evidentes como la destrucción de la América precolombina, pero incluso dentro de la cosmovisión maya, el «fin» tenía más relación con una transición, con un cambio de ciclo, que con un final. Las ruinas siempre son recicladas, el mundo se reconstruye. Del pasado quedan restos: algunas pinturas, algún monumento y si hay suerte, una buena novela.
Los artistas María Bleda y José María Rosa elaboraron hace unos años una serie fotográfica en gran formato donde mostraban campos de grandes batallas: Waterloo, Austerlitz, el paso de las Termópilas, el bosque de Teutoburgo, etc. Lo que llama la atención de esas fotos, espacios donde se enfrentaron miles de personas y murieron de forma violenta, es que ya no hay ningún rastro de la guerra, solo paisaje.
Algo parecido a las fotos de Bleda y Rosa sucede con el viejo pueblo de Fayón, situado en el Bajo Aragón en una de las laderas del río Ebro, escenario de una de las batallas más sangrientas de la guerra civil española. Pero a diferencia de las fotografías, no ha sido la vegetación y el paso de los años lo que borró las marcas de la guerra, sino las aguas del río. Es seguro que para muchos habitantes de Fayón, las señales que precedieron al fin del mundo fueron los coches de la guardia civil llegando a la plaza del pueblo junto con los representantes de la compañía eléctrica Enher. La empresa estatal pasaba por un momento de vacas flacas, así lo muestra la contabilidad de la época, y necesitaba generar ingresos con urgencia. Querían poner a funcionar el embalse de Ribarroja lo antes posible, pero la apertura de la presa provocaría la desaparición del pueblo. La compañía eléctrica ofrecía dinero a todos aquellos vecinos que accedieran a marcharse y a los que lo aceptaban, se les tapiaba la casa a los pocos días. Las negociaciones entre la empresa y los vecinos fueron encarnizadas, no todos aceptaron el dinero, que era poco. Tras varias reuniones, se acordó que Enher construiría un nuevo pueblo a unos kilómetros de donde se encontraba, pasando de estar de la ribera del Ebro al desértico interior.
Fayón llevaba al lado del río desde los árabes, era un pueblo de navegantes. Incluso la llegada del ferrocarril en 1892 no había transformado su esencia sino que la había remarcado, haciendo del sitio un enclave estratégico para el transporte fluvial del carbón que se extraía de las minas de la zona. Aunque de la construcción se encargara la compañía eléctrica, la nueva ubicación cambiaba totalmente la esencia del lugar.
Los vecinos que vivieron el fin del antiguo Fayón dicen que la gente no creyó que iba a desaparecer hasta que vieron correr el agua por las calles. Cuando el 20 de noviembre de 1967 se abrieron las compuertas de la presa sin avisar a nadie, todavía quedaban cincuenta familias en el pueblo. Se negaban a irse porque las nuevas casas todavía no estaban en condiciones. La empresa era consciente, incluso les comentó que se fueran a casa de sus familiares unos días, pero se negaron. El agua inundó caminos, cultivos y casas. La estación de ferrocarril, clave para el desarrollo económico de las últimas décadas, también quedó sepultada. Los vecinos tuvieron que ser desalojados con camiones militares y barcos, dejando todas sus pertenencias en las casas. Se llevaron lo que pudieron poner en un par de maletas mientras la guardia civil, para ayudarles a aligerar el paso, los apuntaba con una pistola.
Hoy en día del viejo Fayón, además del recuerdo, resiste el campanario. El resto, lo que no quedó sumergido, lo dinamitaron. Los barcos que antes transportaban carbón ahora llevan turistas a los que se les da una vuelta por el río y se les cuenta que, una vez la guardia civil prohibió el acceso, tres vecinos y el cura se colaron con una barca para rescatar de la iglesia los santos que habían quedado dentro. Las personas que vivieron la desaparición del pueblo ya son mayores. El hundimiento es algo que se explica a los nietos, pero ese lugar del que se habla ya no es donde viven a pesar de que lleve el mismo nombre. Se les habla de otro mundo, de uno diferente, de uno que ya no existe.
Chateaubriand, en su Itinerario de París a Jerusalén en 1806, confesaba que se le caían las lágrimas al reconocer en unas piedras la antigua ciudad de Esparta. Las piedras a las que se refería el autor francés en sus diarios eran en realidad las tumbas de Agis y Leónidas, legendarios reyes de la ciudad. Las tumbas, igual que el campanario de Fayón, son un icono, una referencia, y las referencias se usan para saber dónde se está, para orientarse. Mientras pasan los años y el mundo cambia, las referencias permanecen fijas. Muchas veces estos iconos son lo único que posibilita un paisaje común entre diferentes generaciones y por tanto un imaginario compartido, un relato.
Dentro de un grupo de amigos, el escritor chileno Gonzalo Asalazar comentaba que en Europa existe una pasión por las ruinas. Y obviamente es así, desde el relato bíblico de Adán y Eva hasta al romanticismo de lord Byron, hay una nostalgia por el paraíso perdido. Las ruinas, el icono, permiten sustentar el relato común. Y teniendo en cuenta que el mundo moderno no genera ruinas sino todo lo contrario, la importancia de estas crece. El caso de las tres chimeneas de la central térmica de Sant Adrià de Besòs son un buen ejemplo. Cuando empezaron las obras en 1971, sin permiso municipal, hubo una fuerte oposición por parte de los ayuntamientos y de varias asociaciones vecinales. Después de treinta y siete años de actividad y de construir una nueva central, Endesa inició el desmantelamiento de la de Sant Adrià y solicitó los permisos para el derribo de las tres grandes torres, pero las autoridades se negaron. Las chimeneas ya formaban parte de la identidad del municipio. Pocos meses después de la solicitud de demolición, se creó una plataforma vecinal para defender el edificio y el ayuntamiento inició los trámites para declararlo bien cultural de interés local.
La central hace muchos años que no está operativa pero las torres siguen en pie al lado del mar. De hecho, existe un proyecto para rehabilitar el espacio y convertirlo en un hub digital. Pero, ¿si en un futuro las chimeneas dejaran de conservarse, no sería para muchos la evidencia de que se perdió lo último que quedaba de una época?
En una conversación, el escritor Teju Cole le explicaba a Enrique Vila-Matas que nunca se planteó que las Torres Gemelas no pudieran estar después de su muerte. Donde antes estaban los rascacielos ahora hay un memorial, un solar con dos grandes huecos que se iluminan cada 11 de septiembre en honor a las víctimas del atentado. En el libro Ciudad abierta, Teju Cole cuenta que no era la primera vez que se borraba ese solar. «Antes de que se construyeran las torres, esa parte de la ciudad había estado atravesada por una bulliciosa red de callecitas. Robinson Street, Laurens Street, College Place: en los años sesenta todas habían sido obliteradas para hacer lugar a los edificios del World Trade Center y ahora nadie las recordaba». Es seguro que antes de las calles que menciona Cole había otras; calles con adoquines por donde pasaban carros tirados por caballos, y mucho antes que esas, caminos de barro con cabañas parecidas a las de los Taínos. Es normal que las ciudades cambien. No obstante, sobrevivir a la ciudad de tu infancia es un sentimiento extremadamente contemporáneo.
Hay muchísima literatura que hace referencia al fin de nuestros días. Para la poeta norteamericana Eileen Myles Estados Unidos acabó cuando Jimmy Hendrix tocó su versión de «The Star Spangled Banner» en el festival de Woodstock. En Yo no sé de otras cosas, la novela de Elisa Levi, la protagonista se fuma un cigarro con un poco de hierba mientras le cuenta a un señor por qué el mundo terminó ayer. Kurt Vonnegut, igual de norteamericano que Myles, narra en Matadero cinco cómo unos extraterrestres le explican al abducido la manera en que terminará el universo: lo vuelan por los aires al experimentar con un nuevo combustible para sus platillos volantes. Pero antes de que los alienígenas se lo cuenten, el personaje se pasa la mitad del libro intentando convencer a los marcianos de que los humanos son una raza terrible y que todo se desintegrará por su culpa.
Kurt Vonnegut luchó en la Segunda Guerra Mundial, lo hicieron prisionero y sobrevivió al bombardeo de Dresde. Cuando publicó Matadero cinco en 1969, después de Nagasaki e Hiroshima, estaba convencido de que alguien se equivocaría en un cálculo y todo terminaría en una explosión nuclear. Vonnegut no era el único que lo pensaba. En 1947 la revista Bulletin of the Atomic Scientists creó el Doomsday Clock, un reloj que señala a cuantos minutos estamos de la destrucción total. En un primer momento el reloj representaba la amenaza de una guerra nuclear global, pero hace unos años sus manecillas se volvieron sensibles al cambio climático. Con el covid y la guerra en Ucrania, el reloj nunca había estado tan cerca de marcar la medianoche.
No es necesario un reloj del apocalipsis para saber que el mundo terminará en algún momento, pero quizá sea esa la única vez en la que no se puedan reaprovechar las ruinas. Según los datos de la sonda espacial Gaia, al Sol le quedan unos cinco mil millones de años. Dicen que si se apagara de un día para otro tardaríamos ocho minutos en darnos cuenta, que eso es lo que se demoran los rayos en llegar a la Tierra. Pero la realidad es que nadie lo verá porque la humanidad llevará milenios extinguida. Pocas cosas suceden de un día para otro, el colapso del Sol no es una excepción. Su envejecimiento conllevará un calentamiento global irremediable, quién sabe si los humanos seremos capaces de adelantarlo. Kurt Vonnegut apostaría que sí.