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El antinatalismo filosófico como oportunidad para revalorizar la procreación (y 2)

El antinatalismo filosófico como oportunidad para revalorizar la procreación
La primavera, de Botticelli.

Viene de «El antinatalismo filosófico como oportunidad para revalorizar la procreación (1)»

Más allá del placer y el dolor

Las ideas de David Benatar han recibido respuesta desde múltiples ángulos. Sin ánimo de ser exhaustivo, estas van desde las que juzgan una frivolidad que un hijo afortunado en la vida eleve una queja a sus padres por haber nacido1, hasta las que niegan que se pueda atribuir dolor, placer, bienes y perjuicios a las personas que no han existido2; pasando por las que, considerando posible esta atribución, consideran que Benatar no evalúa correctamente el placer y el dolor de los no existentes3.

Estas y otras objeciones al pensamiento de Benatar, si bien valiosas, pertinentes y honestas intelectualmente, en cuanto que acceden a confrontar sus ideas en el terreno que el filósofo sudafricano dispone, me resultan profundamente insatisfactorias, y ello por su falta de perspectiva. En mi opinión, si se adopta y toma por bueno este cálculo utilitarista del placer y el dolor, la dudosa victoria en estas pequeñas batallas no otorga el triunfo en el debate, y las ideas de Benatar continúan conservando buena parte de su fuerza.

En la asimetría del placer y el dolor, Benatar establece que no existe un deber moral de traer placer al mundo, pero sí existe un deber moral de no traer sufrimiento. Desde la visión consecuencialista de la moral que caracteriza buena parte del mundo filosófico anglosajón, esta suerte de órdago argumental que lanza Benatar es difícilmente superable, y tengo la certeza de que su atractivo y valor radica en haber llevado al utilitarismo hasta sus —valga la ironía— últimas consecuencias: en terminología nietzscheana, Benatar habría puesto de relieve la semilla de autodestrucción de la doctrina utilitarista, el nihilismo que anidaba en el corazón de la misma.

Insisto en ello: si valoramos la vida en función de los placeres y sufrimientos que nos depara o nos puede deparar, lo mejor es no haber nacido: no compensa. No importa que en la balanza de una vida pesen más los placeres que los sufrimientos, la clave la encontramos en que no haber experimentado esos placeres, por no haber llegado a la existencia, no supone nada malo, y no hay perjuicio alguno; pero ahorrar los sufrimientos es algo que no tiene precio, y termina traduciéndose en un bien difícilmente desdeñable.

La asimetría del placer y el dolor, en la determinación de la conveniencia y moralidad de la procreación, es un argumento potente. Personalmente, el sentido común me dice que, puestos a interpretar la vida bajo este prisma, y dado que ningún progenitor tiene en su mano proporcionar una vida en la que no quepa la posibilidad de intensos y constantes sufrimientos, el riesgo es demasiado grande, y la procreación es una lotería perversa que juega con el destino de la descendencia.

Es por esto que debo volver a la famosa pregunta de Camus: ¿merece la pena vivir la vida? La respuesta afirmativa es frecuente para el existente, aunque solo sea porque la alternativa es demasiado mala. Pero aquí trato con la hipotética respuesta del no existente a la pregunta: ¿te merece la pena ser traído a la vida?

En este análisis no he incidido en las condiciones históricas que permiten realizar esta pregunta en toda su plenitud, por obvias: es ahora cuando tenemos la capacidad para la abstinencia reproductiva sin que el impulso sexual condicione el hecho. Sin embargo, el no existente no tiene conocimiento ni voz, y estamos abocados a decidir por él. Si el utilitarismo y su raigambre hedonista caracterizan nuestra valoración de la vida, la decisión parece decantada, como he señalado. Es de agradecer que Benatar ponga sobre la mesa toda una serie de cuestiones que ayudan a examinar el carácter moral que conlleva la procreación. Además, este autor no cede a la arrogancia de postular destinos manifiestos de autoextinción, limitándose a exponer una doctrina moral de carácter terrenal y abierta al diálogo. No obstante, para responder a la gran pregunta, resulta imprescindible escapar de esta visión centrada en el placer y el dolor: solo así podremos observar el fenómeno vital humano en atención a su inextricable complejidad y ambigüedad.

La importancia del sentido

El placer y el dolor son dos caras de un aspecto fundamental en la experiencia de nuestras vidas. Pero la clave aquí es comprender que un aspecto de la experiencia humana no puede ofrecernos la última palabra sobre la vida. Nuestra forma de experimentar el placer y el dolor está preñada, inevitablemente, de significado. El valor de este significado no depende de que nuestras vidas gocen de un sentido cósmico, ausencia de la cual Benatar se lamenta4 por la degradación que supondría en la calidad de nuestras vidas. Carecer de algo no implica que lo ausente sea bueno, pues nada indica que poseer un sentido universal, plenamente abarcador, mejoraría las cosas, y tengo serias dudas de que conocer nuestra irrelevancia respecto a la totalidad del cosmos haya rebajado nuestra felicidad o bienestar. ¿De qué depende, pues, el valor del significado? Depende de nuestra interpretación, más allá de que esta interpretación podamos moldearla o no.

Pondré un ejemplo: el dolor de una pierna quebrada puede ser asimilado por nuestra psicología de muy diversas maneras: puede asimilarse bien como consecuencia razonable de jugar al fútbol, o puede asimilarse con horror si es fruto de la tortura, como también puede asimilarse con orgullo si con ese dolor injustamente padecido estamos salvando vidas valiosas o luchando por una causa justa. La intensidad del dolor es la misma, pero lo que significa para nosotros cambia por completo nuestra experiencia de ese dolor. Lo mismo ocurre con la enfermedad: el sufrimiento y la perspectiva de la muerte constituye una oportunidad para expresar nuestra personalidad y valores, circunstancia de la que, sin ir más lejos, el cine se ha nutrido en abundancia.

Benatar acepta la importancia del sentido terrenal que aplicamos a las cosas, y no niega su existencia, pero pasa por alto la forma en que condiciona nuestra experiencia del placer y el dolor. Por otro lado, puesto que cuantificar el placer y el dolor depende de un cálculo cuando menos problemático, resulta atrevido postular que una vida ha sido mala porque ha tenido más dolor que placer. Más aún, no solo el placer y el dolor se insertan en una red de significado, sino que, además, se encuentran mezclados el uno con el otro, y la mutua referencia impide su respectivo aislamiento. En definitiva, no por sernos más familiar la experiencia humana nos es menos inextricable, pues se instala en una complejidad que supera ampliamente la limitación de nuestras categorizaciones. Más importante: el nudo gordiano que supone la asimetría del placer y el dolor solo puede ser cortado por la espada del sentido, como de hecho así ocurre.

Mucho se ha escrito en el ámbito filosófico sobre el concepto «sentido de la vida». Sobre este tema, mi texto predilecto pertenece a Richard Taylor, quien defiende que el sentido de la vida no procede de fuera, sino que está dentro de cada uno de nosotros: si bien la vida puede ser vista como la condena de Sísifo, dura y absurda, lo cierto es que disfrutamos de un «impulso extraño e irracional» para seguir adelante y encontrar motivaciones a nuestra acción5. Considero que este impulso para dotarnos de sentido, junto a marcados sesgos optimistas aquí ya analizados, lejos de suponer un argumento a favor de la dureza de la vida, muestran sobradamente lo bien equipados que estamos para afrontarla, como es lógico.

Otro texto particularmente valioso sobre este asunto ha sido escrito por Susan Wolf, destacando la posibilidad de disfrutar una vida significativa en un universo sin sentido, siempre y cuando seamos capaces de comprometernos activamente con las personas y en proyectos de valor positivo, compromiso que razonablemente deberíamos desear6.

Las nuevas generaciones importan

En el cálculo que realiza Benatar, un gran sufrimiento ahora estaría justificado para evitar un hipotético mayor sufrimiento futuro. Samuel Scheffler ha explicado con brillantez7 la relevancia fundamental que tiene para nosotros la supervivencia de la humanidad más allá de nuestra muerte, y esto no solo por la supervivencia de la especie en sí misma, sino, especialmente, como condición para el desarrollo de nuestros proyectos y actividades: la desaparición inminente de la humanidad, más que la perspectiva de la propia muerte, tendría un efecto perturbador en nuestra capacidad de cargar de valor nuestras vidas. Esto nos advierte de un límite a nuestro individualismo y egoísmo, ya que, aunque nos suele pasar desapercibida, la continuación de la vida humana en general nos importa más aún que la propia y su desaparición supondría un panorama de pesadilla: significaría nuestra derrota definitiva contra el tiempo y contra la futilidad de nuestras acciones.

Todo esto nos revela que la forma humana de valorar se caracteriza, según Scheffler, por «sus dimensiones conservadoras, no empíricas ni consecuencialistas». El mismo Benatar reconoce que la vida cercana a la deseada extinción pasiva sería bastante dura, pero esta calificación se descubre excesivamente suave si, entre otras cuestiones, atendemos al planteamiento de Scheffler. Sin embargo, Benatar prefiere un sufrimiento seguro e inmediato frente a otro supuestamente mayor en un futuro cuyos rasgos, no obstante, nadie conoce, y lo que es peor: adelanta el apocalipsis, voluntariamente, en un anticipo que garantiza terrores de los que, en teoría, quiere escapar. Si esta no es una conclusión repugnante, desde luego lo parece.

Si han seguido el hilo argumental de este texto, un tanto denso, cabe la posibilidad de que a estas alturas hayan atisbado una brecha fundamental en el planteamiento de Benatar: por un lado, descarta que el suicidio sea siempre deseable, puesto que la vida puede que no sea tan mala como el mal que supone adelantar la muerte; pero, por otro lado, no tiene problema en proponer el suicidio de nuestra especie, a pesar de que para la última generación supondría un horror que ha de ser tenido en cuenta. Es cierto que la propuesta de Benatar pretende evitar los ingentes sufrimientos futuros, pero no es menos relevante que igualmente el suicidio individual (¡también el suyo!) sería deseable si se atiene a los sufrimientos abundantes que una larga vida garantiza (siempre según su teoría).

Nietzsche baja los humos

En el fondo de todo este asunto encontramos un problema radical: la gran respuesta a la cuestión del valor de ser traído a la existencia descansa en una interpretación global del fenómeno vital. Una persona puede considerar que su vida no ha merecido la pena, como puede dar gracias por haber recibido el don de haber vivido. Pero ninguna persona está en condiciones de postular, con la más mínima certeza, que la vida, en su conjunto, es mala (o buena). En palabras de Nietzsche:

La condenación de la vida por parte del que vive es, por último, un síntoma de una determinada cualidad de vida; y con esto no tocamos la cuestión de si la condenación es justa o injusta. Deberíamos estar situados fuera de la vida y, por otra parte, conocerla tan bien como la conoce un hombre o muchos hombres, o todos aquellos que la han atravesado para poder tocar el problema del valor de la vida en general, motivo suficiente para comprender que éste es un problema inaccesible para nosotros8.

No se puede juzgar el proceso inconmensurable que constituye la vida. Como afirma Sartre9, todos somos criaturas arrojadas a la existencia, lo cual nos obliga a tomar posición, constantemente, por acción u omisión. Sin embargo, los hechos absurdos de vivir y haber nacido, como el de la muerte, no admiten valoración razonable. Nacimiento, vida y muerte no son condenas, como no pueden ser dones. No tienen sentido último, pero, al delimitar nuestra existencia, estos hechos nos permiten dotarla de significación.

Al final, pluralismo de valores

David Benatar, el gran antinatalista de esta época y, probablemente, de siempre, basa buena parte del atractivo de su propuesta en la combinación del método analítico anglosajón con la radicalidad de las cuestiones que suele tratar la filosofía continental: procura ser riguroso en el estudio de una cuestión absolutamente desbordante. Es difícil no recordar a Hume, quien antepuso la destrucción del mundo a un simple rasguño en su dedo, como un pensamiento propio de razón10: quizá sea mejor no llegar nunca a la existencia, que padecer el más mínimo sufrimiento.

No obstante, aquí Benatar propone un pesimismo respetable, pero que debe ser entendido como personal: no cabe atribuir inmoralidad a quien decide tener hijos, sobre todo si nos atenemos al pluralismo de valores que desarrolló Isaiah Berlin, idea que se opone en este caso al absolutismo moral de una valoración exclusivamente hedonista de la vida. Sin caer en el relativismo moral, Berlin incide11 en la imposibilidad de comparar sistemas de valores, o de establecer jerarquías entre ellos, pues si bien no podemos combinarlos, esto no supone su menoscabo. Lo que es mejor para Benatar no tiene por qué serlo para los demás.


Notas

(1) David Benatar y David Wasserman, Debating Procreation. Is It Wrong to Reproduce? Nueva York, Oxford University Press, 2015, p. 150.

(2) David DeGrazia, «Is It Wrong to Impose the Harms of Human Life? A Reply to Benatar,» Theoretical Medicine and Bioethics 31, no. 4 (2010): 317–331; Elizabeth Harman, «David Benatar. Better Never to Have Been: The Harm of Coming into Existence,» (Oxford: Oxford University Press, 2006),» Noûs 43, no. 4 (2009): 776–785.

(3) Harman, «Benatar»; David Boonin, «Better to Be,» South African Journal of Philosophy 31, no. 1 (2012): 10–25; Aaron Smuts, «To Be or Never to Have Been: Anti-Natalism and a Life Worth Living,» Ethical Theory and Moral Practice 17, no. 4 (2014): 711–729.

(4) David Benatar, The Human Predicament, pp. 62-63.

(5) Richard Taylor, Good and Evil, Amherst, N.Y., Prometheus Books, 2000, pp. 319-334.

(6) Susan Wolf, Meaning in Life and Why It Matters, Princeton, NJ, Princeton University Press, 2010.

(7) Samuel Scheffler, Death and The Afterlife, Nueva York, Oxford University Press, 2013.

(8) Friedrich Nietzsche, El ocaso de los ídolos, Obras completas, Buenos Aires, Aguilar, 1967, IV, p. 413.

(9) Jean-Paul Sartre, El ser y la nada, Buenos Aires, Losada, 1979, p. 678.

(10) David Hume, Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Tecnos, 1992, p. 562.

(11) Isaiah Berlin, The Crooked Timber of Humanity. Chapters in the History of Ideas, Londres, Pimlico, 2003, pp. 79-80.

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