Arte y Letras Filosofía

Falacias (y 4)

Lisa Simpson en un episodio de Los Simpson. Imagen Fox. Falacias (y 4)
Lisa Simpson. Imagen: Fox.

Viene de «Falacias 3»

Aunque «mentira» y «falacia» a menudo se consideren sinónimos, la primera falsea los datos, mientras que la segunda falsea los argumentos; eso significa, entre otras diferencias, que para desenmascarar una mentira hay que conocer los datos reales, lo cual no es necesario, en principio, para desmontar una falacia, puesto que su falsedad es intrínseca, reside en su estructura misma (luego volveré sobre este punto).

Como he dicho en más de una ocasión, el posible interés de mis artículos estriba, sobre todo, en las aportaciones de mis amables lectoras/es, y esta breve serie no es una excepción. Si alguien se tomara la molestia de leer los más de trescientos comentarios suscitados por las entregas anteriores, encontraría no pocos ejemplos de las falacias más conocidas (ad hominem, ad verecundiam, ad consequentiam…) y de otras que no lo son tanto, pero que también merecen un nombre en latín, como las falacias ad qualitatem, ad maiusculam o ad determinatum. Y, junto con las falacias (algunas de ellas mías: es muy difícil evitarlas por completo cuando se argumenta apresuradamente), mis pacientes lectoras/es vislumbrarían algo aún más interesante: los mecanismos psicológicos que nos inducen a caer en ellas, ya sea por activa, formulándolas, o por pasiva, concediéndoles un crédito que no merecen.

La última falacia antes mencionada, que, ateniéndome a la terminología tradicional, he denominado ad determinatum, me parece, por su índole minimalista y solapada, especialmente interesante. La descubrí (tomé conciencia de ella, quiero decir), hace muchos años, en un restaurante más pretencioso que meritorio en el que el chef iba recitando la carta anteponiendo un artículo determinado a cada plato: el ajoblanco con dados de melón, la menestra de verduras… ¿Por qué el pomposo e innecesario artículo? Para singularizar el producto, para subrayar sus supuesta excelencia: la nuestra no es una menestra más, es «la menestra».

En la entrega anterior aludía al agravio comparativo que supone llamar «el Holocausto», con artículo determinado y H mayúscula, a la brutal masacre perpetrada por los nazis a mediados del siglo XX, y ahora quisiera llamar la atención sobre otro artículo abusivo que ha desempeñado un papel determinante en la cultura contemporánea: el que los psicoanalistas anteponen al término «inconsciente».

Una cosa es decir que gran parte de nuestros procesos mentales son inconscientes —algo que la neuropsicología ha demostrado de forma concluyente— y otra muy distinta hablar de «el inconsciente» como si fuera algo definido y articulado (estructurado como un lenguaje, según Lacan). Ni el revoltijo de verduras de aquel pretencioso restaurante de mi juventud era «la menestra», ni la maraña de procesos mentales que se desarrollan al margen de la consciencia es «el inconsciente», por más que se haya generalizado el uso del término precedido por su abusivo artículo.

Una primera explicación del éxito de un concepto tan poco sólido como el de «el inconsciente» hay que buscarla en los sesgos cognitivos. El propio Freud dijo que el psicoanálisis es, ante todo, la forma en la que los psicoanalistas se ganan la vida, y sin un «ello» que nos hable al oído en su arcano idioma por mediación de los sueños y las asociaciones libres, su labor interpretativa no tiene fundamento; y para quien se tumba en el diván es más fácil asumir la «herida narcisista» de ser manipulado por un oscuro Mr. Hyde —o Mr. Id— que la idea de albergar en su mente un caos informe; por lo tanto, unos y otros —analistas y analizados— se refugian en el denominado «sesgo de confirmación», que consiste en dar por válidos los argumentos favorables a los propios intereses, por endebles que sean, e ignorar los contrarios a ellos, por sólidos que resulten. Pero ¿por qué este fenómeno ha trascendido el ámbito del psicoanálisis y «el inconsciente» se ha convertido en un tópico ampliamente aceptado? No es una pregunta retórica ni capciosa, e invito a mis amables lectoras/es a buscar una respuesta. O varias.

Disonancia ludonarrativa  

Decía Oscar Wilde que la vida imita al arte. Y, nos guste o no, los videojuegos se han convertido en una de las manifestaciones artísticas más difundidas y características de nuestro tiempo, y por ende más imitadas a nivel conductual.

La expresión de reciente cuño «disonancia ludonarrativa» hace referencia a la frecuente desarmonía entre los elementos narrativos de un videojuego y sus elementos lúdicos (entre la historia y la «jugabilidad», en la jerga del sector). Es habitual, por ejemplo, que al exponer el argumento de un juego se hable de generosa solidaridad o abnegado heroísmo, cuando de hecho se trata de abrirse camino a cualquier precio y —nunca mejor dicho— caiga quien caiga. Y en el vertiginoso juego de la vida, la piadosa narrativa de la moral cristiano-burguesa coexiste con la feroz competitividad capitalista, que nos empuja a acumular puntos (básicamente -aunque no solo- en forma de dinero) y a dejar atrás a los demás en la desenfrenada carrera por «subir de nivel».

Los psicólogos llaman «disonancia cognitiva» a la desarmonía entre la interiorización de las enseñanzas evangélicas u otros sistemas éticos y la conducta individualista y poco solidaria típica de una sociedad hipermercantilizada; pero tal vez sea más adecuada la expresión «disonancia ludonarrativa», pues el conflicto no se produce tanto a nivel meramente cognitivo —entre unas ideas y otras— como entre la teoría —nuestros supuestos principios— y una práctica inconsecuente que rara vez se cuestiona o tan siquiera se analiza.

La paradoja de la carne

La desarmonía entre los valores éticos y la conducta suele generar una tensión que se intenta aliviar de distintas maneras. Una contradicción muy frecuente y que ha despertado el interés de los investigadores es la de quienes tratan con cariño a sus mascotas a la vez que comen carne procedente de la tortura y la muerte de animales con la misma consciencia y capacidad de sufrimiento que sus perros o gatos. Este conflicto moral —que algunos psicólogos denominan «paradoja de la carne»— se intenta evitar a menudo con lo que se conoce como «ignorancia deliberada» (o, en términos coloquiales, «mirar hacia otro lado»); pero esta estrategia elusiva resulta cada vez más difícil, dada la creciente información que aparece en las redes —y también en algunos medios, pese a los poderosos intereses en contra— sobre las atrocidades éticas, ecológicas y sanitarias de la industria cárnica. Decía Paul McCartney que si las paredes de los mataderos fueran de cristal todos seríamos vegetarianos: una visión excesivamente optimista, por desgracia, pues las paredes de los mataderos —y de las infames granjas industriale— son cada vez menos opacas, y sin embargo el antiespecismo sigue siendo una postura minoritaria (tan es así que el corrector automático de mi ordenador subraya en rojo el término «antiespecismo»).

¿Cómo es posible que alguien que se horrorizaría si viera retorcerle el pescuezo a un perro, desollarlo, eviscerarlo, trocearlo y asarlo en una barbacoa, pueda hacérselo —o propiciar que otros lo hagan por él— a un ternero, a un cordero o a un cerdo? Y esta sí que es una pregunta retórica.

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