Cine y TV

30 años de ‘Pulp Fiction’: que siga el diálogo

Pulp Fiction. Imagen Miramax.
Pulp Fiction. Imagen: Miramax.

Meditaciones de cine (Reservoir Books), poco acertada traducción del original Cinema Speculation (título que resume mucho mejor estas heterodoxas y diletantes memorias cinéfagas de Quentin Tarantino) es un libro repleto de frases-joya y reflexiones fuera de la norma (solamente la elección de sus películas de cabecera es, de por sí, una antología de cine off-Hollywood); pero hay una idea reveladora relacionada con la construcción de los personajes a través del diálogo a la que el director de Knoxville acude recurrentemente y que en buena parte cimenta su manera de entender la vida y el cine que, para él, lo mismo es: la verosimilitud del intérprete, que no parezca un «personaje cinematográfico» que suelta «frases de película»:

Iris (Jodie Foster en Taxi Driver), habla como una persona real. Niki (Season Hubley en Hardcore: un mundo oculto), entretiene y cae bien, pero siempre parece el personaje de una película.

El-personaje-de-una-película.

Quedémonos con esto, porque si no la cosa iría para largo.

A todos los miembros de la generación X (y algunos boomers) que nos sentamos a mediados de los 90 en la oscura sala a visionar Pulp Fiction (1994), nos fue revelada una nueva verdad, acaso iluminados por la fogosa luz del maletín: era posible construir un artefacto en el que el diálogo primara sobre la propia narrativa, la sostuviera y que esta se cimentara sobre las bases de «un cierto viejo cine»: aquel, que en perfecto metalenguaje con la literatura Pulp made in USA (el término pulp —se cita inmediatamente después de los créditos iniciales— hace referencia a la celulosa de mala calidad con la que se confecciona ese tipo de publicaciones en la que se entremezcla acción, violencia, erotismo, ciencia ficción, etc.) contuviera muchas de las fijaciones del cineasta (spaghetti western, cine de kung-fu, subgéneros como el slasher, venganzamática, grindhouse o blaxploitaition y la arcadia de un Hollywood ilusionado) y pasara finalmente por su Turmix High Tunning para crear un grumo nuevo, de intenso sabor a tiempo perdido, reconocible pero puramente original en forma de déjà vu audiovisual imposible de verbalizar. Con el tiempo, que todo lo disipa, hemos comprendido que Pulp Fiction se ha convertido en el paradigma del universo tarantiniano —cuando no sabíamos lo que significaba esa palabra— y sus Tablas de la Ley: compendio de su universo cinematográfico y su manera de entender la naturaleza humana. 

Si en Ciudadano Kane (1941) Orson Welles elevó la gramática del cine, reinventó su sintaxis y las teorías del montaje, dando un salto a lo inexplorado en lo que conocemos como puesta en escena, en el caso de Pulp Fiction ese paso se focalizaría en la construcción de los personajes y en algo fundamental en ello: los diálogos (incluido el monólogo). Con Reservoir Dogs (1992) —dilo de una vez Quentin: «El título no quiere decir nada, simplemente me sonaba bien»— Tarantino ya nos sorprendió con una escena inicial (lo mejor de una película irregular) en el que ocho tipos random hiperestilizados tertulian sobre Madonna, libretas y propinas; en Pulp Fiction, esta manera de narrar, que contrae y dilata el ritmo interno de la secuencia a su antojo, alcanza su cénit: la película arranca in media res para inmediatamente después de los créditos mostrarnos a dos tipos, que bien podrían ser los sobreros de la banda de Reservoir Dogs en el mismo espacio temporal que aquella, charlando sobre Big-Macs, mayonesa, cerveza y Holanda sin ninguna referencia a quiénes son ni lo que van a hacer. Las dos secuencias son de alguna manera simétricas: una acción violenta (un atraco, una «ejecución por impago») es precedida por una larga y aparentemente hueca conversación, como si el guionista hubiera puesto el piloto automático y dejara que sus criaturas hablaran solas: y es precisamente lo que demanda QT, que estos se corporeicen en el papel y que no parezcan escritos, que no se expresen como personajes-de-una-peli. Si en el viejo cine On-Hollywood la elipsis cercenaba los tiempos muertos, aquí Tarantino subvierte los términos y concede más importancia al bruto que al neto, por así decirlo, y no solo como ejercicio de un estilo treinta años después perfectamente reconocible, estudiado y canónico, sino en la asunción de que esta es LA manera de definir un personaje y vertebrar una historia.

Lo que importa aquí es el CÓMO; el QUÉ se diluye entre el montaje-fantasía y una narrativa increíble por licenciosa (el Sr. Lobo/ Harvey Keitel viste de esmoquin en una agradable velada burguesa a las ¡8:40 de la mañana!, según marca su elegante Gucci), elevando hasta el paroxismo el célebre axioma hitchcockiano «la emoción no proviene del contenido, sino del estilo».

Hablando del estilo, me permito una pequeña digresión: cuenta Álex de la Iglesia, nuestro Tarantino ibérico, que muchas veces siente que agota al personal de tanto verborreizar sobre películas, hasta el día que conoció al auténtico Quentin en una cena y que él fue el agotado por una metralleta autorreferencial: «Esa persona (Tarantino), no es más que cine», le retrata el director vasco, con más retranca que halago. Tarantino y el cine son su circunstancia —«Yo hago las películas para mí mismo»—. Siempre he pensado que ambos creadores están cosidos con el mismo hilo y que en su obra percuten una y otra vez sobre sus mismas obsesiones, su estilo es netamente reconocible, vitamínico, visceral, su querencia por las películas de género es grande, su cine destila un cierto localismo costumbrista y su primera película fue un intenso borrador de la segunda. Pienso además que ambos alcanzaron su obra cumbre demasiado pronto y casi al mismo tiempo: uno con El día de la Bestia (1995), el otro con Pulp Fiction (1994). 

Hay decenas de hallazgos en esta obra capital, pero su Big Kahuna («piedra angular de todo nutritivo desayuno» a decir de Jules/Samuel L. Jackson) está, pues, en la presentación de los personajes a través del diálogo, siempre en situaciones límite en sus vidas. El Tarantino guionista retrocede en ellos, no los construye: primero las consecuencias, después las causas. Y en este sentido Quentin Tarantino se licenció in aeternum: sus películas y guiones consiguen ser originales contra todo pronóstico. Su entrega al cine es directamente proporcional al fervor de sus fans hacia él: ningún cineasta ha permeado tanto en el imaginario colectivo de la cultura pop del fin del primer milenio y el piquito de este segundo como el amigo Quintín y su metaverso.

Acabo de caer en la cuenta de que he llegado al final y aún no he contado de qué va Pulp Fiction. No creo que haga falta, pero por si acaso lo dejo en manos del experto Ángel Sanchidrián, que la analiza certeramente en su desopilante Sinopsis de cine (PoeBooks) : «La película va de una tertulia de canis que de todo saben y opinan (…) están todo el rato hablando, pero a veces paran y hacen algo (…) Ahí todos se endrogan y beben (…) El guion es muy bueno porque hasta para un atraco montan un debate».

Estoy seguro de que a Quentin Tarantino le encantaría este resumen: vale para casi todas sus películas.

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