Viene de «Fargo T4: Gordon, forajidas liberadas y un tornado en Kansas (1)»
¿Recuerda que en la primera parte le hablaba de cómo, a lo largo de toda la cuarta temporada de Fargo, se departe acerca de quién se considera estadounidense de pura cepa, y sobre todo, de quién pone ese criterio? Pues en la misma onda están los dos policías principales de esta historia: Odis Weff y el llamado Deafy. Pero, podría usted decirme, estos dos, en tanto que hombres blancos cis heterosexuales integrantes de la ley, deberían encontrarse en el lado privilegiado de la segregación, ¿verdad? Verdad. Hasta cierto punto. Porque, como le decía antes, la xenofobia tiene más que ver con el privilegio, y Fargo IV versa sobre cómo la humanidad se divide a sí misma en distintos grupos sociales que, por marginados que estén, se atacan unos a otros, considerándose todos por encima de sus antagonistas.
Respecto a nuestro primer policía, Odis Weff, está también sometido, pese a su privilegio racial y de estatus, a una discriminación sangrante. En su caso se debe a que padece un fuerte trastorno obsesivo-compulsivo que se trajo como souvenir de la guerra, donde tenía un trabajo tranquilo limpiando campos de minas enterradas. Debido a su condición no puede, por ejemplo, abrir puerta alguna sin llamar insistentemente con los nudillos mientras parpadea con fuerza y jura en arameo. Esto último me lo he inventado, pero si ha visto usted la temporada, sabrá que no habría empeorado la situación para el pobre Weff. Por otra parte, nuestro segundo policía, Deafy, es un carismático marshal dado a la verborrea moralista e interpretado por el derroche de carisma con patas que es Timothy Olyphant. Habría que escribir un artículo solo sobre la cantidad de veces que Timothy Olyphant ha interpretado a un marshal. Pero sigo: el bueno de Deafy entra en nuestra historia siguiéndole la pista a unas fugitivas de las que luego hablaremos, y lo primero que sabemos de él es que es mormón. Lo segundo que sabemos es que es racista. ¿Se ve la contradicción? No necesariamente, porque no existe. Sí es llamativo, no obstante, que un grupo que vive tan perentoriamente en el ostracismo como los mormones aplique la misma segregación que sufre por parte del resto de Estados Unidos a otros colectivos. Pero a Deafy no le resulta extraño, y tampoco a Gordon, nuestro autor, que nos dice que «hay individuos que pueden vivir como parte de un grupo oprimido dentro de un sistema opresor y no experimentar nunca ningún sufrimiento por acción directa de alguien de dicho grupo opresor» (2023, p. 61, traducción mía).
Análogamente, resulta curioso que Weff, siendo, pese a su TOC, el único personaje que mantiene por completo sus privilegios raciales y religiosos, en tanto que no se aparta de lo que los opresores consideran aceptable (rarezas excluidas), sea el único que no muestra ninguna convicción racista. Tanto es así que, en su primera salida para asistir a Deafy en la captura de las fugitivas a las que persigue, este está rajando de forma peyorativa sobre los italianos, a lo que Weff repone con visible irritación: «¿Sabe?, no todos los que son más oscuros que los nórdicos llevan el pecado en su corazón». A Deafy esto le resbala, claro. Eso sí, con su habitual simpatía. El marshal es un buen ejemplo de quien se cree con el derecho de nacimiento para juzgar a los demás en función de la casta racial o de clase a la que pertenezcan, aun ignorando por completo su idiosincrasia y, a todas luces, hablando sin tener conocimiento alguno ni interés en adquirirlo. En su primera escena, poco antes de esta, cuenta que, de las doce tribus de Israel, diez se perdieron y dos lograron cruzar el mar, los lamanitas y los nefitas, pero cuando llegaron, Dios maldijo a los primeros con una piel oscura para que no atrajeran a los segundos. Adivine a qué grupo se adscribe el sonriente Deafy, reputado agente y devorador de zanahorias crudas. Por eso digo que ilustra bien a aquel que «no sabe mucho acerca del típico Otro más allá de su propia tipicidad» (Gordon, 2023, pp. 106-107, traducción mía) ni le importa.
A lo largo de sus encuentros, a menudo conflictivos, Weff intenta en vano aportar algo de su magnanimidad al despliegue discursivo del marshal. Este se lo come a base de fanatismo y burla a su trastorno obsesivo-compulsivo. Pero Weff tampoco se deja amilanar; en parte porque lleva toda la vida escuchando esos términos, y en parte porque bastante tiene con lo que tiene. Resulta que Weff trabaja para Josto Fadda. Llevaba tiempo al servicio de la mafia cuando le conocemos, y todo iba más o menos bien hasta que Gaetano le ordena a Calamita aquello de matar a Doctor Senador. Eso hace estallar la guerra con Loy, y Weff, que había incurrido en la corrupción justamente para sentirse más seguro, se ve atrapado entre la espada y la pared, hasta el punto de que, en el episodio seis, al llegar a casa, por poco no lo asfixian los hombres de Cannon con la cortina de la ducha. Entonces, nuestro policía enfermo de los nervios tiene una conversación fundamental con el criminal, que, sin salirse de su rol de jefe racializado de una panda de gánsteres, le dice a Weff que él cree que sabe lo que es «sentir que lo poseen». Al fin y al cabo, los italianos le tienen a sus órdenes so pena de que acribillarlo a balazos, así que el policía no cuenta con mucho margen de elección. Pero, repone Loy, «no tienes ni idea de lo que es ser, literalmente, una posesión, una propiedad». A nosotros nos basta con retroceder un par de capítulos en nuestro libro de historia para ver que tiene razón, ya que:
El colonialismo euromoderno ofrece una antropología filosófica que reduce las personas a cosas. Antepone las libertades —entendidas como ausencia de restricciones— a la libertad, que es relacional, la vivencia real de la responsabilidad, la sociabilidad y el sentimiento profundo de pertenencia (Gordon, 2023, p. 19, traducción mía).
Esto entronca con la apertura que da Loy Cannon en el mismo discurso, donde afirma: «No estoy luchando solo contra unos cuantos italianos. Estoy luchando contra cuatrocientos años de historia. Estoy luchando contra una forma de pensar». Pero la población afroamericana vive en la constante negación de esa realidad por parte la sociedad. No hay propiamente un reconocimiento, hecho desde la actualidad, de la deuda que los blancos, como opresores históricos, tenemos con ellos por nuestro pasado. Más bien, «tratamos las realidades sociales como consecuencias naturales (y, por tanto, no atribuibles a los seres humanos) o como ficciones (y, por tanto, inexistentes en tanto que no son materiales)» (Gordon, 2023, p. 102, traducción mía), aunque, para variar, sí que hay un inesperado reconocimiento explícito de dichas realidades por boca de un personaje no racializado: el capo neófito Josto Fadda.
En el episodio cinco, Josto hace una jugada que lleva a varios de los hombres de Loy al calabozo. Como regodeo y exhibición de poder, se presenta ante ellos, al otro lado de las rejas, y les explica que están condenados a la derrota desde el momento en el que empezó la guerra: «¿Sabéis por qué a Estados Unidos le encantan las historias de crímenes? Porque Estados Unidos es una historia de crímenes. Pero la gracia es que, cuando oímos una historia de crímenes, ¿con quién vamos? No con el que se lleva la peor parte, la víctima. No. Vamos con el asesino, el tío del arma. Este país adora a quien simplemente coge lo que quiere. A menos… que esa persona tenga vuestro aspecto. Capisce? Alguien de la calle me mira a mí y ve a un tipo que utiliza el crimen para avanzar. Pero cuando os ven a vosotros, solo ven el crimen». Más claro agua.
De Josto, pese su carácter infantiloide e impulsivo, hay que decir también que es capaz de trazar estrategias. De vez en cuando. Y no suelen ser las mejores. Pero sí arriesgadas, con el potencial premio que ello conlleva. Así, cuando estalla en conflicto con Loy porque Calamita, siguiendo órdenes de su hermano Gaetano, asesina a Doctor Senador, él no ve la potencial matanza que acarrea, sino una oportunidad. Resulta que Loy secuestra a Gaetano y lo infla a hostias de forma degradante (ya sabrá usted que hay muchas maneras de que un gánster infle a hostias). Planea matarlo, pero no se decide, así que Josto le da un empujoncito y ordena la muerte de Satchel, el hijo de su enemigo cuyo cuidado le fue confiado para sellar el trato. De cara a sus compinches, se lo calla, y cuando cuenta la noticia como si él no tuviera nada que ver, sorprende a Violante comunicándoselo a Loy en persona y sin protección alguna. Tan solo cambia un par de detalles: en la versión que da, fue Gaetano, que ahora están en poder de Loy, quien ordenó la muerte del chiquillo. Blanco y en botella, sugiere el mafioso: en lugar de que el bando negro ejecute la represalia correspondiente y mate al niño que tiene en su poder, debería ejecutar al autor intelectual de tan atroz crimen. Y mire usted por dónde: lo tienen encadenado.
Claro que Loy, aparte de no ser tonto, cuenta con más palos a sus espaldas de los que Josto, gozando del privilegio social que él mismo refirió frente al calabozo, podía anticipar, ya que «los negros viven en unas dimensiones configuradas de múltiples maneras en un doble duplicado, en el cual la raza es una imperante realidad en expansión» (Gordon, 2023, p. 47, traducción mía). Por esa multiplicidad de estratos vivenciales, y pese a que, según dicen, le han matado al chiquillo, él libera a Gaetano en lugar de ejecutarlo, pues sabe de la enemistad entre los hermanos y espera que su enemigo se autodestruya. Desgraciadamente, en la cabeza retorcida de Gaetano, saber que su hermano estaba dispuesto a dejarle morir no le hace sino repentino acreedor de su respeto, de forma que, en lugar de meter cizalla, Loy solo consigue unirlos y quedar en mayor desventaja aún. Aquí es cuando espera que Weff, policía corrupto a favor de los italianos, cambie de bando para ser un policía corrupto a su favor. Y lo consigue, porque si algo tiene Weff son unos nervios perpetuamente al borde del colapso. Pero antes, una paradita.
Deafy, el marshal, rastrea a las fugitivas que persigue hasta la larga sombra de Loy Cannon, de forma que se presenta en casa de este con todo el respaldo divino (nadie le convencerá de lo contrario) y, amenazas mediante, logra sentarse frente a frente con él. En el transcurso de esa interesantísima conversación, Loy, que efectivamente tenía en nómina reciente a las forajidas y les acababa de dar un billete de ida a Filadelfia para que se pusieran a salvo, se niega a revelar su paradero porque les prometió que estarían seguras, y eso, dice, le hace responsable de ellas. A esto Deafy contrapone, con su ya conocido paternalismo, que el criminal es, por definición, irresponsable, pues su modo de vida se basa en salirse con la suya, y añade: «Así que ha perdido la moral. Pero en su lugar hay un código. Un sistema de reglas que tienen que ver con la lealtad. De esa forma, el criminal se separa del mundo civilizado». Por su parte, Loy, que tampoco es corto de palabras, replica: «Y, sin embargo, míreme: un hombre de familia, líder de la comunidad, diácono de la iglesia…». Aquí Deafy, con su superioridad racial y religiosa, ríe: «Oh, el criminal es capaz de ser todas esas cosas. Pero es un engaño. Porque, aunque afirme compartir los valores de su mujer o del predicador, el Señor sabe que es una máscara. ¿Sabe cómo estoy tan seguro?». Y la respuesta que él mismo da es: «¿Un hombre de familia entregaría a su hijo menor al enemigo a cambio de poder y beneficio económico?». Loy, que está padeciendo la fase aguda del duelo por Satchel, no contraargumenta nada, pero Deafy insiste: «En resumen, chaval [boy, acuérdese y tiemble]: si pudo sacrificar a su hijo menor como Isaac en la Biblia, entregar a dos desconocidas para quitarse de encima al gobierno federal debe resultarle pan comido». Y Loy, en efecto, revela que están en la estación de tren, dejando marchar a Deafy, no sin antes hacerle una letal advertencia: que no vuelva por ese estado, porque ya no es bienvenido.
El marshal retorna a comisaría, donde prepara un operativo multitudinario para atrapar a las fugitivas. Weff, que ha tenido más de dos y más de tres rencillas con él, se le acerca y le pide participar. Pero Deafy, que conoce sus incursiones en la corrupción policial, recela. Ante esto, Weff da el mayor discurso de vulnerabilidad que le hayamos escuchado en la serie y que su TOC le permite. Dice que las cosas que él, Deafy, le llama, como «espasmódico» o «poseído», las lleva oyendo toda la vida. De pequeño le decían que era demasiado sensible, en el ejército que se preocupaba demasiado, y añade: «Solo sé que me siento mejor cuando estoy al mando, cuando tengo el poder». Por eso se unió a la Policía, «pero resulta que ser policía es arriesgado, y el riesgo me pone nervioso», así que hizo un trato con las calles: haría la vista gorda a cambio de dinero. «Menos riesgo, pero también menos poder. Y empecé a sentir lo mismo otra vez. Como si me ahogara en el desierto». Esa ansiedad que Weff describe, y que no ha hecho sino crecer desde la genealogía de su trauma, consiste en que, «dicho en términos existenciales, comprender un límite aumenta la angustia que conlleva la decisión de aceptarlo o confrontarlo. Si escogemos lo segundo, nosotros, los seres humanos, nos enfrentaremos a las contradicciones que aceptamos en un principio» (Gordon, 2023, p. 151, traducción mía), y en ese punto se encuentra nuestro cuasihistérico policía. Deafy, por su parte, parece conmovido por la honestidad de la confesión, y le corresponde diciendo que lo que más teme es «morir con un pie descalzo, por sorpresa. Es una muerte penosa». Y al poco, ambos están en un coche camino de la misión.
En la estación tiene lugar un tiroteo cuya preparación y transcurso recuerdan a Los intocables de Eliot Ness (1987), lo cual resulta apropiado a la luz de su conclusión: tras dejar un reguero de cadáveres, las fugitivas son acorraladas por Deafy, quien llama a Weff, sumado a la fiesta con retraso, para que le asista en la detención. El policía se acerca al marshal con nerviosa diligencia, y ante su estupefacción y la nuestra, lo mata de un tiro. El apuesto agente cae contra la pared y se desliza hasta quedar sentado en el suelo, donde le veremos por última vez con un reproche en los ojos propio de alguien que va a unirse a la lista de tormentos psicológicos del descarriado Weff. Para el final del episodio, queda claro que ha obrado por orden de Loy, que ahora le tiene en su poder para disgusto de los italianos, y que le debía una bala a Deafy por el comportamiento mostrado en su casa unas horas antes. Allí hizo gala de una superioridad moral basada, no solo en el desprecio racial, sino en la pureza del fanatismo religioso, pero
Por desgracia, los sujetos morales a menudo se vuelven moralistas debido a una expectativa de pureza. Esto sugiere cierta inocencia, y el resultado es un mundo en el que uno puede, o bien estar libre de violencia, o bien ser de aquellos sobre los que la violencia se ejerce (Gordon, 2023, p. 256, traducción mía).
Claro que nada de esto queda impune, porque donde uno desempeña el poder con el que Weff sueña, otro busca arrebatarle el control que da esa posición. Es por esto que Josto Fadda y su hermano, ambos reconciliados de forma inaudita, le tienden una trampa con nocturnidad, alevosía y mala leche. El policía trata en vano de huir en su coche, solo para no conseguir arrancarlo y que se le caiga el arma allá donde no puede alcanzarla. Tras esto, no obstante, goza de unos segundos de paz mientras Gaetano se le aproxima pistola en ristre, y recibe la muerte como la mayor bendición con la que podría soñar alguien que ha vivido con tanta angustia. Y para rematar (nunca mejor dicho), cuando Gaetano ejecuta al desgraciado Weff y se dispone a volver, tropieza con el pavimento y se vuelva los sesos en un accidente tan propio de los Coen como de este universo absurdo en el que el privilegio desaparece tan rápido como la vida.
Pero aún queda un último giro. Y es que Loy, de una forma que le contaré en el siguiente apartado, recibe de manos inesperadas el anillo que Oraetta, la enfermera asesina en serie, le quitó al padre de Josto tras acabar con él y disimularlo como un incidente médico. Ese trofeo, junto a otras pruebas circunstanciales, le vale para que, al entregárselo a Violante, el consigliere saque la acertada conclusión de que Josto ha estado obrando en beneficio propio y no de la familia. El siguiente paso cuenta con la autorización de la mafia central de Nueva York: Josto es conducido a una tumba cavada expresamente para él y para Oraetta, en cuyo borde se les sitúa para ser ejecutados. Y en un último momento de inspiración, el pequeñajo mafioso tiene una revelación que le transmite a su verdugo: «Esto es lo que hay. Fíjate en lo que nos obligan a hacer. ¡Somos paisanos, venga! Nos cambiamos el nombre, nos comemos los unos a los otros. Olvidamos. Y ¿para qué? ¿No lo entiendes? Es una escalera, pero no conduce a ninguna parte».
Inspirado discurso. Lo matan igual, claro. Y a Oraetta también. Pero inspirado, al fin y al cabo. Por su parte, Loy gana la guerra, solo para descubrir que Violante toma las riendas y, en un movimiento mucho más inteligente que cualquiera de los de Josto, distribuye el tablero de forma que todo el poder de la mafia italoamericana mantenga a Loy en vereda, dejándole las migajas del negocio por el que luchaba y que él creyó que se distribuiría a partes iguales tras la muerte del mayor de los Fadda. Al final, las personas negras continúan siendo ciudadanos de segunda y siguen presas de un tipo de esclavitud diferente: la social, la institucional, la administrativa, la cultural. Y esta vez, Loy no pelea. En lugar de eso, vuelve a casa, serio y meditabundo, y le dice a su chófer que puede irse. «La guerra ha terminado», dice. Y luego repite: «Ha terminado».
Cada uno de nosotros debería preguntarse qué le molestaría más: que su comunidad (ya sea profesional, personal o pública) le considere «inmoral» o «estúpido». Puesto que la inteligencia se valora más que la ética en estos tiempos, la futilidad de defender esta última se vuelve evidente: ¿cómo podemos esperar que la gente se comporte éticamente en un mundo que lo considera estúpido? (Gordon, 2023, p. 95, traducción mía).
3. Nuestro crimen es la libertad
En la introducción de la temporada, una adolescente precoz que responde al nombre de Ethelrida cita con voz en off a un poeta que se presentó ante la policía diciendo que le había robado a su amo una cabeza, dos brazos y dos piernas. Esto nos permite a usted y a mí echar un vistazo, no solo a la temática de la temporada, sino al espíritu reivindicativo de las generaciones que estaban por venir, encarnadas en Ethelrida. Hija de padre blanco y madre negra, ambos regentes de una funeraria para cuyo sostén dependen de un préstamo explotador dado por el mismísimo Loy Cannon, Ethelrida tiene problemas en la escuela pese a su extraordinario desempeño como estudiante. Pero no se extrañe, porque ella misma nos dice que «lo único peor que un negro de mal comportamiento es uno sobresaliente».
El negro, por tanto, se enfrenta a una irónica situación existencial, una que aviva un tipo particular de melancolía: las personas negras son alienígenas en el único mundo al que pueden pertenecer. La paradoja, en otras palabras, es la de no pertenecer al lugar al que se pertenece. […] La melancolía a la que aquí me refiero alude a la vinculación constitutiva del sujeto con la pérdida (Gordon, 2023, p. 26, traducción mía).
Ethelrida vive en rebelión contra esa melancolía, pugnando por integrarse en un mundo que la rechaza, pero no tiene deseo alguno de que se la acepte como blanca, sino en participar de unos privilegios que deberían considerarse inherentes a cualquiera, incluidos aquellos que defienden su procedencia o pertenencia cultural. Sin embargo, no está segura ni en su propia casa. Por una parte, su padre se encarga de los funerales de la gente blanca, y existe el imperativo social de que, pese a residir allí y participar en tareas del negocio, no se la vea en esa clase de eventos. Por otra, como le contaba antes, Loy Cannon tiene a toda la familia a su merced por haber caído en la tentación de pedirle un préstamo. Y para colmo de males, al otro lado de la calle vive la antes mencionada Oraetta, reputada enfermera y consumada asesina en serie. Ante eso último, su racismo no debería ser algo que sobresaliese demasiado, pero lo consigue. La condescendencia con la que trata a Ethelrida llega hasta el punto de ofrecerle una monedilla por limpiarle la casa. No obstante, y para desgracia de aquellos a los que el sistema excreta a la mínima de cambio, el ahogo económico de sus padres la impulsa a aceptar.
Pero una alternativa de enculturación se le aparece con la llegada de su tía Zelmare y la novia de esta, Swanee. La primera comparte su pigmentación y la segunda es una nativa americana criada en una reserva india, que es la forma que tienen en Estados Unidos de llamar a los guetos creados específicamente para aislar a esa población y dejarla a su suerte. Le hablo de ellas porque son, quizá ya se lo haya imaginado usted, las fugitivas a las que persigue Deafy, Dios le tenga en su gloria. La primera parada que hacen al escapar de prisión de una forma que evoca otra película de los Coen, Arizona baby (1987), es la funeraria en la que viven los Smutny, y Zelmare tiene con su sobrina una conexión instantánea que disgusta a su madre por lo que augura, de modo que rápida y educadamente las larga de casa. Decididas a nadar en billetes, las forajidas se embuten la cabeza en sendas medias y atracan, ni más ni menos, que a Loy Cannon. Porque, ya lo ve usted, ambas conducen en dirección contraria frente a un tráfico social que no las desea. El propio Loy dirá que no fue a la guerra porque carecía de sentido luchar por un país que le quería muerto, y de análoga manera, las fugitivas han hecho voto de no deberse a nadie más que a ellas mismas, profesándose un amor cuya fiereza proviene de saberse de corta vida. Ninguna espera llegar a vieja ni que la parca las encuentre sin una escopeta en la mano.
Dos seres humanos unidos por el amor no difieren, desde el punto de vista físico, de dos seres humanos unidos por la lujuria o el odio. Pero desde el punto de vista de la intencionalidad, que es el de las realidades condicionadas por la dualidad significado-contexto, hay mundos de diferencia (Gordon, 2023, p. 102, traducción mía).
Loy es ajeno a esa diferencia, puesto que, en el momento en el que le roban, no puede permitirse más consideraciones que las materiales. Por eso las encuentra y, en lugar de matarlas, las recluta para su bando. Pero antes de esto, y poco después de que ambas den el palo, Ethelrida va a ver a su tía Zelmare a la pensión de mala muerte donde se aloja junto a su amada, y ambas le detallan su visión del mundo. «No somos delincuentes, sino forajidas», explica Swanee, y Zelmare clarifica la diferencia: los primeros están en el sistema, son parte de una sociedad, tienen sus propias reglas, bancos, familias… Y si pasan bastante tiempo en esa condición, empiezan a hablar de «volverse honestos». Observará usted que algo así le pasa a Loy. Pero sigamos con la explicación de Zelmare: «Los forajidos, por otro lado, rechazamos el sistema, la sociedad. Nuestro crimen no tiene nada de organizado porque nuestro crimen es la libertad. Y como no hay nada roto, no hay nada que arreglar».
Convendrá conmigo en que la adopción de esa mentalidad parece justificada por parte de una mujer negra que, además de haber sufrido abusos sexuales en su infancia, los ha sufrido de ese y más tipos durante toda su vida por su color de piel y su estrato social. Se las ha visto con un rechazo sistémico que los que estamos en el lado beneficiado de la explotación racial llamamos «cultura» o «los tiempos que corren». Pero para ella, como para Swanee, y a diferencia de hombres negros como Loy Cannon, «la importancia del rol social emerge a través de la significancia del contexto mismo. El mundo antinegro es un contexto entre tantos, pero incluso en este caso, la consideración extratextual del género entra en juego» (Gordon, 2023, p. 110, traducción mía), y es un juego del que rara vez sale beneficiada alguien. Esto parece intuirlo Ethelrida, y es lo que su tía ve en ella, permitiéndoles a ambas hablar de tú a tú sin las paredes de moralina que hay entre esta y su hermana. Tanto es así que cuando Swanee dice que «solo queremos vivir mientras podamos y morir con un arma en la mano», Zelmare apostilla en dirección a su sobrina: «Tú también tienes algo de forajida».
Puesto que el sistema se diseñó para excluirla [a la mujer negra], solo puede dejarla entrar como una afirmación de su exclusión. En otras palabras: esa mujer solo estará ahí como una «excepción», lo cual la hace funcionar como mantenimiento del sistema mismo (Gordon, 2023, p. 296, traducción mía).
Es a ese sistema al que Zelmare y Swanee se oponen en su decisión de ir frontalmente incluso contra aquellos que, estando dentro, se parapetan tras lo privilegios de la ilegalidad. Tal vez por eso dé la impresión de que siempre van disfrazadas, siendo la primera el ejemplo más vistoso, con esas ropas anchas y rimbombantes que de ninguna manera casan con su expresión de género. Y tal vez por eso no les importe ni que Loy Cannon las descubra después de robarle ni que las haga trabajar para él. Ellas solo quieren mantenerse en movimiento en una sociedad cada vez más apoltronada. Lo que sí les importa, no obstante, es perderse la una a la otra. Por eso, cuando finalmente Loy las libera de su yugo, considerando que ya le han prestado bastante servicio, y se ven cercadas en la estación de tren, se besan antes de liarse a tiros. Por desgracia, y perdone que no se lo haya contado antes, la cosa no termina solo con Weff matando a Deafy cuando este se proponía arrestarlas, sino que, a continuación, el mismo Weff mata a Swanee de un disparo en la frente. Y se dispone a hacer lo mismo con Zelmare, pero el arma se le encasquilla. Ella, desgarrada por la tragedia que siempre supo que llegaría, aprovecha la ocasión para correr y esfumarse.
Ahora, antes de pasar con el final de esta trama, paremos en el arcén un momento para hablar de fantasmas. Y es que, durante toda la temporada, varios personajes se ven acosados por una presencia terrorífica y empapada que se les aproxima por la espalda acompañada de una música penetrante. Ethelrida es un ejemplo. También Swanee, que en el quinto episodio afirma que su padre tenía dos sombras: una para sí y otra para el diablo. Lo análogo con Zelmare. Incluso Oraetta, la asesina en serie, se topa con ese espectro en el penúltimo episodio, cuando se cuela de noche en casa de Ethelrida para matarla con una jeringuilla cargada de vaya usted a saber qué. No se nos provee de ninguna explicación acerca de esa presencia hasta el décimo episodio, cuando Ethelrida confronta a su madre respecto al fantasma que parece orbitar a su alrededor. La madre le cuenta que su bisabuela era esclava en Mississippi, y que su padre llegó encadenado en un barco donde el agua entraba cuando había tormentas, y todos esos hombres que nunca habían visto el mar estaban siempre a punto de ahogarse. El capitán, descrito por ella como el mismo diablo, se reía y los miraba. En una de las sacudidas, el padre de la bisabuela lo agarró y lo estranguló. Desde entonces, el fantasma de ese señor las persigue. La madre de Ethelrida dice que lo huele más que lo ve, y Ethelrida completa la descripción con el sonido, diciendo que ahora está en su mente.
Esta clase de imaginario respecto a la esclavitud es un lugar recurrente en la cultura afroamericana debido, una vez más, a una deuda social no reconocida, y mucho menos saldada. Gordon afirma que lo que existe en el pueblo estadounidense es, en el mejor de los casos, una admisión tácita que remite a los libros de historia, pero que niega las consecuencias que tiene en el presente ese monstruo cuyos hijos, tanto ideológicos como económicos, manejan el país.
Dicho a las claras: aquellos de nosotros que hoy en día disfrutamos de opciones más amplias, lo hacemos teniendo como cimientos las condiciones de aquellos que nos precedieron. Piense en los muchos hombres y mujeres esclavizados a los que se les dijo que su lucha por la dignidad y la libertad no importaba. Ellos no tenían manera de saber cómo de sus acciones derivarían nuestras vidas y oportunidades. Como mucho, sus acciones eran, para ellos, la expresión de un compromiso (Gordon, 2023, p. 121, traducción mía).
Por fortuna, la llama de ese compromiso pervive aun hoy en muchos lugares. También en Fargo IV, donde Ethelrida lo encarna a la perfección cuando, trabajando explotada en la casa de Oraetta, encuentra y toma el anillo de Fadda Sr., asesinado por esta, y lo usa en el penúltimo episodio para salvar a su familia de la asfixia a la que Loy Cannon la tiene sometida. Lo que hace es presentarse en el despacho de este cuando, a través de la prensa, es voz pópuli que está perdiendo su guerra con los italianos, y, tras conseguir que le prometa que condonará la deuda de sus padres si ella le da el arma para revertir su situación bélica, le entrega la sortija del don muerto, así como otras indicaciones que muestran que lo asesinó la mujer con la que el nuevo capo, Josto Fadda, se acuesta.
¿Recuerda que, en el segundo episodio, Loy le dijo al niño italiano a su cargo que sabría que le respetaban porque sus interlocutores se pondrían a su nivel para, de esa forma, mirarle a los ojos? Pues en esta escena, Ethelrida empieza sentada y Loy de pie, pero este termina por tomar asiento y mostrar así su respeto hacia esa muchacha que ha venido a sacarle las castañas del fuego. Y lo hace, por cierto, cuando la joven identifica un cuadro que el gánster tiene en su despacho como una obra de Henri Regnault titulada Ejecución sin juicio bajo los reyes moros de Granada, que muestra a un verdugo negro después de decapitar a otro hombre negro que yace a sus pies. La presencia del cuadro no parece casual si consideramos que:
La palabra «raza» tiene sus raíces etimológicas en Andalucía […], designando tipos de perros y caballos, y, cuando se usaba para referirse a poblaciones humanas, moros y judíos. Como musulmanes del norte de África, los moros, al igual que los judíos (la mayoría de los cuales vivían condicionados por un edicto romano del siglo cuarto que limitaba su proselitismo y mezcla), representaban una desviación de la normatividad cristiana. A la derrota de los moros en Granada en 1492 siguió la Inquisición para evaluar la autenticidad cristiana de las poblaciones conversas restantes, proceso que llevó a exigencias de demostración de «pureza de sangre», cuyo ejemplo eran los individuos de orígenes «puramente» cristianos (Gordon, 2023, p. 24, traducción mía).
Con la población afroamericana ocurre algo parecido, especialmente con los individuos que, como Loy, tratan de alcanzar posiciones de poder: se les juzga, como Gordon dice, por su «blancura», es decir, por la medida en que sus formas y relaciones pueden atenerse a los cánones del grupo racial dominante. Esto se contrapone a la fenomenología de la vida de Ethelrida, quien no se arruga ni siquiera en confrontación con los blancos más peligrosos y chalados. Oraetta es un buen ejemplo, pues cuando descubre que la joven le ha robado el anillo incriminatorio, va hasta el porche de su casa para echársele encima. Solo la contiene el hijo mayor de Loy, pero no evita que la enfermera grillada dé testimonio de la realidad que viven las personas negras: «¿Qué se siente al saber que tienes razón y a nadie le importa?». Luego añade que existe una palabra para «la gente como ella», siendo esta palabra el término ultradespectivo nigger, que podría traducirse como «negrata», aunque en nuestro idioma no tiene el peso ni las reverberaciones históricas que sí se dan en Estados Unidos. Pero antes de que Oraetta la pronuncie, Ethelrida responde: «No, esa es su palabra. Se la inventó para sentirse superior. Pero no es lo que soy». Y no le falta razón. Porque verá: toda la dialéctica explotadora posterior a la esclavitud es, en efecto, un invento blanco para mantener las cotas de opresión y privilegio distribuidas de la forma más extrema posible, pero la población negra está curtida en bastantes décadas de supervivencia para haber desarrollado su propia dialéctica. De ahí que Gordon diga que «el Blanco crea al Negro, pero es el Negro quien crea la Negritud» (2023, p. 46, traducción mía).
Puede que esto fuera lo que Loy comprendió al volver a casa tras su última reunión con Violante, aquella en la que el italiano reformuló los términos del acuerdo con el que se quitaron de encima a Josto, y dejó al gánster únicamente con las sobras del negocio al que aspiraba. Pero nunca lo sabremos, porque, al llegar al porche con una bolsa de naranjas, mientras mira a su familia a través de la ventana, Loy Cannon es salvajemente apuñalado por Zelmare, de la que, por lo visto, se había olvidado. Y mientras cae al suelo con expresión de pánico y estupor, su asesina le explica la venganza que aquello constituye en solo dos palabras: «Por Swanee».
(Continúa aquí)
Bibliografía
Gordon, L. R. (2023). Black Existentialism & Decolonizing knowledge. Bloomsbury.
Baum, L. F. (2016). El mago de oz. Penguin Random House.
Amo a Jason Schwartzman <3
Nuevamente sorprendido por esta segunda entrega.
En esta 4a temporada el estilo del artículo me está resultando más fácil de seguir (quizás por contener referencias filosóficas menos profundas para un profano), pero al mismo tiempo sugiere reflexiones muy profundas sobre los hechos que aparecen en la serie.
Enhorabuena.
Deseoso de leer la tercera parte.
Ansiada y esperada lectura. Bravo. Anotada queda esa gran referencia a la expulsión de los moriscos, nuestro holocausto nacional.
Continuamos profundizando en en las relaciones de poder y opresión. Cuantas derivadas, cuantos matices…»hay individuos que pueden vivir como parte de un grupo oprimido dentro de un sistema opresor…» Interesantisimo análisis. Mucho para la reflexión…
A este ritmo, espero más la sexta temporada por el artículo que por la serie en sí.
Bravo! Como los artículos me adelanten viendo la serie, creo que voy a comerme un spoiler detrás de otro con tal de leer más como éste
Estupendo relato de Fargo IV.
Cada vez se supera más. Maravilloso artículo.
Zelmare y Swanee son personajes icónicos. En cada uno de sus aspectos se revuelven contra la normatividad de una forma individual e individualista. Las adoro, o les adoro, porque no conozco su identidad de género, ni prácticamente nada más que lo que ellas quieran explicitar, que no es mucho. Me alegra que Ethelrida tenga al menos ese pequeño contacto con su tía, todos necesitamos referentes, incluso las mentes privilegiadas como la suya.
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Auténtica reflexión que recomiendo sin duda!