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‘El torbellino Kant’, de Norbert Bilbeny

Es muy probable que todos —sea viendo un telefilme o escuchando un podcast, en una cita rara o en una tarde tonta con amigos y bebidas espirituosas— nos hayamos encontrado pensando aquello de «si pudieras resucitar a alguien, ¿a quién sería?». Es definitivamente incuestionable que, en el ranking de respuestas, Immanuel Kant encabeza el puesto de ganador por la cola. No es su culpa, desde luego, sino del mito que le rodea y constriñe: lo de las vecinas poniendo en hora sus relojes al verle pasar, lo de que llevaba siempre un paraguas en la mano para no tener que cambiar su rutina en los días de lluvia, que era un dogmático, un huraño, o alguien esquivo, cuanto menos; que, de entre todo lo que se puede ser, él decidió ser lo imperdonable: un plasta. Y que su filosofía es un reflejo de todo lo anterior, tenida por complicadísima, casi impenetrable, merecedora de exabruptos o largos bufidos cuando aparece en las pruebas de acceso a la universidad («¡Hostia, ha caído Kant!», se escucha por los pasillos de las facultades cada verano en alguna parte del planeta). De todas las representaciones que pueden tocarle a uno cuando ha perdido el dominio de su cuerpo y el control de su imagen, al pobre filósofo de Könisberg le alcanzó la caricaturesca. 

Los motivos de este beef intergeneracional han sido ampliamente contemplados por multitud de investigadores, historiadores o biógrafos, y cuidadosamente recogidos en el artículo de Juanjo M. Jambrina titulado «Kant y el hombre del reloj». Los intentos de revertir el mito no han sido pocos ni desdeñables, aunque, a menudo, redundantes en el mismo problema que abrió el campo a la interpretación deformada de su figura, es decir, estableciendo una marcada falla entre vida y obra, concentrándose en realzar un aspecto u otro. 

Hasta ahora.

El torbellino Kant, de Norbert Bilbeny. Imagen Ariel.
El torbellino Kant, de Norbert Bilbeny. Imagen: Ariel.

Norbert Bilbeny, filósofo, escritor, catedrático emérito de Filosofía Moral de la Universidad de Barcelona, profesor allí durante cuarenta y tres años, realiza en El torbellino Kant (Ariel, 2024) un ejercicio de lo más equilibrado y fresco alrededor del vasto andamiaje teórico kantiano y de las circunstancias vitales del pensador. Lo hace, como tantos buenos filósofos lo han hecho, engarzando lo teórico y lo existencial con un eslabón de literatura. 

Bilbeny comienza su más reciente libro con un Prólogo titulado «¡Tambor! ¡Pájaro!», que resuena al oído lector con la voz de un niño tratando de apresar el mundo naciente para los sentidos, o para el lenguaje, o para la conciencia, solo que, ya en la primera línea, se nos desvela que no estamos frente a un infante, sino ante un anciano, en proceso parecido, pero en el orden inverso: «He aquí un anciano de pequeña estatura, en su casa y encogido en un sillón. (…) Algunas personas le saludan desde fuera, alzando su sombrero y sonriéndole. Pero el viejo apenas lo percibe, porque padece demencia, probablemente la enfermedad de los cuerpos de Lewy». 

Vulnerable y aislado, en proceso de consunción. Así comienza el autor la tarea de devolver a Kant su condición de hombre concreto, sacándole del exilio en lo humano descarnado, para plasmarlo de regreso a lo esencial, con la claridad sutil de quien conoce la puridad de las cosas, desprovisto de lo accesorio, despreocupado de la imagen que se proyecta al exterior. Eso sí, antes de revelarnos su nombre, antes incluso de llamarlo hombre («pequeño hombre», «hombrecillo», escribe en la segunda página del prólogo), muestra sus cartas bocarriba, lo expone como un personaje. ¿Por qué es importante esto? Porque Bilbeny está advirtiendo, desde el inicio, que no se trata de una biografía al uso, ni de la persona ni de las ideas, que es otra cosa, una creación donde los datos se traducen en erudición con voluntad pedagógica y los hechos históricos en escenas que, a veces, nos acercan a la realidad por mediación de la ficción y, otras, son recordatorio de que nada acontece en el vacío, separado de lo previo o de la consecuencia, tampoco lo proveniente de la razón.

Prosigue con el ejercicio narrativo al comienzo de los siguientes diecinueve capítulos que componen El torbellino Kant a modo de catalizador del análisis filosófico que ocupa el grueso del libro, articulado temáticamente desde el aspecto político hasta Dios, pasando por la educación, la antropología, la felicidad, la naturaleza, lo bello y lo sublime, el entendimiento, el pensamiento en sí, la razón práctica, la crítica, la pura, y, por supuesto, lo ético y la moral. Al menos esta es la estructura en principio, porque a medida que avanzan las páginas y las secciones —de nuevo, literariamente encabezadas— los asuntos se entrelazan, desembocando de vuelta en el personaje, quien, de manera orgánica, va tornando a persona y, con ello, desenvolviendo ante los lectores una personalidad que, como la historia, se constituye colectivamente. 

Queda aquí Kant vinculado a la Revolución francesa, a la Ilustración, a la herencia pietista de sus familiares, a Mozart, a Goethe, a Aristóteles, a Descartes, a Spinoza, a Lessing, a Federico el Grande, a Plinio, hasta a Darwin y a Eugenio d’Ors; a sus biógrafos, a sus alumnos, al alumno que devino en cuidador y al otro que lo hizo en médico, proporcionándole otro tipo de cuidados al final de sus días; al teatro, a la comida y a las reuniones con ella en el centro, «siguiendo una regla de lord Chesterfield, [según la cual] el número de los comensales no podía ser menos que las Gracias (tres) ni más que las Musas (nueve)»; vinculado a su ciudad, al cosmopolitismo… Y a los lectores, a los cuales el autor alienta tanto como guía para que se adentren con paso firme en lo que se ha tenido por densa selva, pero que es paisaje harto transitable si se cuenta con un mapa del orden que lo configura, si se tiene el interés suficiente para manejar los conceptos. 

Queda entrelazado con el propio Norbert Bilbeny, quien vuelca en esta obra su extensa experiencia ensayística (por ejemplo, Moral barroca (Anagrama, 2022), Justicia compasiva (Tecnos, 2015), Ética (Ariel, 2012), La revolución en la ética (Anagrama, 2006), merecedor del XXV Premio Anagrama de Ensayo 1997), demostrando una vez más que es posible concebir una divulgación metódica, capaz de esquivar la tentación de la excesiva transparencia característica de nuestros tiempos. Bilbeny, siguiendo el paradigma de Kant, no explota las ideas, sino que demuestra haberlas leído atenta y pausadamente, que las ha reflexionado, posteriormente relacionado, para continuar completando el atlas con otras lecturas, otras ideas. O, dicho de otro modo —con sus palabras—, «explora lo que puede decir por sí mismo», después de haberse preguntado mucho, de llevar años escuchando las inquietudes de bastantes alumnos, y de haber obtenido un buen número de respuestas que devuelve en El torbellino Kant casi como diálogo, más que interno, interiorizado, abierto, plural. 

Entrelazados quedan ambos filósofos, asimismo, por la sensibilidad emanada de los pasajes narrativos destinados al hombre Immanuel Kant, tanta, y tan honda, que nos es imposible no pensar en el artículo «Decirse a sí mismo» de Miguel de Unamuno, cuya premisa principal era que «los libros más autobiográficos son las biografías que unos hombres escriben de otros». Tendría sentido. Explicaría, por ambas partes, por qué no desentonan los fragmentos donde se deja ver al profesor universitario, o al sujeto que, en la intimidad de una habitación, ha leído y se ha sentido orientado —posiblemente también acompañado— por las voces que salen de los libros, o al pensador crítico preocupado por la libertad, por lo/s contemporáneo/s y por la esencia universal del ser sintiente y pensante. Todo se conjuga bien porque, en cierta manera, todo ello corresponde a la singularidad de los dos filósofos, compartida, a pesar de los tres siglos que los separan, y que podría ser resumida en la imagen del torbellino, «de efecto centrípeto y a la vez centrífugo [que] aspira y asimila primero el pensamiento anterior (…) para después expandir los resultados del análisis y radical revisión de ese conglomerado con el aporte de su propio pensamiento».

Solamente encontramos un pero que ponerle a esta extraordinaria obra en torno al pensamiento y la personalidad del «Caballero de la Razón», y es que la imagen que ilustra la cubierta no es propiamente de Kant —aunque así se creyera y pregonase hasta hace poco—, sino de Friedrich Heinrich Jacobi. Suponemos que el equívoco sostenido en el tiempo se debió a razones estéticas, por ser ese rostro más afín al canon de lo bello que aquel otro con el mentón pegado al pecho y todas las facciones, en general, menos apolíneas. O, quizá, sea «porque los cosmopolitas se parecen» y, siendo así, la confusión resulta un mal menor. Ínfima es, desde luego, en comparación con la claridad y el peso de lo escrito, con la exposición minuciosa de cuánto se puede, y se debe, seguir extrayendo de la filosofía dada con todo el cuerpo por Kant.

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