Sociedad

Inventar el ‘true horror’: se habla poco del mal

La balsa de la Medusa, de Théodore Géricault. true horror
La balsa de la Medusa, de Théodore Géricault.

Ya no se precisan las estrellas: apagadlas todas. 

Embalad la luna y desmantelad el sol;

vaciad los océanos y talad los bosques.

Porque ya nada llegará a buen puerto. 

(W. H. Auden)

Antonio Pampliega estuvo secuestrado diez meses en Siria por Al Qaeda. Es un periodista que ha cubierto conflictos bélicos durante once años. En una entrevista para el podcast Siempre al oeste, dijo: «Si el día de mañana queremos acabar con las guerras, lo que tendríamos que hacer es dejar de enseñar bombardeos y meter una cámara en un hospital. Sin cortar. Para que la gente sepa». Es justo lo que hizo Mstyslav Chernov en su documental 20 días en Mariúpol, una crónica de la guerra de Ucrania en primera línea de fuego. Hacia el minuto quince del metraje, la escena de soldados ucranianos es interrumpida por la sirena de una ambulancia. En el interior del vehículo hay un sanitario haciendo maniobras de reanimación sobre el pecho de una niña. Su padre está agachado al lado de la camilla y no quiere ni mirar el horror. «Mi bebé. Dios mío», llora la madre fuera de la ambulancia. «Por favor, salve a mi hija». La cámara corre detrás de la camilla y los médicos que la empujan. Se mete hasta la sala de intervención. Tiene que apartarse para dejar paso a otra camilla, que choca con una puerta y el herido transportado se tambalea como si le hubiera caída otra bomba cerca. Uno de los médicos se dirige al reportero y se muestra de acuerdo con Pampliega: «Graba cómo estos hijos de puta están matando civiles. Muéstrale a ese cabrón de Putin los ojos de esta niña y todos estos médicos llorando. Maldito cabrón. Así es como salva a la gente. Enséñalo. Es bueno que haya prensa aquí. Sigue grabando». 

Y eso hace Chernov. Graba el cadáver de Evangelina, de cuatro años. El de Ilya, de dieciséis años, al que una bomba le arrancó las piernas mientras jugaba al fútbol con unos amigos, y otros cuerpos amontonados en una improvisada morgue en el hospital que empieza a tomar forma de fosa común. 

La (in)utilidad del horror

El mal es habitual. Vivimos acribillados a casos de violencia, crímenes, guerras y muertes a lo largo y ancho del planeta. La bofetada tiende a entrarnos por alguna pantalla, pero la hemos olvidado a la hora del almuerzo. Para entonces ya no queda ni rastro de sonrojo en las mejillas. Como mucho, a alguno le sirve para vivir cada vez con más miedo del vecino, sobreprotegiendo a sus hijos y echando más inseguridades a un saco que el ser humano trae lleno desde siempre. 

Superada la falacia de la historia magistra vitae, vamos a optar por el horror magistro vitae. Da igual todo lo bien que conozcamos los errores del pasado, nos volvemos a tirar de cabeza a ellos una y otra vez, por lo que se me antoja sano dejar de pixelar la barbarie y, ya que la vamos a sufrir de todas maneras, procurar aprender de ella.

Esta idea me ha traído hasta aquí con mucha ambición, poca vergüenza y nulo sentido del ridículo, que es lo que se necesita para autoproclamarse como inventor de un nuevo género: el true horror

El true crime está en auge, el true horror estudia el mal más allá de los asesinatos. Podría definirse como terror de no ficción. Se encarga de narrar y explicar con todo detalle los actos malvados y macabros del ser humano con la finalidad de comprender nuestro lado oscuro. Tal sería el caso de ensayar sobre el canibalismo, los sacrificios rituales, las ejecuciones impuestas por las naciones a lo largo de la historia, la guerra, los genocidios y cualquier otro aspecto controvertido que los humanos hayamos realizado amparados o no por el contexto cultural en el que se cometieron. 

Ya, muchos pensaréis que menudo invento: esto ya existe. El mal es uno de los temas universales tratados por los estudiosos de todas las épocas. De acuerdo, pero hasta ahora no he encontrado a nadie que le haya puesto nombre y definición a una rama del estudio de este tema. Es decir, seguro que los niños de la prehistoria jugaron a meter piedras en agujeros, pero hasta que no llegó alguien que le puso nombre y definió la actividad, hasta entonces, no se considera que se inventó el golf. Para una explicación más cercana a los parámetros actuales: en la Wikipedia no existe ninguna página dedicada a un género que se dedique a estudiar el horror humano. Alguien debería encargarse (yo lo estoy haciendo ahora mismo) de bautizarlo y empezar a producir nuevo material, así como etiquetar bajo este título el contenido preexistente. Ea. De hecho, la ficción se divide en diversos géneros, pero la no ficción se reparte en estantes nombrados por materias: historia, psicología, religión, política. ¿Cuántas obras son inclasificables en esta ordenación? ¿Cuánto más vamos a tardar en crear géneros dentro de la inabarcable variedad de la no ficción?

No creo que haya que convencer a nadie de la necesidad de tratar de entender y catalogar el mal. Nos va la humanidad en ello. Dada la plasticidad de la maldad, pues cambia según el contexto, época y la persona que juzgue, somos incapaces de completar la tarea de explicar el mal con conclusiones inamovibles. Pero quedarnos en lo meramente mediático y morboso se antoja peligroso. La falta de comprensión nos merma a la hora de combatir las peores expresiones del horror humano. El mal no se resuelve constatando que es algo condenable y punto, sino reconociendo que constituye una manifestación poliédrica de la humanidad. Y recalco: de la humanidad. La tendencia a deshumanizar a los malvados es una solución cómoda pero inútil. ¿Qué desata un genocidio? ¿Qué lleva a una población a lapidar o quemar a una mujer? ¿Cómo se convierten las personas y, sobre todo, las personas normales, en personajes malvados? ¿Por qué el mal es inevitable? A todas estas preguntas debe apuntar quien cultive el true horror. Pero el punto de partida debería estar claro: las culturas caníbales, los guerreros sanguinarios, quienes han practicado el sacrificio humano, los inquisidores o los nazis no fueron monstruos ni estaban locos. Esta calificación expulsa los malvados de la «normalidad humana», una postura que nos deja con el culo al aire ante futuros acontecimientos similares (que llegarán, no te quepa la menor duda). Ignorar el horror nos condena. Hay que conocerlo sin tabús y contarlo sin censura. Que ofenda. Lo explicó muy bien Raúl Cazorla en otro artículo publicado en Jot Down: «El horror nos tiene que sacudir. De lo contrario, estaremos tan aburridos, tan mortalmente aburridos, que ni siquiera sabremos distinguir la verdadera violencia de su banalización». 

(Des)amparados por la ciencia

Julia Shaw, investigadora de psicología en el University College de Londres, publicó el libro Hacer el mal: la ciencia detrás de nuestro lado oscuro (Temas de Hoy) y sostiene que «todos tenemos cerebros capaces de los peores comportamientos. Lo mejor es que tratemos de entendernos unos a otros, y a nosotros mismos». De hecho, la neurociencia ha llegado a detectar la llamada «vía del mal»: los ingredientes necesarios que lleva a una persona al pozo del horror. Solo se necesitan tres pasos en el cerebro para que cualquiera de nosotros pueda acabar participando en un genocidio: 

1. Una disminución de la actividad en la corteza prefrontal ventromedial, el «centro de la personalidad» en el cerebro. Esto puede conllevar a una desindividuación, es decir, nos hace sentir más anónimos, menos responsables de nuestro comportamiento. Nos percibimos como parte de un grupo que se comporta igual. 

2. Aumento de la actividad en la amígdala, responsable de emociones como la ira, el miedo o el placer. Como consecuencia puede llevar a un proceso de deshumanización, clave para realizar atrocidades a otras personas sin el menor remordimiento.

3. Estas emociones pasan por el tronco encefálico y pueden generar un aumento del ritmo cardíaco, presión arterial, dolor de estómago. «Estos cambios son en esencia respuestas del organismo que se prepara para entrar en una pelea o para huir, anticipan el daño corporal y se alistan para sobrevivir». Es la antesala de quienes cometen delitos o muestran comportamientos antisociales. 

Todos tenemos esta vía, pero a día de hoy la ciencia tiene sus límites para localizar el origen del mal. ¿Por qué no incluimos el conocimiento procedente del arte? Bueno, llevamos décadas haciéndolo y puede explicar el auge de la literatura de terror en épocas de crisis e incertidumbre como la actual. 

La atracción por el malo

La literatura sirve para enfrentarnos al horror. En su ensayo El horror sobrenatural en la literatura, H. P. Lovecraft deja clara una de nuestras herencias como especie al afirmar que «la emoción más antigua e intensa de la humanidad es el miedo» y por eso las historias de terror siempre han existido y siempre existirán. Una idea que ha llevado al siguiente nivel el historiador Robert Peckham, autor de Miedo: una historia alternativa del mundo (Paidós), donde sostiene que la fuerza motriz de la historia de la humanidad ha sido el miedo. 

El terror en la ficción está considerado científicamente como una red de seguridad cognitiva. Nos ofrece una guía sobre cómo enfrentarnos a situaciones incontrolables y amenazantes. Nos permite identificarnos con villanos sin dañar nuestra moral. Aquí reside nuestra fascinación por los malos y el terror en la ficción. Por eso hay millones de personas dispuestas a pagar por sentirse incómodas leyendo una novela o viendo una película. Estas historias activan la emoción del miedo en un contexto de seguridad, lo que produce emoción de manera placentera. 

Este es el motivo por el que Superman es aburrido. A mí me deja pegado al papel o la pantalla personajes como Maléfica; aquellos capaces de liderar una revolución contra el sistema abrazando el caos, como el Joker; quienes borran la línea que separa lo incorrecto de lo que les conviene hacer, como Walter White en Breaking Bad; o los que muestran una escalada de violencia tan sádica como Patrick Bateman en la novela American Psycho. ¿Quién se sienta a ver La sociedad de la nieve esperando un romance? El punto álgido de la película es el canibalismo de supervivencia, porque cualquiera de nosotros podría verse en una situación parecida y nos preguntamos qué haríamos con el cadáver del compañero. 

Algo de esto del terror sabe Stephen King y en su ensayo Danza macabra explica que «el buen cuento de horror avanza bailando hasta alcanzar el centro de la vida del lector, donde encontrará la puerta secreta a esa estancia que usted creía que nadie más conocía». Nos hemos transferido las dudas y temores más inconfesables sobre nuestro lado oscuro a través de la narración ficticia durante siglos. Es hora de hacerlo a través de la realidad. 

Abrazad el auténtico horror

Mostrar el horror para combatirlo. Esta es la idea que defiendo para el género que he llamado true horror. El nombre elegido y mi bolsita de ego llena son cuestiones tan irrisorias como necesaria es la actuación contra el peligroso buenismo al que nos estamos arrastrando, patrocinados por Google y la inteligencia artificial. Ahora mismo se están prohibiendo libros de bibliotecas públicas en el mundo occidental porque en sus páginas se llama gordo a un niño, porque un joven lleva a cabo un tiroteo en una escuela, por ser políticamente incorrecto con el tratamiento a los negros, o por tener personajes LGBTQ+. El reproche a estas obras es que mandan un mensaje peligroso a los lectores. Imagino que el objetivo de censurar cualquier atisbo de controversia desde la infancia es criar a niños con los ojos vendados para que terminen siendo adultos sin capacidad crítica. Si decidiéramos ponerle a este artículo una portada en la que se viera una esvástica, Google se encargará de ocultarlo a cuantos más ojos mejor. Pídele a la IA que te genere la imagen de Hitler haciendo cualquier cosa. Buena suerte. 

Como historiador, la mejor manera que se me ocurre de combatir esta situación y la falta de entendimiento sobre la maldad humana es contando y estudiando el horror. Además, al igual que la ficción nos genera esa red de seguridad, contamos con una trampa psicológica para salir indemnes de la lectura de detalles macabros reales. De manera inconsciente, aplicamos un distanciamiento emocional que nos evita la ansiedad, el terror o repugnancia extrema que pueda ocasionarnos la lectura, escucha o visualización de material sensible. Cuando lees Hiroshima, de John Hersey, y pasas páginas y páginas de terror vivido por las víctimas de la bomba atómica, llega un momento en el que el cerebro se acoraza y recibe el horror convertido en bucle. Un suavizado que permite el análisis sosegado de situaciones extremas. He aquí la utilidad del true horror: sin renunciar al placer del miedo en un entorno seguro, sumamos la intención de conocer mejor al ser humano y el lado siniestro que todos tenemos.

En la entrevista a Antonio Pampliega se habla de un par de fotografías que causaron un gran impacto: la fotografía de Fernando Lázaro, que mostró por primera vez la morgue del coronavirus habilitada en el Palacio de Hielo de Madrid, y la imagen de Aylan Kurdi, el niño de tres años que murió ahogado en una playa de Turquía. Nada se expande en internet a la velocidad y alcance que lo hacen las malas noticias, pero las olvidamos a la hora del almuerzo. Pampliega recuerda que Aylan tuvo impacto una semana. Desde esa fotografía, ¿cuántos niños se ha tragado el mar? Se habla poco del mal. 

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One Comment

  1. Creo que se habla poco por lo siguiente: Casi toda cultura nos prepara para el asesinato y el vil abuso de otro en determinadas condiciones. Hay poquísimas excepciones a esto (tal vez los jainistas y algunas sectas protestantes; repito, tal vez). El resto es un armatoste que se sostiene por la gestión de la violencia extrema. El enaltecimiento de la diversidad cultural es un canto a la diversidad de las razones para la brutalidad y el sadismo. Una cultura no domina un entorno y sus recursos sin la violencia. Por otra parte, el espectáculo de dicha violencia forma parte de la violencia misma y, en sus versiones digitales, “se la pone dura” a un sector cada vez más amplio de la población, inasequible al aburrimiento cuando se trata de sangre. Creo innecesarias grandes novedades en ese sentido (el perfeccionamiento del show) pero seguramente surgirán algunas. La imagen mental de un individuo masturbandose ante una niña brutalmente mutilada por un bombardeo, o ante el cadaver de un niño ahogado, es ya aburrida por predecible y recurrente. El horror es porno: siempre lo ha sido.

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