Música

El humo ciega los ojos de Willie Nelson

Willie Nelson en 1982. Foto Cordon Press.
Willie Nelson en 1982. Foto: Cordon Press.

Arde la mañana y sufren las flores. El sol comienza a castigar una carretera secundaria que se desenrosca quebradiza como un papiro seco. Porque esa lámina de asfalto gris, ablandado bajo un techo cerúleo, oscuros trazos pegajosos de rectas eternas que mueren en el horizonte, debe mucho a la familia de músicas que convenimos en denominar genéricamente country. Como una roca contra el mar, aquellos inmigrantes irlandeses, de violín, bodhrán y tin whistle en sus maletas, se toparon de bruces con los ritmos de ese Nuevo Mundo, con el blues, el bluegrass y el góspel. Ese híbrido, esa fusión, es hija de muchas madres y padre de varios nombres, como hillbilly unas veces o country otras, como es conocido ahora.

Lo que sigue no pretende ser una relación pormenorizada de hechos y obras, más bien un escolión, una declaración de amor en forma de proselitismo por Willie Nelson un artista que condensa como pocos el espíritu de la Norteamérica rural.

Los primeros cowboys

La historia real, que suele ser testaruda, desdice a la oficial al apuntar que los primeros cowboys fueron españoles. Y es que, al parecer, los vaqueros del Oeste fueron precedidos en esa tierra que hoy conocemos como los Estados Unidos de América por jinetes de las marismas del Guadalquivir. Entonces, el rancho era una hacienda, los vaqueros, «dragones de cuera» y algunos de los caballos que ellos trajeron desde España, perdidos o huidos, los icónicos y tan pretendidamente nativos caballos salvajes mustang, como apuntan autores como Fernando Martínez Laínez y Carlos Canales, entre otros. Es difícil y frío, por lo anterior, tras el correspondiente proceso de lavado, imaginar a un tipo de Huelva al frente de este relato, enfrentarse al imaginario colectivo y desdecir la iconoclasia bizantina que nos hemos autoimpuesto. Esa, parida entre otros por un hijo de irlandeses («Me llamo John Ford y hago wésterns»), que nos propone a un John Wayne como un héroe clásico, como un Prometeo polvoriento que ha robado el fuego en forma de mujer y que camina hacia el desierto, exhausto, alejándose más allá del dintel de aquella puerta inolvidable que se cierra tras de sí en Centauros del desierto. ¿Cómo no querer ser parte de eso?

Más allá del tópico de señoras con cardado y señores de toscas camisas a cuadros con botones de madreperla, el country no es solo un estilo musical, es una inmersión en la América profunda y popular, formando parte de un relato poderoso que ha forjado un país a golpe de cincel y música, de esta y otras músicas populares que hoy disfrutamos como un todo bajo el nombre de «americana», despiertos ante esa realidad musical en España gracias a precursores como el locutor Manolo Fernández, a quien los que la amamos (gracias a él), debemos tanto.

Todo en los Estados Unidos es urgente y a la vez reciente. Fascinante desde la perspectiva europea, el país, cuarteado en porciones como trazos firmes de un palo sobre la arena, cortes rectos que delimitan estados, sobrevive a entelequias y modas, inalterado en su esencia. El tren y la carretera, siempre la carretera como un murmullo de agua, rompen verdaderos anecúmenes que horadan el país de Montana a Texas, de Nueva Inglaterra a California, donde los diners y los moteles, que se extienden cadenciosos por cualquier rincón, dan de comer al hambriento y son refugio seguro para aves de paso que persiguen la luz en noches cerradas.

Música y metodismo

Hoy su rostro arrugado es un campo de batalla pero hubo un tiempo en el que un joven Willie Nelson recorrió, cuando no forjó, esos caminos como un trailblazer. Nacido en 1933 en Abbott, Texas, Nelson fue criado por sus abuelos paternos junto a su hermana, Bobbie. Los años tras la Gran Depresión forzaron a sus abuelos a engañar el hambre con una dieta frugal de fe y familia militantes. Sus abuelos fueron sus primeros catequistas, pero también sus primeros profesores de música, todo en uno en un notable ejercicio de economía de medios. Luego vinieron las bandas locales y los grupos de música, que mostraron al músico enraizado que Nelson llegaría a ser.

La guerra de Corea es una vieja cicatriz en la piel de Estados Unidos. Hablando de Corea uno no puede evitar recordar a John Prine, otro hijo superlativo de la misma madre que es la música popular americana, en su maravillosa canción «Hello in There» cuando canta «We lost Davy in the Korean War / And I still don’t know what for / Don’t matter anymore». La espalda de Nelson evitó que combatiera en esa nueva guerra, otro baño de realidad para la generación post-WWll. El joven apocado e inquieto que fue, como un golpe de timón, pasó de vender enciclopedias puerta a puerta a probar fortuna como letrista en la meca del country, Nashville, Tennessee. Era el año 1960. Él quería querer a Nashville pero Nashville no lo quiso a él. Autor de «Crazy» (originalmente la tituló «Stupid»), la canción fue ofrecida a media industria hasta que una joven Patsy Cline aceptó a regañadientes incluirla en su repertorio. Publicada por Cline en 1961 en su LP Showcase, «Crazy» fue, tal vez involuntariamente, el primer paso hacia un country menos alcanforado. Willie Nelson nació musicalmente al tiempo que Cline, paradójicamente, moría en un accidente de avioneta.

American Outlaw

Aplicando la máxima de que las malas compañías son las mejores (Sabina dixit) Waylon Jennings, Johnny Cash y Kris Kristofferson, tipos circunspectos que parecen desayunar tibias, no podían ser mejores para un Nelson postadolescente (¿qué podía salir mal?). Físicamente hubiera sido un combate desigual, si bien en lo musical, aquel Nelson, contra todo pronóstico, lideraba y abrumaba. Sus versiones de canciones del recientemente fallecido Kristofferson (cabe destacar un fantástico LP de 1979 titulado Willie Nelson Sings Kristofferson), les confieren un toque personal que las embellece aún más, elevándolas como aire caliente.

Nelson seguía teniendo mucho que decir como letrista y autor, no obstante. De esa época son las maravillosas «On the Road Again» (1980) y «Angel Flying Too Close to the Ground» (1981). La letra de esta última («… Trying to keep your spirits up/ And your fever down…»), es una declaración de amor incondicional que descubre al Nelson vencido y sentimental que hará también propios algunos himnos ajenos de amor febril y a quemarropa como «Always on My Mind», de Wayne Carson (que también cantó Elvis Presley) o «Lovin’ Her Was Easier (than Anything I’ll Ever Do Again)», de su compañero y sin embargo amigo, Kris Kristofferson. Canciones para consumir preferentemente en otoño, cuando afuera llueve y aprieta el frío, solos o en compañía de otros.

Del mismo modo que Brokeback Mountain, aquella película de 2005 sobre los amores homosexuales de dos vaqueros, supuso una patada en la puerta de ciertos clichés en torno a lo establecido en el universo cowboy, Nelson fue un precursor en hacer caer los muros del viejo country. Encontró en The Highwaymen, dream team formado por Jennings, Cash, Kristofferson y él mismo («si mezclamos miel, huevos, aceite de oliva y harina nada malo puede salir», decía mi abuela) la excusa perfecta para airear las estancias de la música. El movimiento Outlaw Country que los cuatro (entre otros) promovieron, fue la respuesta al posiblemente arcaico ya country de Nashville y (también posiblemente) la venganza despechada y en plato frío de Nelson a una Nashville que unos años antes le había dicho mo Country de notas redondeadas y gotas de pop frente al honky tonk country. The Highwaymen fue como un beso inolvidable, un trago dulce y fresco preciosamente embotellado, que duró diez fantásticos años y abrió un camino nuevo como un sonoro puñetazo en el mentón del establishment del género en forma de tres imperdibles discos de estudio y canciones en directo de los «chicos malos para soñar» del country. Ya nada sería igual.

La habitación del hijo

Sus hijos, ocho en total (Lana, Susie, Billy, Paula, Amy, Lukas, Micah and Renee), su propio trozo de arcilla, siempre han sido un remedio lenitivo para un Nelson golpeado por crisis amorosas y financieras. Tocar con sus hijos, confiesa, es la mayor emoción que puede obtener ahora.

Sobrevivir a un hijo, pesadilla recurrente de cualquier padre, convierte la vida de quien lo sufre en un trampantojo, en una fruta amarga de consumo diario y obligado. Los pies pesados, esa ausencia ahoga y rasga como una botella rota. Francisco Umbral en Mortal y rosa o Nanni Moretti en La habitación del hijo nos muestran esa ausencia como una caída al vacío del peor de los precipicios.

La fama no es pasaporte obligado para la felicidad y Willie Nelson lo sabe. Sacudido tras la muerte de su hijo Billy, que contaba con apenas treinta y tres años, Willie Nelson se recluye en la creación compulsiva de discos, las colaboraciones musicales y las giras, buscando un punto de fuga eterno y terapéutico. Cuando pudo ponerse en pie, Nelson publicó un LP, Peace in the Valley, en 1994 y volvió de nuevo a la carretera. La creación es hija de la catarsis.

Willie Nelson tiene a su guitarra rota como compañera de viaje. De tono cálido y suave, con nombre propio, Trigger, esta Martin N-20 Classical golpeada y arañada, alterada por el tiempo y el uso aunque dignamente útil aún, testigo de mil madrugadas, puede simbolizar como un escudo zaherido la propia vida de Nelson. Nunca un instrumento se asemejó tanto a su ejecutor.

Farm Aid

La poesía puede ser áspera como el papel de lija pero no por eso deja de serlo. Nelson provoca un millón de instantes cósmicos con las cuerdas de una guitarra gastada porque es un icono de la Norteamérica trabajadora, de labio partido y cierres de empresa. Un primus inter pares de la América en recesión eterna que dormita en caravanas. Tal vez sin pretenderlo, igual que Marcel Proust escribía en una cama de latón, Nelson toca una guitarra rota y, al hacerlo, toca también el nervio del Estados Unidos real, inerme a pesar de las armas, y cegada por los neones de Hollywood que la opacan. Se convierte entonces en la verdadera «American Tune» que cantó Paul Simon, el verbo de esa América hecho carne.

Sus gestos lo humanizan. Músico caleidoscópico, ha colaborado con innumerables artistas muchas veces hacia objetivos pro bono. Sus incondicionales, por serlo, le perdonamos sus cortes de pelo y que colaborara con Julio Iglesias en aquélla «To All the Girls I’ve Loved Before», un tema tan vacuo como el urinario de Duchamp.

McCarthy imaginaba un mundo de buenos y comunistas pero, como a Luka Modric, todo el mundo quiere a Willie Nelson. La leyenda de Nelson en su hábitat contrasta con su escasa promoción fuera de los Estados Unidos. Tal vez no es casual, Nelson es un producto netamente americano. Lejos de vivir de su propio reflejo, se hace grande en su entorno. Esa América ama a Willie Nelson.

Su labor filantrópica le llevó a fundar, junto a Neil Young y John Mellencamp, Farm Aid en 1985, como un evento solidario en forma de festival musical que ha perdurado hasta hoy con el loable objetivo de sacudir conciencias sobre la pérdida de las granjas familiares en el país y promover su supervivencia. Sabedor de que hay otras cosas que además del odio mueven el mundo, es igualmente un denodado activista en favor del uso de los biocombustibles.

Green, green grass of home

Dice John Irving que la memoria es un monstruo porque uno olvida pero ella no. Por eso, frente a la música de hoy, un desierto emocional de estímulos sintéticos, a quienes hemos rezado a ciertos santos, Willie Nelson nos sugiere acordes sentimentales y bellamente imperfectos, de notas puras, sostenidas, que evocan lugares y tiempos no vividos. Ese es el verdadero poder de su música.

Igual que el vino es un dios que se bebe, Nelson encontró en el humo de la marihuana su propio dios doméstico, su bálsamo de Fierabrás sanador y fiel. Porque ella siempre le fue fiel. Activista por la legalización del cannabis, afirma que le salvó la vida en los peores momentos, aquellos en los que el whisky le hablaba al oído cada día. Excesivo en sus adicciones, tras reemplazar whisky por remedios herbáceos pareció esquivar la bala del alcoholismo aunque cayera en la adicción a la marihuana, hasta dejarla pasados los noventa años de edad (finjamos que así fue). No abandonó, no obstante, su militancia a favor de su legalización, recia y constante a través de los años como un martillo pilón, hasta el punto de no solo evangelizar a su favor sino de fundar una empresa en 2015, Willie’s Reserve, con la que lanzó su propia marca de cannabis. Todo un abuelo inquieto que dice que ya no consume. Su amigo Snoop Doggy Dogg se supone que ahora fuma solo.

El final del verano

Su obra es tan extensa como accesible. Discos como Live from Austin TX (1990) o Willie, Merle & Ray-Big Hits Live From The Last of the Breed Tour (2007), este último en el que le acompaña su gran amigo y también estrella del outlaw country, Merle Haggard, pueden ser el balcón perfecto para una visión periscópica de lo que Willie Nelson ha sido y es. 

Cansado y desgastado, a lo lejos contempla el final de su propio verano como el avance de un barco. Es inevitable llegados a este punto, recordar aquel delicioso tema suyo, «Funny How Time Slips Away». Estajanovista hasta el final, mientras el cuerpo aguante, un Nelson consciente y sereno apura el tiempo. El tren, tal vez aquel que personificó en su tema «City of New Orleans», como una promesa de hierro y óxido aún lo devuelve a Texas tras cada actuación mientras las ciudades duermen.

La maleza cubrirá las calles cuando su legado, lejos de ser efímero como la flor de cactus, aún sea recordado. Tal vez sin esperarlo, cualquier día, en cualquier lugar, nos descubramos tarareando alguna de sus canciones. Entonces Nelson habrá entrado en nosotros para siempre, como una profunda bocanada de humo.

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