Ciencias

El libro perdido del arte levantino (1)

Pintura rupestre de cova Remigia, arte levantino. (DP)
Pintura rupestre de cova Remigia, arte levantino. (DP)

Es una calurosa mañana del verano de 1938, en un barrio obrero a las afueras de la ciudad de Castellón, recién ocupada por las tropas franquistas. Un vehículo con las insignias de la Falange se detiene ante la tapia del conocido como Hort de Victorino. Desciende un individuo estirado, con americana sahariana negra, pantalón negro, camisa negra y corbata negra. Negro como un cuervo. Es Julio Martínez Santa-Olalla, hijo de un general franquista y camisa vieja de la Falange. El ejército lo ha rechazado por sus problemas de visión y aprovecha su formación de arqueólogo para otras misiones.

El chófer del vehículo toca la bocina con insistencia hasta que se abre la puerta de l’Hort de Victorino y se asoma un hombre robusto, de unos cincuenta años. Lleva un pañuelo de cuadros al cuello y se cubre con un guardapolvo manchado de pintura. Juan Bautista Porcar es un afamado pintor castellonense, que tiene l’Hort de Victorino como estudio. También es su refugio y su despensa mientras dure la guerra. Santa-Olalla cruza la puerta sin esperar a ser invitado, haciendo a un lado a Porcar.

Al otro lado de la tapia hay un caserón destartalado a un lado del gran patio central que Porcar ha reconvertido en huerto. Sin andarse con preámbulos Santa-Olalla le pide, le exige, el libro de los trabajos realizados en 1935 en cova Remigia, en el barranco de la Gasulla. Porcar le explica lo que sabe, o lo que cree saber: tras el descubrimiento de las pinturas por el masovero Modesto Fabregat, la noticia le llegó a él a través de la Sociedad Castellonense de Cultura. Después de visitar las pinturas envió una nota a la Universidad Central de Madrid, a la que Hugo Obermaier, catedrático de Historia Primitiva del Hombre, respondió con entusiasmo. Tras estudiarlas in situ durante el verano de 1935, Obermaier y él mismo terminaron el libro en junio del año siguiente y quedó en manos de la imprenta. Unos meses más tarde deberían haber recibido los ejemplares solicitados, pero llegó el 18 de julio. El mundo se llenó de humo y odio, de fuego y sangre, y cova Remigia, y todo lo que significaba, cayó en el olvido. También el libro. Por lo que Porcar sabe, la imprenta no llegó a realizar el trabajo. Santa-Olalla le dice que no son esas las noticias que él tiene. Porcar se muestra sorprendido. El cuervo pregunta por las copias y las fotografías de las pinturas rupestres del barranco de la Gasulla. Porcar le dice que todo se lo llevó Obermaier a Madrid. 

—El despacho de Obermaier en la Universidad Central fue asaltado por las hordas rojas —explica Santa-Olalla—, nada se salvó. 

—Entonces todo está perdido —replica Porcar. Trata de no mirar hacia un rincón del patio. Ese donde, al principio de la guerra, enterró sus copias de las pinturas de cova Remigia, junto con los negativos del fotógrafo Eduardo Codina. 

—No importa, es trabajo hecho por extranjeros, está contaminado, no lo necesitamos para nada.

Santa-Olalla se marcha con tanta brusquedad como ha llegado.

Porcar queda pensativo. Rememora ese agosto de 1935 que vivió con Hugo Obermaier, Henri Breuil y Eduardo Codina en pleno campo, en el barranco de la Gasulla, mientras copiaban las pinturas prehistóricas levantinas de cova Remigia.

¿Un arte nuevo para un tiempo nuevo o un arte viejo que se reinventa?

Por aquel entonces Porcar ya había oído hablar de ese arte prehistórico que llamaban levantino por encontrarse solo en la mitad oriental de la península ibérica. Había visto las pinturas del barranco de la Valltorta, próximo al de la Gasulla, estudiadas por Obermaier y publicadas en 1919. Recuerda lo impresionado que se sintió. Pequeños arqueros de piernas gruesas y torsos desnudos, o estilizados como filigranas delicadas, lanzados a la carrera en pos de cabras y ciervos. Animales expresionistas, en los que una cuerna o una cabeza eran suficientes para visualizarlos al completo, la parte por el todo. De pintor a pintor, Porcar sentía gran admiración por sus colegas prehistóricos.

También había leído algún libro sobre la cueva de Altamira, con sus figuras enormes y admirables. 

No se le escapaba la diferencia fundamental entre el arte franco-cantábrico y el del Levante: los animales de Altamira y de otras cuevas del sur de Francia son estáticos, solemnes, abruman con su hieratismo. Por el contrario, las figuras de los barrancos de la Valltorta y de la Gasulla, corren, saltan, huyen, matan y mueren, son dinámicas… no se limitan a estar ahí, ¡cuentan una historia!

A principios del siglo XX, Juan Cabré Aguiló, turolense de Calaceite, pueblo próximo al límite con Lleida, es un joven estudiante de Bellas Artes, aficionado a las antigüedades. Sería 1905 cuando oye de boca de unos campesinos que en el barranco de Calapatá, próximo a su pueblo pero término municipal de Cretas, en la llamada Roca del Moro, hay pinturas de ciervos y otros animales. Cabré visita el lugar y copia las pinturas. En 1907 se publican en el Boletín de Historia y Geografía de Aragón, en un artículo que firma su director, sin ninguna repercusión en apariencia… solo en apariencia. 

A finales de ese mismo año, una editorial de Barcelona busca publicar un libro sobre monumentos y antigüedades de Cataluña, para lo que remite un cuestionario a todos los pueblos y aldeas del país. Uno de ellos llega a Cogul, una remota aldea de Lleida a poco más de setenta kilómetros en línea recta del barranco de Calapatá. El párroco de Cogul, Ramón Huguet, responde al cuestionario informando de unas curiosas pinturas existentes en un roquedo a las afueras del poblado. Por pura coincidencia, se le conoce como Roca dels Mors, igual que la peña de Calapatá. La editorial pasa la información al historiador Ceferino Rocafort, que viaja hasta Cogul. En marzo de 1908 publica un artículo sobre esas pinturas en el Butlletí del Centre Excursionista de Catalunya.

El escenario está preparado para que haga su gran entrada el actor principal.

Henri Breuil se ordena sacerdote en 1900. Nunca ejercerá su ministerio de forma regular, pero la ciencia de la prehistoria siempre lo recordará como el abate Breuil. No muy alto, cuando acompañe a Obermaier y Porcar en la Gasulla, frisando la sesentena, los kilos habrán redondeado su figura; por ahora, toda su corporeidad se la debe a la sotana. Tiene una cara redonda y afable tras la que se ocultan una terquedad a toda prueba y un carácter indómito. Los años que van de su primera misa a este de 1908 son trascendentales para el abate. En 1902, de la mano del arqueólogo Emile Cartailhac, viaja a Santander. Cartailhac, que durante años ha proclamado la falsedad de las pinturas de Altamira, acaba de retractarse y trata de enmendar el mal que ha hecho. 

Tumbado de espaldas sobre el frío suelo de la cueva, Breuil copia a mano alzada todo el techo de la sala de los bisontes. Sus fascinantes dibujos al pastel maravillan al príncipe Alberto I de Mónaco, apasionado de la arqueología, quien decide sufragar una suntuosa edición que pone el nombre de Breuil en boca de todos los arqueólogos de Europa. 

arte levantino

En ese su primer viaje a España, Breuil toma contacto con Hermilio Alcalde del Río, director de la Escuela de Artes y Oficios de Torrelavega (Santander), quien ha sido firme defensor de la autenticidad de las pinturas de Altamira. Alcalde del Río se convierte en los ojos y los oídos de Breuil en España. Está atento a todo lo que tenga que ver con el arte prehistórico y las publicaciones sobre las pinturas de Calapatá y de Cogul no le pasan desapercibidas. Informa a Breuil, que se interesa al momento por esos hallazgos tan sorprendentes. Con la prontitud que le caracterizará toda su vida, y gracias a la ayuda de Alcalde del Río, Breuil toma contacto epistolar con Juan Cabré y con el Centre Excursionista de Lleyda y en agosto y septiembre de 1908 visita Calapatá y Cogul. 

Breuil llega Lleida a finales de agosto. El Centre Excursionista de Lleida le facilita el viaje hasta Cogul en tartana y celebra una cena un su honor al regresar, de lo que dan buena cuenta en su boletín. Durante la cena, Breuil, al que siempre le gusta tener público, se explaya largamente sobre las pinturas que ha visto. El conjunto consta de una sugerente escena de danza, en la que varias mujeres parecen bailar en torno a un hombre de largo falo. Las rodean un grupo variopinto de animales: cabras, toros, ciervos y ciervas, jabalíes… y un bisonte. Algunos animales posan estáticos, otros corren con grandes zancadas, o aguardan impasibles la flecha del cazador.

Lo más importante de todo lo que Breuil dice esa noche es la mención del bisonte, un animal extinto al sur de los Pirineos desde los tiempos paleolíticos. El abate jamás se retractará de una afirmación categórica. Esta la mantendrá hasta su muerte, para la que aún falta más de medio siglo. En ese tiempo se acumularán opiniones en contra y evidencias cada vez mas rotundas. Al final, en el congreso de Wartenstein de 1960, se quedará solo, él y su bisonte.

Identificar en las rocas de Cogul un animal cuaternario extinto significa datar las pinturas en el Paleolítico. Esa va a ser la base de la teoría cronológica del abate Breuil sobre el arte levantino: es un manifestación contemporánea de las pinturas paleolíticas, como las de Altamira. Para Breuil, el arte levantino es el arte paleolítico que se reinventa cuando deja los fríos del Cantábrico y de los Pirineos y se acerca al lado oriental de la península ibérica, atemperado por el Mediterráneo. Abandona las cuevas profundas y toma posesión de los abrigos inundados de luz solar. Cae en la tentación de contar historias y para ello introduce la figura humana, ausente en el arte paleolítico. Eso es todo. El arte levantino es una variación del arte paleolítico. Tiene una mayor perduración que este, aunque no demasiada, y se extingue con los últimos cazadores/recolectores, unos 8000 años antes del presente. 

Tras dejar Lleida, Breuil se reúne con Cabré y visitan el barranco de Calapatá. Lo que ve allí ratifica al abate en la primera impresión que se ha formado en Cogul. En la roca del Moro de Calapatá no hay mujeres danzando ni animales acechados por cazadores. Solo tres ciervos majestuosos, mayormente estáticos, apenas con una pizca de sensación de movimiento. Además un par de arqueros caminando a grandes trancos y lo que podría ser un jabalí inmóvil. 

arte levantino

Mientras regresan a caballo a Calaceite, el ojo experto de Breuil descubre varias pinturas más, a lo lejos, en una roca iluminada por el sol del atardecer. Más animales casi estáticos, que alimentan su convencimiento de hallarse ante un arte contemporáneo del franco-cantábrico. 

Sin embargo la opinión de Breuil, por autorizada que sea, no concita unanimidad. Conforme avance la investigación serán muchos los estudiosos, especialmente los españoles, que piensen que el levantino no tiene nada que ver con el paleolítico. Pero, ¿quíenes son ellos para discutir al maestro? Será Cabré el primero que levante la mano, tímidamente, en su libro de 1915. Luego vendrán más, con más y mejores argumentos. Para ellos, los milenios de transición entre el Paleolítico y el Neolítico son un tiempo nuevo, que abandona las tradiciones del pasado. Nuevas formas de pensar, nuevas formas de subsistir, nuevas formas de relacionarse con el mundo, en definitiva es un tiempo nuevo, que exige un arte nuevo. Comparan la aparición del arte levantino con los numerosos movimientos de vanguardia de estos inicios del siglo XX: una ruptura con todo lo anterior.

La llamada del levantino

El poder de fascinación del arte levantino es inmenso. Nadie puede contemplar un panel de levantino sin sentirse conmovido. Tampoco Breuil, a pesar de tanto arte prehistórico como ya ha visto. No puede ignorar las pinturas de estas «rocas de los moros», por modestas que parezcan comparadas con la grandiosidad de Altamira, Font de Gaume, El Castillo o Combarelles.

Le ofrece a Cabré entrar al servicio de Alberto I de Mónaco, como prospector de arte prehistórico en las tierras aragonesas. Esta colaboración, por ahora a título personal, se institucionalizará en 1910, cuando el príncipe funde en París el Instituto de Paleontología Humana (IPH). A partir de entonces será el instituto quien sufrague las subvenciones a Cabré y otros muchos prospectores en toda España. Subvenciones bien magras, que apenas cubren los gastos, pero que tienen el atractivo de que los perceptores aparecen como coautores de las memorias que, sobre sus descubrimientos, escribe el abate y que publica en las más prestigiosas revistas europeas.

Cabré tiene motivos para ver el futuro con optimismo. Cinco años antes había iniciado sus estudios de Bellas Artes en Madrid, gracias a los cuales entró en contacto con Enrique de Gamboa y Aguilera, marqués de Cerralbo, rico y poderoso aristócrata, de los más de este momento. Es uno de los principales responsables del Partido Carlista, diputado del Congreso y senador. La simpatía de Cerralbo por Cabré es casi instantánea y siempre se comportará con el joven aragonés como un leal y afectuoso padrino. Esa protección se ve ahora incrementada por la del abate Breuil y el príncipe de Mónaco.

Al poco de conocerse, Cabré contagia a Cerralbo el interés por la arqueología. Enseguida se convierte en uno de los principales arqueólogos aficionados de Europa (de lo que todavía da cuenta el atestado Museo Cerralbo, en Madrid). Además, decide utilizar su poder político para promover la arqueología profesional en España, inexistente hasta la fecha.

El año anterior al viaje de Breuil, el gobierno crea, gracias al empeño del premio nobel Santiago Ramón y Cajal, la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE). En poco tiempo se convierte en la cabecera de un enorme conglomerado de laboratorios y centros de investigación, también de la mítica Residencia de Estudiantes de Madrid. Uno de estos centros creados bajo los auspicios de la JAE es, en 1912, la Comisión de Investigaciones Paleontológicas y Prehistóricas (CIPP), con sede en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. 

La CIPP nace por la confluencia de dos voluntades. Por un lado, la política, la del marqués de Cerralbo, que será su presidente hasta su fallecimiento en 1922. Por el otro, la científica, del eminente geólogo Eduardo Hernández-Pacheco, que al inicio será jefe de trabajos de la comisión y sucederá a Cerralbo en la presidencia. Juan Cabré, como comisario de exploraciones, y el dibujante Francisco Benítez Mellado, completan la plantilla inicial. 

La CIPP nace para aglutinar toda la investigación en Prehistoria, sin embargo en Barcelona tienen otros planes. A la par que la JAE, se crea el Instituto de Estudios Catalanes (IEC) con el propósito de incentivar los estudios científicos de todo tipo «desde» (no solo «en») el ámbito de Cataluña. En 1915 el IEC da carta de nacimiento a su Servicio de Excavaciones Arqueológicas, que no tendrá ningún reparo en actuar fuera de los límites administrativos de las provincias catalanas.

A partir de ahora, la investigación arqueológica en España será un continuo equilibrio de poder entre estas tres instituciones y sus representantes: el Instituto de Paleontología Humana (IPH), del príncipe de Mónaco y el abate Breuil, la CIPP del marqués de Cerralbo y Hernández-Pacheco y el IEC, que tiene a Pere Bosch Gimpera como director del Servicio de Excavaciones Arqueológicas. En ocasiones colaborando, en ocasiones estorbándose, en ocasiones chocando de frente, los tres se repartirán la investigación del arte levantino durante las próximas décadas. 

Cuando el príncipe de Mónaco funda en París su instituto, al primero que contrata es al abate Breuil. Este trae consigo a otro sacerdote, de su misma edad, alemán, que ha estudiado Arqueología en Viena y se encuentra en París, algo perdido: Hugo Obermaier. De carácter pausado, reflexivo y metódico, es en todo opuesto a Breuil. Posiblemente por ello surge entre ambos una amistad indestructible, que perdurará por más de tres décadas y sobrevivirá a tres guerras. 

El primer encargo que Obermaier recibe del príncipe es estudiar la cueva de El Castillo, en Santander. Allí se encuentra, con su ayudante Paul Wernert, también alemán, cuando estalla la Gran Guerra, en 1914. El IPH corta al instante la relación y ambos quedan varados en España, sin medios, ni ganas, de regresar a Alemania. El antimilitarismo de Obermaier es bien conocido. Gracias a la mediación del conde de la Vega del Sella, buen estudioso del Paleolítico asturiano, el marques de Cerralbo los acoge en la CIPP. Allí permanecerán hasta que Obermaier gane la cátedra de Historia Primitiva del Hombre en la Universidad Central. Puede que Obermaier ya no pertenezca al IPH, al menos formalmente, pero su íntima amistad con Breuil permanece intacta y se convierte en los ojos y oídos del abate dentro de la CIPP.

(Continuará)


Para ver arte levantino

Museo de la Valltorta, Tiritg, Castellón. 

Parque cultural del río Vero, Colungo, Huesca.

Parque cultural del río Martín, Ariño, Teruel.

Ecomuseo de Bicorp, Valencia.

Centro de Interpretación del arte rupestre de la Roca de los Moros de Cogul, Lleida.

Centro de interpretación del arte rupestre «Casa de Cristo», Moratalla, Murcia.

Parque Arqueológico Tolmo de Minateda, Hellín, Albacete.

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3 Comments

  1. Pingback: El libro perdido del arte levantino (y 2) - Jot Down Cultural Magazine

  2. Enhorabuena por el artículo pero imagino que cuando el autor se refiere en el último párrafo a la cueva del Castillo esta no se encuentra en Santander sino en Puente Viesgo, Cantabria

    • Deithí

      También cuando dice que «Emile Cartailhac, viaja a Santander» (ahí podría realmente referirse a la ciudad, quizá) o cuando habla de la Escuela de Artes y Oficios de Torrelavega (Santander). A lo mejor es intencionado, respetando que por esa época la entonces provincia se llamaba Santander y no Cantabria. Pero aún así, chirría muchísimo

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