Cine y TV

‘Atmósfera cero’: la ley del «polígano» sideral

Atmósfera cero. Imagen Warner Bros.
Atmósfera cero. Imagen: Warner Bros.

Un comisario, Sean Connery, es enviado a un pequeño pueblo minero en un satélite de Júpiter, Ío. El culo del mundo. O del sistema solar, mejor dicho. Más de la mitad de la población son rudos obreros-astronautas que después de extenuantes jornadas de trabajo solo saben beber, drogarse e irse de putas. La mujer del comisario no está precisamente feliz. Vivir en una angosta estación con un niño pequeño que nunca ha visto la Tierra… En menos de nada decide abandonar a su marido. Le da un ultimátum para que deje este destino y se marche con ellos a nuestro planeta, pero él declina. El deber es el deber.

Y el deber pronto le llama. Entre los mineros empiezan a producirse una serie de extrañas muertes. El comisario descubre que no son casuales y no deja de escamarle lo poco que le importa al cuerpo de policía que dirige que ocurra algo así. Efectivamente, están todos compinchados con el alcalde-gerente del complejo siderúrgico en un asunto muy sucio, drogas chungas para aumentar la producción. En cuanto el personaje de Sean Connery mete el dedo en la llaga, todos irán a por él. Está solo ante el peligro.

De hecho, Atmósfera cero no es más que un remake del famoso wéstern protagonizado por Gary Cooper. Era 1981, la ciencia ficción estaba de moda y Warner Bros tuvo la brillante idea de encargarle a Peter Hyams, que había brillado antes con Capricornio Uno y lo haría después con 2010: Odisea dos, adaptar un clásico del oeste a los esquemas estéticos del espacio exterior. Desgraciadamente, pocos siguieron su ejemplo, que ya se le había ocurrido a Byron Haskin en 1964 con Robinson Crusoe en Marte. Lo mismo que hubo sobreabundancia de películas del oeste o de romanos, el mundo podría haber sido un lugar mucho más bonito si lo mejor del catálogo de Hollywood se hubiera rodado como remake en el espacio. Pero no lo hicieron y no tardó en llegarles eso que se llamó «crisis de los grandes estudios». Ahí se jodan, por cabrones.

Porque este remake sideral fue una película maravillosa. Y por muchos motivos. El primero y más importante, porque no tenía monstruitos. Ni alienígenas, ni demiurgos venían al encuentro de los humanos, que estaban en la periferia de la galaxia currando como perros sin más entretenimiento que la droga y el sexo en tabernas oscuras con música techno a todo volumen. No sería justo ni correcto llamarlo ciencia ficción para adultos, pero por ahí van los tiros. Aquí no hay aliens irreductibles, es peor, los obreros se enfrentan a horarios criminales y a su patrón sin más defensa que el sindicato. Es muchísimo más terrorífico que la hostilidad de seres con tentáculos que, además, seguramente estén excelentes a la plancha y quién sabe si hasta tal vez puedan torearse.

Por otro lado, está la parte científica. Ser, es una filfa. Se supone que en Ío no hay atmósfera, no hay presión, y sin el debido traje protector, los astronautas revientan. En realidad, un ser humano expuesto a una ausencia de presión sufriría daños como embolias o problemas pulmonares, pero no explotaría. Pero qué más da. ¿Saben la cantidad de veces que jugamos los niños de los ochenta a reventar como en Atmósfera cero? Esas caras que se hinchan como globos hasta estallar en el filme han permanecido en nuestras retinas grabadas a fuego y ahí estarán per secula seculorum.

Y luego la nave. En ella no solo acontecen problemas reales, como explotación de los obreros, matrimonios estancados por la rutina del trabajo, drogadicción, corruptos y burdeles, sino que la estación no es demasiado moderna, no hay una tecnología alucinante como es de esperar en el cine de ciencia ficción. Por ejemplo, en el comedor hay fritanga. Porque la ciencia podrá avanzar mucho, pero las patatas siempre habrá que freírlas. Con detalles como esos uno tenía la sensación de que terminaría en una nave como esa en menos de diez años. Luego el futuro nos traicionó y desarrolló los móviles y otros juguetes en lugar de enviarnos al espacio como venía prometiendo, pero Peter Hyams sí que tuvo sus aciertos. Inventó una especie de Wii, la que emplea el alcalde-gerente para jugar al golf en su despacho en pantalla gigante, y una especie de internet. Es en pantalla verde monocromo, pero Sean Connery le hace preguntas a su Google exactamente en los mismos términos en que se hace hoy en día.

De modo que si está harto de que en el espacio solo aparezcan bichitos o haya epifanías religiosas, si cree que la colonización del sistema solar será igual de aburrida y sucia que cualquier polígono industrial, si entiende que los astronautas no serán disciplinados y sonrientes como los argamboys, sino que tendrán más que ver con los pokeros de extrarradio, esta es su película.

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