La línea que separa a los vivos de los muertos puede ser muy difusa. Sobre todo, en el cine. Miren si no a Tim Burton: justo cuando muchos daban por muerta su carrera, el director de Eduardo Manostijeras resucita gloriosamente y regresa a los lugares donde nos hizo felices más de tres décadas atrás.
La maniobra, a primera vista, puede parecer tan cínica como evidente: tras una serie de desencuentros con el público, y con buena parte de la crítica dándole ya por amortizado, el cineasta se decide a hacer la secuela de uno de sus primeros éxitos. Pero la cosa no es tan sencilla, ni se puede analizar con tanta frialdad. En primer lugar, porque para Burton, la segunda parte de Bitelchús (1988) siempre fue una cuenta pendiente. A lo largo de los años se sucedieron guiones (y guionistas) que llevaban al bioexorcista a París, al lejano Oeste o, en la versión que más cerca estuvo de llegar a buen puerto, a las playas de Hawái. En segundo lugar, porque, a la vista de los resultados, seguramente esta sea la película más genuinamente burtoniana en mucho tiempo. No solo en términos estéticos, sino también (y sobre todo) temáticos.
Es verdad que, sobre el papel, títulos como Sombras tenebrosas (2012) o El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares (2016) parecían ajustarse como un guante al gusto del director por lo tétrico y lo macabro, así como a su inclinación por los personajes inadaptados. Sin embargo, en los últimos tiempos se había instalado en sus imágenes una sensación de rutina, casi como si, de tan aprendido, su estilo se hubiera convertido en una imitación de sí mismo. Y conviene señalar que de esta última etapa son también títulos más que notables como la magnífica Frankenweenie (2012) y su infravalorada revisión de Dumbo (2019). Pero si antaño el estreno de una nueva película de Tim Burton era recibido con el entusiasmo y la seguridad de descubrir algo nuevo y seductor, desde El planeta de los simios (2001) uno se acercaba al cine con la incertidumbre de si se encontraría ante una obra maestra como Big Fish (2003) o con un monstruo de Frankenstein cinematográfico (y no precisamente en el buen sentido) como Alicia en el país de las maravillas (2010). Con estas credenciales no excesivamente alentadoras, y tras cinco años de ausencia de la gran pantalla (cuando nunca habían pasado más de tres entre sus largometrajes), llegaba por fin el turno de Bitelchús Bitelchús.
Los primeros minutos de metraje no ayudan a despejar las dudas. Por un lado, los créditos iniciales, con la imprescindible música de Danny Elfman, son una inyección de nostalgia que, con la moneda aún en el aire, bien pueden sentirse como sinceros o como una maniobra fácil para que el espectador baje la guardia. Y la presentación de los personajes en el mundo terrenal es efectiva y funcional en cuanto al guion, pero sin demasiados alardes en lo formal. En otras palabras, nada que no pudiera formar parte de Sombras tenebrosas o Miss Peregrine.
Pero entonces se produce la alquimia. Burton se sumerge en su particular versión del más allá, y poco a poco empieza a desperezarse, a flexionar los músculos y a ofrecer gamberradas visuales que recuerdan a aquel joven y enérgico cineasta de los ochenta y noventa. Su lúdica versión del expresionismo alemán se mezcla aquí con el terror italiano de Mario Bava, mientras la animación y el CGI se ponen al servicio de la plasticidad de la imagen. La enorme libertad estética y narrativa del film incluso le permite salvar con sobresaliente la ausencia de actores clave de la película original como Jeffrey Jones (que no regresa aquí como el paterfamilias Charles Deetz tras ser condenado en 2002 por pornografía infantil). Además, si el Bitelchús original anticipaba ya muchos rasgos de la filmografía burtoniana posterior, la secuela sirve por momentos como compendio de su obra: no resulta difícil ver en el personaje de Monica Bellucci a una versión malévola de la Sally de Pesadilla antes de Navidad (Henry Selick, 1993), film del que también se rescata la importancia de Halloween para el cineasta, e incluso alguna macabra alusión navideña, mientras que el devenir de la historia tiene no pocos puntos en común con La novia cadáver (2005).
Pero es sobre todo en su discurso donde se reconoce al Tim Burton de antaño: el que aún no se había vuelto complaciente con el sistema y con la sociedad. No en vano, una mirada a Bitelchús con la perspectiva que ofrece el paso del tiempo permite ver, bajo su apariencia de comedia absurda, algunos dardos envenenados más que pertinentes, que aquí se mantienen o incluso se potencian. Es el caso, por ejemplo, de su mirada escéptica al mundo de las apariencias que rodea al arte contemporáneo, y que ya estaba presente incluso en «The Jar» (1986), su episodio para la serie televisiva Alfred Hitchcock presenta. Pero, sobre todo, Bitelchús Bitelchús redobla la apuesta del clímax de su predecesora, aquel intento de boda forzada entre el bioexorcista interpretado por Michael Keaton y la adolescente Lydia Deetz (Winona Ryder). Lo que entonces era un gag que servía como dispositivo argumental para resolver la trama de fantasmas, muertos y resucitados, se convierte aquí en la misma razón de ser de una historia que, bajo sus colores fluorescentes y sus líneas quebradas, trata sobre el consentimiento femenino. Basta echar un vistazo a los tres personajes masculinos principales, a sus motivaciones y comportamientos, para descubrir una nada velada crítica a la manipulación y el abuso de los hombres, que alcanza su máxima expresión en un surrealista embarazo (y alumbramiento) tan caricaturesco como incómodo.
Igual que en dicha escena, Bitelchús Bitelchús es algo así como una hija de sí misma, o al menos una prolongación orgánica y coherente de la película que le dio origen. Los gags no han perdido irreverencia, ocurrencia ni frescura, y las interpretaciones están en todo momento a la altura de la situación: Winona Ryder da absoluta credibilidad a una Lydia Deetz adulta, mientras que Jenna Ortega (que igual que Ryder parece haber nacido para actuar en películas de Tim Burton) compone una Astrid en la que se dan cita a partes iguales rasgos de su madre y rebeldía contra esta. Y, con setenta y dos años, Michael Keaton no ha perdido un ápice de la energía que desplegaba en los ochenta, consiguiendo, como entonces, que los gags desquiciados que le presta el guion funcionen contra todo sentido común. Pero, sobre todo, en su empeño por volver al mundo de los vivos, el descarado, lascivo, obsceno y divertido Bitelchús ha sacado a Tim Burton de la tumba donde muchos, quizá injustamente, quisieron meterlo antes de tiempo.
Totalmente de acuerdo. He gozado como un enano la película, y en VOS, afortunadamente, aunque haya desatinos garrafales en los subtítulos.
Lo que realmente es imperdonable es la “traducción” del título. Bitelchús no puede ser más cutre. ¿Qué cuesta dejar su título original, en vez de hacer semejante paletada?