Parte I
Cada vez que alguien se suicida porque le van a quitar el piso, pienso en contar lo que me dijo una vez una directora de un banco. Nunca lo he hecho hasta ahora. Leo los comentarios que hay en X, y me muerdo la lengua. Veo las noticias de la tele y me muerdo la lengua. Me muerdo tanto la lengua que me hago sangre… Casi nadie tiene ni idea, porque casi nadie ha pasado por ahí. Y si no pasas por ahí, es inútil que digas nada. Como lo sé, me callo de decir lo que pienso. No grito que esas personas se han suicidado precisamente porque ya estaban muertas. Sí, eso: Ya estaban muertas. Para la sociedad ya estaban muertas, para el banco que les va a quitar la casa ya estaban muertas, para los políticos a los que votaron, para sus amigos y su familia (si es que les quedaban amigos o familia) ya estaban muertas. De manera que su muerte física es un simple gesto final que culmina su muerte social, porque ya están fuera de la sociedad, porque o tienes un valor (por ejemplo: pagar impuestos, poder trabajar y poder gastar el dinero que ganas), o te quitan lo único que te queda de valor: el sitio donde vives. En este mundo a los individuos no productivos se les expulsa y se les deja morir de una manera o de otra. A veces no hay que hacer nada: ellos mismos, educadamente, se quitan de en medio. No es grave, de hecho no tiene ninguna importancia. Peor sería que les diera por robar un banco o algo peor. Así se acaba el problema. Un entierro (lo más barato posible) y pasamos a otra cosa, que hay que ocuparse de que todo siga funcionando correctamente.
Yo he sentido eso, he sentido que mi vida no importaba nada, que si moría de repente el mundo seguiría a lo suyo sin el menor contratiempo. Evidentemente esto es lo que pasa siempre, por muy ególatra que sea uno mismo, pero una cosa es que pase cuando te mueras y otra cosa muy distinta es tener esa horrible sensación (esa horrible lucidez) en vida. De hecho, y ya lo conté en Vida de parado, como con la hipoteca tenía un seguro de vida se daba la paradoja que vivo yo no podía pagar el piso, pero si tenía un accidente, el seguro se encargaba de pagar la hipoteca y mi mujer y mis hijos conservaban su casa. Eso me hizo pensar en… —Nota: en ese momento uno se siente muy culpable—. Uno siente que es él quien ha fracasado. Todo eso lo conté, más o menos como pude, en Vida de parado. Pero lo que no escribí fue lo que me dijo la directora del banco, de mi banco, de mi banco de toda la vida, cuando por fin se ejecutó la «dación en pago» (es decir, cuando el piso se lo quedó el banco) y a cambio se me perdonó toda la deuda que debía (bueno, toda no, Hacienda quería su parte, de eso ya hablaré luego…). Entonces, en la oficina del banco, con todos los papeles firmados, con la llave de mi casa en manos de una persona desconocida (el representante del banco, alguien a quien solo vi una vez en el notario y a quien nunca más iba a tener que volver a ver), le dije a la directora algo así como: «pues al final ha sido más fácil de lo que pensaba». Me refería a todo el proceso por el que el banco se quedó el piso, un proceso que tuvo una parte de intriga, como todo buen misterio, porque aunque había venido un tasador a ver el piso, yo no sabía si el banco iba a aceptar el trato o no lo iba a aceptar, y si lo aceptaba, en qué condiciones lo haría. En realidad de «fácil» no había tenido nada. Habían sido muchos meses muy jodidos, de los más jodidos de mi vida. Pero una vez se llegó al último capítulo, al desenlace, la historia avanzó muy deprisa. Me llamaron del banco. Me dijeron que había trato. Hablamos con la inmobiliaria (siempre hay una inmobiliaria metida en el ajo), fuimos al notario el día acordado… Y luego, bueno, luego quedaban algunos trámites y alguna sorpresa desagradable, pero entonces eso me parecía poca cosa, una pequeña molestia después de una operación a vida o muerte.
Conclusión, que esto es largo y quiero contarlo todo… Al oír mis palabras, fruto de la alegría que sentía por haberles librado de mi hipoteca (es decir, de esa soga al cuello), una alegría absurda (había perdido mi casa) pero que la mujer de la inmobiliaria me confesó que comprendía muy bien («Hay gente que casi se pone a bailar al salir del notario», me dijo), la directora del banco, que supongo que ya estaba hasta los ovarios de todo y no tenía ganas de seguir disimulando (poco después desapareció, no sé si se lo dejó o la enviaron a otro sitio) me contestó:
Es que no es lo mismo vosotros, que sois jóvenes y tenéis una mala racha, pero luego os recuperáis y os podéis volver a endeudar, que unos pobres abuelitos que ya no van a hacer nada en la vida.
Ciertamente, agradecí mucho su sinceridad. A mí mujer y a mí nos perdonaban la deuda porque aún teníamos un valor para ellos: en el futuro nos podrían endosar otro préstamo, o cobrar comisiones por tener la cuenta y coger un buen pellizco de nuestra futura nómina, o lo que fuera. Pero les resultábamos útiles estando vivos. Mientras que esos pobres abuelitos pues… ¿Qué podían dar al banco?
Parte II
Hacienda. Hacienda somos todos. Sí. Yo nunca he tenido problemas en pagar mis impuestos. Cuando tenía un buen trabajo, pagaba mi parte. Cuando me quedé en el paro, cobré lo que me tocaba. Cuando mi hijo mayor se puso enfermo, en el hospital le hicieron todas las pruebas que había que hacerle y no pagamos un euro. Y en ese momento los dos, mi mujer y yo, estábamos en el paro. Y acabábamos de perder nuestra casa. Y si vivíamos en algún sitio, era gracias a nuestras familias. Y mi hermano también tenía graves problemas económicos, porque con la crisis había perdido su empresa, y mis dos cuñados estaban también en el paro, y… Bueno, cuando las cosas te van bien no sueles pensar que un día las cosas te pueden ir mal. Pero cuando las cosas te van mal te das cuenta que es una suerte, dentro de lo malo, tener una familia que te ayude y tener un Estado que, pese a todo, no te dejará (al menos en principio) morirte de hambre. Hay mucha gente que por lo visto piensa que las cosas siempre lea van a ir bien, y por eso le fastidia tener que pagar de su bolsillo una «ayudita» a un vago que no quiere trabajar… A esa gente le digo que yo mandé mil curriculums (o currículos, o como se diga), y luego mil más, y luego mil más, y desde luego, ni siquiera eran de lo mío, sino de cualquier cosa de la que se pudiera trabajar (aunque no voy a hablar aquí de eso, que para eso ya lo conté en Vida de parado). Ahora lo que quiero contar es lo de Hacienda.
Y lo quiero contar porque en Vida de parado, como dije antes, no lo conté todo. No tuve la fuerza de hacerlo. Era un tema demasiado largo, confuso, doloroso, y ya tenía bastante con contar todo lo demás… Bueno, la cosa es que para hacienda yo no había perdido mi piso, sino que se lo había «vendido» al banco. «¿Cómo que vendido?», nos preguntábamos mi mujer y yo. «Dación en pago», «Dación en pago». Repetíamos. No nos quitábamos esas palabras de la cabeza. No queríamos pensar cuanto dinero habíamos perdido. No queríamos pensar lo que nos había costado el piso, lo que nos habían costado los muebles, lo que nos había costado pagar todos los gastos durante los años que habíamos tenido el piso… No queríamos pensar en que tal vez nunca podríamos volver a comprarnos otro piso (y era muestra «primera vivienda» en todos los sentidos, la primera casa de nuestros hijos, que en su corta vida, tres años el mayor, uno el pequeño, ni siquiera iban a tener recuerdos de aquel sitio, y mejor, porque mi mujer y yo no queríamos pasar ni por esa calle, ni siquiera por ese pueblo…). Pero para Hacienda lo que había pasado era una venta y por tanto había que pagar el impuesto de la Plusvalía. «¿Qué plusvalía?», nos preguntábamos mi mujer y yo. No hay ninguna plusvalía, no hemos ganado nada, hemos perdido TODO. Pero Hacienda tenía otra opinión sobre el tema.
Me resigné a pagar lo que me tocara. No podía hacer otra cosa. Dejé nuestros datos en la oficina correspondiente. LOS NUEVOS DATOS, porque la dirección actual ya no valía. Ahí no iba a vivir nunca más. Dejé la dirección del piso de mis padres en Valencia, a más de 100 kilómetros de allí. Mi mujer no quería volver a ese pueblo nunca más. Quería olvidarlo todo. Pero irnos no iba a ser tan fácil…
Meses después me llegó una carta oficial. Me decían lo que tenía que pagar. La carta iba a mi nombre pero no le di importancia. Supuse que me lo enviaban a mi nombre porque en la oficina de la administración correspondiente había dejado mi dirección, pero supuse que la plusvalía solo se pagaba una vez y se pagaba por vivienda, no por persona. Es decir, que yo tenía que pagar una parte de la plusvalía y mi mujer tenía que pagar otra parte. ¿Y eso porqué? ¿No era un impuesto sobre el valor del piso? Pues resultó que no, resultó que sin saberlo, solo estaba pagando mi parte, pero no la parte de mi mujer. Era poco dinero (evidentemente, no habíamos ganado nada con la «compraventa», y aún así era totalmente injusto). Lo pagué y me olvidé.
Y meses después mi mujer vio que en la cuenta de su banco figuraba el pago de una multa de Hacienda… «¡Una multa de Hacienda!» ¿De qué? Como tenía dinero para pagar esa multa, por suerte no era mucho, le habían quitado el dinero sin decir nada. ¡Sin decir nada! No, qué va, la administración no haría eso nunca. La administración siempre te avisa… Sí, claro, por supuesto que avisó… Le llegó una carta al piso que tenía el banco, donde evidentemente ya no vivíamos, donde yo había dejado claro que ya no vivíamos. Y luego le llegó otra carta al mismo buzón, a más de cien kilómetros de Valencia, a un piso vacío que era propiedad de un banco… ¿Cómo podía ser? Si yo había dejado nuestros datos en la oficina correspondiente. Si a mí la carta de Hacienda me había llegado bien… Estaba confundido, pero sobre todo estaba muy cabreado. Para empezar no me habían dicho que la plusvalía había que pagarla en dos partes, yo mi parte del piso (la mitad) y mi mujer la suya. Para continuar no habían comprobado que mi mujer ya no vivía en esa dirección (lo cual era evidente porque el piso se lo había quedado el banco, y ese dato era el primer dato que me habían pedido, es decir, una fotocopia del documento de «dación en pago»). No se habían molestado en pensar porqué yo había pagado mi parte y mi mujer no. No se habían molestado en pensar que los dos, como matrimonio, vivíamos en la dirección de Valencia (casa de mis padres) que yo les había dado. Pero sí se molestaron en buscar los datos del banco de mi mujer, cosa que curiosamente, yo no les había dado. Eso sí que lo hicieron, y lo hicieron muy bien, porque a los evasores fiscales hay que buscarlos bien y no dejar que se salgan con la suya, faltaría más. Por supuesto, si se hubiera dado la casualidad de que mi mujer no tuviera suficiente dinero en esa cuenta del banco (por suerte, lo repito, la cantidad, como no podía ser de otra manera, era pequeña, aunque con la multa subió el tanto por cien correspondiente), entonces automáticamente hubiera entrado en la lista de morosos, sin que nosotros nos hubiéramos enterado de nada. Eso me recordó que la administración es por naturaleza inhumana. La máquina se pone en marcha y va aplastando lo que pilla, porque ese es su trabajo. De igual si tú quieres hacer bien las cosas (nosotros en ningún momento nos planteamos no pagar lo que nos tocara pagar, aunque lo considerábamos totalmente injusto). Nosotros no queríamos más problemas. Pero da igual, si la máquina te pilla mala suerte. Nadie te va a ayudar. Todos mirarán para otro lado. O se aprovecharán de ti, como pasó con el garaje, pero eso es otra historia, demasiado dolorosa para contarla aún…
Pues sí… «Los optimistas no existen, sólo son pesimistas mal informados».
El tema es amplísimo y las personas que pierden sus casas son los conejillos de indias de los políticos. Lo alucinante es descubrir cuánta gente saca dinero de cada piso sin aportar beneficio.
Pues sí, alienación: para la sociedad y el estado pasas a ser una mierda, si no produces. Durante la larga crisis de 2008, para el común de la gente, en su día a día… ¿el Estado fue algo más que Hacienda? ¿Qué contacto tuvisteis con él, qué os solucionó? (dejemos los CAP y sus colas aparte…)
«Hacienda somos todos», menos los que realmente tienen que pagar. Evaden impuestos, se les «persigue», y aún así se escapan. Mientras tanto, quienes aportan son los «prigados» que se comen las multas por presentar mal documentos que nadie les enseñó a rellenar. Multas por errores nimios. Claro que no hay que generalizar, pero quien puede esquiva los pagos, y quien no sabe, «pringa».
A ver, asumo que al autor estos desafortunados hechos le ocurrieron hace bastante tiempo, dadas las referencias a la crisis del 08. Para ser exhaustivos, estaría bien añadir algún tipo de nota en el que se aclare que la ley tributaria cambió hace ya unos años precisamente en relación con las daciones en pago.
Pero bueno, comparto la frustración y lo arrollador del sistema, que ni mira ni pregunta. (Sistema que el autor termina criticando cuando unas líneas antes parecía agradecer la ayuda o protección que este le proporcionó…)