Los meses y los días son viajeros de la eternidad. El año que se va y el que viene también son viajeros. Para aquellos que dejan flotar sus vidas a bordo de los barcos o envejecen conduciendo caballos, todos los días son viaje y su casa misma es viaje. Entre los antiguos, muchos murieron en plena ruta. A mí mismo, desde hace mucho, como un girón de nube arrastrado por el viento, me turbaban pensamientos de vagabundeo. Después de haber recorrido la costa durante el otoño pasado, volví a mi choza a orillas del río y barrí sus telarañas. Allí me sorprendió el término del año; entonces me nacieron las ganas de cruzar el paso de Shirakawa y llegar a Oku cuando la niebla cubre cielo y campos. Todo lo que veía me invitaba al viaje; tan poseído estaba por los dioses que no podía dominar mis pensamientos; los espíritus del camino me hacían señas y no podía fijar mi mente ni ocuparme en nada. Remendé mis pantalones rotos, cambié las cintas de mi sombrero de paja y unté moka quemada en mis piernas, para fortalecerlas. La idea de la luna en la isla de Matsushima llenaba todas mis horas. Cedí mi cabaña y me fui a la casa de Sampu, para esperar el día de la salida. En uno de los pilares de mi choza colgué un poema de ocho estrofas. La primera decía así: Otros ahora / en mi choza / mañana casa de muñecas.
Este es el inicio de uno de los libros de poemas, de viajes, que más me condicionaron en mi juventud. Una traducción de Sendas de Oku, de Matsuo Bashō, en una extraordinaria versión del poeta mexicano y premio nobel Octavio Paz. Bashō, uno de los maestros del haiku, hijo de un samurái, nació en 1644 y murió cincuenta años después de disentería mientras intentaba llegar al sur del Japón en uno de sus célebres viajes, «todos los días son viajes y su casa misma es el viaje». Bashō demuestra que toda la literatura es viaje y que tanto el viaje como la literatura son, sobre todo, una experiencia interior; «una intensa búsqueda de años de meditación de aprendizaje». Resulta curioso que adoptara el nombre de Bashō, en homenaje a un banano, un árbol que le regaló uno de sus discípulos. Uno de los grandes viajeros de la historia adoptaba el nombre de una planta. Bashō, tal como recuerda Octavio Paz, representa en Sendas de Oku la peregrinación, un período de meditación y de lenta conquista, contra la angustia psíquica y los males del cuerpo, de una siempre precaria serenidad. Su viaje a Oku, una zona abrupta, hoy día todavía de difícil acceso, duró dos años y medio. Lo que relató fueron los primeros seis meses.
Sendas de Oku son la esencia misma de la literatura, de su gestación. No hay que olvidar que el viaje forma parte de la gestación de la literatura. Los cantos homéricos, las grandes epopeyas, la Ilíada (cincuenta jornadas del último año de la guerra de Troya) y la Odisea, así lo atestiguan. Todas las tradiciones literarias, nórdicas, orientales, árabes, africanas y occidentales tienen como base el nomadismo. Me centraré en el regreso de Ulises a su Ítaca natal, la isla de la que es rey después de la destrucción de Troya, que se narra en la Ilíada. Las vicisitudes del héroe, desde la primera retención de la ninfa Calipso, la propia situación de la mujer del héroe en un nuevo episodio de celos y traiciones, las emboscadas en las islas griegas del Egeo, la tentación continua del vagabundeo —incluso hasta la tierra de los cíclopes— hasta el regreso y la aniquilación de los pretendientes de Penélope conforman un catálogo de aventuras, una irradiación en el frágil territorio entre las leyendas, la realidad y la mitología, la ficción, la historia y el viaje.
También uno de los grandes poetas latinos recogió el testigo de Homero para trazar en la Eneida la vida errante de su héroe, Eneas, incluso con un viaje a los infiernos, que fue recuperado por Dante en la Comedia, otro de los grandes monumentos de la literatura. En la Eneida también se recupera la destrucción de Troya, seguramente una leyenda, exagerada por los poetas, porque los grandes arqueólogos que han estudiado la zona de Troya, actualmente perteneciente a Turquía, no han encontrado indicios de una batalla como la que describen los poetas. Siempre va más allá la literatura y con certeza diré que la literatura es la única historia posible: la imaginación, la fantasía, el viaje, la belleza, el sufrimiento, el amor, el arte. Los dioses forman parte de este conglomerado porque ¿no es un dios también quien gesta un mundo, un universo con unos códigos propios, hace nacer unos personajes a su imagen y semejanza y los enfronta en un mundo arbitrario y hostil?
Tiempos más prosaicos los actuales. Ahora la civilización se divide entre dos clases de personas: los emigrantes y los turistas. Dos mundos que buscan desde perspectivas absolutamente diferentes: unos por el placer, otros por la supervivencia. La injusticia es la frontera entre unos y otros. Quizá ese sea el tema asimismo de otra de las grandes epopeyas de la civilización, el primer libro de la Biblia, el Éxodo. Un nuevo héroe, Moisés, un disidente de los egipcios saca a su pueblo de la tiranía y lo arroja al desierto a la aventura, al hambre, a la guerra, pero también a la libertad, a la tierra prometida. Moisés y su pueblo pasan toda clase de vicisitudes: la desconfianza, la traición, la impaciencia y toda clase de calamidades se cruzan en su camino. Me gusta sin embargo el castigo, la imposibilidad de nuestro héroe de alcanzar la tierra prometida después de guiar al pueblo escogido durante una azarosa travesía. Me gusta, insisto, cuando se dice que «sabiendo que nunca pisaría la tierra prometida, a Moisés se le renovaron las fuerzas». ¿Puede ser más sublime el sacrificio, puede ser más bello el verso, la consigna, el razonamiento?
De hecho, toda la historia de la literatura es un gran viaje, el viaje como pretexto, la circunstancia como fuente de la anécdota a desarrollar. Desde las contradicciones expuestas por los surrealistas entre la realidad interior y la exterior tras una lectura creativa y sesgada de Joyce hasta los sueños de Mahoma en el Corán, «el sueño en el que viaja más lejos» o en el que se eleva con un caballo. La aventura mística de santa Teresa de Jesús, como el Camino de perfección o Las moradas o Castillo interior, que tienen el punto culminante en la historia de literatura castellana en san Juan de la Cruz y sus cantares alegóricos, que tanto tienen que ver con el Cantar de los cantares en que la esposa (el alma) sale a la busca de su esposo (Cristo) a través de las más encendidas y apasionadas expresiones amorosas, un erotismo divino, que es también una forma de proyección.
Mil ejemplos surgen de las lecturas, se escapan de nuestras bibliotecas o se quedan perdidos en los estantes. Patriotas del vagabundeo de Bashō, infinidad de autores han encontrado el punto culminante de su expresión literaria en el viaje. Quiero citar entre mis favoritos los viajes por Marruecos de Alí Bey, el catalán Domènec Badia, el primer occidental en entrar en la Meca, que fue asesinado por los servicios secretos británicos. O el inglés Richard Burton en el impresionante Historia de un peregrinaje a Medina y a la Meca, por no hablar de otro de los grandes monumentos de la literatura moderna, Los siete pilares de la sabiduría, una mezcla de viaje interior místico, de descripción militar y de aventura realizado por el coronel T. E. Lawrence, popularizado como Lawrence de Arabia.
Entre los grandes viajeros no podemos olvidar a Cervantes, que fue capaz de plasmar el viaje desde el Licenciado vidriera, mi preferida de las novelas ejemplares, hasta el Quijote, que no deja de ser una epopeya, un viaje del alma libre, de la fantasía, de la propia tradición, combinando el sentido del humor, el altruismo y la locura como pocas veces se ha realizado. La novela artúrica, los grandes clásicos de la novela de aventuras del siglo del siglo XIX, los grandes aventureros como Stevenson, Conrad, Salgari, Sue… hasta llegar a Jules Verne, que apenas salió de su estudio a pesar de crear una de las obras más imaginativas de la historia de la humanidad. El gran viaje puede ser microscópico, en un pequeño relato como los de Borges en el Libro de Arena, la América de Kafka, las Almas muertas de Gogol, la excursión de Al faro, de Virginia Woolf hasta la Anábasis clásica.
Hemos hablado de las grandes novelas de aventuras, citado a franceses, rusos y españoles, pero la novela tiene en el viaje otro de sus puntos culminantes, Moby Dick, un auténtico epígono bíblico en que Ismael, el joven narrador describe la obsesión del capitán Ahab a bordo del Pequod, un barco ballenero, en que el capitán persigue una maléfica ballena blanca que le arrancó una pierna. La persecución y la sed de venganza, el clima extenuante, las reflexiones filosóficas y la persecución de la criatura diabólica, en una metáfora en que la blancura del animal contrasta con la devastación de la historia. El crítico y novelista E. M. Forster llegó a definir la novela como una región limitada por dos cadenas montañosas opuestas que no se elevan muy abruptamente —la historia y la poesía— y un tercer lado, ocupado por un mar, un mar que encontraremos cuando lleguemos a Moby Dick.
Podríamos continuar con los espléndidos viajes a Italia de Stendhal, por Guerra y paz de Tolstoi y perdernos sin regresar por todos los rincones donde descubrimos personalmente alguna cosa que nos conmovió. Fui más viajero en mi juventud que ahora cuando atravieso el mundo. Antes me movía en trenes que surgían de estaciones de paso rumbo a ninguna parte. He titulado estas líneas «en la carretera», parafraseando el famoso libro de Kerouac, un revolucionario que transformó la mentalidad de una época y que fue precedente de los hippies, del orientalismo, del encuentro entre los mundos, de los paraísos artificiales de los que fueron pioneros Baudelaire, Rimbaud, Lorrain y los otros… Kerouac dijo que salieron a la carretera a la búsqueda del sexo. Denver, San Francisco, Los Ángeles, Texas hasta llegar a México, donde la fiebre lo devuelve a los Estados Unidos, una fiebre que también conocimos magistralmente en El cielo protector, la gran novela sobre el viaje de Paul Bowles. «Se hace camino al andar» recuerda el verso de Machado. «El movimiento se demuestra andando», rezaba una consigna izquierdista de los años setenta. Yo del viaje conservo un poema de Cavafis, mi alma, mi recuerdo, mi epitafio:
Nada me retuvo
me liberé y fui
hacia placeres que estaban más allá de mi interior
a través de la noche iluminada y bebí vino fuerte como solo los audaces beben del placer.
Me interesa