Jean Genet era un pedazo de cabrón y una buena persona. Juan Goytisolo era un pedazo de cabrón y una buena persona. Jorge Semprún era un pedazo de cabrón y una buena persona. Monique Lange era una pedazo de cabrona y una buena persona. Carole Achache era una pedazo de cabrona y una buena persona.
Todo esto lo dice esta última, interpretada muy admirablemente por Marion Cotillard, en la película con la que Mona Achache, su hija, en evidente proceso de duelo, indaga en la historia de su madre. Pero que Little Girl Blue fije sus cimientos en esas excelencias de la cultura occidental del último siglo no importa demasiado, y esa es buena prueba de que la película no depende apenas del hecho de que sus protagonistas esenciales fueran grandes nombres de la literatura francesa —y española—, más allá de lo escandaloso que puede resultar enterarse de que Monique Lange, poderosa dama de la edición desde su puesto de mando en Gallimard, fue violada de joven en Pamplona por una manada de los años cincuenta, que le pidió a su hija Carole que no contase nada cuando a los doce o trece años Genet abusó de ella, que la propia Carole le pidió a su hija, la realizadora de la cinta, que no contase nada cuando el amante de Juan Goytisolo, un tal Amir, en Marrakech, unas cuantas noches se coló en su dormitorio cuando ella tenía doce años (y Juan Goytisolo la convenció de que mejor no dijera nada y entendiese que era otra cultura y shalalá)… Naturalmente que sean nombres tan gigantescos le presta morbo a todo el asunto, pero tal y como está hecha la película, sin ese plus morboso, el resultado sería igual de conmovedor e impactante.
Mona Achebe opta por hacer una mezcla de documental y psicodrama, pero mide muy bien tanto los tiempos como la intensidad de la interpretación de quien hace de su madre. Partiendo de las memorias de su madre, tituladas Hija de…, decide encerrarse con los cajones llenos de documentos, fotos, grabaciones que ha heredado después de que su madre se suicidase, para tratar de poner en pie, mediante un relato, las razones que la empujaron a borrarse —mediante ahorcamiento. Toma la decisión de mezclar grabaciones familiares, un alud de fotos, la mayoría de ellas de indiscutible fotogenia, documentos escritos (como los muchos rechazos editoriales que cosechó a pesar de ser la hija de Monique Lange y la ahijada de Goytisolo), con partes interpretadas por Cotillard. En una de las escenas iniciales la actriz llega al piso donde la realizadora se ha encerrado a tratar de entender, literalmente anegada de fotos y documentos. Se sientan frente a frente ante una mesa y de unos cajones la realizadora va sacando el jersey de su madre, el bolso de su madre, las botas de su madre, el collar que siempre se ponía su madre. La actriz se quita la ropa y la sustituye por todo lo que la realizadora ha esparcido sobre la mesa. Al acabar de hacerlo, ya es su madre, ya empieza a interpretarla. A partir de entonces sus intervenciones pondrán en pantalla extractos del libro de memorias de Carole Achache. No lo he leído, pero no tardaré en hacerlo porque uno de los méritos de la película es que te sacudan unas ganas insobornables de leer esas memorias.
Carole Achache se crio entre genios de la literatura francesa. Su madre estaba locamente enamorada del perverso mayor de la República: Jean Genet, alguien lo suficientemente peligroso y magistral en el arte de infectar de perversión a los más descuidados, que no era muy sensato dejarle a solas con una niña, cosa que Monique Lange hizo a menudo. Una de las preguntas que sobrevuelan las memorias de Carole Achache es por qué su madre tenía esa tendencia a enamorarse de homosexuales. Naturalmente no se ofrece respuesta. Pero sí que se da a entender que quien hace que comience el infierno en el que va a ingresar la pequeña Carole es el supuestamente subversivo Genet, encantado de ir viralizando toda alma que se cruzase en su camino con la necesidad sanadora de destrucción, la autodestrucción enferma que llevaba dentro, un ímpetu que si bien le daba para lograr páginas estremecidas en sus mejores obras, en la vida real debía ser —de hecho, fue— completamente aniquilador.
Mona Achache va perpretando pues el relato pausado de la vida de su madre, de las relaciones con su abuela y los compañeros sucesivos de esta, el último de los cuales, Juan Goytisolo, le brindará algunos de los momentos más felices de su infancia y también alguno de los más traumáticos e infernales (aunque no en primera persona, por vía de complicidad y protección de su amante Amir, con quien Monique, Carole y Mona compartían casa cuando iban a Marrakesch). De joven, Carole se encuentra con la presunta liberación de Mayo del 68, la puerta dorada de las experiencias psicotrópicas, y el desafío al aburguesamiento mediante la ruptura del orden sentimental y la decisión, acuciada por el afán de ganar su propio sustento, de prostituirse. Después de descender unos peldaños más en su viaje a los infiernos de la autodestrucción minuciosa, decide al fin salvarse: no cabe otra que reconocer que el único modo es crear una rutina, aceptar un modo de vida, protegerse en su propia familia y tratar de hacerlo mejor de lo que lo hizo su famosa madre. Treinta años estuvo con un compañero, el padre de la realizadora, dichosamente vulgar, cuya única queja en la cinta llega casi al final cuando reprocha a la protagonista que hable tanto de sus faros destructivos, Genet, Goytisolo, Semprún, toda la elite del París de los sesenta, y para él no tenga mayor consideración. Dan ganas de decirle al hombre: mejor no figurar en la lista de pedazos de cabrones y buenas personas, amigo. En esa parte de la película se suceden las películas familiares de cumpleaños. Carole pasa de las fiestas de cumpleaños que organiza para sus dos hijos a asistir a las fiestas de cumpleaños que sus hijos organizan para sus nietos. Se diría que eso podría haberle bastado para resistir, para conformarse. Pero qué va.
Carole se entregó a la escritura como terapia de salvación en algún momento. Había oído decir a Margueritte Duras que para librarse de sí misma solo tenía dos caminos, el suicidio o la escritura. Carole probó con esta última antes de ceder al primero. Empezaron entonces los rechazos editoriales, «su historia está mal hilada», «su novela es muy vaga e ineficaz», «lamentamos informarle de que…». Aun así conseguirá publicar alguna novela que no le reportará la menor nombradía y también dos fotolibros, uno sobre flores, muy bonito. Cuando Monique Lange muere, hereda el gran piso en el que vivían todos. No se le ocurre mejor cosa que librarse de él malvendiéndolo para invertir lo cobrado en bolsa: naturalmente, como si la realidad de Carole Achache la estuviera escribiendo un guionista sádico, un Jean Genet de cuarta regional, la bolsa se desploma y pierde todo el dinero. Lo entiende como un signo de que ha llegado la hora en que la escritura no va a poder salvarla. Aun así, compondrá aun el que —hablo de oídas— debe ser más intenso de sus libros: Fille de…, el libro que de alguna manera hace que su hija se proponga llevarla al cine.
Aunque al principio de la película el espectador puede pensar que el truquito retórico que emplea la realizadora está ya bastante gastado —hacer coincidir el proceso de hacer una película con la película misma—, lo cierto es que en esta ocasión se revela como una herramienta precisa y necesaria para darle viveza a lo que se va a contar. Por un lado, una especie de maldición que persigue a una saga de mujeres y a la que realizadora parece querer, con toda razón, conjurar con su película: la abuela, Monique Lange, es violada de joven en Pamplona y calla, la madre, Carole, es violada por Genet a los doce años y Monique Lange le pide que le reste importancia a las travesuras de su amigo y calle, la hija, la propia realizadora, es violada por el amante de Juan Goytisolo en Marrakesh cuando es apenas una adolescente y tanto Goytisolo, como Monique Lange como su propia madre, Carole, le piden que calle. Por otro lado, la convivencia de esos intelectuales comprometidos con las imágenes felices de los cafés parisinos de los años cincuenta y sesenta, y la subversión esperanzada que los estudiantes arrastraron a las calles en el sesenta y ocho, formulando el espejismo de que debajo de los adoquines estaba el mar. Un mar, desde luego, en el que si se ahogaron muchos, ninguno pertenecía a la elite de empedernidos humanistas como los pedazos de cabrones de los que la película habla para dar la razón a George Steiner y su memorable aforismo: lo peor de las humanidades es que no humanizan a nadie.
Se ha hablado bastante estos días acerca del caso Alice Munro, que calló lo que sabía de los abusos padecidos por su hija —de los que hasta el biógrafo de la escritora ha dicho tener noticias y haber preferido no tratar—. Es medio raro que apenas haya trascendido que nuestro premio Cervantes Goytisolo, usara de sus encantos de abuelo para convencer a su nieta, la realizadora de esta película, de que mejor no dijese una palabra a nadie de las visitas que le hacía su amante cuando caía la noche…
El título de la película procede de una canción de Janis Joplin que suena al final, poniendo banda sonora a unas estampas soñadas en las que madre e hija parecen estar en paz abrazadas ante un mar. Supongo que el rumor del mar es sanador porque impide que se escuche el grito unánime de tantos y tantos ahogados.
«Litte girl blue» es una canción compuesta por Rodgers&Hart. Hay una versión de Nina Simone, anterior a la de Janis Joplin y también es el título de una biografía de Karen Carpenter. Tres grandes y «no muy felices cantantes». Por cierto, ¿Jean Genet era peor que Simenon, que creo haber leído que violaba a su hija, que se suicidó, y a su madre, ya demente?
No
Lea las memorias de Simenon o véase la gran entrevista que Pivot le hizo para Apostrophes.
Simenon no se preocupó mucho de AnneMarie, una hija que tenía una esquizofrenia… Ciertamente. Reconoce como Boabdil que pudo hacer más y no lo hizo. Cuenta que tuvo relaciones con más de 10000 mujeres… Ya sería menos. Lo de follarse a si madre demente… no lo creo.
No vi su mensaje hasta ahora. Supongo que no leerá este pero por si acaso. Lo de la madre, según menciona Ignacio Vidal-Folch en esta misma revista hace poco («Simenon el excesivo») lo contaba él mismo en sus memorias. Lo de la hija, ya no estoy seguro, pero dado lo morboso de la relación con su padre, que era un depredador y su posterior suicidio, no es nada improbable. Un saludo.
Acabo de recordar que Simenon era belga. Genet retiene el título.