Viene de «Guía monstruosa del videojuego en PlayStation One (5)»
1999- Riqueza mental
El noventa y nueve fue un año complicado para la humanidad. Por una parte, el mundo estaba a punto de enfrentarse al inminente apocalipsis provocado por el Efecto 2000, aquel fatídico bug informático que sumió a la humanidad en una terrible prehistoria tecnológica comparable al desenlace de 2013: rescate en L.A. Por otro lado, los usuarios de PlayStation experimentaron por primera vez sensaciones tan complejas como la incertidumbre y el desasosiego.
Y todo porque 1999 fue el año elegido por Sony para revelar, en una lujosa sala de conciertos de Tokio y ante mil quinientas personalidades selectas, la futura PlayStation 2 destinada a suceder a la muy exitosa consola original. Una nueva máquina cuyo desarrollo Sony llevaba meses negando mientras se aguantaba la risa, a pesar de que Ken Kutaragi, el papá de la primera Play, había estado trabajando en ella desde el noventa y seis. En el mundo del videojuego, cada salto generacional entre sistemas siempre supone algo de drama y muchos sentimientos encarados. Porque, tras el anuncio de una nueva consola, los usuarios del cacharro que se aproxima a la jubilación son conscientes de que lo que van a recibir de ahí en adelante serán las últimas salvas de títulos importantes. Y también de que en unos meses les tocará invertir en renovar el hardware si tienen interés por seguir catando novedades. Al mismo tiempo, los últimos videojuegos potentes de cada máquina en el ocaso de su vida útil suelen conllevar muchas alegrías. A esas alturas los desarrolladores ya han aprendido a exprimir la consola con bastante maña, y sacan productos con un empaque que convierte a los primeros títulos del catálogo en fósiles de épocas jurásicas.
Pese a tener su muerte anunciada, la PlayStation no se adormiló en ventas y desde Sony continuaron avivando su popularidad con campañas arriesgadas y fabulosas. Un marketing que no se desviaba de la ruta marcada hasta entonces: llamar la atención de los adolescentes y la gente adulta con anuncios que dejasen con el culo roto. Promociones atrevidas que indirectamente convertían los productos de la competencia en juguetes para infantes. Si en el mundo de la publicidad el noventa y ocho fue el año de «Double life», el noventa y nueve se convirtió en la temporada de «Riqueza mental», un spot televisivo recordado por todo aquel chaval de la época que hubiese prestado atención a la caja tonta. Y es que en Sony estuvieron finísimos: le encargaron la realización de un anuncio de PlayStation a Chris Cunningham, el director de videoclips tan fascinantes como el pesadillesco «Come to daddy» de Aphex Twin, el erótico-robótico «All is full of love» de Björk, o aquel «Afrika shox» de Leftfield y Africa Bambaata protagonizado por un vagabundo de porcelana quebradiza. Y Cunningham parió esto de aquí:
La apuesta fue un éxito, y aquella inquietante zagala alien se instaló en el subconsciente colectivo de los jugadores hasta nuestros días. Hace unos meses, en los callejones de Reddit, alguien subió a internet el clip de Cunningham y otro usuario replicó «Los anuncios de entonces eran terroríficos… los adoro». Sony continuaría apostando fuerte por ese tipo de publicidad también en sus dos consolas posteriores. Y a la altura de PlayStation 2 los muy cabrones ya eran capaces de contratar al mismísimo David Lynch para firmar unas promos televisivas tan locas y fascinantes como esto que os enlazo aquí mismo. Las desarrolladoras de videojuegos externas tomaron nota de lo efectivas que eran aquellas maniobras publicitarias temerarias, y se dedicaron a anunciar de un modo algo más brutote cosas tan inofensivas como el Tetris o el Pong.
Al margen de las campañas molonas, el noventa y nueve de PlayStation en España fue un año importantísimo por la aparición de un juego que pasaría a la historia: Metal gear solid. Y la mayoría ya sabéis de qué va esto. El disco que se presentaba como tactical espionage action. La tercera parte de una saga cuyos dos anteriores títulos habían sido lanzados para el ordenador MSX2, con el primero de ellos sufriendo un port chusco a la NES entremedias. O la franquicia de juegos que casi inventó (no fueron los pioneros, pero sí los mejores) el sigilo en los videojuegos, esa mecánica basada en jugar al escondite con el enemigo en lugar de presentarse partiendo la pana. Metal gear solid en realidad había sido lanzado en septiembre de 1998 en Japón y un mes más tarde en Norteamérica, pero por estos lares no lo cataríamos hasta la primera semana de mayo del noventa y nueve. Porque el proceso de localización y doblaje al castellano (donde el mítico Alfonso Vallés interpretó a Solid Snake) se alargó más de lo esperado, desesperando un poquito a las gentes: en las páginas de la Hobby consolas n° 92, publicada a finales de abril, algún redactor se ciscó sutilmente en la productora del juego, Konami, por los continuos retrasos del estreno en España.
Metal gear solid conllevó un brinco descomunal en muchos sentidos. En lo técnico, la serie se trasladó al mundo poligonal con orgullo: el «solid» del título era un guiño tanto al nombre del héroe, Solid Snake, como a aquella nueva dimensión 3D más sólida. En lo artístico, era estupendo, ofreciendo gráficos muy lustrosos para lo que podía dar de sí la PlayStation. Y en su diseño no solo elevó el nivel respecto a los dos predecesores, sino también la percepción general del videojuego como medio. La culpa la tenía su rompedora naturaleza de producto con un muy marcado sello de autor. Porque Metal gear solid fue la obra que supuso para muchos el descubrimiento de Hideo Kojima.
Kojima fue la cabecita que maquinó los Metal gear de MSX. Alguien que destacaba por rellenar sus producciones con todo tipo de idas de olla creativas e inesperadas, locuras que daban bastante vidilla a los juegos, o lo que de aquí en adelante vamos a llamar cortésmente como «kojimadas». Metal gear solid se ubicó en una versión alternativa de nuestra historia, donde la Guerra fría se había extendido hasta la década de los noventa. El jugador asumía el papel de un agente muy ducho en eso de la infiltración, Solid Snake, con la misión inicial de colarse en una base nuclear enemiga. Para lograrlo, era necesario prestar atención al radar que alertaba de patrullas hostiles, deslizarse a hurtadillas entre el mobiliario y los enseres de las instalaciones, utilizar cajas de cartón como avanzado medio de camuflaje, distraer a los soldados enemigos con ruiditos o eliminándolos/noqueándolos con discreción. De tanto en tanto, también era posible, pero poco recomendable, liarse a tiros yendo a lo loco para experimentar con el equipo militar.
Solo con eso el juego ya era bueno de por sí, pero lo brillante de Metal gear solid es que estaba repleto de kojimadas. Entre ellas, destacaba la figura de Psycho Mantis, un villano con pinta de haberse escapado de algún congreso de BDSM que flotaba a varios centímetros sobre el suelo, fardaba de leer la mente del usuario utilizando la jugarreta de revisar la partidas salvadas en la tarjeta de memoria y comentar los juegos de Konami que encontraba, simulaba apagones en la televisión para complicar la pelea, o demostraba poderes telequinéticos moviendo el mando de la consola a distancia (gracias a la vibración del Dual shock) tras demandar al jugador que colocase dicho pad en el suelo de su habitación. Hasta el modo de vencerlo era una chaladura: para esquivar los poderes mentales de Psycho Mantis era necesario desorientarlo utilizando la extraña treta de desenchufar el mando del puerto habitual del jugador 1 para conectarlo al puerto del jugador 2.
Además del antagonista amigo del látex, Metal gear solid contenía muchas otras kojimadas a celebrar: un ninja cibernético con katana capaz de hacerse invisible a lo Predator; una escena de tortura que pretendía dejar tonta la mano del usuario al demandarle pulsar frenéticamente un botón; conversaciones de todo tipo vía CODEC (el sistema de comunicación del héroe con su equipo); una simpática fuga de una celda que podía ejecutarse de tres maneras posibles; un número de frecuencia radiofónica (necesario para avanzar la trama) que solo estaba impreso en la parte posterior de la caja física del propio juego, en nuestro mundo real; la posibilidad de fumar para revelar rayos láser ocultos a cambio de perder vida por culpa de la nicotina; mucha cháchara épica sobre la vida, la muerte y la guerra; o toneladas de huevos de pascua escondidos por todos lados.
Hideo Kojima había creado un juego con mucha personalidad propia, una verdadera obra de autor, que además de poseer todas aquellas ocurrencias llamativas también fue desarrollado mimando mucho lo técnico, mediante una producción meticulosa en todos los sentidos. Y basta con ver cosas como este fabuloso clip, donde Kojima trastea con una webcam y una maqueta del primer nivel del juego construida con piezas de LEGO, para comprobar que en la cabeza del hombre estaban medidos hasta los encuadres de la cámara. Metal gear solid era ambicioso y peliculero, pero también muy capaz de cumplir con las expectativas ofreciendo un entretenimiento sorprendente. Hoy en día, solo los insensatos se atreven a retorcer el morro tras escuchar que el juego de Solid Snake para PlayStation ha sido esencial para el mundo de los videojuegos.
Unos pocos meses después del lanzamiento de Metal gear solid en Europa, Konami se animó a traernos también Metal gear solid: Special missions. Una curiosa expansión para el original que incluía trescientas nuevas misiones de «realidad virtual», el entorno donde tenían lugar los niveles de entrenamiento en el primer Metal gear solid, y algunos extras en forma de vídeos o la posibilidad de hacer fotos a las chavalas del juego porque los japoneses tienen un fetiche muy raro con eso del rollito voyeur. Las versiones europeas de dicho pack de misiones eran algo especialitas y requerían de una copia del primer juego para funcionar (porque era necesario hacer un cambio entre los discos para cargar en memoria el idioma), y por culpa de ello las consolas PlayStation 2 y PlayStation 3 pese a ser retrocompatibles con Psx no pueden ejecutarlo. Así que si uno solo tiene a mano esos dos sistemas y una copia de MGS: Special missions lo que posee en realidad son dos consolas y un estupendo posavasos. Desde la experiencia empírica os lo digo.
Aunque no lo parezca, en el catálogo español de 1999 para Psone hubo también vidilla más allá de las cajas de cartón y los cotillas telepáticos. Para empezar, recibimos un montón de entradas comandadas por viejos conocidos. Lara Croft regresó con Tomb raider IV: The last revelation, una aventura que a pesar de desembocar en la supuesta muerte de la heroína, y de llevar la palabra «last» en su título, no sería la última aparición de la chica en la gris. Fue un juego apañado y exitoso, colocó cinco millones de copias, pero tanta entrega anual non-stop de Tomb raider ya había degenerado en fatiga para unos críticos que lo definieron como un buen divertimento, pero más de lo mismo. Spyro 2: En busca de los talismanes, en cambio, superaba a la entrega previa, que ya era notable de entrada, seguía teniendo a Stewart Copeland (ex- The Police) a cargo de la estupenda banda sonora e incluyó un nuevo fichaje estrella para doblar al dragonzuelo protagonista: Tom Kenny, ese caballero que lleva media vida interpretando a Bob Esponja en la tele y en el cine. Croc 2 seguía teniendo el suficiente carisma como para resultar popular pese a ser un producto mediocre con una dificultad elevada.
Gex 3: Deep cover Gecko cerró la trilogía del reptil homónimo con un plataformas 3D repleto de chascarillos donde la criatura visitaba diferentes canales de televisión para corretear entre parodias y tropos de cosas como Jason y los argonautas, Sherlock Holmes, el western, el género piratesco o el cine de superhéroes. Gex 3 era un juego eficiente, que no brillante, construido sobre un motor sorprendentemente potente para las capacidades de PlayStation, y con el reclamo de haber fichado a una actriz humana famosa en tres calles como interés romántico del bicho: Marliece Andrada, una chica Playboy que había entrado a formar parte del reparto de Los vigilantes de la playa más por sus medidas volumétricas que por sus capacidades interpretativas. La amable saga de simuladores de asesinatos y delitos varios conocida como Grand theft auto sumó durante esta temporada dos nuevas entregas: Grand theft auto: London 1969, una expansión del primer GTA que reubicaba la acción en el Londres sesentero, y Grand theft auto 2, una secuela oficial ambientada en una urbe retrofuturista durante una fecha incierta. Lo gracioso es que ese GTA 2 era tan similar al primer Grand theft auto como para parecer también un pack de misiones que se había venido bastante arriba. Ambos juegos mantenían la perspectiva aérea y los peatones liliputienses porque el 3D no llegaría a la franquicia hasta la era de PlayStation 2.
Otro de los juegos potentes del año en Psx fue la cuarta entrega de una franquicia que pese a ser joven ya se había convertido en clásica. El primer Ridge racer era muy divertido, pero estaba limitado en su escala por su propia naturaleza de arcade inmediato exportado de salas recreativas. Las dos entregas posteriores (Ridge racer revolution y Rage racer) mantenían el tipo en lo jugable, pero ofrecían tan pocas novedades como para dejar a medias a los fans de los derrapes locos, gente que esperaban una verdadera secuela en condiciones.
Afortunadamente, en Namco se espabilaron y lograron redimir sus racanerías previas lanzando R4: Ridge racer type 4. Un nuevo episodio que lo hacía todo bien: graficazos bendecidos con la técnica de sombreado Gouraud y moviéndose a una buena velocidad; una presentación exquisita con menús de regusto moderno y elegante; un vídeo de introducción CGI protagonizado por la modelo virtual Reiko Nagase; una banda sonora que abandonaba las raves de los anteriores Ridge racers para adoptar un nuevo estilo fabulosamente chill, inspirado en el acid jazz, el house progresivo o el neo soul; y un garaje de trescientos veintiún coches a desbloquear, entre los que se encontraba un vehículo secreto en forma de Pac-man motorizado.
Lo mejor es que todo eso llegó envuelto en un modo historia que ofrecía varias campañas según la escudería elegida, con tramas diferenciadas y un simpático sentido del humor aderezando algunas de ellas. R4: Ridge racer type 4 no solo fue una experiencia agradable de conducción a toda leche arropada por temazos magnéticos, sino que también supuso la versión más pulida y disfrutable de la saga. Una joya.
Um jammer Lammy brotó como un spin-off del brillante PaRappa the rapper, proponiendo un nuevo juego de ritmo protagonizado por una cordera rockera, Lammy, que pretendía triunfar con su banda. Um jammer Lammy fue diseñado por los culpables del original (el músico Masaya Matsuura y el dibujante Rodney Alan), tenía lugar en el mismo universo de animales planos al estilo folio, sustituía las secuencias de rap por actuaciones guitarreras, poseía nuevos modos de juego bastante divertidos, e incluso añadía una historia desbloqueable protagonizada por el perrete rapero. Se llevó buenas críticas, pero a día de hoy está bastante olvidado porque PaRappa the rapper era más loco y caló más fuerte. De Hugo 2, un producto protagonizado por aquel troll que descubrimos en el Telecupón junto a Carmen Sevilla, preferimos no acordarnos a propósito porque eso es lo mejor que se puede hacer ante ese refrito de minijuegos televisivos pobretones. Kurushi final presentó nuevos rompecabezas y modos de juego para quienes se hubiesen quedado con hambre tras Kurushi. Bust-a-move 4, Worms armageddon y Bomberman jugaron a lo seguro replicando sus esquemas previos: el puzle de dragones ensamblando burbujas multicolor, las batallas por turnos entre gusanos guerrilleros, y los dinamiteros cabezones. Chesmaster II ofreció una nueva alternativa para aquellos ajedrecistas sin amigos que no le hacían ascos a competir contra una tele de tubo. Y tanto Civilization II como Populous: The beginning animaron las jornadas de quienes gustaban de jugar a ser dios en su tiempo libre.
Final fantasy VIII comenzó a cocinarse en 1997, mientras la séptima entrega aún estaba siendo localizada al inglés por un equipo de japoneses con un diccionario sin actualizar, y al español por un mono borracho con una máquina de escribir. Al mando de la dirección de este nuevo capítulo se colocó Yoshinori Kitase (Final fantasy VI, Chrono trigger o Final fantasy VII), Shinji Hashimoto (Front mission, Final fantasy VII, Kingdom hearts) asumió el puesto de productor, y Hironobu Sakaguchi (creador de la saga) lo contempló todo desde la distancia porque estaba demasiado liado intentando sacar adelante el film Final fantasy: La fuerza interior. O el proyecto que supondría la primera (y última) gran experiencia de Sakaguchi como director de cine.
En su momento, aquella Final fantasy: La fuerza interior parecía ser capaz de convertirse en un behemoth transmedia. Porque no solo era la adaptación a la gran pantalla de una franquicia mítica de los JRPG, sino que también iba a suponer tanto el primer largometraje compuesto en su totalidad por gráficos CGI fotorrealistas, como la película basada en un videojuego más cara de la historia del cine. Pero el estreno en salas (algo que ocurriría en el futuro 2001) dinamitó todas las ilusiones de Sakaguchi: los fans de los juegos no vieron nada remotamente similar a aquellos JRPG en la cinta, y el resto del mundo la ignoró totalmente, relegándola a habitar en el recuerdo como ese tremendo batacazo en taquilla que tenía en su reparto a un clon computer generated de Ben Affleck.
Mientras Sakaguchi jugaba a ser Spielbergo, en Square optaron por reaprovechar la tecnología de personajes 3D y fondos prerenderizados utilizada en Final fantasy VII para crear el nuevo episodio. Y eso les permitió facturar el juego con más prestanza, beneficiándose de paso de la repentina popularidad del género del rolazo oriental tras las peripecias de Cloud Strife y su espadón. Final fantasy VIII decidió dotar de frescura a la serie alejándose del carácter mágico-medieval de entregas pasadas, abrazando más fuerte el rollito de sci-fi futurista y presentando, por primera vez, a personajes con aspecto y proporciones realistas en lugar de continuar con el muy japonés estilo super deformed que había caracterizado a la saga. La dirección artística se inspiró en la arquitectura europea para edificar el mundo del juego y las mecánicas añadieron un puñado de novedades entre las que se encontraba una reinvención del sistema de magias, permitiendo enlazarlas a los atributos. La trama se centró en las hazañas de un joven mercenario, Squall Leonhart, y sus amigos. Una pandilla enfrentada a una bruja, Edea Kramer, que (Spoiler gordo a la vista) en realidad no era la antagonista principal sino la marioneta de otra hechicera zumbada, Artemisa, que tenía el poder de comprimir el tiempo.
Final fantasy VIII supuso una superproducción de treinta millones de dólares (de los de los noventa, que equivaldrían a más de cincuenta kilos actualmente) para gestionar a un equipo de ciento ochenta personas. Cuatro cedés en cuyo interior se alojaban cinemáticas espectaculares, una balada pop fabricada a medida («Eyes on me» de Faye Wong), un argumento enrevesado y pretendidamente adulto con diferentes personajes jugables a lo largo de distintas épocas, diversiones secundarias entre las que se encontraban un juego de cartas coleccionables, y muchas horas de aventura por delante. La publicidad en su momento utilizó la extensa duración del juego como principal atractivo promocional, con anuncios televisivos que rezaban «Llegarás al final… algún día».
La crítica recibió los discos con gozo y regocijo, pero entre el público Final fantasy VIII dividió a los jugadores. Había quienes estaban encantados con el nuevo rumbo de la serie, mientras que otros consideraban que el estilo general del Final fantasy VII resultaba mucho más atractivo. En las tiendas tampoco lo notaron mucho, la épica de Kitase facturó una burrada de copias, recaudando ciento cincuenta millones de dólares en el primer día de lanzamiento en Japón, y encaramándose tras su vida comercial a la cuarta posición entre los títulos más vendidos de Psx.
En España, el juego además fue famoso por un evento bastante lamentable avivado por el estupendísimo cuerpo de policía y esa raza de infraseres conocida como periodistas: en Murcia, un chico mató a sus padres y a su hermana con una katana el uno de abril del año 2000. Cuando la policía registró la casa del asesino se encontró con una copia del Final fantasy VIII entre las toneladas de cosas que cualquier chaval guardaría en su habitación. Y en un ejercicio de deducción fabuloso, los agentes de la ley asumieron que el chaval se identificaba con Squall Leonheart porque ambos compartían el mismo corte de pelo. Concretamente, el estilismo capilar de moda entre toda la chavalada de finales de los noventa y primeros dos mil. La prensa agarró aquel dato e interpretó que los videojuegos eran productos maléficos capaces de producir psicópatas como churros. Repitiendo con ello la clásica demonización de un nuevo medio popular que ni siquiera se han molestado en comprender. Algo que, fíjate, ya había ocurrido antes con cosas como el jazz, los cómics, los juegos de rol de mesa, el cine o el rock & roll. En el caso del parricida/fratricida murciano el asunto se desmadró en exceso, provocando titulares que daban bastante vergüencita ajena, amarillismo a paladas y uno de los momentos más epatantes ocurridos en la televisión patria: Matías Prats en el telediario pronunciando la frase «Según las primeras confesiones del asesino, actuó siguiendo las instrucciones de un videojuego japonés llamado Fantasía fáinal ocho».
La odisea de Squall no fue la única oportunidad que nos ofreció 1999 para recorrer los mundos de Final fantasy. El problema es que el otro videojuego ubicado en aquel universo resultó algo anodino, y muy inesperado hasta para los propios currantes de Square que se encargaron de programarlo. Chocobo racing se anunció como un lanzamiento para el mes de septiembre, pero acabó llegando a las consolas japonesas en marzo, cuando sus desarrolladores se dieron cuenta de que lo tenían finiquitado antes de tiempo porque la cosa no daba para meterle mucha más miga. Y ojeándolo es evidente el por qué: se trataba de un clon de Super Mario kart formulaico, donde la única novedad exótica era que las carreras estaban protagonizadas por la fauna cuqui oficial de Final fantasy. Y aunque parecía poco más que un spin-off sacacuartos puntual, lo cierto es que las competiciones entre chocobos siguen vivas hoy en día.
Kagero: Deception 2 realizó un quiebro majo con respecto a su primera parte: se alejó de la perspectiva subjetiva para pasarse a la vista en tercera persona y puso todo el énfasis en invitar al jugador a fabricar trampas para torturar enemigos, artefactos con los que era posible realizar combos y convertir el juego en un simulador de máquinas de Rube Goldberg ideadas para causar dolor y desgracia. G-police: Weapons of justice fue continuista con el estilo de G-police, pero añadió nuevos vehículos, un control un poquito menos engorroso y una solución creativa para mitigar la escasísima distancia de dibujado de polígonos: siluetear con líneas verdosas las estructuras del entorno que el procesador de la Play no podía texturizar hasta que estaban demasiado cerca. Era un remiendo apurado para evitar el pop-up repentino, que era espantoso en el primer juego, pero menos es nada. V-Rally 2: Championship edition superó con éxito su segunda vuelta repitiendo la fórmula de combinar simulador y arcade en sus derrapes. Point blank 2 fue una estupenda segunda parte, una nueva galería de tiro para la pistola G-con de Namco, cargada con setenta juegos de puntería, una campaña single player en forma de aventura con retos en un parque de atracciones, y varios eventos multijugador entre los que destacaba un modo con toques de estrategia.
Fighting force 2 trató de hacer algo distinto a su predecesor (que para empezar tampoco era ninguna maravilla) y se alejó del Yo-contra-el-barrio a lo Final fight para trepar al carro de lo que estaba de moda: una aventura tridimensional con puzzles y cámara al estilo Tomb raider junto a una trama de espionaje que olía a Metal gear solid de rebajas. Salió tan pocho como para enterrar los planes de futuro de la saga. Duke Nukem: Time to kill también trató de reinventarse persiguiendo las tendencias. Abandonó el estilo FPS que hizo famoso al Duke y se pasó a una aventura con viajes en el tiempo en tercera persona, porque un enfoque LaraCroftiano parecía que combinaba mejor con la PsOne. De hecho, hasta el propio equipo de desarrollo se refería al juego en privado como Duke raider. Los críticos lo recibieron bien, pero lo cierto es que no dejaba poso en la memoria más allá de la imagen de Duke Nukem vistiendo sombrero de cowboy, faldita escocesa o toga romana. Bloody roar 2 celebró más combates uno contra uno entre luchadores con la capacidad de transformarse en bichos de diferente calaña: lobo, leopardo, tigre, león, murciélago, conejo, escarabajo, camaleón, gato e incluso topo, esa criatura tan famosa por sus ganas de camorra. Y Capcom reivindicó el puñetazo bidimensional utilizando los nudillos de Ryu para reordenar dientes ajenos en Marvel super heroes vs Street fighter y Street fighter alpha 3.
El retorno más sorprendente fue el de Crash bandicoot. La mascota de Naughty dog le había dado carpetazo a sus aventuras plataformeras encarando al Doctor Neo Cortex con Crash bandicoot 3 (1998), pero se presentó en el noventa y nueve cabalgando algo completamente distinto: Crash team racing, un juego de carreras de karts. O el subgénero más delirante y omnipresente del ecosistema videolúdico, aquel del que tuvo toda la culpa Nintendo cuando Mario y sus colegas del Reino champiñón comenzaron a quemar ruedas: tras la aparición de Super Mario kart en 1992, los juegos de coches pequeños pilotados por jetas famosas comenzaron a brotar como setas a una velocidad que ninguna mente sana se hubiera imaginado de antemano. Y en la actualidad, rara es la franquicia que no ha optado por sentar el culo de sus criaturas en ese tipo de cochecillos. Hemos recibido (y sufrido) juegos de karts basados en Toy story, las pelis de Dreamworks, Los Pitufos, South park, el reparto animado de Nickelodeon, Pac-Man, los putísimos snacks M&Ms, Star wars, Garfield, Padre de familia y American dad, LittleBigPlanet, la tropa de personajes de Sega, Angry birds, Hello Kitty, las mascotas de programas informáticos open source, Cartoon network, Digimon, La patrulla canina, los Looney tunes, Madagascar, los personajes de Konami, Shrek, los Muppets y sabe dios cuántas propiedades intelectuales más. El concepto base de todos ellos es similar: pistas disparatadas repletas de ítems para putear al contrario, atajos ocultos y elementos más o menos ingeniosos basados en la marca representada.
El problema es que de esta ristra infinita de imitadores casi ninguno parecía ser capaz de llegar a la altura de los Mario karts que lo iniciaron todo. Y ese «casi» es porque existían excepciones como Diddy Kong racing en Nintendo 64, las dos entregas multiplataforma de Sonic & Sega all-stars y, sobre todo, Crash team racing. Un juego que Naughty dog había comenzado a desarrollar de manera paralela a Crash bandicoot 3, con un equipo de dieciocho personas y dos millones y medio de dólares como presupuesto. Los desarrolladores estudiaron con una lupa el diseño de programas como Diddy Kong racing, llegando a construir una réplica de uno de sus circuitos de manera interna para ver cómo se movía el asunto en PlayStation, y se dedicaron a destilar las cosas que hacían divertidos a los mejores juegos del género. Y acabaron alumbrando una competición de karts capaz de plantarle cara a Nintendo. Un videojuego rápido, bonito, depurado, divertido y muy satisfactorio de dominar, donde aprender a encadenar los derrapes y los turbos sin parar durante cada vuelta resultaba tremendamente gratificante. Como reto era además bastante justo, porque el usuario siempre tenía bien claro que las victorias y las derrotas dependían exclusivamente de su maña al volante y no del azar. Gracias a todo lo anterior, Crash team racing suponía el mejor Mario kart que no era un Mario kart.
R-Type delta nació como consecuencia de los celos. En la desarrolladora Irem envidiaban lo que había logrado Taito con Raystorm en PlayStation al reimaginar el matamarcianos clásico añadiéndole un rebozado poligonal. Y decidieron intentar hacer algo similar con la clásica saga R-Type, que ya vestía prestigio desde la época de las máquinas arcade. Dirigido por Hiroya Kita, diseñado por Kiochi Kita y con Takayasu Itou a la cabeza de la programación, R-Type delta supuso una cabalgata de dolores de cabeza para un equipo carente de experiencia con las tres dimensiones (según ellos mismos confesaban), pero el producto final salió tan redondo como para que en la revista Electronic gaming monthly se atrevieran a etiquetarlo como el mejor ejemplar de la familia R-Type. Junto a él, hubo otras estirpes clásicas que reaparecieron con mayor o menor fortuna: Centipede fue una sosilla actualización poligonal del videojuego de los ochenta; Rampage 2: Universal tour era un bah en el mejor de los casos; Disney’s magical Tetris y The next Tetris incorporaron el séquito de colegas de Mickey Mouse y unos nuevos modos de juego al clásico juntabloques de Alekséi Pázhitnov; Space invaders tenía gráficos tridimensionales, pero apestaba a naftalina por culpa de reutilizar el anticuadísimo esquema jugable del matamarcianos seminal de las maquinitas; y Pong: The next level trató de actualizar el clásico juego de las raquetas con minijuegos variados y una idea muy simpática: dotar de personalidad y animaciones graciosas a las palas. Lo malo es que daba para poco más que matar un par de tardes ociosas.
Legacy of Kain: Soul reaver constituyó otra bonita sorpresa. Nació como secuela del título de culto Legacy of Kain: Blood omen de Silicon knights, aunque en este caso del desarrollo se encargaron los chicos de Crystal dynamics, creadores de Gex, y el estilo de juego se distanció muchísimo del de su antecesor. Soul reaver adoptaba la forma de una aventura tridimensional rellena de combates, puzles y plataformeo, pero sabía distinguirse del resto de videojuegos con similares ingredientes gracias a una robusta personalidad propia. La historia se ubicaba 1500 años después de lo narrado en Blood omen, centrándose en el vampiro Raziel, un antiguo teniente a las órdenes de Kain (el antihéroe del primer juego) que resucitaba tras haber sido asesinado por aquel y decidía entregarse al noble, y muy respetable, arte de la venganza.
La trama, que perseguía los devenires de Raziel cazando a sus hermanos vampiro (Melchiah, Zephon, Rahab y Dumah) y enfrentándose a su ex-jefe (Kain), se construyó pescando inspiración de dentaduras tan variadas como las de Entrevista con el vampiro, Nosferatu, Vampire hunter D, Blade o el Drácula de Francis Ford Coppola. Pero también bebía del arte islámico, de Hayao Miyazaki, del poema El paraíso perdido de John Milton y, sobre todo, de la familia de videojuegos The legend of Zelda. De hecho, la propia directora de todo el proyecto, Amy Hennig, reconocía que con la evolución de Blood omen a Soul reaver pretendían replicar lo que supuso para aventuras de Link pegar el salto del The legend of Zelda: A link to the past de Super Nintendo, al The legend of Zelda: Ocarina of time de Nintendo 64. De ambición no iban escasos, pero lo bonito es que de talento tampoco porque Legacy of Kain: Soul reaver les salió bien hermosote.
En Crystal dynamics agarraron el motor de su tercer Gex y lo afinaron para construir un universo siniestro encantador, que poseía un par de virtudes técnicas muy llamativas para una consola que ya renqueaba bastante: la ausencia de tiempos de carga (aunque en realidad estaban camuflados hábilmente tras las animaciones con las que Raziel abría puertas para acceder a nuevas estancias), y un entorno cuya topografía se metaformoseaba en directo cuando el personaje transitaba entre los dos mundos paralelos existentes, el real y el espectral. Kurt Harland, vocalista de Information society y amigo de orquestar videojuegos, se ocupó de componer la banda sonora.
En lo jugable, Raziel avanzaba adquiriendo poderes, absorbiendo almas ajenas, explorando los recovecos de los dos planos de existencia y, en general, sintiéndose como un crossover entre Tomb Raider y los terrenos Zeldescos al que le hubiera dado un buen ramalazo gótico. Lo curioso es que aunque el título salió muy redondo, en un principio apuntaba a tener incluso más contenido: una disputa legal entre Silicon knights y Crystal dynamics por los derechos sobre el lore de Kain obligó a recortar muchos elementos del guion original, algo que explica el cliffhanger en el que desembocaba la historia. La empresa Eidos interactive, los padrinos de Tomb raider, se encargó de la distribución y, al intuir que tenían un melocotonazo entre las manos, invirtió una pasta demencial (cuatro millones de dólares) en la promoción del juego, regalando discos con la demo en el E3, produciendo campañas en prensa y spots televisivos, e incluso asociándose con Top cow para lanzar un pequeño cómic a modo de precuela que se puede ojear aquí.
Formula one 99, Monaco grand prix racing simulation 2 y F1 World grand prix: 1999 season configuraban la parrilla oficial de simuladores de Fórmula 1, un género que seguía siendo bastante popular entre los usuarios de PsOne. Max power racing contenía carreras arcade en una decena de pistas y al volante de los coches oficiales de fabricantes como Toyota, Renault, Marcos o Mitsubishi. Need for speed: Road challenge, el cuarto título de la serie Need for speed en la gris, permitía subirse a carros guapos entre los que figuraban el Porsche 911, el Chevrolet Camaro Z28, el Aston Martin DB7, el Ferrari F50, el McLaren F1 GTR, o el Lamborghini Diablo. E incluía como novedad la posibilidad de ponerse en la piel de la policía, para dar caza a aquellos opulentos participantes de carreras ilegales. Supercross 2000 y Championship motocross featuring Ricky Carmichael eran dos opciones interesantes para quienes gustaba de pegar botes sobre dos ruedas en circuitos de píxeles embarrados.
Rollcage presumió de ofrecer algo distinto a los demás: un sistema de físicas que permitía a sus vehículos circular por paredes y techos. Piruetas locas que se presentaron acompañadas de una banda sonora electrónica donde figuraban un par de temas de Fatboy Slim. Tank racer era mucho menos ágil y bastante más mediocre. Invitaba a participar en la probablemente ficticia WTRC (o World tank racing championship), una competición de carreras de tanques, e incluía minijuegos añejos en forma de versiones Hacendado de Pong o Asteroids. Lego racers y Hot wheels turbo racing fueron dos licencias de juguetes populares que se dedicaron a rodar por el asfalto digital. El primero de ellos permitía construir los bólidos al gusto con piezas de Lego, y el segundo ejecutar cabriolas con los cochecillos para acumular turbos. Re-Volt tenía coches teledirigidos y Radikal bikers a repartidores de pizza con prisas zigzagueando entre el tráfico urbano. Speed freaks fue otro clon más del estilo Super Mario kart, pero al menos estaba bien afinado. Su detalle más gracioso era la ocurrencia que tuvieron los programadores para no complicarse la vida modelando karts: los personajes del juego recorrían los trazados amarrados a un volante y con cuatro ruedas a su alrededor, pilotando carrocerías invisibles porque patata. El muy divertido y recomendable Sled storm se centró en las carreras entre motos de nieve al ritmo del «Dragula (Hot rod Herman remix)» de Rob Zombie o del «Sparkle and shine» de Econoline crush.
Pitbull syndicate fue una modesta desarrolladora de videojuegos fundada en el noreste de Inglaterra y compuesta por gente que había trabajado en las carreras chatarreras de los Destruction derby. Y como la cabra enfoca al monte, tras programar un par de capítulos de la serie Test drive, en Pitbull syndicate acabaron haciendo lo que todo el mundo esperaba de ellos: una secuela espiritual de los Destruction derby. Un clon tan descarado como para no intentar disimular ni siquiera con el nombre y nacer bautizado como Demolition racer. La propuesta fusilaba las ideas principales de aquellos juegos en los que se inspiraba, carreras de velocidad en las que era posible destrozar a los oponentes a hostias, junto a eventos en un entorno cerrado, circular y circense, donde todos los participantes se embestían entre sí hasta que solo quedaba un coche entero. Visualmente, tenía el problema de ser más feo que un pie de Hobbit, con unas texturas espantosas y un efecto de humo tan zarrapastroso como para considerarlo legalmente punible. Pero si uno era capaz de ignorar estos detalles se podía encontrar con un producto ágil y divertido. El vídeo con el que arrancaba el juego al ser introducido en la consola, por cierto, fueron los cincuenta y cuatro segundos de intro más molones de todo el catálogo de conducción de la Play. Enjoy driving and enjoy driving.
Driver, un título desarrollado por la casa Reflections responsable de los primeros Destruction derby, fue famoso por contener una cosa muy horrible y otra muy buena. La primera era su desesperante tutorial inicial, una tortura (inspirada en la película Driver: El desafío de 1978) que obligaba a realizar varias maniobras complejas al volante en un parking estrechísimo, sin estrellar el vehículo y en un tiempo absurdamente escaso. O la que ha pasado a ser una de las ocurrencias más infames del mundo del videojuego: cabrear muchísimo al usuario antes siquiera de que se sumerja en la partida de verdad, si es que llegaba a hacerlo y no se comía el mando previamente.
Para compensar, la cosa buena que tenía Driver era el resto del juego. Porque, una vez superado el tutorial de los cojones, lo que planteaba era algo no muy habitual por entonces: ejercer de conductor al margen de la ley cumpliendo encargos para mafiosos o delincuentes, circulando con libertad por las ciudades, y huyendo de unas patrullas policiales especialmente agresivas. Y si todo esto al lector no se le antoja especialmente novedoso, habría que recordar que los Grand theft auto de aquella época aún vestían arcaicos sprites en 2D, y que todavía quedaban un par de años para que Grand theft auto III convirtiera ese estilo de juego en moda. Pilotar a lo kamikaze un vehículo en una ciudad tridimensional tenía mucho de revolucionario por entonces.
Driver se convirtió en un favorito del público gracias a sus desmadradas persecuciones a través de las empinadas pendientes de San Francisco o esquivando palmeras en Miami. Carreras que los de Reflections aliñaron con un detalle estético en apariencia ínfimo, pero maravilloso y con regusto a película setentera policíaca: la posibilidad de que los tapacubos de los coches abandonaran las ruedas durante las maniobras más temerarias para rodar libres por la carretera. También sumaba bonus points por contener un sencillo editor de vídeo con el que era posible montar repeticiones molonas de las mejores persecuciones y, sobre todo, por su modo de juego Supervivencia, una cosa muy, pero que muy, loca donde los coches de policía zumbaban de un lado a otro, y de arriba a abajo por los aires, como si aquello fuera una secuencia de Granujas a todo ritmo.
En el campo del entretenimiento deportivo, las PlayStation europeas experimentaron durante el noventa y nueve un pequeño boom del simulador de entrenador trajeado con lanzamientos como FA Manager, Manager de liga, The FA Premier league football manager 2000 y Premier manager: Nintety nine. Cedés que hacían compañía al habitual desfile de juegos futboleros a pie de campo: FIFA 2000, Primera division stars, UEFA Champions league 1998/1999, UEFA Striker, el callejero y esponsorizado Puma street soccer, y un Esto es fútbol que ya iba subidito desde su propio título. Las canastas se encestaron en NBA Basketball 2000, NBA Live 2000 y NBA Showtime: NBA on NBC. Triple play 2000 y Baseball 2000 sacaron el bate; NHL 2000 y Actua ice hockey 2 empuñaron sticks de hockey (el segundo inventándose una liga ficticia por cosas de derechos); y Madden NFL 2000 jugó con el balón de rugby americano.
El golf estuvo presente gracias a Actua golf 3, PGA European tour golf, y un Cybertiger con una portada impagable dominada por la caricatura de un eufórico Tiger Woods pre-escándalos de sábanas. En el terreno del boxeo recibimos la propuesta formal de Knockout kings 2000, y la desenfadada de un caricaturesco Ready 2 rumble boxing que poseía una intro con azafatas cantarinas y a un luchador con la pelambrera afro más funky de toda la historia de la violencia olímpica. WCE/NWO thunder y WCW Mayhem se encargaron de cubrir la cuota de juegos basados en los shows de lucha libre norteamericana, ese subgénero que todavía me sigo preguntando por qué coño lo coloco cerca de los deportes.
Lo del lanzamiento occidental del juego de tenis Smash court 2 facturado por Namco olía desde kilómetros a jugarreta comercial. Se trataba de un jueguillo muy básico de tenis, un programa con un elenco desbloqueable de tenistas en el que figuraban personajes ficticios de otros títulos famosos de la casa Namco: Richard Miller y Sherudo Garo de Time Crisis, Pac-man, la modelo virtual Reiko Nagase de los juegos de carreras Ridge racer, o los luchadores Heihachi Mishima, Yoshimitsu y Eddy Gordo de la estirpe Tekken. Pero por alguna razón, los responsables del marketing decidieron que aquel Smash court 2 resultaría más fácil de exportar y más atractivo para el público occidental si se fichaba a alguna estrella de las raquetas, se renombraba el videojuego y se le daba un nuevo enfoque a la presentación con una nueva carátula. Y como consecuencia de ese estratégico plan aquel disco negroide se presentó en nuestros escaparates transformado en un Anna Kournikova’s Smash court tennis. Un título que casualmente ahora llegaba apadrinado (y con la foto de la mujer en portada) por aquella tenista que provocaba suspiros entre el noventa por ciento de los varones, fueran o no aficionados al tenis.
Quizás el gran tapado (pseudo)deportivo del año fue el título que se atrevió a afrontar la competición más inesperada, la hípica, combinándola con una línea de juguetes ultrapopular: Barbie: Race & ride. Sí, es cierto que una bosta reseca de proporciones descomunales pinchada en una lanza supondría una opción mucho más divertida y versátil para pasar la tarde que Race & ride. Y también que cualquier cosa relacionada con la muñeca estrella de Mattel no tenía la misma gracia veinte años antes del Barbenheimer. Pero no ha existido nunca ningún otro juego de equitación tan innovador: no solo incluía secciones donde era posible cabalgar un corcel bajo una perspectiva a lo FPS (y sobre un fondo renderizado espantoso), sino que además embellecía sus carreras y trotes con agradables recesos para dar de comer a los patitos del río, jugar con un conejo, o establecer amistad con un león marino que aplaude dichoso a la orilla del mar. El futuro que nos habían prometido era esto. Riqueza mental.
(Continuará)
Recuerdo que el Crash team racing tenia un modo historia, cosa que lo hacia un poco diferente al resto de videojuegos de ese estilo. muy buen articulo, como el resto.