En la vieja ciudad imperial los tópicos, como suele suceder, deforman, pero también informan. Y, a veces, hasta usurpan la realidad.
Si usted prefiere quedarse en casa, créame que lo entiendo. El calor, a menudo sofocante, nada más bajar del avión. La cola del control de pasaportes, que puede demorar una hora y media, o más. Esos taxistas que siempre se empeñan en cobrarle un poco más del precio convenido, bajo cualquier pretexto. El polvo. La monotonía de los palmerales. Los vendedores pertinaces, rozando el acoso. Pero si, a pesar de todo ello, insiste en viajar a Marrakech, tome sus prevenciones, sobre todo en lo que se refiere a lugares comunes.
Al pie del Atlas nevado y a dos horas y media de la costa de Essaouira, un millón y medio de almas habita la antigua ciudad imperial, puerta de entrada, durante siglos, de las mercancías que traían y llevaban las caravanas transaharianas. Este pasado de encrucijada de caminos, sumada a su peculiarísimo trazado urbano, la convierte en paradigma de las fantasías orientalistas europeas, y por tanto en inveterado foco turístico. También aquí los tópicos, como suele suceder, deforman, pero también informan. Y a veces, hasta usurpan la realidad.
Voces
Lo del orientalismo de Marrakech no es nuevo: ya Elias Canetti, durante una estancia en la villa en 1954, se dejó llevar hasta cierto punto por esa sugestión y la plasmó en Las voces de Marrakech, una colección de viñetas en absoluto exenta de agudeza o sensibilidad.
«No traté de aprender, durante las semanas que pasé en Marruecos, ni árabe ni ninguna de las lenguas bereberes», escribía el que poco después sería el autor de Masse und Macht. «No quería perderme ni un ápice de la fuerza de esas extrañas voces». Tal vez ni siquiera un cerebro tan robusto como el de Canetti pueda aprender el árabe dialectal marroquí, el dariya, en unas pocas semanas. Y mucho menos la lengua bereber, el tamazigh, con su caligrafía críptica, vedada a los profanos. Lejos de acelerar el proceso, Duolingo habría supuesto para él una desventaja: la aplicación solo enseña árabe clásico, y con una lentitud tal que habría hecho las maletas de vuelta antes de aprender a decir zuut.
Las voces extrañas son siempre sugerentes: pensemos en el bullicio del mercado, o en los cantos que cinco veces al día entona el muecín desde la torre de la Kutubía, esa mezquita gemela de la Giralda sevillana. ¡Esto es Oriente! Pero si queremos conocer un lugar, empezando por su gente, conviene ir más allá de los meros sonidos y comunicarse del mejor modo posible con ellos. Aprender árabe en Marrakech le permitirá descubrir, por ejemplo, que el acento local es el más gracioso de Marruecos, el que usan como fórmula infalible los monologuistas tipo Club de la Comedia. El andaluz de allí, para entendernos.
Si el árabe supone mucho esfuerzo, acúdase al francés, lengua muy denostada por los decolonialistas de hoy, pero que lo mismo nos sirve a nosotros para comunicarnos con un marroquí, que a ellos para acceder a Proust, a Flaubert o a Montaigne, así como para comunicarse con sus hermanos de media cuenca mediterránea. El mismo francés, por cierto, que Canetti usaba cuando se cansaba de no entender.
Veces
Algunos señalan que la raíz Marra- significa «vez», y es también algo que acontece, algo que está ocurriendo. -kech, por su parte, sería una desinencia bereber traducible como «rápido». La ciudad, precisamente por ser el mencionado punto de encuentro de comerciantes de todas partes, estaba también sometida a la amenaza de los bandidos, por lo que supuestamente se trapicheaba a toda velocidad. Pero nunca hay que fiarse del todo de estas etimologías; menos, cuanto más peliculeras resulten.
La conocida plaza Jemaa El Fna se traduce como «reunión de los muertos», no sabemos si porque antes había sido un cementerio, o porque las citadas transacciones a toda prisa y la acción de los amigos de lo ajeno dejaban de ordinario víctimas mortales. También se dice que en la plaza se exhibían las cabezas de los condenados a muerte, aunque suena también a cuento bowliano para impresionar al personal.
Para tranquilidad del viajero, hoy todas las compraventas se producen sin derramamiento de sangre, aunque la atmósfera es algo menos hospitalaria que en otros lugares del país. Al forastero, al otro, se le conoce aquí como gaouri, tan parecido fonéticamente a nuestro guiri. Los marroquíes en general nos llaman con el peyorativo nisrani, «nazareno», o sea, cristiano. Para los bereberes, en cambio, los europeos somos rumi: «romanos».
Camellos
Todo el mundo recuerda aquella idea de Borges, según la cual el hecho de que en el Corán no figure un solo camello demuestra su autenticidad árabe. En cambio, un turista o un falsario habría llenado de estos animales su relato, por aquello de garantizarle el color local.
En Marrakech hay camellos; pocos, dedicados principalmente al turismo, pero los hay. El primer relato de Las voces de Marrakech está dedicado a ellos. Canetti habla en él de su uso alimenticio, lo que tal vez espante a los turistas enamorados del rostro bondadoso de estos mamíferos, de su bien ganada fama de leales compañeros de viaje o el gracioso bamboleo al que someten a sus jinetes menos experimentados. La realidad es que, en muchas zonas del Mediterráneo próximas al desierto, no son raras las carnicerías de camellos, donde frecuentemente se exhiben sus nobles cabezas colgando de un gancho.
Al visitante de Marrakech se le ahorran tales visiones espeluznantes, pero tampoco faltan los restaurantes que ofrecen en su menú carne de camello como bocado exótico. Su sabor, eso sí, es tirando a fuerte, y su textura más bien correosa. Mucho mejor pedir los bocadillos de boquerones fritos, deliciosos, que se venden en cualquier esquina de barrio.
Murallas
A Marrakech se la conoce como la ciudad roja por el característico color de muchas de sus edificaciones, ese ocre propio de la tierra de la zona. Es también el color de las robustas murallas que separan la ciudad vieja de la ville nouvelle, creada por los franceses, que tuvieron la deferencia de dejar intacta la medina y montar su propia ciudad extramuros.
Pero la ineludible demarcación, levantada en tiempos de los almorávides cuando su imperio se extendía en todas direcciones, hasta el Sáhara y la España musulmana, no es una simple pared de barro y cal inerte. Es la piel de la ciudad, su membrana osmótica, y al mismo tiempo un elemento perfectamente armonizado con el paisaje montañoso del entorno, e incluso un ente con vida propia y en permanente diálogo con las nubes.
Lo recuerda Mahi Binebine, el escritor marrakechí por excelencia, en uno de sus hermosos relatos: «La muralla color de melocotón bulle de vida como una colmena: los gorriones sagrados de la ciudad, llamados Tibibt, han levantado su casa en las innumerables grietas que jalonan su fachada. Son parlanchines y están siempre muy ocupados».
Los Tibibt, según me hace ver un amigo ornitólogo marroquí, no son gorriones, sino escribanos. Si no sagrados, sí son al menos muy respetados y queridos. Alfred Hitchock, que vino a Marrakech más o menos al mismo tiempo que Canetti para rodar El hombre que sabía demasiado, se alojó en el hotel La Maimounia —todavía abierto al público— desde donde podía contemplar las murallas de la ciudad y el vuelo incesante de estos animalitos. La fuerte impresión que le causaron inspiró otro de sus filmes, el aclamado Los pájaros.
La plaza
En la era de la imagen, no se puede hablar de Marrakech sin pensar en la plaza, proclamada en 2001 patrimonio oral e inmaterial de la humanidad por la Unesco. Mahi Binebine también le ha dedicado, como tantos otros, algunas páginas, describiendo la iluminación nocturna de lámparas de acetileno, los humeantes puestos de comida, la bulla cotidiana. «Los encantadores de serpientes guardaban en sus cofres a los reptiles, agotados tras una jornada de contorsiones; los charlatanes ambulantes recogían sus polvos y ungüentos; los dentistas, sus filas de dentaduras postizas que los viejos habían estado probándose todo el día. Los rateros se repartían el botín. La vida nocturna reclamaba finalmente sus derechos».
Aunque todo es fiel a la realidad, lo cierto es que cada vez son menos los locales que pasan por la plaza, expulsados por las hordas de turistas ávidos de atmósferas orientales. Es imposible acercarse al puesto de los encantadores de serpientes y sacar el teléfono móvil sin que uno de sus ayudantes caiga sobre uno al grito de «¡foto, paga, euro!» Los viejos, legendarios oficios que describía el novelista han ido siendo sustituidos poco a poco por otros más de andar por casa, ya sea la venta de zumos o los tatuajes de henna. Y la plaza, mal que nos pese, se va asemejando a un simple decorado de cartón piedra para nuestras selfis. Pero, ¿no fue siempre un poco así?
Aunque afincado en Tánger, Paul Bowles visitó Marrakech con cierta asiduidad. La plaza, que le parecía «probablemente la más fascinante del mundo», estaba en su opinión permanentemente amenazada. Pero para él, era precisamente el turismo lo que la había salvado: si no fuera por los entusiastas visitantes, cualquier gobernante insensible, de esos tan dados a los desmanes urbanísticos, la habría arrasado hacía rato. Y si para evitarlo había que ofrecer algo tan poco marroquí como una bailarina de danza del vientre para encandilar a los guiris, pues bienvenida fuera.
A propósito de guiris, Bowles recordaba también que Eleanor Roosevelt estaba en la ciudad como invitada del rey Mohamed V, cuando alguien le dijo que la plaza, que ella se moría por volver a ver, se había convertido en un aparcamiento. Quedó tan desolada que el monarca se comprometió a rehabilitarla al más breve plazo, y desde entonces se mantiene más o menos igual.
El té
Lo que no parece cambiar nunca es el sabor del té con hierbabuena, que en Marruecos es siempre fuertemente azucarado y servido en generosas dosis. En Marrakech también se sirven en cantidades ingentes en los cafés de toda la vida: el Gueliz, el Glacier o el Café de France, adonde Juan Goytisolo acudía cada tarde, a las cinco, con la puntualidad que se le atribuye a un lord inglés. Allí, cuentan quienes lo trataron, se sentía como en casa, siendo molestado de hito en hito por algún español que lo reconocía y deseaba saludarlo, pedirle un autógrafo o —lo que no solía consentir— hacerse una foto con él.
Fuera de la plaza, como en todo Marruecos y otros países del mundo árabo-musulmán, se encuentran los cafetines. Estos locales son una verdadera institución, que tiene mucho de lugar de reunión y más aún de observatorio sociológico. Las mesas se disponen en la terraza con las sillas (casi siempre reunidas de dos en dos) orientadas hacia fuera, pues se trata básicamente de conversar y ver la vida pasar.
Hay algo hermoso en ese hábito contemplativo, desentendido de los relojes; y algo deprimente también, que tiene que ver con la estricta segregación sexual que se observa en estos espacios. El cafetín es el triste escenario en el que los hombres, privados de la presencia femenina, se resignan a esa existencia manca, monocroma, incompleta: la vida sin ellas.
Matisse, en su Café marocain, tampoco pintó a mujer alguna.
Regateo
Y luego están los zocos, los bazares, los mercadillos, ese consabido laberinto del consumismo que embriaga los sentidos. Las coloridas cordilleras de especias y las colinas de hierbaluisa y aceitunas negras, los anafres de lata y el oro finamente labrado, artesanías de madera y de cerámica iridiscente, el cuero fragante de billeteras y babuchas, las chilabas y los feces y las sábanas de hilo y las lanas teñidas… ¡Es Oriente!
Canetti, fascinado entre los puestos de mercancías —«Es inaudita cuánta dignidad adquieren estos objetos hechos por el hombre»— observa la irritante costumbre del regateo como una característica secular de esta tierra, incluso como una virtud de sus pobladores. «En los países que viven la moralidad del precio, allí donde dominan los precios fijos, comprar algo carece de todo arte. Cualquier tonto va y encuentra cuanto necesita; cualquier tonto que sepa contar puede evitar el engaño».
El escritor ensaya toda una teoría sobre los precios, ese «acertijo inextricable. Nadie lo conoce de antemano, ni siquiera el tendero, pues existen en cualquier caso numerosos precios», escribe. Y está convencido de que, cuanto más larga y embrollada sea la negociación, tanto mejor: «Es de desear que el tira y afloja dure una pequeña y generosa eternidad».
La realidad es que esa forma de regateo que consiste en pedir, de entrada, el triple del precio real del producto, es solo una deformación de las costumbres provocada por el boom del turismo. De hecho, la obligación de no mentir, es decir, de no inflar el precio, es una prescripción coránica, que se pasa por alto solo con los infieles: hacerlo con un musulmán es pecado. Entre buenos musulmanes, dentro de los usos y costumbres habituales, el precio no se discute.
Pero los vendedores que abusan de esos clientes despistados no son más aborrecibles que los viajeros capaces de discutir durante horas un dirham arriba o abajo, todo para marcharse jactándose de haber hecho una gran compra a un precio ridículo.
Goytisolo recordaba que una vez vio en Marrakech al exministro socialista Miguel Boyer en compañía del entonces director del Banco de España, y corrió a decirle a los bazaristas que conocía: «¿Veis a aquellos dos? ¡Están podridos de dinero! ¡Pedidles un precio cien veces superior a lo normal!».
Ciegos
A mi querido Mauricio Wiesenthal, que si no lo ha viajado todo al menos lo ha soñado, no le falta desde luego Marrakech en su larga lista de rincones bien conocidos. Siempre al acecho de huellas literarias, llegó a calcular la posición de la casa del viajero Ali Bey (quien llama Marruecos a Marrakech, según el uso antiguo) según las indicaciones que este da en su célebre libro de viajes: «casi en el centro del recinto de las murallas = 9º55’45’’ O del Observatorio de París, mi latitud = 31º37’31’’N, y mi inclinación magnética = 20º38’40’’ O».
Releyendo los escritos de Wiesenthal sobre la ciudad, tropiezo con esta curiosa observación: «Es imposible vivir en Marrakech y no honrar a los ciegos. Se les ve en las calles de la medina, cogidos de una mano y sosteniendo el bastón en la otra, balanceándose al compás de sus plegarias. A veces alguno de ellos toca el guembri, la guitarra típica de dos cuerdas [en realidad son tres], pero habitualmente solo repiten monótonamente sus bendiciones y esperan que alguien deje caer una dádiva en su escudilla. Cuando oyen el sonido del metal se lo pasan de mano en mano y muerden la moneda con una avidez casi fanática».
La escena me recuerda al comienzo de La calle del Perdón, la novela más marrakechí de Mahi Binebine, que describe un callejón oscuro que se llenaba cada día de invidentes, a pesar de que no hubiera en sus proximidades mezquita u hospital alguno, es decir, un entorno propicio para la limosna. «Sus cantos, destilados con sabiduría, traducían los lazos privilegiados que mantenían con el cielo. Se sentían por tanto habilitados para hacer maldiciones o dar bendiciones, en vista de que tenían entrada en el Paraíso».
También Canetti se sorprendía de las miradas de ciegos que transitaban por los mercados, alargando sus platos de madera en busca de una moneda. La mencionada espiritualidad de los invidentes, casi santidad, estaba en efecto relacionada con el hecho de que pedían en nombre de Dios, cuyo nombre repetían en una incesante letanía, y las limosnas eran un buen modo para el donante de ganarse algún favor, y para los ciegos de ir abonando a plazos su lugar en el Gloria. Como tantas otras cosas, ya no se ven tantos ciegos devotos por las calles de Marrakech.
Borges, también invidente, en realidad tomó de Gibbon la idea de que no había camellos en el Corán. Sin embargo, el historiador británico se limitó a señalar que Mahoma prefería la leche de vaca y no hace referencia al camello, en el sentido de que no menciona la leche de camella. Todo lo demás es pura creación borgiana. Entre los estudiosos del libro sagrado del islam, hay división de opiniones sobre el número de menciones a los camellos: quince según algunos, diecinueve según otros.
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