Viene de «Te voy a erigir la estación más bonita del mundo (1)»
Louis Joseph Jean Baptiste Delacenserie nació en Brujas en 1838, casi al mismo tiempo que los trenes belgas. Era hijo de mercader y heredero de un apellido indeciso que, vete a saber por qué, aparece escrito en documentos y en los libros de historia de maneras diferentes: «De la Censerie», «Dela Censeire», «Delasencerie» o «Dela Sencerie». A la hora de formarse, el chico se embarcó en la carrera de Arquitectura, bajo las enseñanzas de Jean-Brunon Rudd. Y se le dio tan bien como para ser recompensado con el Prix de Rome en 1862, una beca que le permitió irse de excursión por Grecia, Italia y Francia contemplando edificaciones insignes. Al finiquitar sus estudios, Delacenserie entró a currar en el equipo de su tocayo Louis Roelandt. Durante treinta años, este afamado arquitecto se encargó de dar forma a la ciudad de Gante, diseñando estructuras como el auditorio Grand Théâtre, el aula magna de la Universidad, el casino o el Palacio de Justicia del lugar. Ocurría que Roelandt era un fan fatal del neorrenacentismo y el neoclasicismo, dos movimientos que apostaban por revivir el estilo renacentista y el de la Antigüedad clásica en general. Delacenserie tomó nota de ello, asimilando que a veces lo más moderno era mirar al pasado.
Con el tiempo, Delacenserie fue fichado como arquitecto oficial de su ciudad natal, un puesto donde al caballero le dio fuerte por otra corriente emperrada en recuperar tradiciones pasadas: el neogótico. Una moda que había arrasado en Inglaterra, centrada en reinterpretar el lenguaje arquitectónico del arte gótico medieval, aquel estilo tan emparentado con lo divino como para evocar mentalmente imágenes de catedrales y templos religiosos. Delacenserie poseía mucha maña para imitar lo gótico, y gracias a ello comandó restauraciones de edificaciones vetustas de la zona como la Basílica de la Santa Sangre, el campanario de Brujas o la sección oeste de la Iglesia de Nuestra Señora. Pero su trabajo no se conformó con la fotocopia histórica, y el hombre también optó por innovar utilizando materiales modernos y técnicas de construcción avanzadas para ensamblar sus propias ocurrencias neogóticas.
Tras cultivar renombre durante años y demostrar mucha valía en su oficio, Delacenserie recibió un encargo potente, la misión de reimaginar y engalanar la estación de trenes de Amberes. Una tarea encomendada por el rey Leopoldo II de Bélgica, quien había demandado explícitamente que el nuevo edificio fuese, por lo menos, tan guay como la estación de Lucerna, poseedora de una cúpula que encandilaba a las gentes. La terminal de Amberes ya había sido objeto de un tuneo importante en 1854, coincidiendo con la inauguración de la conexión ferroviaria con los Países Bajos, cuando toda la estructura original de madera se sustituyó por un edificio más agraciado y amplio. Pero lo que tenía en mente el arquitecto para contentar al monarca era una nueva reforma mucho más ambiciosa, una con verdadera personalidad que transformaría aquel lugar cotidiano en un emplazamiento único.
Delacenserie optó por abandonar el revival gótico con el que lo había petado en Brujas para confeccionar algo hecho a la medida de Amberes. Analizando la historia de la ciudad concluyó que lo más razonable sería rendir homenaje a aquellos años en los que la urbe se convirtió en el eje del mundo. Y para ello, el hombre recurrió una vez más a un estilo arquitectónico con espíritu de reciclaje: el neorrenacentismo que tanto encandilaba a su mentor, Roelandt. Una corriente que funcionaba como remix de conceptos, mezclando desde el rollito italiano clásico hasta el manierismo o el barroco afrancesado. Lo cierto es que la fiebre neorrenacentista andaba en declive allá por el siglo XIX, pero al arquitecto las modas le daban bastante igual, porque su objetivo era utilizar dicha corriente para agasajar a un siglo XVI que la propia ciudad añoraba.
Delacenserie concibió una estructura de piedra inspirándose en el Panteón romano, repleta de detalles opulentos y con un estilo que definió como «eclecticismo barroco-medieval». La estación se convirtió en un monumento coronado por una cúpula espectacular, alrededor de la cual se acumulaban elementos palaciegos del Renacimiento italiano, toques bizantinos y moriscos, torres redondas de granito gris y blanco con ecos medievales, escalones de mármol, escudos de piedra con simbología industrial, influencias del art nouveau o columnas jónicas, dóricas, toscanas y corintias. Aunque Delacenserie es el nombre que suele resonar más fuerte al hablar de la obra, el caballero no fue el único implicado en darle forma al proyecto. La terminal también lucía, en la sección destinada a dar cobijo a los trenes, una gigantesca cubierta de hierro y cristal, de ciento ochenta y cinco metros de largo por cuarenta y cuatro metros de alto, diseñada por el ingeniero Clement van Bogaert para disipar el humo producido por las locomotoras de vapor. Por otra parte, el fabuloso viaducto ferroviario que conectaba el lugar con la estación de Berchem fue ideado por un joven arquitecto llamado Jan van Asperen, un hombre que acabaría mudándose a una calle cercana con vistas a aquel monumento para trenes que había ayudado a construir.
La estación de Amberes fue inaugurada en el verano de 1905, tras una década de obras y ante la presencia de un Leopoldo II encantado con poseer en la metrópoli un inmueble tan fastuoso. Tres décadas más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis bombardearían la terminal con una ristra de misiles V2 que dejaron muy tocada su estructura. Tras la contienda, se descuidaron las labores de reconstrucción y saneamiento del lugar hasta el punto de que, en los años setenta, se tanteó la posibilidad de demoler el edificio, porque estaba hecho unos zorros y tenía pinta de querer venirse abajo por su propia cuenta. El palacete ferroviario se salvó del derribo en el último momento, tras ser declarado un elemento histórico protegido en 1975. Pero las obras de rehabilitación, donde se remodeló la cubierta y la fachada tirando de policarbonato y cobre, no se llevarían a cabo hasta 1986. A la altura de 2009, tras otros diez años de reformas y excavaciones, se inauguró en su estómago un nuevo túnel que permitía el paso de trenes de alta velocidad.
La estación de Amberes es lo que en el lenguaje arquitectónico erudito se conoce bajo el nombre técnico de Auténtica Sobrada. El envase más espectacular, palaciego, excesivo y divino posible para algo tan mundano como una estación de trenes. Un templo que alberga un enorme vestíbulo principal cincelado a partir de más de veinte tipos de mármol y piedra distintos, una cúpula, ocho pequeñas torres, una imponente bóveda de hierro fundido, un panel circular de cristal ornamentado y coronado por un reloj junto al escudo de armas de la ciudad, una escalera doble muy solemne y un viaducto exterior concebido por Van Asperen que parece sacado de un cuento de fantasía. En su exterior, la huella de los misiles alemanes aún es visible en la ligera curvatura del techo metálico. En su interior, aquella edificación supone un cruce de caminos entre el pasado y el futuro, una iglesia que ha sustituido a sus feligreses por viajeros de alta velocidad, el único lugar donde es posible encontrar un Starbucks emplazado entre tallas de mármol del siglo XIX que desean ser piezas renacentistas.
La creación de Delacenserie fue apodada cariñosamente por los residentes como Spoorwegkathedraal («Catedral del Ferrocarril» en holandés). Medios como Newsweek, Mashable o Euronews la han etiquetado como una de las estaciones más hermosas del mundo. Y la novela Austerlitz, del escritor alemán W. G. Sebald, un texto de un solo párrafo y cuatrocientas páginas sobre la ocupación nazi de Europa Central, arrancaba comparando la terminal de Amberes con una parroquia donde se alababa a las nuevas deidades del siglo XIX: la minería, la industria, el transporte, el comercio y el capital. La estación de Amberes es una de las anomalías arquitectónicas más llamativas del mundo, aquella que solo podía haber sido erigida en una región insólita de famosos inciertos.
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