Sociedad

(De aeropuertos, estaciones y otros lugares paréntesis)

De aeropuertos, estaciones y otros lugares paréntesis
Fotografía: Dominique Faget / Getty.

En el avión entre las 8.45 y las 9 horas. 

Para mí que aquello se prolongó durante una hora o más. 

(Olga Tokarczuk)

La gente entra, sale, alcanza el tren, lo pierde, se abraza, llora, se despide. El —aparente— par de minutos que me toma atravesar la estación de Santa María Novella en Florencia de oeste a este, es decir, desde el ático de la vía Cittadella hasta el instituto de italiano, se convierte en una batidora en la que el tiempo se ensancha y se contrae en cada vuelta. Las emociones se exacerban en la puerta de la estación y se diluyen en la salida. Un bucle del que participamos solo los que estamos adentro, ya sea comenzando un viaje, tomando un espresso o simplemente atravesando el edificio para ahorrar el tiempo que conllevaría bordearla. La estación de trenes como un carrusel que gira acelerado mientras el resto del mundo lo hace a su ritmo habitual. 

Y lo mismo sucede en los aeropuertos. Para la Nobel de Literatura Olga Tokarczuk, el tiempo de todos los viajeros forma uno solo, que se compone de muchos tiempos en uno, forma una multiplicidad. «Es un tiempo insular —dice en Los errantes (Anagrama)—, [un] archipiélago del orden en un océano de caos, es el tiempo que fabrican los relojes de las estaciones de tren, diferente en cada sitio». Es un tiempo de entradas y salidas, de tránsito y movimiento, en el que las cintas eléctricas permiten penetrar en nuevas dimensiones, caminar con parsimonia mientras se adelanta a los demás. Un tiempo marcado por meridianos.

En la puerta de embarque, cada pasajero hace su examen de conciencia: pasaporte, tiquete, tarjetas. Es el rito que sigue a la sala de espera, esa entrega a la paciencia que recibe el mismo nombre en estaciones y hospitales. Con la diferencia de que en los aeropuertos esas salas a veces conforman urbes enteras. Duty-free, tiendas de souvenirs, estanterías de best sellers, cafeterías, tragos duros, regalos de ultimísimo minuto, pero también peluquerías, bancos, comercios, supermercados, hoteles, spas, capillas, galerías de arte. En palabras de Tokarczuk, ciudades-Estado con ubicación fija y ciudadanía cambiante en las que, curiosamente, su población aumenta en los días de niebla o tormenta. 

Relojes, paralelos, meridianos

Solo los seres humanos tenemos una representación cuantitativa del tiempo. A fuerza de ciencia y abstracción, hemos creado un orden objetivo —aunque imaginario— para unificar todos los tiempos, todos los ritmos. Para Pascal Chabot, existen, entonces, un tiempo objetivo, ese que nos marca la modernidad, el progreso, el avance de la máquina: el reloj, y un tiempo subjetivo, el de la mente. «La mente produce su propio tiempo —sostiene el filósofo francés—, es creadora de mundos que se despliegan a su ritmo, fuente de una temporalidad singular de la que puede tomar conciencia». Así, el ser humano oscila en el péndulo de estos dos tiempos. El cuantificado, cuantificable, racional, del reloj de arena, y el espontáneo, el del pensamiento, que se libera del corsé de la arena y circula entre lo que la mente, «soberana en su reino», ha creado.

Pero, en esta era de movimiento constante, ¿va la mente libre o burbujea reactiva en la precipitación de estímulos? En Tener tiempo (Alianza Editorial), Chabot establece que ya no estamos en la era del destino, con mayúscula, ni del progreso, que también, sino del hipertiempo. Este se caracteriza por la omnipresencia de lo temporal —horarios y relojes por doquier, cada minuto perfectamente cronometrado—, la visión cuantitativa —un minuto es un minuto, por fútil o trascendente que sea la tarea a la que lo hayamos dedicado—, la cuenta atrás —pronósticos precisos de la duración al revés, mostrando los minutos que quedan por gastar, las horas que faltan para llegar a un resultado—, la exigencia —el tiempo como recordatorio constante de lo que queda por hacer—, y la inmediatez —en la que son prioritarios la brevedad, los resultados rápidos—. 

De media, diariamente despegan unos ciento veinte mil vuelos en el mundo. En un año, por el globo transitan mil trescientos millones de viajeros internacionales. En FlightRadar24, un día cualquiera el color ámbar devora a Europa: cientos y cientos de avioncitos amarillos sobrevuelan el mapa del continente en todas las direcciones. Pero el fenómeno es generalizado. Más de noventa y tres millones de pasajeros transitan al año por el aeropuerto Hartsfield-Jackson de Atlanta, sesenta y seis millones por el de Dubái, sesenta y cuatro millones por el de Estambul, cincuenta y siete millones por el de Nueva Delhi. Pasajero, de su segunda acepción: viajero transeúnte. De la primera: que pasa presto o dura poco. Los aeropuertos como hábitat de una promesa de tránsito pasajera. ¿Qué promesa no lo es?

Aviones en vuelo

Y una vez pasado el ajetreo de la estación, «el tiempo en los aviones se hincha como un paréntesis», como escribe Piedad Bonnett en su poemario Las herencias (Visor Libros). Porque así funcionan los lugares de paso, los trenes, los aviones, los aeropuertos, esos sitios que hacen un paréntesis en el espacio-tiempo y que cambian la visión temporal para sumergir a quien lo vive en nuevas dimensiones. A veces se trata de un segundero apresurado y otras de un reloj perezoso donde se aquieta el movimiento, momentos que aparentan inmediatez absoluta o eternidad. Un paréntesis saturado de garabatos, el primero; de espacio en blanco, el segundo.

Entonces, ¿qué recovecos construye la mente cuando viaja, cuando el cuerpo que la contiene se entrega a la inmensidad que cruza la aeronave? Bonnett abre su poema «Ida y regreso» con este verso: «Allá arriba todo tiene un aire de irrealidad». Quizá por eso solemos preguntarnos, como niños: «¿Cómo es posible que te sostenga el aire?». Deseos de ser nubes, pájaros, «de vuelo alto y escaso pensamiento». Y es que el tiempo, aunque cuantificado por entradas y salidas, retrasos, conexiones, pasa del ajetreo del aeropuerto al sopor presurizado de los minutos de vuelo. Un tiempo que se hincha como un paréntesis en el que, dice la poeta colombiana, caben memorias, cartas que nunca escribiremos, diálogos falsos y la fría lucidez que nos muestra que somos animales de tierra. 

«Las horas desaparecen en los aviones en vuelo —arguye la Nobel polaca—: El amanecer dura un instante y ya le pisan los talones la tarde y la noche». La sensación de que el tiempo transcurre en el interior de la aeronave no logra filtrarse al exterior en ese milagro que supone una máquina que se suelta del abrazo terrestre. Y en los vuelos internacionales, transatlánticos, que perforan los husos y los meridianos, esas ansias por moverse, o por dormir, lo que sea que sirva para matar el tiempo. Una pulsión cronofágica por consumir esas horas que se alongan en los lugares paréntesis. Con el dolor en la nuca y las piernas en duermevela, horror vacui: ¿puede acaso ser tan larga la noche?

Psicología del viaje

Entre los miles de viajeros, hay quienes van más preparados: libros, revistas, crucigramas, pasatiempos, e-books, audífonos, audiolibros, computadores sedientos de pendientes, tabletas con juegos offline, temporadas de series en la memoria del celular. Gente precavida, digamos, que toma medidas cuando todavía hay señal. Pero también están quienes no llevan nada, confiados en que con la pantalla del asiento de delante bastará para entretenerse, quemar tiempo. Son esos a los que se ve saltando de una aplicación a otra, comprobando —otra vez— que no hay nada nuevo, que nada ha cambiado, ni notificaciones ni mensajes, para terminar al final en la app de fotos, sacudiendo recuerdos. 

Aunque también, si todo falla, siempre queda conversar con los vecinos de al lado, hacer uso de las «preguntas viajeras», efectivas para marcar las coordenadas: de dónde eres, de dónde vienes, adónde vas. Y quizás alguna otra pregunta igualmente peregrina: en qué trabajas, a qué te dedicas. Una ruta por los pensamientos profundos, individuales o ajenos, propios o prestados; exploraciones, en el fondo, del deseo —frustrado o satisfecho—, por su capacidad de conferir movimiento y dirección. Las aspiraciones como puntos de llegada o de salida, conexiones que se cruzan en distintas latitudes. Se aspira llegar a alguna parte, encontrar alguna cosa. Todo forma parte del «psicoanálisis topográfico», por usar el término de Tokarczuk, donde lo que importa, realmente, es el itinerarium, es decir, el recorrido individual de cada viajero, el sentido de su viaje.

Vacíos

Dice la protagonista de Gozo (Siruela), de Azahara Alonso, que «esta vida que obliga al tránsito nos abre la posibilidad de la extranjería relativa». Habitar intermitentemente, moverse siempre, mantener la mirada perpleja. «Para quien no pertenece a parte alguna cada movimiento es un regreso porque nada atrae tanto como el vacío», afirma la Nobel polaca. Quizá por eso no sorprende que la etimología de la palabra «vacaciones» proviene del verbo latino vacare, desocupado, pero también se relaciona con el vocablo vacuus, que significa vacío. Extranjero relativo, perteneciente a ningún lado, el transeúnte en vacaciones busca estar libre, y a la vez vacuo, ¿sentir el mínimo peso del tiempo?

O al menos así era antes de que el turismo depredador devorara también el tiempo de ocio. La filósofa María Novo sostiene en La sociedad de las prisas (Ediciones Obelisco) que gran parte del mundo saca escasos periodos vacacionales en los que «por no perder la costumbre, generalmente seguimos corriendo con el ansia de desplazarnos, de viajar, de ver, ver, ver». La reiteración del verbo no es inocente, refleja la pulsión actual por desplazarse, estar en otro sitio, haciendo otras cosas, y generalmente con un Otro virtual de espectador: aquí estuve, aquí también, mira mis fotos, reels, mis stories. Si no es instagrameable, no existe. En palabras de Alonso, las vacaciones ya no son lo que eran, han dejado de ser esos largos periodos en los que se dilataban el tiempo y el espacio: hoy «elegir destino vacacional: elegir localizaciones. Por eso mi lugar ideal es uno en el que a la entrada un cartel rece “Nada que ver aquí”. Sin psicología inversa». 

La línea recta

Y es que, volviendo al poema de Bonnett, somos «mamíferos inquietos / que en la ciudad soñada ya empezamos / a añorar nuestra casa / y al regresar a esta / a imaginarnos la ciudad soñada». Las huidas, los regresos, la partida o el retorno. La línea recta es humillante, se afirma en Los errantes, destroza la mente, idiotiza, partir y acto seguido regresar, tomar velocidad para después frenar: «Ida y vuelta: una parodia del viaje». ¿Y entonces? ¿Cómo debería ser el viaje? ¿Qué se le debería pedir a Ítaca? Quizá, como versa Kaváfis, que el camino sea largo y esté lleno de aventuras, que sean muchas las mañanas de verano, que podamos ver puertos nunca antes vistos, aprender de los sabios. 

Porque a lo mejor hay que aceptar que el mundo se abarca solo en fragmentos, que es una sumatoria de líneas y poliedros que varían con el tiempo. Que la vida tal vez es el caleidoscopio de los lugares en los que hemos estado, tanto de ida como de vuelta, del descubrimiento o reconocimiento de objetos y rostros, tiempos y espacios —lineales o cíclicos, dilatados o apremiantes— en los que nos hemos sentido nosotros, así fuera en retrospectiva. Ya sea cruzando estaciones de tren para ahorrarse minutos, decidiendo en el aeropuerto si es hora de café o de cerveza, o imaginando las vistas de un avión a oscuras. 

Ítaca

La mitología griega tiene tres dioses para referirse al tiempo: Cronos, Aión y Kairós. El primero es el tiempo cronológico, lineal, irreversible, devorador. El segundo es el tiempo circular, cíclico, en el que todo se autogenera y renace. El tercero, por su lado, es el tiempo oportuno, momento propicio, el instante de la ocasión. «Cada civilización es una interpretación del tiempo», dice Chabot. Experimentamos el tiempo y el espacio, en su mayoría, de forma inconsciente. Podemos percibir que diez minutos duran una hora, a la vez que, cuando corremos para no perder el tren, sentimos que alguien juega con el reloj del hipertiempo y le resta segundos, se roba minutos enteros.

Cada viaje es un tránsito en el espacio y el tiempo. «El movimiento en el espacio se divide en pausas-lugares», asegura Tokarczuk: estas nos anclan en el transcurrir del tiempo, por lo cual «cuantas más pausas en el espacio, o sea, cuantos más lugares experimentamos, tanto más se dilata nuestro tiempo subjetivo». Pues, a fin de cuentas, «es bien sabido que la vida no es otra cosa que movimiento». Por eso, como en el poema de Kaváfis, lo que importa no es necesariamente llegar a Ítaca, sino vivir el viaje, dejarse atravesar por esos lugares paréntesis, por la ocasión, el tiempo de Kairós, habitar sillas efímeras sobre un compendio de mapas.

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