Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down #48 «Exploradores», ya disponible.
1.
Hubo una era en la Tierra en la que todo esperaba ser descubierto y explorado: los continentes, las lenguas que ya nadie hablaba, las tribus olvidadas, los monumentos enterrados.
Fue una era larga y magnífica.
Hasta que pareció que todo lo que podía descubrirse, fue descubierto. Y todo lo que podía explorarse, fue explorado.
Cuántas tumbas egipcias quedarán hoy todavía ocultas, cuántas montañas sin banderines en su cima, cuántas especies animales. Y cuándo existirá la tecnología para conocer los últimos rincones del planeta: las fosas marinas, el interior de los volcanes, el centro de la Tierra.
Todo lo demás ya está hecho: Edmund Hillary y Tenzing Norgay fueron los primeros en llegar a la cima del Everest. Cristóbal Colón creyó encontrar una nueva ruta a la India y se topó con un continente que Europa desconocía. Charles Darwin observó unos pinzones en las islas Galápagos y comenzó su viaje hacia la evolución de las especies.
¿Ha finalizado, entonces, la era de las exploraciones y los descubrimientos?
No. Tal vez se ha ralentizado. Pero sigue ahí.
Porque cada uno puede redescubrirlo todo con otra mirada, otro enfoque, otra sensibilidad, otros conocimientos. Mostrar el detalle que nadie antes había observado, contar la historia con una voz propia.
2.
Esta es, entonces, la historia de una joven exploradora que en el año 1992 viajó a la Antártida para descubrir, con su propia mirada, el continente blanco ya descubierto, explorado y cartografiado. Pero nunca por ella.
La llamaremos «Srta. Periodista», porque así estaba anotada en la lista de pasajeros que, aquel lunes 30 de noviembre, debían abordar un avión Fokker TC 73 de la Fuerza Aérea Argentina para comenzar la aventura de sus vidas.
Srta. Periodista, ni un nombre, ni un documento, ni un pasaje en regla. Apenas una etiqueta, una idea. Las hazañas más increíbles son en verdad una suma de pequeños hechos, causalidades y casualidades, malentendidos, algo de suerte.
Esa vez no fue la excepción. Por eso, mejor retroceder unos meses, contar esta historia desde el inicio, el primer paso.
Srta. Periodista escribía para el suplemento infantil de un conocido diario nacional. El periodismo para niños nunca había sido su objetivo, pero fue el camino que encontró para iniciar su carrera. Lo haría, por lo tanto, aportando lo mejor de sí.
Por eso un día decidió escribir un artículo sobre las familias que, durante un año, viven en la base Esperanza del sector antártico argentino.
Por supuesto que Srta. Periodista no pensaba descubrir la Antártida. El continente tiene sus buenos exploradores: el holandés Dirck Gerritsz la divisó en 1599; la expedición rusa al mando de Fabian Gottlieb von Bellingshausen y Mijaíl Petróvich Lázarev la circunnavegó en 1820; el noruego Roald Amundsen alcanzó el Polo Sur en 1911. Cinco semanas después, lo hizo el inglés Robert Falcon Scott, quien no sobrevivió al regreso.
Todo eso Srta. Periodista lo tenía en claro. Lo que ella quería era, correo va, correo viene, que los chicos que vivían en la base Esperanza les contaran a otros chicos cómo eran sus días allá: la escuela, a qué jugaban en su tiempo libre, qué maravillas habían conocido, qué extrañaban.
Base Esperanza es un experimento único. Permite que durante un año el personal en funciones esté acompañado de su familia, como un modo de remarcar la presencia argentina en el sector. Por eso hay escuela, radio, capilla, grupo scout, y las familias residen en viviendas individuales.
¿Tenía alma de aventurera, Srta. Periodista? Por supuesto que sí. Deseos de explorar y de descubrirlo todo, también. Pero creía, como tantos otros, que algunas cosas eran imposibles de lograr para el común de los mortales.
Como viajar a la Antártida.
3.
A Srta. Periodista no le respondió su carta ningún chico ni chica de Esperanza. Le contestó, en cambio, un oficial de la base invitándole a visitar la Antártida.
Srta. Periodista era joven, veinticuatro años recién cumplidos, era inexperta, hacía periodismo para niños. Ir a la Antártida, y sola, sonaba a locura. Imposible.
Pero eso que parecía locura e imposible encendió una chispa.
No iba a dejar que se extinguiera.
Unos meses después de recibir la invitación, se reunió con un jefe del sector antártico, en la ciudad de Buenos Aires. «Si quiere viajar, el lunes próximo es su última oportunidad». Y: «sabemos cuándo partirá pero nadie puede decirle cuándo podrá regresar». La Srta. Periodista escuchó cada palabra como si aquello no le estuviera sucediendo a ella y dijo que sí a todo, sí, sí.
De esa oficina salió llevando en un enorme bolso su «equipo antártico»: una campera color naranja, un enterito, botas (con una bota interior de fieltro), un pulóver de lana de oveja, guantes, antiparras. Todo en perfectas condiciones pero nada de su talle. Ya lo solucionaría con un cinturón y un par de plantillas. Eso hacen los aventureros.
4.
La primera parada fue el aeropuerto del Palomar en la provincia de Buenos Aires. Srta. Periodista fue con su bolso a cuestas y su equipo fotográfico (una cámara réflex Praktica, una lente gran angular, un zoom, varios rollos).
¿Tenía miedo?
Por supuesto que sí. Siempre se tiene miedo a lo desconocido. Eso no impide, de todos modos, avanzar.
¿Pensó en regresar a su casa?
También. Sobre todo cuando subía los últimos peldaños de la escalera que llevaba al interior del avión y observó que no había asientos, ni baño, ni silenciadores. Pero ya la empujaban de atrás los que seguían, ya la observaban los demás, curiosos, porque allí no había otras señoritas, ya la puerta del avión se cerraba.
De El Palomar a Comodoro Rivadavia (¡baño!), de Comodoro Rivadavia a Río Gallegos. Allí, los viajeros accedieron a unas instalaciones para cambiar sus ropas del continente por el equipo antártico.
Comenzaba la segunda parte del viaje, en un Hércules.
Srta. Periodista quedó maravillada cuando ingresó al avión de carga porque todo allí era extraño y nuevo. De a poco comenzó a relacionarse con sus compañeros de vuelo que querían saber cómo se llamaba, de dónde venía, qué hacía allí, le ofrecían algodón para taparse los oídos y una lona más cómoda donde descansar. Las distancias humanas son las primeras que se acortan. De a poco, iría dejando de sentirse tan abeja en nido de avispas.
A las seis y media de la mañana, un piloto llamó a Srta. Periodista para invitarla a la cabina del avión.
Y de pronto todo cobró sentido. Por qué estaba allí, la incertidumbre del regreso, cómo haría su trabajo, porque desde la cabina por fin avistó el océano.
¡Mar antártico a la vista!
Fueron sus ojos los que lo descubrieron por primera vez, como si nadie antes que ella hubiera visto ese mar esmeralda intenso, ese mar inmenso, inalcanzable, salpicado de témpanos blancos.
Srta. Periodista aún no podía creer que estaba allí.
5.
El Hércules aterrizó en base Marambio, la única que permite la llegada de aviones de gran porte. El corazón le saltaba en el pecho cuando bajó a tierra. Quería sentir el frío helado en la cara, respirar ese aire de nadie, hundir los pies en la nieve.
Pero la Antártida la recibió con primaverales 2 grados y pronto se enteraría de que en base Marambio no se forma nieve. Pero qué importaba. Había llegado.
Las primeras mujeres argentinas en pisar el continente blanco fueron Emma Martínez Lobato y su hija, en enero de 1933. La historia, sin embargo, recuerda a la dinamarquesa Caroline Mikkelsen como la pionera en poner un pie sobre la Antártida, en 1935.
Ambas acompañaban a sus esposos, un capitán noruego la segunda, un periodista la primera.
Dicen que cuando llegaron a la base Orcadas, Emma bajó del barco con una lata de aceite y cocinó milanesas para los hombres que venían sobreviviendo a base de carne de pingüino.
En ese diciembre de 1992 convivían en la base ciento cinco hombres pertenecientes a la Fuerza Aérea Argentina. Srta. Periodista se apuró por recorrer el lugar y explorarlo todo porque ese no era su destino. Tal vez no recordaba, por la emoción de ese primer día en el borde del mundo, que el amo y señor de la Antártida era el clima. Los vientos, las temperaturas, las tormentas, fueron siempre quienes decidieron el destino de cada uno.
Y las condiciones meteorológicas determinaron que Srta. Periodista se quedara en base Marambio cinco días; que el jefe de la base le cediera su cuarto (el único privado); que, como no podía hacer entrevistas durante todo el día, ayudara a pintar los marcos de la sala principal; que lavara verduras en la cocina con un hilo de agua helada que venía directamente de una laguna de la isla; que preparara tortas fritas; que se sintiera muy cuidada. También, que descubriera que entre edificios se camina sobre puentes sostenidos por barriles porque el suelo de la isla es un lodo helado y traicionero; que a veces se instalaba una nube sobre la base y, si una estiraba el brazo, no veía siquiera su propia mano (por eso no debía salir sola); que las puertas de las instalaciones se parecían a las de los grandes frigoríficos; que los interiores eran cálidos y no hacía falta llevar mucho abrigo; que aprendería a leer los instrumentales del centro meteorológico para saber qué le esperaba cada día.
Tampoco sabía que se detendría cada vez que pudiera frente a los ventanales de la sala principal para observar la isla y luego el mar y luego lo blanco, todo ese continente infinito y puro, y que intentaría grabarlo en sus retinas, porque estaba allí, boca abajo en el mapa y se sentía diminuta, un punto perdido en aquella inmensidad siempre iluminada, porque el verano antártico es un largo día en el que nunca anochece.
Esa es la maravilla de la exploración: nadie sabe qué sucederá al dar el siguiente paso.
De lo que sí estaba segura Srta. Periodista, era de que, cuando se fuera, llevaría consigo la frase que estaba pintada en la pared del comedor:
«No te extrañe que quieras irte. No te asombre que quieras volver»
6.
El 5 de diciembre las condiciones meteorológicas fueron ideales y las puertas del cielo se abrieron para que Srta. Periodista abordara el avión Twin Otter que la depositó sobre el glaciar Buenos Aires, ahí nomás de base Esperanza.
Y por fin sucedió el encuentro. El de la joven que acababa de cruzar un continente con la jauría de niños exaltados que le daba la bienvenida.
Pero primero debían bajar del glaciar que se derretía un poco más cada año y permitir que Srta. Periodista se acomodara en una casa (que no compartiría con nadie): comedor, cocina, tres dormitorios, baño, sábanas y toallas limpias, chocolates, galletitas, café, té, azúcar.
Ese mismo día, cuando abrió la doble puerta de su casa para salir, se encontró con un amigo inesperado: un pingüino de Adelia llevaba una piedra en su pico para armar su nido un poco más allá, en la pingüinera. Srta. Periodista lo siguió, caminó entre los animales, observó sus huevos y pidió permiso para sentarse a su lado, sobre el suelo rocoso, a mirarlo todo: las casas, el casino de oficiales, las antenas, un cementerio que recuerda a los fallecidos en la base (los cuerpos fueron trasladados al continente), la escuela, el antiguo baño Piper (el baño que usaron los primeros habitantes de la base, que da directo al mar y, dicen, se mueve como un avión), la costa y el océano y los témpanos que navegaban lentamente. Y más allá el cascarón de una base inglesa abandonada y las montañas blancas y el deshielo lejano que se veía como una imagen borrosa, algo que se movía en el paisaje helado y antiguo.
7.
El segundo día en base Esperanza, descubrió que ya no había agua en su casa. Como todas las construcciones estaban comunicadas por una central telefónica, llamó al número que le habían indicado y le avisaron que claro, que todos los recién llegados se quedaban enseguida sin agua porque, justamente, «no habían hecho agua». Y que era es la solución: Srta. Periodista «debía hacer agua».
Se calcula que la Antártida contiene el 70 % del agua dulce del planeta. El lago Vostok, descubierto en la década de 1970 por científicos británicos, a cuatro mil metros por debajo de la superficie antártica, alberga el agua más antigua y pura de la Tierra. Cosas así suceden en la Antártida: los hielos milenarios guardan secretos que aún no se han develado. Numerosas investigaciones se centran en el suelo del continente blanco, en busca de las propiedades y habitantes (bacterias, sobre todo) de esa agua que se mantiene congelada desde hace millones de años.
Pero Srta. Periodista no estaba capacitada para hallar agua. Tampoco para conseguir dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno. Necesitaba desentrañar qué cosa era eso de «hacer agua». Pronto llegaron a explicarle el abc del léxico antártico.
Hacer agua era subir a la buhardilla de la casa en donde se encuentra un enorme tanque, abrir las canillas, solicitar por teléfono que envíen agua a la casa X, y esperar pacientemente a que el tanque se llenara.
Primer desafío antártico: superado.
El segundo día la casa de pronto comenzó a temblar completa, como si fuera a volarse en cualquier momento, y la temperatura del interior bajó casi hasta el punto de congelación (exagerada, Srta. Periodista).
Otra vez al teléfono, le informaron que claro, que todos los recién llegados pasaban un frío de la gran siete porque en sus casas nadie había cargado el gasoil necesario para la calefacción. Eso y que afuera había una tormenta con vientos de ciento veinte kilómetros por hora. Algún valiente, sin embargo, se acercaría a su casa con el combustible necesario.
Segundo desafío antártico: logrado sin bajas.
8.
Otras cuatro noches pasó Srta. Periodista en base Esperanza. Y, como los verdaderos exploradores, que son testigos de momentos únicos en la historia, le tocó estar junto al último grupo humano que convivió con perros en el continente blanco.
En 1951 el Ejército Argentino llevó, a la base San Martín, un grupo de perros del Ártico. Eran de las razas husky, siberiana, groenlandés y malamute. Con el tiempo, esos perros se fueron cruzando y nació la raza polar argentina.
En su primer recorrido por la base, Srta. Periodista quiso acercarse a la hermosa jauría que descansaba a la intemperie (todos muy bien atados), y fue rápidamente advertida por el enfermero veterinario. Esos perros de hermoso pelaje, que aullaban como lobos, mantenían su espíritu salvaje y exigían respeto. Uno de ellos acababa de cazar a un pingüino incauto, y las huellas de sangre lo señalaban como culpable.
La manada, que durante años había tirado de los trineos y eran capaces de detectar grietas ocultas en la nieve, regresaba ese 1992 al continente, para siempre, por alterar la ecología del continente blanco, tal como se habían comprometido todos los países con bases antárticas.
9.
El cuarto día, a la Srta. Periodista le informaron que el buque rompehielos Almirante Irízar había llegado a buscar a las familias que ya habían permanecido un año en la base. Le explicaron que podía regresar con los demás o quedarse y regresar en unos meses o vaya uno a saber.
Todos los grandes descubridores tuvieron que tomar decisiones capaces de cambiar sus vidas en un instante. Continuar o regresar. Vivir o morir. La cabeza de nuestra joven era, en ese momento, un bullir de ideas. Si se iba, ¿volvería alguna vez? Si se quedaba, ¿soportaría la soledad, el clima, sabría que hacer cada día? ¿Y si la atrapaba la larga noche?
El sentido común le ganó a la ilusión, y se preparó para el regreso.
Adiós, pingüinos; adiós baño Piper; adiós glaciar Buenos Aires; adiós su primera casa; adiós nieve; adiós Antártida. Gracias por tanto.
Un helicóptero la llevó de la base al buque y allí, por supuesto, nadie sabía quién era ni de dónde había salido, hasta que en una lista aparecieron las misteriosas palabras: Periodista (fem), y se abrieron las puertas de un bonito camarote en el nivel correspondiente a los oficiales.
Una semana estuvo a bordo del rompehielos Irízar, mientras el buque descargaba en base Marambio lo necesario para que sus pobladores enfrentaran un nuevo invierno. Fue un tiempo lento, de noches blancas, de focas descansando sobre témpanos, de unos pocos mareos, de algún susto. Para romper el hielo, la proa del buque se desliza sobre la superficie y la aplasta con todo su peso, eso provoca un ruido de trueno y un golpe como de choque de automóviles al que hay que acostumbrarse para no creer, cada vez, que había que abandonar el Titanic y conseguir un lugar en los botes (de todos modos había listas muy ordenadas sobre el lugar de cada uno en los botes. El único nombre que no aparecía, el lector puede imaginar cuál era).
10.
Durante su estadía a bordo del rompehielos, el enfoque exploratorio de la Srta. Periodista cambió. Aunque el océano nunca le ofreció el mismo paisaje, la naturaleza dejó lugar a lo humano. El buque, a cargo de la Armada Argentina, era un mundo en sí mismo: varios pisos, comedores, consultorio médico, odontológico, quirófano, biblioteca, kiosco, capacidad de potabilizar el agua, etc. La vida allí seguía unas estrictas y a veces insólitas reglas que se regían por el grado militar o la profesión de cada uno. Cuanto más cerca del cielo, mayor estatus. Así, el nivel de los camarotes individuales de los oficiales quedaba debajo del nivel del capitán pero encima del de suboficiales. Y los soldados rasos ocupaban un nivel que los dejaba bajo el mar. En cada piso las costumbres y hasta la cultura diferían y ni siquiera la comida que se servía cada día era la misma.
Fueron calmos y a veces tediosos los días sin noches en el buque (¿acaso la vida del explorador debería ser siempre pura emoción?). Días de comenzar a ordenar el material obtenido y de comenzar a creer lo increíble: Srta. Periodista había estado allí.
Una semana después de su arribo al buque, regresó el Hércules a base Marambio y comenzó la vuelta al continente.
Pasaron más de treinta años. La Srta. Periodista ahora es una señora escritora con marido, hijos, perro y difícilmente podría dejarlo todo para ir tras un sueño.
¿Alguna vez quisiera regresar a la Antártida?
Claro que sí.
Porque ni la era de las exploraciones ha terminado ni el deseo de conocimiento se extingue alguna vez.
Magnífico artículo, me he emocionado leyéndolo.
Qué buen artículo, de los que deseas que no se acaben.