Durante casi toda mi vida he ido persiguiendo a los nómadas y a los genios o espíritus. Y a ellos he dedicado mis libros y películas. Ya fuera en los oasis de Egipto, entre los marinos árabes del Índico o con los animistas del África Occidental. Para el encuentro en Marrakech me pidieron que presentara un libro que considerara decisivo y escogí The Siwa Oasis, del egiptólogo egipcio Ahmed Fakhry, cuya lectura me acompañó durante varios años mientras hacía trabajo de campo en el desierto egipcio.
El artista armenio Chant Avedissian me habló por primera vez de aquellos lugares perdidos y me animó a recorrerlos. La oportunidad me llegaría unas semanas después de la mano del poeta Mohamed Seif, oriundo de Dahla, en el desierto líbico. Un oasis de gran extensión que, con sus acacias diseminadas, recordaba a una sabana africana en época de sequía. El oasis había sido lugar de gran valor estratégico durante la época de los faraones porque defendía el valle del Nilo del hostigamiento continuo de las tribus del desierto. Fue importante, además, porque su producción de cereales contribuía generosamente a las reservas del llamado «granero de Roma», cuando el clima era más favorable y abundaba el agua. Hasta principios del siglo XX el oasis era una importante etapa en las rutas de caravanas que del Sudán se dirigían a El Cairo con cargamentos de productos exóticos como pieles de animales salvajes, plumas de avestruz, cuernos de elefante y esclavos. La peligrosa ruta atravesaba Baher al Raml, un temido océano de arena en el que la supervivencia se hacía difícil. Estaba jalonada por los esqueletos de esclavos y animales muertos que, como mojones espectrales, guiaban a los camelleros durante las tempestades de arena, en las que el día se convertía en noche.
En los oasis de Egipto descubrí un modo de vida que no había roto todavía sus vínculos con el mundo antiguo. No existían la televisión ni los teléfonos. Los campesinos eran casi autosuficientes y la vida seguía el fluir de los viejos tiempos. Durante dos años los libros de Ahmed Fakhry me acompañaron porque, además, tanto como los restos arqueológicos le interesaba la gente del desierto. Aquella cotidianeidad me fascinó. Creí llegar a un mundo que parecía detenido en el tiempo, pero el mismo doctor Fakhry aludía a ese falso sentimiento pues ya antes de los años cincuenta hablaba de los cambios que estaban sufriendo los oasis en cuanto a costumbres y aspecto. Decidí tratar de capturar el espíritu del lugar. A los campesinos en sus quehaceres diarios. Ya fuera en los vergeles o en los momentos de asueto, alrededor de un fuego, bañándose en pozas de aguas calientes o cantando en el palmeral. Pero mi trabajo iba a quedar incompleto. Me faltaba conocer Siwa, el más remoto y secreto de aquellos lugares. A principios de la década de los 80, aquel oasis era un lugar prohibido no solo a los extranjeros, sino a los propios egipcios por su importancia estratégica, al estar a dos pasos de una Libia hostil. Gracias a mi empeño conseguí un salvoconducto de tres días en la localidad costera de Marsa Matruh, la antigua Amonia, llamada así en honor al dios Amón. En aquel puerto desembarcó Alejandro Magno con el propósito de dirigirse a Siwa, llamado también el oasis de Amón-Zeus o el oasis del Sol, donde se encontraba el oráculo, consultado por Píndaro o Pitágoras, que llegó a competir con el de Delfos. Alejandro Magno se perdió en el desierto, y muy a punto estuvo de ser sepultado por una tempestad de arena, cuando dos serpientes silbantes surgieron de la nada y le guiaron hasta el templo del oráculo, donde Amón-Zeus le confirmó su paternidad.
Siwa me impactó. La antigua ciudadela de adobe se erguía como un termitero sobre una roca calcárea en el palmeral del que sobresalían las colinas redondeadas de Djebel al Dacruur y la de Djebel Mauta, horadada por tumbas faraónicas y pasadizos cubiertos de frescos. Entre los vergeles se encontraban manantiales rodeados de antiguos muros de piedra, donde se refrescaban los campesinos tras las duras jornadas de cosecha de aceitunas o dátiles. Por la noche, bajo la Vía Láctea, se contaban historias alrededor de un fuego. En ocasiones, un músico se traía una simsimía, una suerte de cítara egipcia, y acompañándose de palmas y del percutir en bidones o botellas de los asistentes, cantaba estrofas que eran repetidas por todos. Aquel lugar guardaba un secreto y su magia era tan potente que, de regreso a El Cairo, gracias a mi empeño, conseguí un insólito permiso de estancia de dos meses.
Durante años, el nombre de Siwa, al igual que los de Samarkanda, Zanzíbar o Tomboctú, había despertado en mí el deseo de partir. Siwa, conocida en la Antigüedad como el oasis de Amón-Zeus, era un destino difícil por su cercanía a una levantisca Libia que por aquellos tiempos vivía la revolución de Gadafi. El oasis se hallaba bajo una jurisdicción especial y el acceso estaba vedado incluso a los egipcios. Tan solo los beduinos de Marsa Matruh podían desplazarse allí, como siempre habían hecho, para intercambiar tapices de lana, cabras y ovejas por aceite y dátiles. Se trataba del enclave más oriental de la cultura beréber, propia de los territorios situados en el occidente del islam, y sus habitantes hablaban un idioma de un tronco lingüístico completamente distinto al árabe.
Tras dejar Marsa Matruh, la escasa vegetación de pequeños árboles frutales y olivos dio paso a campos pedregosos donde sobrevivían retorcidas higueras y pastaban pequeños rebaños. Las pastorcillas beduinas ponían en vereda, a certeras pedradas, a las cabras que intentaban alcanzar los higos alzándose sobre las patas traseras. Los camellos rumiaban junto a las toscas tiendas de lana de la tribu de los Awlad Ali. A los pocos kilómetros todo se volvió aún más seco. Pronto alcancé un páramo donde el viento hacía rodar matas de espinos y levantaba pequeños torbellinos de arena que succionaban cuanto encontraban a su paso. Corrían como peonzas girando sobre sí mismos hasta que chocaban con una gran piedra u otro obstáculo, descargando cuanto arrastraban. Los beduinos decían que se trataba de efrits o duendecillos. Pasado un tiempo, el terreno comenzó a elevarse y se tornó en un desierto gris y pedregoso, entristecido aún más por los veloces nubarrones del Mediterráneo, que parecían a punto de dejar caer una lluvia que siempre se resistía pues, tarde o temprano, un sol de luz lechosa acababa por abrirse paso durante largos minutos, para ocultarse de nuevo.
Caía la noche y pronto aparecieron los jerbos, llamados también ratas canguro, unos divertidos roedores que se movían a saltos sobre las dos patas traseras. Los faros iluminaban la carretera y en dos ocasiones quedaron deslumbrados por unos segundos los bellos fenec, los pequeños zorros del desierto, de color claro y hocico pronunciado. La conversación era casi imposible y al poco el hombre se durmió. En algunos tramos la carretera parecía cuajada de pequeñas luces. Eran los ojos de grandes escorpiones, de cacería nocturna, que devolvían la luz de los faros del coche.
Superado el último control militar, la carretera comenzó a descender hacia la depresión en la que se encontraba el oasis. Puse una de aquellas casetes beduinas que me había regalado mi amigo Anwar y la melopea hipnótica me hizo apreciar cada segundo del descenso al soñado oasis de Siwa. Detuve el coche y salí. La luz de una luna menguante, pero aún poderosa, se abrió paso entre los nubarrones que venían del Mediterráneo y, como en una aparición, surgieron grandes formaciones de rocas calcáreas: paralelepípedos, conos, pirámides y otras formas geométricas que me parecieron perfectas, como caprichos de los dioses arrojados sobre el océano negro de palmeras y lagos de sal cristalizada resplandecientes a la luz de la luna. Pasé el resto de la noche durmiendo en el coche, frente a la antigua ciudadela de casas derruidas que recordaba a un gigantesco termitero. Una inesperada lluvia en 1926 había disuelto el adobe de alto contenido en sal como si fuera caramelo. Al fulgor de la luna creí encontrarme en el mítico oasis de Zarzura.
Las noticias volaban en el oasis. Aún andaba dormitando cuando la policía vino a buscarme. Les mostré mi permiso y me alertaron de la prohibición de dormir en las casas de los siwies. Preferí no alojarme en la Guest House impersonal del Gobierno, alejada del centro, y me instalé en el único fonduq del oasis, un lugar espartano y limpio, en compañía de un maestro de escuela y un cheij de la mezquita de Al Azhar que velaba por evitar la recaída de los siwies en sus «depravadas costumbres». Era vox populi que desde tiempos inmemoriales hacían como los hombres de Lot y «practicaban la sodomía» entre ellos. Desde mi ventana dominaba el zoco y la ciudadela derruida.
Me palpé el bolsillo. Sí, conservaba la recomendación que mi amigo Am Anwar del oasis de Bahariya había escrito para su antiguo patrono Yusif Mansur. En el desierto las cartas obraban maravillas. Lograban que se abrieran las puertas de una población obsesionada por la genealogía y la pertenencia al clan. El saludo habitual era: «Inta min min?» («¿Tú, de quién eres?»). Am Anwar había trabajado para Yusif en la recogida del dátil y la aceituna. Recordaba aún la lengua siwi y me enseñó la treintena de palabras no olvidadas, como agursini (perro) o aman somatem (agua fría). Cuando le dije que quería visitar el oasis de Siwa, escribió una larga carta sin saber si su amigo estaría vivo o muerto, pues no había vuelto a tener noticias de él.
(Continuará)
Un lujo tener aquí a Jordi Esteva. Escribe con la esencia de los sueños.