En el Diario de los Goncourt
21 de diciembre de 1907
Cena con Lucien Daudet, que habla con una pizca de elocuencia zumbona de los diamantes fabulosos que lucía sobre los hombros Mme. X…, diamantes que Lucien calificó con un precioso lenguaje, a fe mía, con un pensamiento propio de un artista, con ese deletreo sabroso de sus epítetos que delatan al escritor del todo superior, de piedra en definitiva burguesa, un poco simplona que no puede compararse a, por ejemplo, la esmeralda o al rubí.
Y en los postres, Lucien nos lanza desde la puerta que Lefebvre de Béhaine le decía esta noche, a él Lucien, y contra la opinión expresada por esa encantadora mujer que es Mme. de Nadaillac, que un tal Lemoine ha descubierto, al parecer, el secreto de la fabricación de diamantes. El hecho supondría, al decir de Lucien, un ruinoso cataclismo en el mundo de los negocios, ante la posible depreciación del stock de diamantes aún sin vender, cataclismo que muy bien podría acabar llegando hasta la magistratura y conducir a la cárcel a este Lemoine para el resto de sus días en un in pace, por delito de lesa bisutería.
Esto es más impresionante que la historia de Galilea, más moderno, se presta mejor a la artística evocación de un ambiente, y así de pronto veo un precioso tema para una obra teatral a nuestra medida, una obra en la que podría decirse mucho sobre el poderío de la gran industria de hoy, un poderío que dirige, en el fondo, el gobierno y la justicia, y que se opone a lo que tiene de calamitoso para ella todo nuevo invento.
Como broche de oro, le traen a Lucien la noticia, dándome el desenlace de la obra ya esbozada, de que su amigo Marcel Proust se habría matado tras el desplome de los valores diamantíferos, desplome que se habría comido una parte de su fortuna.
Curioso personaje, asegura Lucien, este Marcel Proust, un hombre que al parecer vivía sumido en el entusiasmo, en el ohdiosmío ante ciertos paisajes, ciertos libros, un hombre que por ejemplo estaría completamente prendado de las novelas de Léon. Y después de un largo silencio, en medio de la expansión enfebrecida de la sobremesa, Lucien afirma: ―No, no es porque se trate de mi hermano, no vaya a creer, monsieur de Goncourt, de ninguna manera. Pero, en fin, preciso es contar la verdad. Y cuenta esta pulla que sobresale de manera encantadora en el juego miniaturizado de su relato: «un día, un caballero hizo un inmenso favor a Marcel Proust, el cual para agradecérselo lo llevó a comer al campo. Pero he aquí que charlando, el caballero, que no era otro que Zola, se negaba en redondo a reconocer que no había habido nunca en Francia más que un escritor grande en verdad y al que solo Saint-Simon se le acercaba, y que ese escritor era Léon. A esto, diantre, Proust, olvidando la gratitud que debía a Zola, de un par de bofetadas lo envió a rodar diez pasos más lejos, con las cuatro pezuñas al aire. Al día siguiente se batían en duelo, pues, pese a la mediación de Ganderax, Proust se negó por completo a una reconciliación».
Y de repente, en medio del ruido de las mazagraneras1 que nos vamos pasando, Lucien me hace al oído, en un tono quejumbroso de lo más cómico, esta revelación: «Vea usted, yo, monsieur de Goncourt, si, siquiera con la Fourmilière, no entiendo esta moda, es que hasta las palabras que dice la gente las veo, como si pintara, al capturar un matiz, con la misma veladura que la Pagoda de Chanteloup».
Dejo a Lucien, la cabeza me hierve con este asunto de diamantes y suicidio, como si acabaran de verterme en ella varias cucharadas de sesos. Y en la escalera coincido con el nuevo ministro de Japón que, con su aspecto un tantito monstruoso y decadente, aspecto que le da cierto parecido con el samurái que sostiene, en mi biombo de Coromandel, las dos pinzas de un cangrejo de río, me cuenta amablemente que estuvo durante mucho tiempo de misión con los Honolulus, donde la lectura de nuestros libros, de mi hermano y míos, era la única cosa capaz de apartar a los indígenas de los placeres del caviar, lectura que se prolongaba hasta muy entrada la noche, de un tirón, que los intermedios consistían únicamente en mascar tabaco de unos puros del país que se conservan en largos estuches de vidrio para protegerlos durante la travesía de cierta enfermedad que les provoca el mar. Y el ministro me confía su afición a nuestros libros, relatando que había conocido en Hong-Kong a una gran dama, de lo más importante en aquellas tierras, que solo tenía dos obras en su mesita de noche: La Fille Elisa2 y Robinson Crusoe.
22 de diciembre
Despierto de mi siesta de cuatro horas con el presentimiento de una mala noticia, pues he soñado que el diente que tanto me dolió cuando Cruet me lo arrancó, hace cinco años, había vuelto a salir. Y justo después Pélagie entra, con esta noticia que traía Lucien Daudet, noticia que no entró a contarme para no perturbar mi pesadilla: Marcel Proust no se ha matado, Lemoine no ha inventado nada de nada, a lo sumo sería un estafador y ni siquiera demasiado hábil, una especie de Robert Houdin3 manco. ¡Menudo gafe tenemos! ¡Por una vez que la vida anodina, acolchada de hoy, se artistizaba y nos ofrecía un argumento de teatro! A Rodenbach, que esperaba a verme despierto, no pude esconderle mi decepción, ya empezaba a animarme, a soltar tiradas escritas de cabo a rabo, inspiradas por la falsa noticia del descubrimiento y del suicidio, falsa noticia más artística, más verdadera, que el desenlace demasiado optimista y público, el desenlace a lo Sarcey4, que era el verdadero según Lucien le contó a Pélagie.
Y fue la mía una verdadera indignación susurrada durante una hora a Rodenbach sobre esta mala suerte que nos ha perseguido siempre, a mi hermano y a mí, que convierte desde los mayores acontecimientos a los más insignificantes, desde la revolución de un pueblo hasta el catarro de un apuntador, en sucesivos obstáculos levantados contra el éxito de nuestras obras. ¡Esta vez el sindicato de joyeros tiene que intervenir!
Entonces Rodenbach me confesó lo que pensaba con toda sinceridad, que era que este mes de diciembre a mi hermano y a mí nos ha sido siempre infausto, pues conllevó las acciones penales contra nosotros, el fracaso orquestado por la prensa de Henriette Maréchal, el grano que me salió en la lengua en vísperas del único discurso que he tenido que pronunciar nunca, grano que hizo decir a algunos que no me había atrevido a hablar ante la tumba de Vallès5 cuando fui yo quien pidió hacerlo; un conjunto de fatalidades que, dijo supersticiosamente este norteño y artista que es Rodenbach, debería llevarnos a evitar emprender nada durante este mes. Entonces, yo, interrumpiendo las teorías cabalísticas del autor de Brujas la Muerta para ir a ponerme un frac, obligado por la cena en casa de la princesa, le suelto, dejándolo a la puerta de mi vestidor: «Entonces, Rodenbach, ¡usted me aconseja que reserve el mes de diciembre para morirme!».
Los hermanos Goncourt
En español no existe todavía una edición completa del Journal de los hermanos Edmond (1822-1896) y Jules de Goncourt (1830-1870). La selección más reciente fue publicada en 2017 —véase bibliografía al final de este apartado—. Lo cierto es que sería verdaderamente heroico traducir la obra completa, no solo por su extensión, también porque requiere un aparato de notas significativo para facilitar al lector moderno el ameno viaje por el último cuarto del siglo XIX francés que encierran sus célebres y adictivas anotaciones.
Hablemos primero entonces de los Diarios, famosos porque ofrecen, junto a descripciones y observaciones de indiscutible calidad literaria, un fresco del mundillo político, literario, cultural y de la alta sociedad de su tiempo, sembrado de chismes y de opiniones no siempre agradables para los personajes retratados. Los diarios arrancan el 2 de diciembre de 1851, con el golpe de Estado de Napoleón, y terminan con la muerte del mayor de los hermanos, Edmond. Cuando Edmond de Goncourt murió, el 16 de julio de 1896, a los setenta y cuatro años, había sobrevivido treinta y seis a su hermano Jules, fallecido de sífilis cuando rondaba los cuarenta años. Edmond había tomado el relevo de Jules en la redacción y mantuvo la firma conjunta; todas las opiniones coinciden en que aportó calidad literaria, factor que añade atractivo de cara a su parodia. En su testamento, ordenaba que los cuadernos manuscritos de sus memorias permanecieran sellados durante veinte años y que, transcurrido ese tiempo, quedasen depositados en la Biblioteca Nacional para permitir su consulta y edición. Entre 1887 y 1896, Edmond había publicado varios volúmenes con extractos de los Diarios, la obra más conocida de los hermanos y la que mejor ha superado la criba del tiempo desde el punto de vista comercial.
El testamento, redactado en julio de 1884 y abierto a la muerte, en 1896, del dramaturgo, crítico y diarista, encargaba al ejecutor testamentario, Alphonse Daudet, la creación de la Académie Goncourt, que estaría integrada por diez miembros. La Academia concedería cada año un premio de 5000 francos a una obra literaria y una renta anual de 6000 francos a cada uno de los miembros del jurado. El fundador razonaba su voluntad en el interés de evitar a los escritores originales «el trabajo sucio del periodismo», además de servir de contrapeso a la Académie Française —los miembros del jurado Goncourt tienen prohibido ser miembros de esta institución—, a su juicio escasamente innovadora. Los herederos impugnaron el testamento pero su demanda fue desestimada. El Journal no llegó a publicarse íntegro en Francia hasta 1956, debido a las presiones de la Academia, que quería evitar escándalos similares al que estalló cuando se publicaron algunos extractos en vida de su autor. El antisemitismo manifiesto de Edmond de Goncourt es el asunto que más puede incomodar hoy a quienes necesiten canonizar a los autores en lugar de tomarlos como testimonios de primera línea de una época y comprenderlos en su contexto.
Tableau vivant del último cuarto del siglo XIX para muchos, catálogo de chismes o de comentarios desagradables para otros; peor, sin embargo, que un comentario malicioso sería la omisión completa de su persona y así le sucede a Proust, de quien sin embargo circulan tantos comentarios críticos, burlones o sarcásticos en todo tipo de memorias, diarios y correspondencia de la época. Diesbach tacha este pastiche de venganza por la «absoluta indiferencia» que Edmond de Goncourt le manifestaba cuando coincidían en casa de los Daudet. No es posible estar de acuerdo: no solo porque el filo del pastiche va en otra dirección, como confirma el segundo y más famoso pastiche de los diarios que Proust atribuye al mayor de los Goncourt, que aparece en El tiempo recobrado, y que vale la pena leer acompañado del análisis del profesor y especialista en Proust Jean Milly, también porque en 1919, el mismo año que se publicaba el volumen de los Pastiches et Mélanges, Marcel Proust ganó el Premio Goncourt por A la sombra de las muchachas en flor, segundo volumen del ciclo de la Recherche.
La relevancia de la obra de los Goncourt como inspiración para Marcel Proust en principio sería comparable a la de Balzac: los hermanos encajaban en el grupo de interés del joven escritor por pertenecer a la clase alta, eran rentistas, herederos de una gran fortuna —modesta según otros—, cultivaban una vida social que les daba acceso a un trato directo con políticos, editores, escritores y artistas. Los Goncourt le brindaban un arsenal de información, un planteamiento narrativo que contribuirá a definir el propio, aunque depurándolo de los rasgos que va a parodiar; además, actúa como revelador de una concepción novedosa del tiempo de la narración y del tiempo dentro de la narración. Al igual que Régnier y el propio Proust, los hermanos sentían pasión por el siglo XVIII francés. El lector del pastiche que no haya leído nada del Journal original ni de la ingente bibliografía académica moderna dedicada a los hermanos podría creer equivocadamente que carecen de interés literario y que su vigencia depende exclusivamente del contenido en chismes en torno a la vida y costumbres de la elite contemporánea. Al contrario, Edmond demuestra no solamente un enorme bagaje cultural, sino una mirada artística que sabe convertir su detalladas descripciones en imágenes muchas veces admirables. Precisamente el atractivo de tales descripciones puede actuar como trampantojo y, como ha sucedido con el estilo naturalista al que se adscriben los hermanos, llevarlo a su caducidad por saturación. De este peligro se da cuenta Proust y, como hace o hará con el resto de autores parodiados, el pastiche es un instrumento de «ascesis» que, según anota Milly, le permite leerse a sí mismo, así sea como reacción. El mismo profesor Milly resume la función del pastiche proustiano al tratar de los dedicados a los Goncourt, destacando el más famoso y comentado que incluye en El tiempo recobrado: «tiene una función de memoria de la literatura universal, aunque entendida como memoria creativa que confiere formas nuevas a la literatura del pasado».
Japonofilia
La afición al arte oriental de Goncourt aparece parodiada con la mención del biombo de Coromandel encadenada a otros tópicos de los diarios, como son las lujosas posesiones que exhibían en su casa y la vanidad literaria plasmada en abundantes referencias al éxito que cosechaban sus obras fuera de Francia. Así se ve en los aduladores comentarios que le hace el ministro de Japón, al que encuentra cierto parecido «con el samurái que sostiene, en mi biombo de Coromandel, las dos pinzas de un cangrejo de río». Este tipo de biombos, de origen chino aunque reciben el nombre del puerto indio desde donde solían exportarse a Europa, estaban de moda como artículo de lujo desde ya el siglo XVII y aún hoy pueden verse como fondo de algún retrato fotográfico de alta costura. El diseño, a base de pan de oro e incrustaciones de piedras semipreciosas sobre un fondo oscuro lacado y brillante de color negro marronáceo, solía presentar escenas cotidianas típicamente orientales. A Proust debió de parecerle cómico sustituir la habitual escena elegante compuesta por flores, pájaros y figuras humanas en un bucólico paisaje por la del samurái y su cangrejo de río. El detalle del lujoso biombo y de la presencia del ministro de Japón apenas revela la enorme importancia que esta cultura tenía para los Goncourt, que se jactaban de haber sido los primeros en descubrir el arte de este país y de darlo a conocer entre un amplio grupo de connoisseurs. La colección de arte y objetos japoneses que llegaron a reunir en vida fue subastada a su muerte para dotar la Académie Goncourt y si no pudo ser aún más importante y valiosa se debió a la competencia que les hacían «los ricos judíos».
La importancia del arte japonés y de la cultura que se expresa a través de él actúa en la vida de los Goncourt como contrapeso a los cambios sociales que traía consigo la aceleración industrial. Ya en el siglo XX encontramos en Roland Barthes un gesto estético similar aunque sometido al análisis semiótico, recogido en El imperio de los signos.
Drama naturalista… gafado
El género del pastiche tolera libertades como la inclusión de personajes contemporáneos en escenarios del pasado y en amistoso comadreo con el ilustre parodiado. Así encontramos a Lucien Daudet —quien a la muerte de Edmond de Goncourt apenas tendría unos dieciocho años— como personaje secundario poniendo al corriente al diarista del asunto de los diamantes. Lucien, hijo del célebre Alphonse Daudet —autor de Cartas desde mi molino y al que Goncourt designaría su ejecutor testamentario—, era entonces y fue siempre un hombre guapo, atildado, de buenas maneras. Escritor y pintor, vivió a la sombra de su padre y en la actualidad es más conocido por su relación sentimental con Proust.
Lucien, tan guapo y «tan artista en el menor de los detalles» de su persona, incluida la entonación de su voz, no se deja hechizar por la vulgaridad de unas piedras que tacha de «burguesas» y que aún lo serán más cuando se fabriquen a nivel industrial, según se deduce de la noticia que transmite al anfitrión de la cena: el formidable descubrimiento de un tal Lemoine, con consecuencias sísmicas en el mundo de los negocios. El ir y venir de noticias sobre el asunto está recreado con buen ritmo, de modo que muy pronto el relato se centra en el descalabro económico que ha provocado a los inversores de la De Beers la pérdida de cotización de sus acciones, a remolque de la revelación del fraude. Y entre los afectados está Marcel Proust, de nuevo descrito a través de las palabras de Daudet, enterado de las nuevas por Lefebvre de Béhaine, diplomático francés (1829-1897), un habitual en la vida de los Goncourt, con los que estaba emparentado y mantuvo una nutrida correspondencia a lo largo de cuatro décadas.
En el retrato que hace de un Proust entusiasta de las letras aparece el joven agasajando a Émile Zola, al que lleva a comer al campo para terminar discutiendo con él y no solo llegando a los puños sino además derribándolo. ¿Por qué razón tan sensible muchacho pierde los estribos y las formas? Porque Émile Zola se niega a admitir que el mejor escritor francés sea Léon Daudet. Mecachis, se dirá el lector actual sin saber a qué bando apoyar, me estoy perdiendo el quid de un debate literario que empujó a Marcel Proust, descrito siempre como hombre sensible, reticente al conflicto y adulador, y cabe deducir que refractario a la violencia, a retar en duelo al autor de la monumental saga de los Rougon Macquart. La gracia de este episodio, pues la tiene, es que Zola tendría razones para negarse en redondo a conceder a Léon Daudet cualquier laurel porque el hermano de Lucien fue un antisemita indisimulado —fundador en 1908 del diario ultranacionalista Action Française, de ultraderecha—, mientras que Zola publicó el alegato Yo acuso con motivo del affaire Dreyfus (1894), defendiendo la inocencia del militar francés acusado de espía, un montaje, razonaba Zola, urdido por la condición de judío del capitán. El escritor continuó denunciando el antisemitismo ya desde su exilio en Londres, con graves consecuencias para su economía y su salud.
Dicho de otro modo: este pastiche escrito a la manera de Edmond de Goncourt va cargado de situaciones y de reacciones que invierten la realidad. Si provoca la risa o la sonrisa imaginar al joven Proust, judío, intimando al viejo pero valiente Zola a elegir padrinos para dirimir en el campo de honor si un conocido antisemita es o no el mejor de los grandes escritores franceses, es porque las afrentas que el autor de Los placeres y los días estaba dispuesto a «lavar en sangre» eran las que lo acusaban de pederastia. Así sucedió cuando un escritor, Jean Lorrain, reveló en su crónica del Journal su liaison con Lucien Daudet. Proust y Lorrain se batieron en duelo en 1897.
Obsolescencia del naturalismo
El duelo literario con Zola Proust podía librarlo limpiamente sobre el papel. Tanto la obra de Zola como la de los Goncourt se adscribe al naturalismo, mientras que el proyecto literario de Proust se orienta a trascender el realismo que en su vertiente más crudamente materialista se expresa mediante lo que él tachará de trampas de la percepción, trampas que provocan el tipo de falsas certezas que el realismo ha esclerotizado, como es la necesidad de un orden histórico, de un relato cronológico de los acontecimientos.
En el pastiche están precisamente muy bien articulados los temas del caso Lemoine, un asunto sacado del natural como quiere el naturalismo, y el tratamiento melodramático que Edmond de Goncourt daba a sus argumentos. Conocido el fraude de la fabricación de piedras preciosas, las acciones de la compañía diamantífera caen provocando pérdidas importantes en algunos de sus accionistas. Entre estos se cuenta Proust, que al perder su fortuna se ha quitado la vida, aseguran los rumores más truculentos. Por menos de una ruina súbita y un suicidio, el diarista no está dispuesto a ponerse a la tarea de levantar una pieza teatral. Parodia de esa fidelidad a «lo real», a la vida como es, el pastiche remeda con más simpatía que sarcasmo la inclinación al victimismo del escritor cuando sus obras no obtenían el éxito calculado. Achacaba entonces su fracaso a una conspiración de los hados y de sus muchos enemigos, en contraste con los aplausos que las saludaban en el extranjero. Dentro de ese apego a «lo real» hay que interpretar la frustración al descubrir que Proust, bochornosamente estafado por un bribón de tres al cuarto, y pese a todo lo que se cuenta de su sensibilidad de esteta, sensible al honor hasta el extremo de contrariar todo decoro y jerarquía para defender en un duelo sus opiniones, no se suicida. La única salida lógica… dentro de los parámetros del realismo flaubertiano, zoliano y goncourtiano. Conviene subrayar y advertir que, a fin de cuentas Proust está empleando una teoría de la novela moderna de principios del XX, época de transformaciones y revoluciones, como lupa con que examinar la literatura de finales del XIX.
El pastiche de los hermanos Goncourt es uno de los más simpáticos dentro del conjunto, el de formulación literaria menos enrevesada, siendo a la vez fiel al estilo, sintaxis y temas recurrentes del original —las comidas, la necesidad de cambiar de atuendo para acudir a sus muchos compromisos, la vanidad literaria y la sátira de los personajes que hacen el ridículo en la alta sociedad—. En cuanto ejercicio literario, Proust adelanta aspectos que perfeccionará en la novela, como es el arte de presentar a un personaje a través de la mirada de otro y la imagen deformada que resulta.
Además, a través de este pastiche Proust reconstruye su propia imagen ante la opinión pública que le importa, la de la élite cultural. En torno a la publicación material de sus textos, en forma de artículos y luego reunidos en libro, orquestaba unas maniobras complicadísimas de seducción y captación de voluntades que a veces dejaban a las personas dispuestas a complacerlo confundidas y sin saber qué hacer. En cualquier caso, con humor se redime de sus temerarias audacias como inversor, que tanto le reprochaban su paciente asesor financiero y sus padres mientras estuvieron vivos para admirar sus osadías: según Rubén Gallo, el «estilo inversor» de Proust forma parte de la gama de masoquismos que cultivó, una forma de placer culpable que a la larga supuso perder una considerable cantidad de dinero. Ya hemos señalado los guiños al tema judío y deja claro que si alguien tenía razones para lamentarse de ser infravalorado como escritor era él.
(1) Las mazagraneras son tazas especiales para tomar esta bebida a base de café, licor marrasquino y azúcar.
(2) «La Fille Elisa, Garnier Laffont, París, 2015. La novela de mayor éxito desde su publicación en 1877, superó a las novelas previas de los hermanos Goncourt. Es la historia de una prostituta criminal. La Fille Elisa arroja una luz cruda sobre dos mundos marginales: los burdeles y las cárceles. Al describir la descomposición psíquica de una “fille de rien”, una muchacha sin fortuna, condenada desde su nacimiento a la pobreza y al desamparo, Edmond de Goncourt, asediado por el recuerdo de su hermano Jules, que había muerto afásico siete años antes, crea una gran novela sobre el silencio. Cautivador estudio donde el “estilo artista” se combina con la desnudez violenta de la intriga». France Culture.
(3) Famoso mago de la época. Jean-Eugène Robert Houdin, sus memorias inspiraron el cambio de apellido del célebre Harry Houdini, cuyo verdadero nombre era Erich Weiss.
(4) Francisque Sarcey, (1827-1899), dramaturgo, crítico y periodista francés, autor de Quarante ans de théâtre (1900-1902), recopilación de sus críticas publicadas póstumamente. Pese a su gran cultura, tendía a aplaudir obras mediocres pero animadas y del gusto del público y a mostrarse duro con obras de mayor calidad, incluso obras maestras, pero en exceso complicadas para el parisino medio. (L. Herling Croce)
(5) Referencia a la complicada relación que los Goncourt mantuvieron con Jules Vallès, marcada por rechazos y afinidades profundas. En 1864-65, Vallès experimentó la revelación del realismo de los Goncourt. Fue el inicio de unas (extrañas) relaciones, literarias y humanas, que se prolongaron hasta la muerte de Vallès, y luego en el recuerdo de Edmond. A finales del Imperio, Vallès, periodista en el “progreso de Lyon”, brindó un apoyo cálido a la obra de Goncourt; los hermanos colaboración en “La Rue” (1867). Pesé a que Goncourt se expresó con dureza sobre L’Enfant et du Bachelier, Vallès mantuvo su opinión acerca de los Goncourt como revolucionarios que ignoran serlo. (Ed. Leo S. Olschki, 1990). Los verdaderamente interesados vean de Roger Ballet, Les Goncourt et Vallès, Une reencontré, 1990; aquí.
Bibliografía de los hermanos Goncourt:
- Diario. Memorias de la vida literaria (1851-1870), Edición y traducción de José Havel. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2017, 376 páginas.
- Journal de la vie littéraire, 3 volumes, Éditions Robert Laffont, 1989.
- Katsaros, Laure — «The Goncourt Brothers: Reflected in the Magic Mirror of Japan»,
The Massachusetts Review, vol. 57, Nº 3 (FALL 2016), pp. 490-511.
Sobre el pastiche y el premio Goncourt de Proust
- Milly, Jean «Le pastiche Goncourt dans Le temps retrouvé», en Revue d’Histoire littéraire de la France, PUF, année 71, num. 5/6, Marcel Proust (Sept. – Dec., 1971) pp, 815-835.
- Laget, Thierry, Proust, prix Goncourt, Gallimard, París, 2019. Existe traducción en español : Proust, premio Goncourt, trad. Laura Claravall, Ediciones del Subsuelo, Barcelona, 2019.
Este texto pertenece al libro Pastiches de Marcel Proust. El caso Lemoine publicado por Jot Down Books.