En 1977, mientras se reformaban las instituciones políticas para ajustarlas al sistema democrático occidental, unos combates intelectuales durísimos surgieron entre los españoles. Los más avezados en la vida política advirtieron pronto todo lo que había que hacer para cancelar el régimen anterior y para orientar a toda una generación, que al cabo era la mía, en la necesidad de valorar la educación, el arte, la literatura y el pensamiento, mientras que los más pusilánimes mostraban un gesto de estudiado escepticismo hacia esos deseos. Una vez más, no era la primera ni sería la última, se debatió las posibilidades de una aceleración del curso de la historia española, y se buscó la manera de participar en los objetivos comunes de la república de las letras occidental; se asimiló así el retraso con el aislamiento, sin atender las muchas excepciones que habían tenido lugar. Se decía entonces que la política sacaría el casticismo del territorio del pensar y se confió en la estrategia de los partidos políticos para tal fin. Sin embargo, la señal definitiva de que estábamos a las puertas de un falso movimiento se produjo cuando comenzaron a tomarse las primeras decisiones respecto a la selección del profesorado universitario encargado de aplicar esas medidas.
Amarilleado por la leyenda, tono habitual de cualquier pasado que se necesita olvidar, el espíritu del 77 sigue estando en la memoria en este verano del 2024, en el que, desde la revista Jot Down, se propone formalizar un manifiesto intelectual que haga de guía para no perder una nueva oportunidad de integrar el pensamiento español en los temas debatidos en los países de su entorno. La fatiga, los intereses de partido y los ancestrales recelos crean los mayores obstáculos en este ambicioso y necesario objetivo. Me adentro en esta querella, consciente del espectáculo de un país envuelto en llamas, con el fin de desplegar desde un análisis de los orígenes, vale decir del punto de partida, un arbitraje como muestra de moderación.
En 1977 éramos optimistas y lo confesábamos con un poco de psicodelia en las formas. Una y otra vez recurríamos a esa necesidad de expresar la inquietud con estudios básicamente humanísticos. Algunos proponíamos escribir sobre el pasado para afrontar el reto del futuro. Estaba claro que en ese año íbamos a ser juzgados por nuestros actos como había ocurrido en 1898 con la generación que se enfrentó a la decadencia política trufada de crisis del concepto nacional, o en 1927 cuando se cuestionó la dictadura militar de Primo de Rivera a través de la literatura, el arte y la pedagogía vinculada a la Institución Libre de Enseñanza. E igual que en las dos últimas ocasiones la pregunta era la misma: ¿habría líderes capaces de establecer el orden de prioridades y de tomar decisiones para dirigir el cambio?
El adjetivo cambio dado a lo empezado en aquel entonces, guarda relación con el cumplimiento de promesas relacionadas con la imaginación moral que decía Lionel Trilling. ¿Pues acaso no se forjan objetivos difíciles de cumplir, comenzando por la responsabilidad de la clase dirigente? La sociedad española fracasó en el intento de alcanzar las ambiciosas metas a las había sido llamada, y se desplomó al asumir principios ilusorios en la redacción de una constitución con puntos oscuros que ha necesitado de un club de intérpretes, el llamado Tribunal Constitucional para ajustarles a los intereses de una parte. Herencia orteguiana en el culto a unas minorías capaces de controlar a las masas mediante una tensión autogenerada en los periódicos, verdaderos artefactos de propaganda de carga prolongada. Desde los primeros pasos se vio que el control era engañoso, pero la sacralidad de la máquina que lo movía invitaba, de todos modos, a venerarlo. Herencia de los viejos liberales: en el cuarto poder reside la convicción de que hay que hacer poco y decir que se hace mucho, pues ese poco que se hace se sublima mediante la idea del momento adecuado para la metamorfosis del sentido de las palabras y las cosas que condujo entre nosotros al análisis del ensimismamiento y la adolescencia robada.
En 1977, el desprecio por el presente se expresaba en la negación del azar en la historia. Marxismo de segunda clase, encerrado en una actitud fragosa a las ideas que estaban cambiando Occidente. La causticidad sobre los debates de la duración era uno de los placeres más extendidos que el poder concedía a los jóvenes que se adentraban en la procelosa carrera académica. Sin embargo, había muchos que se escaparon de la burla como mecanismo de polarización: pensadores de incógnito para todos, incluso para sí mismos. Intempestivos.
La querella española afrontada en estas páginas es la clara consecuencia de la frustración derivada de la decepción moral provocada por los padrinos del cambio en los años que siguieron a 1977. En esa decepción comenzó todo. Se desnaturalizó el esfuerzo y la excelencia en la selección de las personas que deberían dirigir la nueva época; la educación dejó de ser valiosa, dejándola en manos de postillones interesados en sostener la ideología de quienes le aupaban en lugar de afrontar los temas debatidos en los centros internacionales de alta cultura. La situación se hizo irreversible cuando el gobierno de Felipe González, con el ministro José María Maravall, hijo del eximio historiador del Barroco, promulgó en agosto de 1983, la ley de reforma universitaria, en sus siglas LRU, en la que una administración sujeta a los dictados gubernamentales se hizo con el control la enseñanza superior. La ruptura de los equilibrios tradicionales del acceso a la universidad (se puso fin a las odiadas oposiciones) originó un largo conflicto con la autoridad del catedrático que se vio mermada por una burocratizada red dependiente del gobierno. La LRU, en lugar de mejorar los criterios de selección, se convirtió rápidamente en un coladero de medianías con más amargura que formación, gracias a una obscena maniobra administrativa, llamada «perfil», que matizaba el título de una plaza, de modo que uno podía acceder a una cátedra de historia con estudios de arqueología, de ética con trabajos de estética, de física con investigaciones de química. En fin, un atropello en toda línea. La universidad, vista como el centro de la alta investigación en materias de pensamiento, se fue dedicando cada vez más al control de sus propios profesores, progresivamente más tentados por la perspectiva de la defección. Los mejores abandonaron la enseñanza y se refugiaron en la industria cultural (en estos años yo perdí para la enseñanza más de diez de los mejores estudiantes que he tenido nunca, bueno, los perdió mi universidad, pero a ella le daba igual, que se convirtieron en brillantes actores del pensamiento y de la vida cultural). De esta forma, la LRU surgida a raíz de la victoria electoral del PSOE en 1982 para conducir el país a la modernidad se fue transformando en un férreo mecanismo de sujeción y control de los profesores que se resistían a doblar la rodilla a las consignas gubernamentales. Siempre que podían, los oligarcas trataban de llevar a cabo dos operaciones estrechamente vinculas entre sí: cancelar las plazas que podían favorecer el ascenso de alguien no afecto al régimen político y abandonar el debate de ideas procedentes del exterior. Y así, las materias de estudio se hicieron ajenas al sentir colectivo fuera de nuestras fronteras. Por ejemplo, cuando en Occidente se invitaba a investigar los efectos de la pastoral en la conducta social, aquí se proponía analizar las relaciones de producción en las fábricas del siglo XIX; cuando se estimulaba a formar parte de un debate sobre el amor y la sexualidad, que era además un argumento para dirimir el papel de las mujeres en el pasado, aquí se primaba el interés por la nación (o las naciones) en forma de panfletos sobre tradiciones inventadas; cuando se sugería acudir a un foro para debatir los modos de trabajar el mito aquí se insistía sobre la renta feudal y la lucha de clases en las sociedades precapitalistas. Nunca se planteó la necesidad de pensar una materia (desde la metafísica a la física cuántica o la historia medieval) lejos del descuello burocrático, desde donde reconocidos personajes de dientes afilados se dedicaban a demoler los puentes que conectaban España con la cultura occidental. Hubo excepciones a ese comportamiento, y ese es el problema. No fue por falta de personas, ni de talento, ni de sensibilidad, fue una trama ideológica urdida para evitar la conexión internacional en el campo del pensar, como se hacía en el campo de la economía, de la empresa, de las relaciones militares (al final se entró en la OTAN y su máximo oponente en España llegó a secretario general), del turismo masivo y, por qué no decirlo, de la fruición por el entretenimiento y las vacaciones sostenidas por el emergente bajo coste de los billetes aéreos. Pocos negociados fueron ajenos al sentir general por el cambio, menos el negociado del pensar, fundamento de la libertad y de la dignidad de los ciudadanos. ¡Pensar, el territorio olvidado por la transición!
La operación, orquestada desde arriba, fue sombría por sus efectos, aunque higiénica si se aspiraba a mantener un perfil bajo en las áreas donde se fraguan los métodos de pensar. Luego comenzó la deriva cuando todo eso quedó enmascarado por la ideología. Al instalarse el cambio en el Gobierno se supo al fin que España se convertiría en un país materialmente rico, pero espiritualmente pobre. El objetivo era obtener una olimpiada para 1992, no crear los fundamentos de un debate sobre lo sucedido quinientos años atrás. ¿A quiénes le importaba el pasado? Pensar se convirtió en un consumo de ideas ajenas gracias a una creciente industrial del libro que traducía sin parar argumentos que por una ironía habitual entre nosotros estaban vetados en la carrera académica. (Así se llegó a la absurda situación de conceder un doctorado honoris causa a un profesor extranjero con los mismos criterios que se le negaba un sexenio de investigación a un profesor español). Se anuló de este modo, poco a poco, pero intencionadamente, el espíritu del 77, en el que se exigía que hubiera cada vez más políticos que razonaran por sí mismos y más pensadores que intervinieran en los debates internacionales e incidieran críticamente sobre el devenir de la vida española, sin esperar al desgaste de su declive. Cuando el poder conduce a un país a la arrogancia de mostrarse lo que en realidad no es, el arte del pensar desde los márgenes es la única salida. Por eso, la piedra angular del razonamiento de los críticos al casticismo consistió en abrir las humanidades a las ideas procedentes de la antropología, la historia, la filosofía, la sociología que se fraguaban lejos del control de los mandamases locales mostrando la complejidad como la sustancia del acto de pensar críticamente. ¿Fue así como ocurrió? Sí. Fue así. ¿Quieren pruebas? Las puedo dar sin ira.
Yo soy una de esas pruebas. Mi testimonio personal en 1977 puede sumirnos en una molesta incomodidad, no solo por las leyendas que se crearon sobre él a modo de exorcismo o por la excesiva notoriedad ajena al carácter plutarquiano (ver a alguien desde el espejo del otro), sino porque a medida que se plantea como un trozo de aquel tiempo nos vemos obligados a reconocer ese melodrama llamado transición política. Desde mis seminarios en la universidad, proponía pensar los temas debatidos por entonces en los centros de la alta cultura occidental y lo hacía siguiendo la orientación recibida de Georges Duby: en el exclusivo territorio de la historia, pensar es imaginar, y por tanto me proponía acompañarle para que juntos imagináramos cómo había sido la sociedad feudal; desde la manera de entender su clase dirigente la revolución agrícola del siglo XI o de profundizar en el sentido de la memoria de los antepasados como principio de legitimidad; el maestro me proporcionaba el aliento y el espacio para hacerlo, yo aportaba los viejos estudios de fenomenología como sustento de un análisis hermenéutico de los documentos, especialmente genealógicos y literarios (cantares de gesta o novelas de Bretaña). El resultado era innovador porque en aquel 1977 él era por indudable vocación el gran animador de la historia en el mundo. La adopción de esta metodología en una siniestra universidad de provincias, atrapada en un marxismo de segunda clase, provocó dos respuestas contradictorias: la de los estudiantes que mayoritariamente se sumaban al deseo de participar en la grandiosa ilusión de que se puede crear todo de cero: cero es la revolución de la voluntad intelectual capaz de cuestionar el origen de las cosas desde la genealogía; la segunda respuesta fue la de los mandamases con su condescendiente desdén hacia ese planteamiento que calificaban de sospechoso, moda pasajera, mera mímesis de lo que se hacía en París o Münster. Los mordaces firmaban trabajos sin valor alguno, y nunca entendieron que con esa genealogía del saber se replanteaban los temas claves del pensar: diferencia y repetición, palabras y cosas, imagen y representación, juego y normas estéticas, y un largo etcétera. Los líderes de los debates mostraban una cercanía a las vanguardias de los viejos -ismos, aunque insistían en renovar los conceptos y la línea argumental. Conceptos como estructura, imaginario, duración, conocimiento local, inquietud de sí, fuentes del yo y tantos otros cortejaban a los intelectuales fueran o no partidarios de la posmodernidad; línea argumental como sentarse detrás de un escritorio y responder ante un micrófono a las preguntas de jóvenes con la osadía del espíritu revolucionario del 68, al menos tal cual se mostraban en público para anunciar las premisas de la nueva era con estimulantes infinitivos: precisar, corregir, equilibrar, leer, escuchar, mirar y, por fin, exhumar una época, un argumento, una idea, un personaje. ¡Entré en ese mundo y lo pagué caro! Tuve que seguir años de vivaque para mantener ese firme desafío, y años de reclusión en una celda que llamaba despacho, más de treinta. Pero hice bien. Al proponer mis estudios en las sedes internacionales del saber crítico era consciente de que lo hacía porque no era una meta fácil, sino porque era difícil, porque mi desafío servía para medir lo mejor de las energías, las mías y las de quienes me escuchaban en las aulas. Con el paso de los años he recibido la respuesta de si hice bien al actuar así: yo estaba en lo cierto. El zapato que dejé caer en alguna noche de batalla cultural era el que al final me ha permitido renacer.
La querella española que acoge Jot Down en sus páginas es también una prueba de lo que quiero decir aquí, al ser la palpable demostración que la historia siempre regresa y que 2024 contiene un inquietante paralelismo con 1977. Aparecen así preguntas de la renovable ordalía intelectual: ¿Qué queda de aquellos mandamases de antaño ofuscados en el desdén ante lo nuevo? ¿Qué queda de sus maniobras de descrédito, de sus ironías cargadas de hipocresía y de sus acicaladas calumnias que alteraron gravemente los espacios de la alta investigación y que hoy se revelan como el germen del extendido rechazo a Occidente? La respuesta es esta: queda una universidad resignada al papel subalterno en los proyectos de investigación europeos; limitada a planear estrategias con gestores en los departamentos, y de lo que hay en ellos: desidia, apatía, irrelevancia. Asimismo, queda la decepción al comprobar que la renuncia a las propuestas culturales, políticas y sociales de 1977 ha facilitado en 2024 la furia de la cancelación de todo lo que tenga que ver con la alta cultura que nos ha traído hasta aquí; y, por último, queda la convicción de que la renuncia al espíritu del 77 sirve a un tercero que permanece oculto, reduciendo la crítica intelectual a una queja profesional fácil de resolver.
En mi calidad de expatriado de este mundo, que me cuesta procesar tanto o más que los viejos tapices de los salones manieristas, he llegado a la convicción de que la alarmante situación intelectual de España no la resolverán charlatanes que centran su horizonte de expectativas en una mascarada, rígida en sus contenidos, pomposa en sus formas, y nada preocupada por el ridículo. A partir de la crisis de 2007, muchos de nosotros estamos apoyando la creación de un coro contra el conservadurismo de las políticas a menudo llamadas sin motivo progresistas. Digo de un coro porque no veo otra manera de avanzar hacia el futuro que recuperar el principio revolucionario de Esquilo capaz de hacer que muchas voces anuncien un solo mensaje: la necesidad de analizar cualquier episodio desde sus orígenes para comprender su desenlace. Así se ha hecho desde la Orestíada hasta hoy. Y de este modo llego a la conclusión de que pensar no es cualquier cosa, más bien todo lo contrario: es la única virtud mágica que nos queda ante el desafío de la vida.
José Enrique Ruiz-Domènec es escritor e historiador. Catedrático en la Universidad Autónoma de Barcelona, conferenciante distinguido en el Collège de France y en el Colegio de México. Autor de El sueño de Ulises (Taurus, 2022) (traducido a seis idiomas, incluido el chino) es un referente internacional en los estudios del Mediterráneo. De próxima publicación en editorial Taurus: Un duelo interminable. La guerra cultural en el largo siglo XX.
Ensayistas, filósofos, historiadores e intelectuales abordan uno de los grandes enigmas de la cultura española: el motivo por el cual permanece apartada del fecundo diálogo de los pensadores europeos.
- «Un terco y doloso complejo», por Basilio Baltasar.
- «La lengua de Ortega y Gasset», por Víctor Gómez Pin.
- «Sin asiento en la Gran Jerga», por Miguel Herrero de Jáuregui.
- «Debilidad y fortaleza de la filosofía en España», por Norbert Bilbeny.
- «Por qué no existe la »Spanish Theory»», por Antonio Valdecantos.
- «Pensar no es cualquier cosa», por José Enrique Ruiz—Domènec.
- «Un asunto delicado», por Anna Caballé.
- «Una cultura que se desprecia a sí misma», por Ignacio Gómez de Liaño.
- «Una cuestión de fe», por Ana Rosa Gómez Rosal.
- «Las voces de las diversas periferias», por Sonia Contera.
- «Las dimensiones ocultas y el lado oscuro de la ciencia en España (que inventen ellos)», por Juan José Gómez Cadenas.
- «La obstinada singularidad ibérica», por Carlos Collado Seidel.
- «En las orillas del Sena», por Almudena Blasco Vallés.
- «La España de la insignificancia tecnológica», por Pablo Artal.
- «La excepción baladí», por Jorge Freire.
- «La periferia del imperio», por Raffaele Simone.
Réplicas a La querella española
- «Filosofía española por el mundo», por David Teira.
- «La situación actual de la filosofía española en el contexto internacional», por Antonio Diéguez.
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