No sería desacertado afirmar que Suzanne Valadon (1865-1938) fue la bohemia definitiva: criada en la pobreza entre unas calles parisinas donde aprendió a buscarse la vida desde pequeña, alistada como acróbata bajo las carpas circenses, parroquiana habitual del cabaret Le Chat Noir, convertida en musa y modelo para los pinceles de artistas como Toulouse-Lautrec o Renoir y, finalmente, reinventada como pintora autodidacta capaz de demoler tabúes a golpe de lienzo. Valadon cumplía todos los requisitos imaginables para constituir uno de los personajes más fascinantes y representativos de las corrientes artísticas que fluían por Montmartre a principios del siglo XX, durante aquel periodo bautizado con la lustrosa denominación de belle époque. Pero también es cierto que su producción, a pesar de ser una de las más emblemáticas de dicha era, ha vivido durante mucho tiempo eclipsada por la de otros autores (varones) contemporáneos, e incluso por el renombre y las caóticas tropelías de su propio hijo, el también pintor Maurice Utrillo (1883-1955).
En Barcelona, durante estos días y hasta el uno de septiembre, el Museu Nacional d’art de Catalunya, en colaboración con el Centre Pompidou-Metz y el Musée d’art de Nantes, acoge la muestra Suzanne Valadon: Una epopeya moderna comisariada por Eduard Vallès y Philip-Dennis Cate. Una exposición que supone la primera gran antología sobre Valadon organizada en España. Un enorme homenaje a la vida y obra de la artista a través de más de cien obras, cuarenta y ocho de las cuales solo pueden verse en Barcelona. Una oportunidad insólita para (re)descubrir a una de las figuras más fascinantes de la pintura francesa.
Valadografía
Suzanne nació como Marie-Clémentine Valadon en Bessines-sur-Gartempe, en la región francesa de Lemosín. Su madre era lavandera y su padre era incierto, puesto que la primera, una suiza llamada Madeleine Valadon, nunca tuvo nada claro quién podría haber sido el segundo. Lo llamativo es que para la primogénita aquella ausencia paterna no supuso un problema, sino una oportunidad: la de ponerles las cosas difíciles a los biógrafos del futuro al inventar infinidad de hazañas fantasiosas sobre su progenitor. A lo largo de su vida, al presentarse en sociedad, Marie-Clémentine tan pronto aseguraba que su padre cumplía condena en la cárcel por fabricar monedas falsas o por su ideología política, como se declaraba hija de un noble adinerado o juraba haber sido abandonada y posteriormente encontrada en una cesta de ropa.
En el mundo real, la existencia de Madeleine Valadon era azarosa. La mujer vivía en la miseria, estaba estigmatizada socialmente por tener una hija ilegítima, se sumergía en los alcoholes con asiduidad y era profundamente infeliz. En 1870, tomó la decisión de mudarse junto a su hija a París para asentarse en una pequeña villa ubicada en la colina Montmartre. Un distrito donde muchos otros desamparados también decidieron instalarse cuando la modernización general de la urbe, llevada a cabo por Georges-Eugène Haussmann, encareció el nivel de vida, elevando las rentas hasta alturas poco sanas para los bolsillos humildes. Durante aquellos años, las empedradas callejuelas de Montmartre, ajenas a las transformaciones de la capital, recibieron a todas las criaturas que habitaban en los márgenes: las familias empobrecidas, los obreros humildes, los buscavidas, las prostitutas, los chulos e incluso, ojo, a los artistas. Un séquito de personas de existencia difusa cuya presencia convirtió la colina en epicentro de la vida alternativa y las tendencias vanguardistas. Marie-Clémentine encontró aquel nuevo entorno fascinante y, aunque su madre optó por enrolarla en un colegio religioso para que adquiriera disciplina, la chiquilla dedicó sus jornadas a hacer lo que le salía de las gónadas: vagabundear por el barrio, brincar sobre las verjas, colarse en balcones ajenos y garabatear dibujos con cualquier cosa que tuviera a mano. A los once años, abandonó la escuela en busca de algún tipo de empleo con el que ayudar a colocar el pan sobre la mesa. Y como en el siglo XIX la explotación infantil era simplemente un escalón más de la vida laboral, la pequeña pudo ejercer en terrenos de lo más variado: trabajó en un taller de sombreros, como camarera en los locales de la zona, elaborando coronas funerarias, realizando arreglos costureros y vendiendo verduras.
Tras cuatro años saltando de un oficio a otro, Marie-Clémentine aterrizó en la que siempre había sido su profesión soñada: acróbata en el circo. La adolescente logró colarse en la carpa tras haber sido introducida al mundillo de las cabriolas por el pintor (y conde) Antoine de La Rochefoucauld y el litógrafo Thèo P. Wagner. Dos señoritos muy aficionados a las volteretas en la pista, De la Rochefoucauld incluso tiene un cameo como saltimbanqui con monóculo en La amante del circo (1885) de James Tissot, que por aquel entonces se hallaban decorando un circo de los alrededores. Desgraciadamente, el paso de Marie-Clémentine por el mundo del espectáculo fue efímero: después de doce meses realizando piruetas, una aparatosa caída desde un trapecio le lesionó la espalda, finiquitando para siempre su carrera circense. Tras recuperarse de las magulladuras, Valadon se topó con Pierre Puvis de Chavannes, un pintor cuarenta años mayor que ella, y comenzó a trabajar para él como modelo al tiempo que compartían cama, porque en aquella época la relación entre los artistas y los retratados era libertina hasta alturas cuestionables. Al margen de los pubis y en el portfolio de Puvis, Marie-Clémentine protagonizaría estudios del cuerpo femenino, como este, o posaría en el rol de todos los personajes de El bosque sagrado amado por las artes y las musas (1884). Entretanto, la muchacha hubo de sufrir una dolorosa patada en el orgullo al atreverse a mostrar sus propios dibujos al pintor. Porque Puvis se limitó a despreciarlos y sentenciar, con muy malos modos, un «eres una modelo, no una artista».
En 1881, se inauguró el famoso cabaret Le Chat Noir, un club nocturno cuyo aura decadente funcionaba como un potente imán para todos los artistas, literatos y poetas de la zona. Y, por supuesto, una ubicación que Valadon convertiría en el centro de operaciones de su vida social. Chapoteando entre la marea de bohemios de Montmartre, ella acabó enredándose, a varios niveles, con los artistas al convertirse en amiga y musa de la gran mayoría. Intimó bastante con el artista barcelonés Miquel Utrillo y posó para gente como Berthe Morisot, Théophile Steinlen, Santiago Rusiñol, Federico Zandomeneghi, Vojtěch Hynais, Jean-Jacques Henner o un Pierre August Renoir que la convirtió en la bailarina de Baile en Bougival (1883) y en una de las muchachas de Las grandes bañistas (1887). Lo interesante es que durante aquella etapa como modelo, en la que se hacía llamar Maria, no se conformó con mantenerse estática, sino que analizó y asimiló las técnicas de los pintores que la retrataban para instruirse por su cuenta y riesgo, esquivando cualquier formación académica oficial, en las artes de la pintura. En 1883 dio a luz a un pequeño varón llamado Maurice, sin tener claro quién era el verdadero padre de la criatura, como era tradición en su familia. Aún así, y a pesar de que quizás no era el amante que más papeletas tenía, Miquel Utrillo lo reconoció como propio siete años después y le permitió vestir su apellido.
Marie-Clémentine también ejerció como modelo para un Henri de Toulouse-Lautrec que la inmortalizaría en pinturas como Resaca (1888) o Retrato de Suzanne Valadon (1885). Un caballero que además le otorgó a la dama su futuro nombre artístico al rebautizarla a modo de broma como Suzanne. Una chanza ilustrada, inspirada por la frecuencia con la que la chica rondaba la compañía de señores mayores, que evocaba a la escena bíblica La historia de Susana, o a cualquiera de los cuadros de Artemisia Gentileschi inspirados por ese relato donde una jovencita hacía frente a las impertinencias sexuales de dos carcamales voyeurs. Gracias a Toulouse-Lautrec, Suzanne conocería a Edgar Degas, un hombre cuya amistad «le daría alas». Porque aunque Renoir o Toulouse-Lautrec ya habían aplaudido previamente la maña de la fémina con el dibujo, la reacción de Degas ante el talento de la chica fue mucho más apasionada y motivadora: al descubrir las creaciones de Valadon, el pintor exclamó «¡Eres uno de nosotros!» y le compró unas cuantas obras, que posteriormente colgó en una pared junto al trabajo de Jean-Auguste-Dominique Ingres, Eugène Delacroix, Édouard Manet o Paul Gaugin.
Degas también se encargó de ponerla en contacto con dos de los representantes artísticos parisinos más influyentes, Ambroise Vollard y Paul Durand-Ruel, y de animarla a presentar sus cuadros al juicio de la Société nationale des beaux-arts. Una ocurrencia que convirtió a Suzanne en la primera mujer que exhibiría su obra en las dependencias de dicha entidad. Todo un logro teniendo en cuenta lo machista del sector y la dura competencia para colarse en la pomposa sociedad de las bellas artes. Durante los años posteriores, Suzanne Valadon se estableció como una de las creadoras (pintora, dibujante y grabadora) más importantes y reivindicables de su época. Fue la primera mujer en atreverse a perfilar un desnudo masculino y la artista que, gracias a su perspectiva previa como modelo, redefinió la imagen del cuerpo femenino sobre el lienzo, extirpando la idealización que ofrecían los autores varones y mostrándolo de un modo mucho más natural y sincero.
Entre su harén de queridos figuraron también el músico Erik Satie, un banquero llamado Paul Moussis que se desposaría con ella dotándola de estabilidad económica, y el joven artista André Utter, a quien Suzanne sacaba más de dos décadas de edad, que se convertiría en su muso, marido, modelo y marchante particular durante años, conformando una pareja que Valadon retrataría como habitantes del Edén en Adan y Eva (1909). En la vida privada, Suzanne tuvo que lidiar constantemente con los devenires de su descarrilado hijo, el pintor Maurice Utrillo. Un hombre con el piloto automático puesto en el modo de Autodestrucción que se perdía con frecuencia entre el alcohol o las fiestas y era un inquilino habitual de las instituciones psiquiátricas tras serle diagnosticada esquizofrenia a los veintipocos años. En la villa, la extraña familia compuesta por Valadon, Utter y Utrillo no tardó en ganarse el apodo de trinité maudite, como consecuencia de sus continuos conflictos, desventuras y reconciliaciones. Suzanne falleció un siete de abril de 1938, sumando setenta y dos años, y convertida en la bohemia definitiva. Aquella capaz de sacudir el mundo del arte desde una colina de desarraigados en los suburbios de París.
Suzanne Valadon en el MNAC
Valadon poseía alma díscola, trazas de genio y aura de leyenda. Dedicó cuarenta años de su vida al arte, a pesar de no haber pisado nunca una academia de dibujo, legando al mundo una producción en la que abundan los desnudos femeninos. Pero donde también figuran retratos, paisajes o una serie de bodegones que pinceló cuando su carrera ya estaba asentada y gozaba de reconocimiento. Su obra no se confinó a un estilo específico, sino que fue capaz de dibujar una personalidad propia en donde es posible hallar pinceladas de corrientes como el postimpresionismo, el simbolismo o el fauvismo. Pero, ante todo, Valadon destacó por su transgresión: por abordar la desmitificación del sexo y alejarse de la sobada idealización del cuerpo femenino, por atreverse a trabajar con el desnudo masculino en un mundo de hombres y por su preferencia por retratar a las clases obreras, a diferencia de lo que hacían otras artistas contemporáneas como Mary Cassatt o Berthe Morisot nacidas en entornos aburguesados.
La muestra Suzanne Valadon: Una epopeya moderna organizada por el MNAC repasa la figura de la pintora a través de más de un centenar de sus creaciones. Dibujos, óleos sobre tela y cartón, grabados, o esculturas en yeso y bronce que perfilan el trayecto artístico de una autora capaz de llevar a cabo su propia revolución. Entre ellas se encuentran piezas que reflejan su pasión por el espectáculo circense como La acróbata (1916), sus cinco reinterpretaciones de La Venus negra, varios ejemplos de su alabada serie de atípicos cuerpos desnudos y tendidos como Catherine desnuda estirada sobre una piel de pantera (1923), numerosos retratos tanto personales como por encargo, o los bodegones que adquirieron protagonismo sobre su caballete en su época más madura.
La exposición también alberga obras de artistas contemporáneos, franceses y catalanes, y se complementa con material documental para ofrecer una perspectiva del ecosistema en el que se fraguó la identidad de Valadon: la atmósfera de un Montmartre que parecía hecho a medida de aquella mujer intrépida; la cartelería parisina que suponía en sí misma un subgénero de arte popular (y que en Una epopeya moderna se presenta a través de una selección de afiches del Gabinete de dibujos, grabados y carteles del Museo Nacional); la tumultuosa vida bohemia de Le Chat Noir y sus habituales; la relación con Degas, el hombre que la apodó como «Terrible Maria» por su carácter desenfrenado; su legendario idilio con Satie; sus tormentosa relación con los dos Utrillo de su vida; o la subversiva aproximación al cuerpo desnudo que pulverizó estereotipos desde la naturalidad. Una vida audaz, una hazaña artística, una epopeya.
Suzanne Valadon: Una epopeya moderna. Exposición disponible hasta el uno de septiembre en el Museu Nacional d’Art de Catalunya (Parque de Montjuïc 08038 Barcelona). Para más información invitamos al lector a visitar la página web del MNAC sobre la muestra o escribir a su correo de contacto.