La querella española Arte Filosofía

Por qué no existe la «Spanish Theory»

Baltasar Gracián. (DP) «Spanish Theory
Baltasar Gracián. (DP)

Hace unas décadas, alguien acuñó la expresión «French Theory» para designar la filosofía francesa contemporánea que se enseñaba en las universidades estadounidenses y, en general, el pensamiento francés convertido en parte (muy influyente a veces) de la cultura anglosajona. Algo después, pareció oportuno hablar de una «Italian Theory» como nombre de la filosofía italiana traducida a otras lenguas, que no era poca ni poco enjundiosa. Aquí no nos ocuparemos de la recepción y efectos de estas dos familias de pensamiento allende sus fronteras nacionales, sino de algo a lo que no se suele prestar atención porque todo el mundo lo tiene por cosa natural y que cae por su propio peso: de la ausencia de aquello que pudiera llamarse, aunque fuese en broma o en tono crítico (como a veces ocurre con las «teorías» francesa e italiana), la «Spanish Theory». 

La verdad es que haría falta mucha imaginación y mucho fervor patriótico para descubrir un número elevado de muestras de filosofía española actual que estuvieran en condiciones de suscitar interés fuera del país y de traducirse a otras lenguas. Con los dedos de una mano habría de sobra para echar la cuenta. No faltará quien diga que ese desinterés es injusto pero, salvo en un puñado de casos, resulta muy poco probable que quien afirme tal cosa crea de veras lo que dice. De hecho, el mayor elogio que por lo general cabe tributar a una obra de filosofía de autor español es que constituye un hito memorable «dentro del panorama nacional», o «dentro de la producción en lengua española», o, con expresión que lo dice todo, «entre nosotros». Que ese libro pueda interesar en otros lugares es inconcebible, y lo es porque, casi siempre, su principal propósito (y en realidad el único) suele ser introducir en el ambiente español lo que en otros países y lenguas era ya conocido y frecuentado. Parece claro que esta clase de divulgación solo puede interesar a quien no conozca mucho el producto que se difunde, y nadie pretende, de hecho, que tales obras interesen en los lugares en que se juega el destino del pensamiento. 

A lo anterior puede replicarse que todo esto es una manifestación más del consabido atraso nacional, y entonces no será difícil detectar las causas: la cerrazón casticista, el poder de la Iglesia católica, la intolerancia, los residuos franquistas, las cortas inversiones en educación, la poca afición a viajar y aprender idiomas o algún otro atavismo. No parece, sin embargo, que en la literatura y en las artes, y tampoco en la ciencia, ocurra nada que tenga que ver con esto. Mucha o poca, hay buena literatura, buen arte, buena música y buena ciencia en España, entendiendo por tales lo que está en condiciones de ser reconocido fuera del país. Pero entonces ¿por qué Trento y la Inquisición siguen amordazando la filosofía mientras dejan libre todo lo demás?

Una buena novela de autor español es, antes que nada, una novela, y no un reportaje sobre las novelas extranjeras que los lectores españoles podrían o deberían leer. Quizá no sea fácil escribir novela en castellano sin haber leído antes mucha literatura foránea, pero nadie confunde escribir una novela con hablar de novelistas extranjeros de forma amanerada y acomplejada, resumiendo sus vidas y obras. En filosofía sí —no se sabe por qué— y esta es la rareza. Enigmáticamente, se llama hacer filosofía a resumir lo que ha dicho un autor extranjero, y se llama hacer filosofía original y novedosa a esa tarea cuando los autores en cuestión son todavía poco conocidos «entre nosotros». El mal no es el atraso porque, cuanto más se modernizan la cultura y la educación, más gravedad cobra. Cuando se lo intenta describir, se procura, como es natural, esbozar a la vez alguna clase de remedio. Mas, para que el remedio parezca verosímil, es inevitable dulcificar el diagnóstico y al final la enfermedad se presenta como un contratiempo leve que ya está en vías de curación, de modo que lo que se recomienda como terapia es seguir haciendo lo mismo que se hace, quizás añadiéndole un poco de sentido crítico, expresión que los profesores de filosofía solemos emplear para designar con brevedad y engolamiento la complacencia en los hábitos del oficio. Aquí no seguiré esa senda. Si llevo razón en lo que sostengo, creo que, por desgracia, también la llevaré en que el asunto tiene muy mal remedio, por lo menos en las próximas décadas.

Lo que suele llamarse filosofía moderna (con esta expresión me refiero a la que se dio en lo que cabe llamar modernidad temprana, entre la Reforma protestante y la Revolución francesa) no habría existido sin la conjunción de al menos dos fenómenos: de un lado el triunfo de una imagen del mundo resultante de la confianza en que todo lo que importa de la naturaleza puede trasladarse a una expresión matemática y permite, de maneras varias, la observación y la experimentación; de otro lado, el deseo de poner fin a la guerra civil religiosa y, preferentemente, de vencer en ella, erigiendo un poder ya absoluto, ya sujeto a limitación, equilibrio o división. Es fácil sorprenderse de que esos propósitos se tomasen como parte de una misma tarea y de que la filosofía se consagrase a ella desocupándose de casi todo lo demás, pero lo cierto es que, para cualquier mente europea de los siglos XVII y XVIII lo raro habría sido no admitir, con toda naturalidad, que el objeto de la filosofía era ese. Sin embargo, en los territorios de la monarquía hispánica no hubo apenas filosofía moderna, lo cual sorprende poco: lo raro habría sido encontrarla allí donde ni la física matemática y experimental ni la guerra civil confesional eran conocidas, salvo de oídas.

No abundaron en la modernidad temprana los pensadores hispanos que fueran leídos más allá de la península, pero es fácil estar de acuerdo en que hubo por lo menos dos en verdad notables, o más que notables: Francisco Suárez y Baltasar Gracián. Ambos eran jesuitas pero esto es lo de menos, porque lo cierto es que habitaban universos distintos. Una somera observación sobre lenguas y traducciones puede ser pertinente: Suárez escribió toda su obra en latín (la lingua franca de la cultura docta europea) y Gracián solo en castellano. No parece que al primero se le ocurriera nunca traducir sus obras a esta última lengua o al italiano o el portugués, que era lo que se hablaba en los lugares en que enseñó, y tampoco consta que Gracián pensase en traducirse o ser traducido al latín. La verdad es que lo contrario habría resultado inverosímil, porque uno y otro autor conocían perfectamente las reglas de sus respectivos juegos, y en ellas no entraba la pertinencia de esas traducciones. No faltará quien advierta el contraste entre estos dos jesuitas y el agustino fray Luis de León, un autor esplendorosamente bilingüe, pero tampoco fray Luis, maestro de traductores, tuvo interés en el vertido de sus obras latinas al castellano ni en el de las castellanas al latín. También habrá quien compare a Suárez con Vives y extraiga semejanzas advirtiendo que ninguno de los dos escribió en romance, mas la comparación es inapropiada, porque Vives todavía no tenía disponible a comienzos del siglo XVI ningún modelo claro de prosa vernácula, una carencia que a finales de ese mismo siglo no afectaba a Suárez, precisamente gracias al genio de Luis de León.

La historia de la traducción filosófica en España es una instructiva fábula llena de enseñanzas. Los grandes pensadores hispanos de la modernidad temprana no encontraron en sus obras materia verosímil de traducción, y este hecho (que en cada autor ofrece significados distintos) encierra un destino y una condena, porque tampoco los profesores de filosofía de la España actual esperamos, salvo en casos muy raros, que nuestras obras se traduzcan. En la España de Suárez y Gracián se cultivó una filosofía académica encapsulada y una filosofía mundana ensimismada, pero el pensamiento moderno exigía cierta clase de mestizaje entre esos mundos, una mixtura a la que solía llamarse república de las letras y que aquí era del todo desconocida. Suárez vivía en una admirable burbuja escolar y Gracián en un luminoso círculo de discretos melancólicos, espantados de la vida cortesana, y decidieron que con eso les bastaba, aunque probablemente la época ya había decidido por ellos. A nosotros también parece bastarnos nuestro acostumbrado modo de vida, que no es el de Suárez ni tampoco el de Gracián, con la diferencia de que, andando el tiempo, a este lo tradujo Schopenhauer al alemán, mientras que nosotros tendremos que contentarnos con traducir al inglés los abstracts de los peipers que vamos segregando. Hay una maldición en nuestras burbujas y en nuestros círculos, que nos hace herederos de todo lo malo sin recibir nada bueno. Por fortuna, esto solo ocurre en filosofía, lo cual proporciona un enigma. Pero poco ganamos haciendo lo que hacemos, que es ignorar el enigma y dar por buenas todas nuestras miserias. Dejemos, de momento, el asunto así.

Puede ser útil ahora saltar unos pocos siglos y situarse a finales del primer tercio del XX, cuando unos pocos filósofos de primera clase lograron desmentir la maldición de que se hablaba hace un momento. De pronto, la filosofía española cobró una estatura insospechada, como si tuviera siglos de tradición a sus espaldas, aunque no tardaría en encorvarse y menguar como si estuviera condenada al enanismo. Ortega es el principal protagonista de este episodio, junto con algunos profesores más (por orden de edad Besteiro, García Morente, Zubiri, Gaos y Zambrano) a los que se suele agrupar bajo el nombre de «Escuela de Madrid», y lo fue al lado de pensadores tan sobresalientes como Unamuno y como D’Ors, y de escritores filosóficos tan imprescindibles como Antonio Machado. Esa constelación intelectual se deshizo, según es más que sabido, con la guerra civil, pero la tarea filosóficamente importante en relación con el destino de la llamada Escuela de Madrid no consiste en calibrar cuán ilustrado y moderno habría sido el panorama cultural de la ciudad o del país si los miembros de dicha escuela hubieran seguido enseñando en la universidad, sino otra mucho más incómoda de responder: en caso de que la historia política española hubiera sido otra (y no creo que nadie pueda imaginar sin mucha indecencia un final feliz de la guerra civil, pero vamos a dejar esto ahora de lado), ¿podríamos confiar en que aquellos profesores hubieran tenido entre sus alumnos a gentes no solo expertas en glosar sus obras, sino también lo bastante sólidas y audaces para rebelarse contra ellos, como fue habitual en la Europa del siglo XX cuando los discípulos alcanzaban la madurez, y para erigir, a partir de esa rebelión, obras filosóficas originales y enjundiosas? 

Una tradición intelectual no es una sucesión de adhesiones, sino una secuencia de desviaciones, de heterodoxias y de extravíos, que se mide por su capacidad de transformar las influencias en traiciones y estas últimas en casos ejemplares de lealtad. Allí donde los discípulos no reniegan de sus maestros no hay tradición, sino escolástica, y la ironía de las tradiciones consiste en que, pasado el fragor de la revuelta, se descubre que el maestro vale lo que valen sus alumnos díscolos. El franquismo fue, sin duda, culpable de una represión cultural concienzuda (aunque muy torpe en verdad), pero ¿fue el causante de nuestro letargo filosófico posterior? En general, las políticas de represión cultural suelen constituir acicates muy poderosos para el espíritu, y eso es, no en vano, lo que ocurrió en la España de Franco en el ámbito literario. No así, desde luego, en el filosófico.

Muchos lectores de estas líneas saben que, si bien las preguntas que acabo de plantear no pueden contestarse, sí que hay una respuesta muy cierta y fácil para otra interrogación que se asemeja mucho a ellas. Desconocemos, en efecto, qué habría pasado hacia 1950 con los discípulos académicos de los grandes profesores si estos hubieran permanecido en la Facultad de Filosofía de Madrid, pero sí sabemos lo que le pasó a Ortega con Gaos y con Zambrano en los años iniciales de la Ciudad Universitaria. Los dos distanciamientos no fueron, desde luego, del mismo tipo. La joven ayudante de Zubiri salió llorando del despacho de Ortega cuando don José advirtió que aquella chica empezaba a ir por otro lado («¡Qué hermética es usted, hijita!»), distinto del que correspondía, mientras que el también joven catedrático de Introducción a la Filosofía (y rector de la universidad al poco tiempo), pronunció una conferencia sobre el maestro que a este no le resultó muy grata: «Había debido de intuir», dirá Gaos, «que el discípulo intentaba la salvación de sí mismo intentando la salvación de la enorme circunstancia que para él era el maestro, por la única vía por la que divisaba salida, la de “potenciar” lo natural del maestro frente a lo adventicio en él». La posibilidad de estas rupturas, precisamente de esta clase de rupturas, fue lo que la guerra civil cortó de raíz, y en esto consistió (no en otra cosa) la quiebra de la tradición de la Escuela de Madrid. Suena a paradoja, pero lo entiende cualquiera: las tradiciones se rompen cuando dejan de consistir en una sucesión de rupturas. No es bueno que los filósofos se alejen físicamente entre sí, porque entonces la distancia geográfica y política usurpa el papel que debería corresponder al distanciamiento filosófico, un fenómeno para el que es muy recomendable la cercanía. De manera que sí: el franquismo rompió la Escuela de Madrid, pero lo hizo porque bloqueó sus quiebras futuras, provocando que la obra de estos autores se redujera a materia de una exégesis casi siempre mimética. 

Voy a terminar estas notas ya. Seguramente nos habría ido mejor en la España de comienzos del siglo XXI si hubiéramos tomado a Ortega como un filósofo y no como un mayestático personaje público, si nos hubiéramos librado de la sedación que provocan la prosa y el léxico de Zubiri y si hubiésemos hecho con Gaos y con Zambrano lo que ellos hicieron con Ortega (algo que, por cierto, quizá sea todavía posible en el caso de la autora de El hombre y lo divino). Yo me atrevería a propugnar la conveniencia de tomar (si aún cabe tal cosa) a los grandes pensadores españoles del siglo XX como gentes contra las que es pertinente pensar, lo cual exige leerlos como leemos a los autores de otras naciones y lenguas. Qué menos que tributarles ese elemental respeto. Quien lee a Rosenzweig, a Wittgenstein, a Weil, a Heidegger o a Arendt lo hace con la expectativa de sufrir sacudidas filosóficas fecundas, pero quien lee a Ortega suele hacerlo en busca de documentación sobre el ambiente político-cultural de Madrid o de España, y normalmente uno y otro lector encuentran lo que buscaban. Se trata, sin embargo, de propósitos muy distintos. Esta era la primera observación que quería registrar aquí. Me quedan otras dos, que solo puedo esbozar muy toscamente. 

La segunda es que la cultura española no ha sabido definir de manera solvente los modelos del género ensayístico, lo cual repercute mucho, y no para bien, en una filosofía académica desdibujada y colonial. Aquello que cuenta como ensayo es muy a menudo tan solo non-fiction de consumo rápido y lectura fácil, un género que no espera mucho de la inteligencia y atención del lector, pero que al autor le exige todavía menos. Si fuese más frecuente un ensayo ambicioso y sin concesiones a la pereza ni a la trivialidad, puede que algunas muestras de este género estuvieran cerca de las fronteras de la filosofía o las hubieran traspasado, y eso contribuiría a una saludable desintoxicación de la actividad filosófica, hoy sumergida en el lenguaje burocrático y gerencial y en la visión oficinesca del mundo. No digo que todos los profesores de filosofía tengan que ser buenos escritores, pero sí creo que deberían abominar de la clase de discurso que ordinariamente cultivan. Muchos opinadores creen que la filosofía debe acercarse a la gente hablándole como lo haría la perfecta mezcla entre el presentador de televisión, el animador de piscinas y el gestor de recursos humanos, algo que no contribuye mucho a que la población respete la filosofía ni estime su enseñanza. En la cultura española, lo poco que ha habido de filosofía ha estado, por regla general, cerca de la literatura, y esa modesta tradición sugiere la conveniencia de un ideal de prosa a contrapelo de la lengua oficial del consumo y el entretenimiento. Quizá me equivoque, pero no parece que vayamos por ese camino.

La tercera observación, que será muy breve, atañe a las relaciones entre filosofía e ideología. La cultura española no ha entendido bien que, cualquiera que sea la espontánea visión del mundo que uno y los suyos tengan, la filosofía es siempre otra cosa. El pensamiento filosófico no es la prolongación sesuda de las ideologías políticas ni la munición de las guerras culturales, sino algo que, cuando se practica con seriedad, ataca sin misericordia los cimientos en que se fundan los hábitos mentales y sentimentales de los individuos y de los grupos, a izquierda y a derecha. Ponerse a hacer filosofía implica poner en riesgo lo que uno opina y lo que toma como señas sagradas de identidad y de diferencia. Es muy humano no correr ese riesgo, pero entonces se renuncia a la filosofía y se hace otra cosa, aunque a esa otra cosa se la suela llamar fraudulentamente filosofía. En los lugares en que esta se cultiva con solvencia, las gentes tienen, sin duda, identidades, opiniones y emociones, pero no las confunden con el pensamiento, el cual es peligrosísimo para la adaptación al medio y para la satisfacción de las necesidades sociales. Tampoco me parece que los vientos soplen en esta saludable dirección ni que una sorprendente «Spanish Theory» vaya a asaltar el día menos pensado los cielos de la cultura cosmopolita, y ni siquiera sus atalayas1.


Antonio Valdecantos (Madrid, 1964) es catedrático de Filosofía Política y Corrientes Actuales de la Filosofía en la Universidad Complutense. Sus últimos libros publicados son El complot de los elementos. Breve tratado sobre la narración, el espacio y la catástrofe (2023), La modernidad póstuma (2022), Noticias de Iconópolis (2022) y El hecho y el desecho. Notas para una contrateoría de la cultura (2022).

La querella española 

Ensayistas, filósofos, historiadores e intelectuales abordan uno de los grandes enigmas de la cultura española: el motivo por el cual permanece apartada del fecundo diálogo de los pensadores europeos.

  1. «Un terco y doloso complejo», por Basilio Baltasar.
  2. «La lengua de Ortega y Gasset», por Víctor Gómez Pin.
  3. «Sin asiento en la Gran Jerga», por Miguel Herrero de Jáuregui.
  4. «Debilidad y fortaleza de la filosofía en España», por Norbert Bilbeny.
  5. «Por qué no existe la »Spanish Theory»», por Antonio Valdecantos.
  6.  «Pensar no es cualquier cosa», por José Enrique Ruiz—Domènec.
  7. «Un asunto delicado», por Anna Caballé.
  8. «Una cultura que se desprecia a sí misma», por Ignacio Gómez de Liaño.
  9. «Una cuestión de fe», por Ana Rosa Gómez Rosal.
  10. «Las voces de las diversas periferias», por Sonia Contera.
  11. «Las dimensiones ocultas y el lado oscuro de la ciencia en España (que inventen ellos)», por Juan José Gómez Cadenas.
  12. «La obstinada singularidad ibérica», por Carlos Collado Seidel.
  13. «En las orillas del Sena», por Almudena Blasco Vallés.
  14. «La España de la insignificancia tecnológica», por Pablo Artal.
  15. «La excepción baladí», por Jorge Freire.
  16. «La periferia del imperio», por Raffaele Simone.

Réplicas a La querella española

  1. «Filosofía española por el mundo», por David Teira.
  2. «La situación actual de la filosofía española en el contexto internacional», por Antonio Diéguez.

Notas

(1) Permítaseme una nota sobre traducción, tradición y traición. Lo aquí dicho sobre la importancia de la tarea del traductor para el examen de esta clase de asuntos debe mucho al artículo de Miguel Herrero de Jáuregui «Sin asiento en la gran jerga», publicado en junio de este año en esta misma serie sobre «La querella española». Por su parte, lo expresado sobre tradiciones y traiciones es, en gran parte, el consecuencia de haber leído, con el mayor interés, el libro de Víctor Méndez Baiges La tradición de la intradición. Historias de la filosofía española entre 1843 y 1973, Tecnos, Madrid, 2022.

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33 Comments

  1. Me parece a mí que se te han olvidado García Calvo y Sánchez Ferlosio…

    • Antonio Valdecantos

      Sí, es cierto es que no los he mencionado, pero puede que sean los dos pensadores españoles de su tiempo que más me interesan.

  2. MacNaughton

    Estoy bastante de acuerdo con este autor y el del otro dia que son realistas sobre herencia española en filosofia que no es comparable con la abundancia en pintura o literatura por ejemplo. De ahi, no entiendo el titular de «la querella española».

    Por que es asi? No creo que se pueda saber nunca definitivamente. Es un poco misterioso lo de las eclosiones culturales. En todo caso, ningun pais tiene el derecho a tradicion filosifica o novelistica o de pintura y es mejor no ceder a la idea por razones nacionalistas. A eso se referia Juan Benet cuando decia que «un pais necesita una literatura nacional como un ejercito o una armada….» . Si me acuerdo, en el contexto de su critica a Galdos.

    Escocia dio en dos generaciones, Hune, Smith, Dougald Stewart y Thomas Reid al mundo, luego muy poca cosa en fiñosofia.. Alistair MacIntyre afincado en EEUU… pero nada comparable a los años dorados de la Ilustracion ( que tambien promovian ciertas ideas muy equivocadas y dañinas, por ejemplo, su teoria de la Historia).

    En todo caso, me choca que nadie haya mencionado en los 3 articulos hasta ahora a Avaroes o el sufismo, la herencia musulmana, que claramente tiene que ver con la tradicion mistica española de San Juan de la Cruz o Teresaa de Avila…

    Con lo que sabemos de la fisica cuantica, el misticismo deja de ser algo del pasado y se hace muy presente… en el cine, hay quien lo haya tocado de forma somera como Oliver Laxe (Mimosas) y Lisandro Alonso (Juaja)…

    • Antonio Valdecantos

      En efecto, es muy cierto eso de que ningún país tiene derecho a una tradición (filosófica o de lo que sea) y muy oportuno recordar lo que dijo don Juan Benet sobre este particular. Aprovecho para señalar que la obra ensayística de Benet me parece de primerísima fila. También estoy muy de acuerdo con lo dicho sobre Averroes y el sufismo. Es muy fácil, cuando uno habla de estos asuntos, deslizarse al cabo de un rato hacia una posición tediosamente vindicatoria, como si los demás nos hubieran quitado la inteligencia, o algo parecido: no pensamos porque no nos dejan (o, cosa sobremanera ridícula: no pensamos porque hay muchos a quienes no interesa que lo hagamos, aunque ya temblarán el día en que esto ocurra). Mucho me temo que a los demás les da igual que haya filosofía española o no, y a la mayor parte de nosotros también. En realidad, poca importancia tiene que un filósofo sea de Messkirch o de Santo Domingo de la Calzada, aunque puede que sí la tenga el que, si uno es de estos lares, ya sabe que solo puede aspirar a ser oído en ellos, salvo que se traslade a otro lugar para imitar lo que se hace allí.

      • MacNaughton

        Muchas gracias, Antonio.
        Pues si, estoy de acuerdo con usted sobre los ensayos de Juan Benet, que son sensacionales, y sin traducir al inglés aún al no ser que haya habido un cambio. «Onda Y Corpúsculo en El Quijote» sobre todo quizá.

        En efecto, la filosofía no tendrá muchos lectores a estas alturas me temo. Hace poco, al hacer un viaje, me compré The New Yorker y el titular rezaba: The End of the English Major… es decir, los jóvenes de EEUU ya han dejado de apuntarse a hacer la carrera en letras inglesas, que ha sido una carrera fundamental en la cultural anglosajona durante décadas. Hoy en día, harán informática o diseño o no sé qué…

        Creo que el mundo hispano, o España en concreto, está bastante mejor. A veces me mofo un poco de los novelistas / columnistas de El Pais o El Cultural por ejemplo, pero en el fondo me alegro que las letras sigan teniendo cierto prestigio en el mundo hispano. En el mundo anglosajón, que me resulta muy materialista y culturalmente aburrido comparado a España, me temo que hace mucho dejó de ser así.

        Escocia era un país con una tradición filosófica como pocos. Formaba parte de cualquier carrera en la universidad durante siglos la asignatura de filosofía, y lo de trabajar desde «first principles». El poeta inglés Coleridge se quejaba de que «estos escoceses piensan como alemanes». Pero me temo que desde hace casi un siglo ya no. Era una de las grandes diferencias culturales de Escocia y Inglaterra que se ha dejado morir.

        Tuve la gran suerte de estudiar la Ilustración Escocesa bajo la tutela de Professor Christopher Berry en la universidad de Glasgow, un profesor brillante y inspirador. Pero pocos escoceses sabrán incluso los nombres de Hume, Smith, Hutcheson, Ferguson, Dugald Stewart o Thomas Reid. Hay retratos celebres de Hume (de Ramsay) y de Reid (de Raeburn) y aquella tradición pictórica, el retrato, también tiene que ver, ya que dichos pintores también buscaban «conocer» al sujeto a través de la pintura…

        En fin, filosofía, pintura, literatura, poesía, música, son todos fundamentales a las culturas occidentales. Pero parece que se vayan pasando cada vez más a un segundo plano…

  3. Luis Monzón

    Sobre «Spanish Theory»: dos nombres «a bote pronto», Leonardo Polo y Paz Quintana.

    • Antonio Valdecantos

      Polo es menos conocido de lo que merece, fuera del círculo de sus seguidores. Quienes lo desdeñan deberían saber que Trías lo consideraba su maestro. Y Quintana Paz, más conocido quizá por su obra periodística, es un pensador brillante y profundo. No sabía, pero lo he visto ahora, que se publicó hace unos años su tesis doctoral sobre Wittgenstein (en cuyo tribunal yo estuve, en Salamanca), que es espléndida.

  4. Innerweltlicher

    A mi pesar, estoy bastante de acuerdo con este artículo, que desnuda una realidad incómoda en el pensamiento español (e hispánico). Me permitiría añadir algunas cuestiones que quizá no estén del todo desencaminadas como explicaciones a nuestro erial filosófico en cuanto a su repercusión.

    Creo que fue Cioran quien señaló que la ausencia de pensadores verdaderamente notables en España y Rusia (en relación con el resto de países comparables de Europa), se debía a la autorreferencialidad de ambas tradiciones, más dirigidas a querellas internas y a místicas y ontológias nacional-identitarias que a problemas de alcance más universal. Aunque se trata de una explicación algo reduccionista, creo que tiene algo de verdad.

    En segundo lugar, aunque parezca una cuestión menor, lo cierto es que el castellano no se lee en el ámbito de la academia, como no sea entre los hispanohablantes a uno y otro lado del Atlántico. Podríamos hacer grandes aportaciones que, no obstante, pasarían desapercibidas en el resto del mundo.

    En tercer lugar —y esta es una reflexión más personal—, creo que a la filosofía española, y en español en general, le falta ambición, me explico: en otros ámbitos creativos o intelectuales, el éxito o la relevancia pueden aparecer en los lugares más insospechados, el ejemplo más claro sería la literatura. Es perfectamente posible, y sucede con frecuencia, que uno escriba un libro de cuentos ambientados en su Tomelloso natal, fuertemente imbuidos por el entorno y que, misteriosamente —todo es misterioso en la literatura —, puedan sorprender y entusiasmar al lector japonés, que demande varias ediciones del libro. A mi juicio esto es impensable en filosofía, pues condición de posibilidad de su relevancia es la voluntad de ser relevante, no ciñéndose al conformismo localista que caracteriza nuestra producción patria.

    Como coda, me gustaría añadir un lamento, los libros académicos españoles, al menos en las disciplinas humanísticas, suelen tener vocación de neutralidad, repasando los temas candentes en una suerte de estado de la cuestión, tomando raramente partido por una u otra opción, y más raramente aún justificando con detalle y fundamento dicha toma de partido (en claro contraste con lo que sucede en otros ámbitos lingüísticos). Creo que para el público general y para los alumnos en particular, sería mucho más instructivo cierto afán polémico —que no vacuamente querellante—, que diera pie a la reflexión y la crítica.

    En fin, parecen demasiadas cuestiones como para poder ser resueltas en menos de una generación, pero no hay que perder la esperanza. Y si no, «que filosofen ellos».

    • Antonio Valdecantos

      ¡Cuánta razón llevan Cioran y usted! Aquí somos muy dados a sustituir el pensamiento por la indagación acerca de las causas de nuestra ausencia de pensamiento, lo cual produce resultados que no siempre son muy fecundos. Me parece, sin embargo, que lo que reina en nuestros días es un injustificado clima de normalidad. El profesional del ramo da sus clases, publica sus peipers, organiza sus seminarios, va a sus congresos, evalúa a sus pares, vas pagando su hipoteca y al cabo de unos pocos años ya se ha convencido de que es un pensador cosmopolita como el que más. No escribe sobre el inspector Plinio en Tomelloso porque esto le parecería muy poca cosa, sino sobre grandes detectives internacionales, y cree (esto le parece sublime) que con tales escritos ya se ha convertido en un inspector de policía mundialmente homologado.

  5. Adrian

    Sin llegar a ser filósofo, ni atreverme si quiera a proponerme pensar en atribuirme tal etiqueta, puedo compartir el sentido de la crítica que subyace en este comentario. Pero lamento decir que no comparto el fuerte prejuicio que lleva dentro de si. Evidentemente la temática que trata es difícil de precisar en un artículo, por eso se recurre a la polémica y el prejuicio, sin quitarle la razón que pudiera llevar en alguna de sus afirmaciones. ¿Pero decir que aquí las matemáticas físicas y experimentales se conocían solo de oídas? Ud sabe la cantidad de barcos que se botaban en la edad moderna en la monarquía hispánica? Y el número se catedrales y caminos que se hicieron? Quizá lo que tenemos es un exceso de «teoria» y por ello un menor apego a la realidad de las cosas por lo que son en verdad. Creo que también no se conoce del todo bien o se distorsiona a pensadores altamente fecundos como Zubiri, considerado por muchos a la altura de Kant, en fin me parece un tema interesante este y que da mucho juego

  6. Hablaba, Eduardo Nicol, en 1961, más que de un «problema de la filosofía española», de un «problema de la filosofía hispánica». frente a éste, como ante el de todas las filosofías periféricas, cabe tener presente, a la vez, el de las dos o tres filosofías hegemónicas de Occidente: por qué lo son, y cómo lo son. Es lo que trato de clarificar en la serie de trabajos que he dedicado a la «filosofía del arrabal» (entre ellos: Filosofía del arrabal, Anthropos, 2023; A la sombra de las Luces europeas, Fontamara, México, 2023; Ortega y la filosofía del arrabal, Fontamara, México, 2024).

  7. No citar a Gustavo Bueno es de traca…
    Del Siglo de oro español se pueden citar científicos y escolásticos-filósofos muchos y variados; la mayoría fusilados (plagiados) por franceses e ingleses.
    Dos ejemplos:
    -Domingo de Soto plagiados por Newton (teoría de la gravedad).
    -Félix de Azaara plagiado por Darwin ( Darwin le dedicó la primera edición de su tratado al botánico español; a partir de la segunda, los editores británicos obliteraron el nombre del español…).

  8. No solo es atinado, Antonio, lo que sostienes, sino también necesario. Está expresado con sencillez y gran precisión, por lo que carece de importancia si, como algunos lectores destacan, no has mencionado a Fulanito o Menganito como miembros de la República española de las Letras.
    Lo que llega a ser esencial, como ocurre en esto que declaras, no necesita ornato ilustrativo o santoral que lo certifique, escapadas que el argumento mismo pone en entredicho. Basta con los dos ejemplos que te sirven de catapulta. El Barroco hispano, en primer lugar, tiene la fortaleza y profundidad de una filosofía que se opone a la modernidad prevaleciente desde su propio interior y que podría haberla acompañado como alternativa si no hubiese nacido precisamente en este país. Lo mismo ocurre con la Escuela de Madrid. Bastaría con darse cuenta de que, por ejemplo, Ortega y Zubiri no matizan a Heidegger y a la fenomenología imperante en la época, sino que la hacen implosionar: el primero cuestionando la interioridad de la “Lebenswelt” o del “ser-en-el-mundo” para subrayar la excentricidad del ser humano, extranjero en el ser; el segundo sustituyendo una ontología del sentido por una de la potencia. Muy poco se tiene en cuenta la enorme dimensión de estos ejemplos en la “tradición española”, propensa a comprender sus joyas filosóficas como epígonos de otras alemanas, francesas o inglesas.
    Se trata de eso, de ejemplos. Lo esencial, y es esto lo que, según creo, denostas sin trabas y con seriedad, es la condena con la que un cierto “espíritu español” carga, desde su propio nacimiento, a sus pensadores. Se trata de un “cierto espiritu” porque, en primer lugar, tiene la consistencia de una corriente profunda que atraviesa la vida cultural española y, en segundo lugar, porque no ha sido aún estudiado ex profeso y como un fenómeno con entidad suficiente como para constituir un objeto del pensar. Este espíritu todavía no esclarecido, y no la fusta de la guerra, de la Iglesia o de la dictadura, es la causa de una extradición del pensamiento filosófico en España, aunque estas otras instancias hayan tenido su peso específico.
    Nietzsche toma al “resentimiento”, no como un mero rasgo psicológico o como un afecto estrictamente individual, sino como un “estado ontológico” de la colectividad, de cierta colectividad predominante tras la “muerte de Dios”. Y hemos aceptado ese argumento como filosófico, independientemente de que estemos o no de acuerdo. Del mismo modo, deberíamos considerar en el espíritu español, incluso antes de esa muerte de Dios, un resentimiento trans-individual, colectivo, cultural, en virtud del cual no es tolerado, dentro de las fronteras, nada que se parezca a pensamiento. Cuando el pensamiento ha surgido con brío en esta extraña patria se lo ha rebajado inmediatamente al rango de comentario filosófico de otras filosofías (que serán siempre, a priori, mejores) o a simple expresión de una situación política, de una ideología (que ilustran o de la que dan cuenta). Lo inverso es también verdadero: lo que realmente es expresión ideológica o mero comentario de otras filosofías ha sido y es ensalzado “entre nosotros” como verdadera actividad espiritual. Quizás haya en este “cierto espíritu” español una auto-negación vital que, por otra parte, ha sido subrayada por los grandes, por Ortega, por Antonio Machado, por Unamuno y otros. El caso es que no parece que este cierto espíritu sea contextual o marginal. Tiene una larga historia y no tiene visos de transformación. Forma parte del subsuelo cultural, de la imagen del mundo de esta comunidad, de su ethos y de su modus operandi. Quien piense realmente en España tiene que vivir de espaldas a la colectividad española, porque, como se dice en castizo, no recibirá, por parte de ella, ni agua. Disculpa la extensión del comentario. Te felicito por el tema que tratas y por la valentía que pones en ello.
    Luis Sáez

    • Antonio Valdecantos

      Lo que dices, Luis, es muy inteligente y me ha dado mucho que pensar. Yo también creo que en eso que se llama barroco español (y cuyos representantes, desde luego, no designaron con la palabra «barroco») había otra modernidad distinta de la que prevaleció. Los lectores alemanes de Gracián lo entendieron bien. Esto pertenece a la historia de los cabos sueltos de la modernidad (podría decirse, qué duda cabe, de sus «sendas perdidas»), como también pertenecen a ellas, por los motivos que muy bien señalas, Ortega y Zubiri. Merecería la pena contar la historia de la filosofía y del ensayo español como la sucesión de esos cabos sueltos, lo cual haría de ese relato algo constitutivamente marginal. Colocarse en los márgenes no es, en sí mismo, ni bueno ni malo; es, nada más, hacer dos cosas: por un lado, adoptar un punto de vista desde el que mirar y, por otro, definir lo que se cree es el espacio en que a uno se lo descubre cuando es mirado. Por lo demás, das en el clavo, a mi juicio, cuando hablas del resentimiento nacional. Y, sobre la cuestión de la ideología y las ideologías, me atrevo a una conclusión pesimista. Yo, por mi parte, creo (pero esto nos llevaría muy lejos) que la filosofía y la ideología son antitéticas entre sí y que su destino es estar peleadas. Naturalmente, no es obligatorio estar de acuerdo conmigo (de hecho mi tesis es muy radical y está condenada a ser minoritaria y no sé si marginal), pero tengo la sospecha de que en España la ideologización perversa de la filosofía es más agobiante y destructiva que en otros lugares. Diré algo que no debería decir: ya está bien de que concedamos al franquismo más importancia intelectual de la que tuvo. Es muy desdichado que la mayor parte de nuestras energías mentales se dilapiden, cincuenta años después, en el examen y el juicio de aquella circunstancia histórica. Nos pasamos bastantes décadas sin hacer otra cosa que matarnos a garrotazos y ahora nos podemos pasar unas cuantas más peleándonos verbalmente sobre qué hacíamos cuando nos matábamos a garrotazos.

      • Me alegra mucho leer tus consideraciones, con las que estoy básicamente de acuerdo. Me hacen sentir que uno no está realmente solo. En particurlar, estoy convencido, como tú, de que la filosofía y la ideología son antitéticas entre sí. En España esta oposición se ha resuelto a favor de la ideología. En primer lugar, no hay prácticamente ontología, estética, ética o.. no sé, teoría del conocimiento, sino filosofía política. Y no hay prácticamente filosofía política, sino ideologización de la filosofía. Los grandes problemas filosóficos (el ser, el conocimiento, lo real, la verdad, etc.) son negados por (según el tópico) abstractos y desarraigados respecto a la praxis. Y si se los trata, es porque son capturados en las redes de la opinión ideológica. Todo esto conforma un despotismo politológico que, creo, se está convirtiendo en asfixiante.

  9. Raymond

    Decir que Suárez y Gracián generaron filosofías encapsuladas es mostrar bastante desconocimiento de la influencia de la filosofía de Suárez, Gracián, Vives,Francisco Sánchez y muchos otros (Saavedra Fajardo y Hervás y Panduro) en la creación y nacimiento de la filosofía moderna.

  10. Pablo Jesús

    Creo que esté artículo es un caso de complejo de inferioridad que lastra la filosofía española. Tanto Gustavo Bueno, Jesús Mosterín, José Ferrater Mora, Javier Muguerza o Aranguren entre otras plantean sistemas filoficos muy ricos y coherentes, que son capaces de agarrar lo mejor de la filosofía extranjera y proponer reflexiones filosoficas fecundas. La filosofía francesa tiene mucho mito, porque los libros de Sartre son aburridos y tediosos, los posmodernos Derrida y Foucault son puro chiste son sentido. Además, la filosofía alemana de Heidegger y Gadamer es ilegible y está espaldas a la ciencia. Es cierto que España ha tenido una tradición filosofica pobre respecto a otros países, pero es infinitamente superior a la tradición soviética (filosofía de polillas) o la filosofía del mundo árabe, prácticamente muerta. No todo lo extranjero es bueno por ser de fuera y creo que lo españoles, siempre desde la razón, la tolerancia y sin caer en chovinismos, tiene una cita pendiente con la historia de su propio filosofía, y también con la de Latinoamérica (el gran Mario Bunge, Paulo Freire…)

    • Totalmente de acuerdo.
      Entre los «mandarines» de España, sobre todo los «de izquierdas», hay un complejo de inferioridad tremendo, de aristas negrolegendarios muy evidentes.
      Hay autores hispanistas que ya abogan por el término «Hispanoterapia», para la sanación de las mentes y conciencias relacionadas con la Hispanidad en su conjunto.
      En mi opinón, la labor ha de centrarse en las nuevas generaciones; las maduras, ya sectarizadas, nunca se bajarán del caballo, huirán hacia delante cueste lo que cueste; en España odiar tu propio legado hsitórico es un negocio muy rentable política, intelctual y artísticamente.
      Un saludo.

    • Antonio Valdecantos

      Sí, yo creo que a veces no es malo tener complejo de inferioridad, sobre todo cuando, como es el caso, uno está en una posición inferior. Lo que sí es malo es lo contrario.

  11. Santos Moreno

    Si en el flamenco todo el que sale a las tablas pretende ser Camarón, lo malo de la metafísica es que no hay postulante que no aspire a ser Heidegger.
    Durante un cuarto de siglo he trabajado en el departamento de “no ficción” de una agencia literaria barcelonense (unas pocas quedamos) y han llamado muchos envíos mi atención, pero la mayoría de historia y sólo un par de metafísica. Los de ética van a la basura directamente. A lo que voy. El primero no sonaba a academicismo y tenía algo nuevo que decir. Creímos tener fortuna y quisimos representar a su autor. Viajé precisamente hasta Salamanca. Para entonces él había cambiado de idea. Llevaba dos décadas reescribiendo el mismo texto y dijo que no imaginaba su vida sin ese entretenimiento. Lo mismo que otros se dedican a resolver un crucigrama a la hora del café, él disfruta puliendo sus frases una y otra vez y ese placer para él no tiene precio. Y ahí quedó todo. No hubo modo de convencerlo.
    El segundo paladín vive en Vigo y el handicap ahí es el miedo, por no decir terror patológico a la fama. Se trata de un técnico que lleva ocultando su pasión por la metafísica durante décadas y no desea que sea conocida porque piensa que sus compañeros de trabajo lo verán como a un piel roja. No va salir de ese armario.
    En suma, las idiosincrasias de este peculiar “gremio”, y no me refiero al de los académicos y profesores que sois previsibles, sino al de los autores, hace tortuosa cualquier posible publicación. Los historiadores son facilones. Aplauden con las orejas cuando les dices que vas a representarlos y firman cualquier contrato. Los filósofos son una novia difícil a la que le importa poco el mercado.

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  22. Marcos

    Antonio: yo no soy fan de la filosofía me temo, ya que me he ido por las ciencias (soy urólogo, poca filosofía manejamos…). Pero me he detenido a leer tu excelente artículo ya que recuerdo tu nombre de los numerosos artículos que publicabas en la revista del Instituto Cervantes («El Ingenioso Hidalgo», aún conservo algunos) donde yo también tuve la suerte de estudiar. Muchas felicidades por tu trayectoria y un abrazo.

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