Cine y TV

Fargo T3: Sartre, la náusea del androide y una verdad invisible (y 3)

Fargo T3 3
Fargo temporada 3. Imagen: MGM.

Viene de «Fargo T3: Sartre, la náusea del androide y una verdad invisible (2)»

Éramos pocos y alguien habló de préstamos

La primera escena de Fargo III es autocontenida. Y no lo digo solo porque en sí misma encierre toda la problemática con la que lidia la temporada, sino porque, a priori, no guarda ninguna relación con los eventos siguientes. Recuerda en cierto sentido a la supuesta fábula con la que abre otra película de los Coen, Un tipo serio (2009). En nuestra escena, un pobre diablo es detenido en Berlín Oriental en el año 1988. El tipo está nervioso, y con razón, hasta que descubre que el crimen del que se le acusa no tiene nada que ver con él: dicen que ha matado a su novia, pero él no tiene novia, sino esposa, y está muy viva. La leche, él ni siquiera se llama como el sospechoso al que buscan. Evidentemente, es un error. Respira aliviado y le comunica esto al coronel que le interroga. El coronel, sin embargo, se muestra indiferente a su razonamiento, y le contrapone otro: si la dirección del tipo al que buscan es tal y tal y él vive en tal y tal (aunque sea desde hace poco), él es el tipo al que buscan. Porque si él tiene razón, querría decir que el Estado se equivoca. Y dado que el detenido no se atreve a afirmar que el Estado se equivoca, solo hay una conclusión posible. El coronel añade que él ha encontrado un cadáver, lo ha visto, y eso es un hecho, mientras que el detenido solo ofrece palabras, como «esposa» o «viva».

Usted verá que la noción de «verdad» que se maneja en esa escena es, cuanto menos, voluble. No obedece a reglas de abstracción que permitan determinar algo más allá de la facticidad física y empírica. Y esa es la cuestión: que «verdadero» es un término que se aplica al resultado de razonamientos que se atienen a un marco que se presupone compartido. Pero si alguien reniega del marco, «verdadero» se vuelve un concepto más difícil de aprehender. A este respecto, Jean-Paul Sartre se pregunta: «¿cómo hacer una dialéctica de la historia si no se empieza por establecer cierto número de reglas? Nosotros las encontramos en el cogito cartesiano; no podemos encontrarlas sino situándonos en el terreno de la subjetividad» (Sartre, 2013, p. 118), pero esa subjetividad, mal entendida, tiene el peligro potencial al que se enfrenta el desgraciado de Berlín Oriental.

La situación del susodicho remite al año 2010, donde empieza la auténtica historia de Fargo III. Emmit Stussy, el exitoso empresario, y su abogado Sy están en la reunión que antes le comentaba con Ray. Él acusa a Emmit de haberle quitado su herencia mediante engaños, pero este sostiene que fue Ray quien le suplicó para que cogiera los sellos y le dejase a él el deportivo. No sabemos por el momento cuál es la verdad, pero, para el caso, poco importa, puesto que «solo para la Realidad Humana es manifiesta la existencia de un pasado» (Sartre, 2013, p. 178), y esto lo aprovecha Emmit para desentenderse del relato de su hermano y despacharlo con paternalismo disfrazado de generosidad. No obstante, el gran problema de Emmit viene cuando quiere pagar una deuda, fíjese usted qué cosas. En un momento en el que su empresa pasaba por una mala racha, el laxo Emmit, a quien todos los bancos rechazaban ayudar, pidió un préstamo a través de un intermediario cuestionable. Y resulta que el prestamista que se presenta en su despacho, se supone que para cobrar, no quiere su dinero. Emmit y su abogado Sy se miran desconcertados ante el hombre alto de dientes dañados y traje de segunda mano que habla con acento inglés y una inquietante desafección por la realidad. V. M. Varga, se llama, y les plantea lo siguiente: «¿Nunca se preguntaron por qué íbamos a prestarles un millón de dólares sin exigir ninguna garantía?». Aparentemente, no. Y añade: «Lo que llaman préstamo no fue un préstamo: fue una inversión». Para el final de la escena, queda claro que Varga es ahora dueño de la empresa de Emmit, y en muchos sentidos, del propio Emmit.

A lo largo de varios episodios, vemos cómo Emmit y Sy tratan de zafarse del abrazo del oso económico y laboral al que Varga los somete. Naturalmente, no solo no tienen éxito, sino que ese hombre larguirucho y abominable se va inmiscuyendo en sus vidas y actuando de forma invasiva con el propósito de proteger su inversión. Las acciones de este misterioso antagonista van moldeando el pensamiento de Emmit, y poco a poco, le obligan a reevaluar su vida y sus prioridades. Por ejemplo, en el cuarto episodio, Varga le cuenta a Emmit que el 85 % de la riqueza mundial lo controla el 1 % de la población. Le pregunta qué cree que pasará cuando esa gente despierte y se dé cuenta de que él, Emmit, tiene todo su dinero. Entonces le dice que les compare a ambos, porque él, Varga, lleva corbatas de segunda mano y vuela en turista, no porque no pueda permitírselo, sino porque es listo. Le dice a Emmit que no tiene ni idea de lo que significa «rico». Y posiblemente tenga razón.

El problema nuclear de Emmit es que rehúye la responsabilidad sartreana mediante lo que nuestro autor llama mala fe. Con esa expresión, Sartre designa la naturaleza de aquellos actos que se llevan a cabo negando que uno sea el responsable, como esos discursos en los que cada cual se escuda al hacer daño o equivocarse, atribuyendo el error no a su propio juicio, sino a causas externas, como la suerte, la obligación o la costumbre. «La mala fe tiene, pues, en apariencia, la estructura de la mentira. Solo que —y esto lo cambia todo— en la mala fe yo mismo me enmascaro la verdad» (Sartre, 2013, p. 97), pero algo le ocurre a Emmit que cambia por completo su perspectiva. Y ese algo es que mata a su hermano. Por accidente, pero lo mata. Su primera acción cuando Ray muere es llamar a Varga, que, a base de controlar todos los aspectos de su existencia mediante violencias múltiples, ha generado en Emmit una especie de síndrome de Estocolmo. Al ver el escenario, Varga reacciona con frialdad y pragmatismo, y le da instrucciones a su dominado para que establezca una coartada y evite la cárcel. Antes de abandonar la escena del crimen, Emmit se vuelve hacia él y le dice, refiriéndose a la muerte de su hermano: «Yo no quería». Varga esboza la sonrisa de quien viene de vuelta de todo y contesta: «Nadie quiere nunca».

Ese podría ser un ejemplo de la mala fe a la que se refiere Sartre, pero ni siquiera es el mejor en lo que a Emmit se refiere. El mejor lo vemos cuando, poco después de estos eventos, y a causa del tormento que Nikki y Wrench le ocasionan, se derrumba y decide entregarse. Le confiesa a Gloria todo lo ocurrido y que, en el fondo, es responsabilidad suya la vida que llevó su hermano. Reconoce que le engañó, aunque sostiene, en el espíritu de la mala fe, que «una mentira no es una mentira si tú crees que es verdad». Tampoco este consuelo le dura mucho. «Llevaba treinta años matándolo», le dice a Gloria, «el momento del cristal fue solo cuando cayó».

Sin embargo, también de esta sale impune Emmit. O más bien, le sacan impune. Porque a Varga no le conviene que lo detengan, de forma que se las apaña para que un tío aleatorio confiese ser un asesino en serie de gente que se apellida Stussy, entre los cuales se cuentan Ray y el padrastro de Gloria. Una estupidez, ¿verdad? Pues cuela. Al menos, con el jefe de Gloria, a quien una confesión y dos tonterías más le bastan para dejar correr el asunto. Así que Emmit queda libre para seguir a los pies de Varga, firmándole lo que le pida. Esta situación le lleva a perder su empresa, y la reyerta con su hermano al quiebre matrimonial. También pierde a Sy, su abogado y amigo, porque Varga, al ver que no logra llevarlo a su terreno, lo envenena y pasa en coma una buena temporada. Pero el punto más bajo de Emmit es, como le decía, que Nikki intente matarlo. Cuando sucede lo que sucede y tanto el policía como su cuñada mueren, él se marcha de allí en busca de su esposa. No teniendo ya nada que interese a Varga, se ve en posición de recuperar su vida. Y lo consigue. Se abraza a sus rodillas, llora y pide perdón.

Cinco años después están todos, incluido un Sy con secuelas neurológicas, cenando en casa. Él parece arrepentido, aunque, según los carteles metanarrativos con los que nos obsequia la temporada, pese a haberse declarado en banca rota, aún tiene veinte millones en una cuenta en un paraíso fiscal. Se le ve feliz, en cualquier caso. Tanto que, cuando va a la cocina a por la ensalada que han olvidado, mira las fotos de la nevera junto a Sy y su esposa, y sonríe, como si hubiera comprendido qué es lo importante, como si por fin lo supiera. Entonces vemos que Wrench se ha deslizado a sus espaldas y le apunta con una pistola equipada con silenciador. Le ejecuta sin miramientos y hace justicia a la difunta Nikki, que, según le dijo, solo quería al hermano. Y así acaba la vida de Emmit, que necesitó la muerte de Ray para hacerse responsable de los cadáveres alegóricos que iba dejando por el camino. No sé qué le parecería esto, pero, a juzgar por la forma en que acepta a la parca cuando ve lo decidida que está Nikki a abrirle un agujero en la frente, tal vez no le hubiese parecido mal. Tal vez habría recibido gustoso el disparo de Wrench, porque «con ello, me vuelvo responsable de mi muerte como de mi vida. No del fenómeno empírico y contingente de mi defunción, sino de ese carácter de finitud que hace que mi vida, como mi muerte, sea mi vida (Sartre, 2013, p. 720).

Ahora, vamos con Varga. Él es quizá el quid filosófico de la cuestión que nos ocupa. Le remito a algo que dice al comienzo del séptimo episodio, cuando Emmit le llama para pedirle ayuda tras matar a su hermano. Varga aparece y su súbdito le pregunta si le ha visto alguien, a lo que él repone: «Muy poca gente me ve. Quizá no existo». Pero lo dice con una sonrisa divertida en los labios. Si le suena al reverso tenebroso de la sensación de irrealidad que acompaña a Gloria y su náusea, es porque así se pretende. Varga abraza la invisibilidad. La considera el núcleo de su poder. Aunque no es olvidable, casi nadie le reconocería. Esto lo expone cuando se reúne con Nikki, que le chantajea, y ella repara en que, a su alrededor, ha vestido a todo el mundo como él mismo. Es el jefe de la empresa a la que dice representar, pero no lo anuncia a bombo y platillo ni hace ostentación alguna. Tal vez sea por lo que habló con Emmit sobre ser rico, cuando le dijo que no tenía ni idea de lo que implicaba. Varga sostiene que el primer paso es la acumulación de riqueza, y cuando el desgraciado empresario le pregunta por el segundo, él contesta: «Utilizar esa riqueza para volverse invisible». 

Otro paralelismo con Gloria: en el último episodio, Emmit estalla y apunta a Varga con una pistola. Fútil intento, claro, porque está rodeado de sus hombres y, en particular, de un sicario asiático muy agresivo. Varga, para distraer a su potencial agresor y sin perder los nervios, le pregunta: «¿Es partidario del progreso, señor Stussy?, ¿de la tecnología?». Antiguamente, solo los fuertes eran ricos, le dice, porque dependía de cuánto se pudiera cargar. Pero luego los Médici inventaron los bancos, la riqueza y la pornografía. Eso es lo que dirige la innovación. Luego añade: «Claro que la tecnología tiene más ventajas». Y le dice que la pistola tiene un detector de huellas, tras lo cual le echa espray bucal a la cara y el asiático le golpea por detrás. Emmit no llega a responder a su pregunta, así que no sabemos con seguridad qué habría dicho, pero sí sabemos que Varga se vale de todo aquello que aliena a Gloria, en especial, de la tecnología. Solo que él la usa a su favor, en lugar de separarse de ella.

Varga, digo, moldea el mundo a su antojo mediante la manipulación de la verdad y de lo real. No es tanto que para él no exista la verdad, como que no existe la Verdad. En todo caso, es maleable, porque se basa en la percepción que la gente tiene de ella. Esta idea permea todo a su alrededor, incluida la gente que trabaja para él. Por ejemplo, uno de sus sicarios, un ruso que responde al nombre de Yuri Gurka, dice en cierto momento que en la madre Rusia hay dos palabras para «verdad»: pravda es la verdad de los hombres, e istina es la verdad de Dios. Pero también está nepravda, la verdad falsa, y esta es el arma que utiliza el líder, porque él sabe lo que los demás no: que la verdad es lo que él dice que es. De modo que ya ve cómo se las gasta Varga. Para él, todo es contingente, puesto que lo que es resulta igualmente susceptible de no ser. Eso queda a criterio de la opinión del observador, que él moldea, por lo que «la contingencia no es una máscara, una apariencia que puede disiparse; es lo absoluto, en consecuencia, la gratuidad perfecta» (Sartre, 2016, p. 210), que para él solo es gratuita en la medida en que le sea rentable.

Sin ir más lejos, un detalle que pasa fácilmente desapercibido está en el mismo Yuri. ¿Recuerda la escena que abre la temporada y que antes le referí? Pues confieso que no fue en el primer visionado cuando caí en que el hombre al que el coronel alemán buscaba por el asesinato de su novia se llamaba Yuri Gurka. En el octavo episodio, él es el encargado de perseguir y matar a Gloria y a Wrench. De esa caza sale mal parado, perdiendo una oreja y llegando a la bolera en muy mala situación, así que imagínese el percal cuando él, que en el episodio dos afirma ser un cosaco de las planicies, se coloca junto al judío errante, que sigue ahí tras su encuentro con Nikki. Este le dice que tiene un mensaje de Helga y del rabino Nachman. Acto seguido, Yuri tiene una visión de lo más inquietante en blanco y negro, y es lo último que sabemos de él hasta la fecha. Claro que esto no redime el malentendido epistemológico por el que un inocente fue acusado en su lugar treinta años antes.

Para Varga, en concreto, las redenciones son cosa de pobres. Las personas de su posición no se mueven en esos términos. Él sabe que «el orden aparece como acomodación necesaria e injustificable de la totalidad de los seres» (Sartre, 2013, p. 428), y por ello no busca justificación ni más orden del preciso para llevar a cabo sus tejemanejes. No sabemos dónde pretende terminar, pero sí que parece ajeno a la realidad por considerarla irrelevante. En el sexto episodio, narra en off lo que dice que es una historia real sobre un banco que colapsó y cuyas acciones perdieron el 93 % de su valor en cuestión de ocho horas, pasando de ser solvente a no valer nada. «La percepción de la realidad se convierte en realidad», es lo que extrae como moraleja de esa anécdota. Por si fuera poco, nos cuenta dos fábulas más, la segunda de las cuales versa sobre cómo el aterrizaje en la Luna se rodó en un plató de Nuevo México. Sobre este punto, el abogado Sy le confronta diciendo que eso no fue así, pero Varga se muestra indiferente ante su seguridad fáctica: «Que cada hombre diga lo que le parezca verdad, y luego encomendemos esa verdad a Dios», dice. Claro que Varga no se pliega ante ningún dios, ni ante esquema hermenéutico alguno, porque la humanidad como colectivo carece tanto de esencia como de referente:

Cada vez que utilizamos el «nosotros» en este sentido (para designar la humanidad sufriente, la humanidad pecadora, para determinar un sentido objetivo de la historia considerando al hombre como un objeto que desarrolla sus potencialidades) nos limitamos a indicar cierto experimentar concreto que ha de padecerse en presencia del tercero absoluto, es decir, de Dios (Sartre, 2013, p. 576).

A Varga le gusta erigirse como el Dios de quienes le rodean, y actúa con un despotismo acorde. Por eso, tras desplumar a Emmit, dejar en coma a Sy, inculpar a Nikki por la muerte de Ray y torear la investigación policial de Gloria hasta llevarla a dique seco con la maestría que da la experiencia, desaparece sin dejar rastro. Bien es cierto que no del todo ileso, porque Nikki y Wrench, en su cruzada vengativa, se llevan por delante al equipo de sicarios con el que marchaba. Pero nada para él es imprescindible, salvo él mismo. Por eso uno teme que aterrizará de pie.

Esa cuestión se dirime en su última escena, que es también la última de Gloria y la última de la temporada. Tiene lugar varios años después de los eventos descritos, y transcurrido ese tiempo, encontramos a Gloria Burgle trabajando para Seguridad Nacional. Tiene otro corte de pelo y otros andares. Algo en la atmósfera y en su semblante sugiere que, por fin, la respetan. Hasta el punto, incluso, de avisarla de la detención de un tipo llegado de Bruselas que ha hecho saltar las alarmas. Ella, que ya se había cruzado una vez con Varga en su investigación carente de resultados, está deseando atar ese cabo suelto, de modo que entra a la habitación en la que espera, sentado con la expresión hastiada de un oficinista, bajo la única iluminación de un fluorescente cetrino. Gloria toma la silla frente a él y le expone su teoría del caso, que, valga apuntar es la correcta, y sitúa a Varga como autor intelectual de más crímenes de los que caben en el Código Penal de un país pequeño. Él no se turba ni se molesta. En vez de eso, le pregunta a Gloria si está familiarizada con el dicho ruso que reza: «El pasado es un misterio». Ella le acusa de habérselo inventado, y él responde que quizá, pero «¿Quién de nosotros puede afirmar con certeza qué ha ocurrido, ocurrido de verdad, y qué es simplemente un rumor, desinformación, opinión…?». De nuevo ese escudo epistemológico tras el cual la verdad, la auténtica verdad, se desvanece como humo entre las manos. 

Claro que Gloria no se queda callada. Contraataca diciendo que las fotografías que sitúan a Varga en lugares incriminatorios se consideran pruebas en un tribunal. Son hechos tangibles e innegables, como los que perseguía el coronel de Berlín Oriental en la escena especular de la serie. Solo que aquí las tornas se han invertido, porque Varga arguye que en el momento en que aparecen pruebas, se hacen confesiones y un veredicto de culpabilidad sale de un juzgado, la teoría descabellada que él inventó sobre el asesino en serie de Stussies «se vuelve tan real como los ríos y las rocas, y sostener que no pasó es discutir con la realidad misma». Pero Gloria no se achica ante ese hombre que parece estar al cargo de todo, y que, sin embargo, vive preso de la bulimia, el único reducto de impulsividad y ansiedad que no puede controlar. Le asegura que en unos minutos tres agentes le llevarán a una prisión especialmente chunga donde le acusarán de todo lo posible y pasará el resto de su vida. Lo dice con convicción y aplomo, y nos da esperanza. Varga escucha con calma y suspicacia y luego responde que no, que lo que va a ocurrir es que va a aparecer un hombre con el que Gloria no podrá discutir y le va a decir que es libre. Después afirma: «El futuro es seguro. Y cuando llegue, conocerá usted su lugar en el mundo. Hasta entonces, ya hemos dicho todo lo que hay que decir». Gloria acepta que no hay nada que añadir, y mira el reloj que hay tras Varga mientras él silba una canción. La cámara se aproxima a la puerta, pero esta no se abre para darnos una respuesta. Y después, la temporada termina.

Existe, pues, para el interrogador, la posibilidad permanente y objetiva de una respuesta negativa. Con respecto a esta posibilidad, el interrogador, por el hecho mismo de interrogar, se pone como en estado de no-determinación: él no sabe si la respuesta será afirmativa o negativa. Así, la interrogación es un puente lanzado entre dos no-seres: no-ser del saber en el hombre, posibilidad de no-ser en el ser trascendente (Sartre, 2013, p. 44).

Conclusión: Elija lo que quiera, pero elíjalo

La verdad sigue vagando por ahí, como el judío errante. Ambos comparten el ser una leyenda. No porque no pueda haber un judío que recorra el mundo esperando el segundo advenimiento de Cristo, ni porque no podamos afirmar que usted está leyendo esto, sino porque ambas cosas son irrelevantes en comparación con aquello de lo que provienen. El judío errante es un cuento que trasciende la facticidad de un ser humano arrastrando los pies, y la verdad es un agarre existencial cuyas materializaciones nos importan bien poco. Si, como sostiene Varga, uno puede retorcer la realidad hasta el punto de volverse invisible, da miedo quién pueda estar detrás de usted en este momento. Pero si la realidad tiene tan poco que ver con nosotros que puede ignorarnos y que el resto ni lo note, como ocurre con Gloria, tampoco apetece salir de la cama.

El final de Fargo III nos aboca a decidir si es Gloria quien tiene razón y, después de todo, no habrá paz para los malvados; o si, por el contrario, Varga volverá a escapar, porque la realidad es en definitiva una invención y el mayor poder radica en saberlo. Para inclinarnos por una u otra, vale de poco fijarnos en lo ocurrido hasta ahora en la serie, ya que, por más que nos pese, lo cierto es que nadie consigue su objetivo. La misma Gloria no es más que un espectador en todo lo que ocurre. Nunca efectúa ningún arresto importante, e incluso se ve obligada a liberar a Emmit cuando aparece en su puerta para confesar un crimen. No logra nada más que cierta coincidencia consigo misma, existencialmente hablando. Y tal vez esto sea suficiente.

De modo que permítame hacerle una anotación, y acabemos ya. Yo diría que es irrelevante si decidimos darle la razón a Gloria o a Varga. Lo importante es que decidamos. Es lo que nos enseña Sartre: que el ser humano está condenado a ser libre. No encontrará usted mayor verdad que esa. Y si lo hace, le ruego que me avise. Lo digo porque, si Varga escapa, nosotros no le detendremos, y si le encierran, nuestra vida seguirá como antes. El único modo de situarnos en el mundo es plantarnos frente a él y tomar una decisión de la que, posteriormente, nos hagamos por entero responsables. Para bien o para mal, no es tan importante acertar el devenir del universo como elegir qué hacemos con lo que han hecho de nosotros.

De esta forma le gritamos al mundo: «Eh, estoy aquí».


Bibliografía

Ellul, J. (2003). La edad de la técnica. Octaedro.

Sartre, J.P. (1999). El existencialismo es un humanismo. Edhasa.

Sartre, J.P. (2013). El ser y la nada. Losada.

Sartre, J.P. (2016). La náusea. Alianza.

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10 Comments

  1. Gracias por el análisis que presentas

  2. Qué bueno !!. Destacó el manejo de la verdad que se expone. Me encantan las tres palabras que tiene » la madre Rusia» para definirla, en especial la verdad falsa que utilizan los líderes…políticos???
    Por otro lado los paralelismos entre Gloria y el antagonista…Por cierto, estoy segura de que Gloria tiene razón y no habrá paz para los malvados ¡¡

    • Me ha resultado repulsivo Vargas en cada una de las escenas, el contraste con la acumulación de riquezas y la bulimia me parece también un aspecto a profundizar. Las escenas mientras come en el baño con la mirada perdida, me dan más angustia que los asesinatos.

  3. Germán

    Muy buen artículo. El autor ha sabido vislumbrar correctamente el trasfondo de la trama.
    Enhorabuena

  4. Jaime O.

    Una de las mejores cosas del artículo de esta temporada es que haya tenido tres partes. Siempre sabe a poco.
    Espero con gran interés la siguiente entrega.

  5. Sartre es de mis autores favoritos y Fargo una de mis series favoritas. No podía haber mejor combinación.

  6. Que buena forma de expresar y que gran análisis.
    Me ha ayudado a verlo de una manera diferente.
    Grande Pedro Narcob.

  7. Kalelena

    ¡Qué interesante personaje es Varga! Su relación con la realidad y su manipulación de ella. Me quedo con las ganas de discutir su bulimia, un rasgo que me pareció brillante y lleno significado. Quizás Varga no le tenga miedo alguno a las decisiones, pero no se hace cargo de sus consecuencias, o lo hace escabulléndose de ellas?

    Al final me voy a tener que volver a ver la serie entera para ir con tus artículos y referencias y ampliarla hasta el infinito!

  8. Myriam

    Enhorabuena por este artículo, me gusta esta manera de enriquecer las series y hacer que las veas desde otro punto de vista.

  9. Green Monkey

    Me encantó esta temporada

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