Nos conocimos en mitad del mar, y justo durante ese intervalo de tiempo entre el estallido de la COVID y el desarrollo de la vacuna. Stephen era uno de entre los ciento catorce que viajaban en una balsa de goma. Habían partido desde una playa libia y llevaban dos días y tres noches a la deriva; sesenta horas de soledad compartida, flotando, contemplando la rotación de la Tierra alrededor del sol, aunque siempre parezca que sea al revés. También se piensa mucho en la familia, la vida y, sobre todo, en la muerte. Suelen rezar, cada uno a su dios. El del azar quiso que el Open Arms (barco de rescate humanitario) diera con ellos: en mitad de la oscuridad, las linternas de los rescatadores descubrieron rostros desencajados; horror, y luego alivio. ¡Gracias! ¡Gracias! Una, dos, tres, así hasta cincuenta veces, o más. Hasta cuando se les acomodaba entre los ciento sesenta y dos rescatados en dos operaciones anteriores. A todos se les tomó la temperatura y se rellenó una ficha con sus datos.
Stephen Donkoh. Treinta y cinco años. De Accra, Ghana. Sin fiebre.
Se les roció las manos y los pies con clorina y se les repitió que, por favor, por favor, no dejaran de usar la mascarilla como es debido. Las dos sanitarias italianas a bordo no encontraron síntomas de COVID entre el pasaje; si lo había, camparía a sus anchas. Las cifras ya lo adelantaban: trescientas personas (tripulación incluida) compartiendo los treinta y siete metros de eslora de un remolcador reconvertido en barco de rescate. La convivencia en ese microcosmos flotante es siempre un desafío. Cuando las olas lo permiten, se come, se charla, se lee, se juega a las cartas… se intenta matar el tiempo, y también dormir. También se discute por cuestiones que pueden resultar nimias en tierra, pero no en mitad del mar. Alguien se cuela en la cola del baño portátil (solo hay dos); un cigarrillo robado, una manta que desaparece poco antes de que uno se encaje en ese tetris humano una noche más… Pasar de los gritos a los puños es una cuestión de segundos, pero ya hemos dicho que hay momentos de paz. Como cuando se formó aquel corro en torno a Stephen Donkoh, al poco de sacar este una curiosa colección de fotos de algún bolsillo de su chaqueta del Real Madrid. Era un milagro que hubieran sobrevivido a la travesía en el mar y, de momento, al caos en cubierta.
«Siempre las llevo conmigo para presentarme ante posibles clientes y que estos puedan ver mi trabajo», explicó el ghanés. Su Book incluía féretros con forma de avión, como el que le hizo a un piloto; también estaba el tigre en el que se enterró a un antiguo cazador y el atún de un pescador. «¿Esto es una escopeta?», preguntó alguien. Sí, y eso el bolígrafo de un antiguo funcionario de correos, y eso otro una langosta, como las decenas de miles que pescó en vida su actual inquilino. Y había mucho más.
Gestos de asombro y admiración entre la audiencia en cubierta. No había duda de que Stephen Donkoh era un artista.
La vida después de la vida
No sabíamos que la de los ataúdes «de fantasía» —también llamados ataúdes «figurativos» o «notables»— es una tradición profundamente arraigada en la región de Accra. Para el pueblo Ga —uno entre decenas de etnias del país—, la muerte no es el final, ni mucho menos. Es una prolongación de la vida tal y como fue en la tierra. Stephen insistía en que el objetivo es que los difuntos sean recordados por lo que hicieron y fueron en vida, aunque también pesa la creencia de que los antepasados son mucho más poderosos que los vivos. Así, los ataúdes son también una especie de envoltorio que ha de dar pistas sobre los recién llegados a donde quiera que estos vayan. En origen fueron los sacerdotes y otros notables los que se valían de este recurso en sus féretros y palanquines, pero serán los cristianos (hoy un 70 % de los ghaneses) quienes adapten y popularicen su uso en la década de 1950. En cualquier caso, no se trata de algo al alcance de cualquiera. Decía Stephen que el ataúd de un niño puede costar alrededor de dos mil quinientos dólares, y el doble el de un adulto. «Puedo hacer siete ataúdes estándar en una semana, pero solo dos personalizados».
El ghanés se inició en la carpintería a una edad muy temprana y de la mano encallecida de su padre. Le habría gustado seguir estudiando después de terminar la escuela primaria, pero hacía falta dinero en casa. Pasó su adolescencia ayudando a su padre a construir techos hasta que, en 2003, entró de aprendiz en el taller del mismísimo Pauliam. Todo el mundo en Accra conoce al dios de los ataúdes personalizados. El chaval aprendió rápido, y los féretros pronto dejaron de tener secretos para él. Los Donkoh ya no tenían problemas para llegar a fin de mes y, dos años después de entrar en el taller, Stephen se casó para fundar su propia familia. Hasta cinco hijos consiguió engendrar, pero seguía sin cumplir su sueño de establecerse por su cuenta.
No todo estaba perdido. Un día de la primavera de 2019, un hombre se presentó en su estudio en Accra. Stephen podría ganar mucho dinero en Libia con su talento. Eso le dijo. ¿Cómo llegar hasta allí? Fácil: el hombre le prestaría el dinero para el viaje, y ambos se reunirían de nuevo en Khoms, al oeste de Trípoli. El ghanés apenas tardó unos días en despedirse de su familia y enfilar hacia el norte: cruzó Togo y Benín, y luego el implacable desierto del Sahel por Níger hasta llegar a Libia. Dicen que muere más gente ahí que en el mar. Desde el volquete del camión en el que viajaba, amarrado al resto con cuerdas para no caerse, Stephen vio cadáveres en la arena. También gente que pedía auxilio sin éxito, como los náufragos de un convoy torpedeado por un submarino alemán en mitad del Atlántico. En el desierto tampoco paraba nadie. Ya en el sur de Libia, el camión volcó su carga de huesos y carne negra entre varias camionetas. En diez horas estarían todos en la costa.
Así fue cómo Stephen Donkoh consiguió llegar a Khoms donde, efectivamente, le esperaba su contacto. Pero todo era una trampa.
«En Libia no solo no había interés alguno en el campo de los ataúdes personalizados, sino que acabé trabajando para aquel hombre en la construcción, casi como un esclavo, y solo para devolverle el dinero que me había prestado». Logró escapar de su captor, justo antes de que su camino se cruzara con el de un libio que le ofreció un pasaje en un barco a Europa por trescientos dólares. Era otra trampa: después de varios días esperando en una casa junto a la playa a que el tiempo mejorase, Stephen corrió hacia la orilla en mitad de la noche como le habían dicho. Solo cuando tenía sus pies ya hundidos en la arena mojada descubrió que el barco prometido no era más que un bote de goma. ¿Cómo podría aquello llevar a más de cien personas hasta Europa?
«Me negué a subir, pero me dijeron que me matarían allí mismo si no lo hacía». Así parafraseó un capítulo de su historia que la mayoría en cubierta compartía. A todos les habían prometido un barco «de verdad». Qué menos cuando se trata de atravesar el mar.
El penúltimo viaje
El 18 de septiembre de 2020, el sol asomaba puntual sobre la bahía de Palermo. Habían pasado ocho días desde el rescate de Stephen y diez desde el primero, pero seguía sin haber respuesta desde Malta e Italia a la petición de puerto de desembarco seguro. La ciudad quedaba a menos de una milla de distancia; ¡hasta se podía ver a los lugareños paseando junto al mar o fumando descamisados en sus balcones! ¿Cómo es que el Open Arms no enfilaba directamente hacia puerto? Se repitió en cubierta que desembarcar sin permiso no era una opción. Casi la mitad del pasaje pensó que nadar sería la única forma de llegar a tierra.
«¿Cuándo vamos a desembarcar? Dime cuándo y me quedo», le espetaba un marfileño que ya se había agenciado un chaleco salvavidas a uno de los voluntarios a bordo. Al final se quedó, lo mismo que Stephen. Casi todos los ghaneses lo hicieron, no así los egipcios o los somalíes, que desaparecieron por la borda junto a los marroquíes en cuestión de minutos. ¿Tendrán problemas con la policía? ¿Los enviarán de regreso a sus países de origen?, preguntaban desde cubierta, con la mirada fija en los rescatados por los guardacostas italianos. «¿Cuándo desembarcaremos nosotros?» era la pregunta más recurrente. La respuesta llegó a las 12:46 de aquel 18 de septiembre: la capitanía de Palermo pedía finalmente al Open Arms que preparara su pasaje para un traslado a un barco de cuarentena «en las próximas horas». La alegría estalló entre los ciento cuarenta migrantes que quedaban a bordo. También entre la tripulación, claro. Todo el mundo estaba agotado.
La constante negativa tanto de Malta como de Italia a ceder un puerto como exige la ley del mar solo había contribuido a llevar la situación al límite. «Los migrantes nos pedían una solución que no podíamos dar, y tampoco les podíamos mentir», explicaba Albert Mayordomo, un catalán de treinta y ocho años y barba de náufrago que dirigía el operativo de rescate desde el puente. Aún enfundado en su EPI y sin quitarse la mascarilla, Mayordomo apuntaba directamente a un «ofensiva administrativa» dirigida contra la flota de rescate humanitario. El Seawatch 4 de la ONG homónima había sido incautado por las autoridades italianas en Palermo después de su última misión de rescate, pero quizás el caso reciente más flagrante podría ser el del Maersk Etienne. Tras rescatar a veintisiete migrantes en aguas maltesas, el carguero tuvo que esperar seis semanas hasta poder desembarcar en Sicilia. Mientras las menguantes cifras de desembarcados corroboraban el éxito del bloqueo a los barcos, Médicos Sin Fronteras denunciaba «una política deliberada de no salvar vidas».
Junto con el resto, Stephen fue transferido a bordo del GNV Allegra, uno de los cinco ferris alquilados por el Gobierno italiano para que los migrantes pasaran el período de dos semanas de cuarentena que exigía el protocolo del coronavirus. Ciudades flotantes, purgatorios fondeados de visita obligada antes poner el pie en una nueva vida en tierra. El ghanés era plenamente consciente de que sus habilidades como fabricante de ataúdes de fantasía probablemente no servirían de nada una vez en Europa, pero se agarraba a la idea de que «siempre hace falta un buen carpintero». Dos días más tarde, coincidiendo con las elecciones regionales italianas, el Giornale de Sicilia se hacía eco de las declaraciones de Nello Musumeci, presidente de la región de Sicilia, apuntando a que había «muchos» casos de coronavirus entre los migrantes del Open Arms. Lo cierto es que nunca hubo un comunicado oficial al respecto, pero soltar aquello justo antes de ir a votar ayudaría a convencer al electorado de que la culpa de todos sus males, pandemia incluida, la tenían los migrantes.
Antes de que saltara a la que sería la tercera nave en su travesía, se me ocurrió preguntar al ghanés por la cuarta y definitiva. ¿Qué modelo de ataúd elegiría para su último viaje? Me miró como si le hubiera hecho la más tonta de las preguntas.
«Un cepillo de carpintero, por supuesto».