Ciencias

La habitación del placer que no hemos vuelto a abrir (1)

La habitación del placer
Foto: Burden Neurological Institute at Bristol University/Getty.

«Voy a salir de la sala. Estaré observando tus reacciones tras el cristal. Déjate llevar por lo que sientas o te ordene tu cerebro al ver las imágenes». Poco después, el científico cierra la puerta y el paciente 19 se queda a oscuras. En unos instantes, comenzará una sucesión de imágenes de contenido sexual que irá in crescendo hasta mostrar las escenas más salvajes del cine pornográfico. Con una salvedad: solo sexo heterosexual. Cuando la pantalla se enciende, el joven, rodeado de cables en la cabeza y con un implante de electrodos de acero inoxidable con aislamiento de teflón en la región septal del cerebro, no puede dejar de preguntarse, ¿cómo demonios he llegado hasta aquí?

La escena en cuestión ocurrió en una época donde la ciencia experimentaba con los límites de la ética, sin embargo, había algo mucho más profundo y poderoso tras el trabajo que se inició en aquel laboratorio. Estaba en juego demostrar al mundo entero que el placer más imposible e indescriptible, aquel capaz de aunar el gusto, el deleite, la satisfacción más suprema y el regocijo más indescriptible, no necesitaba de químicos ni de libido, tan solo de un dedo que fuera capaz de apretar el botón de la felicidad. Una descarga de electricidad que iba a recorrer en milésimas de segundo los resortes del organismo hasta llegar directamente al centro de recompensa del cerebro y, llegado el caso, a un clímax que escapa a la razón.

Lo más curioso de toda esta historia es que esa caja de pandora de la búsqueda del placer, ese «botón» de la felicidad sin necesidad de aditivos, existe desde entonces, pero está guardado con llave en el conjunto de experimentos que, al menos por ahora, no conviene sacar. Al fin y al cabo, un poder semejante tiene el cariz de cambiarlo absolutamente todo. 

Y como tantas veces, los acontecimientos surgieron de forma accidental.

El descubrimiento de la recompensa

En 1936, la pareja formada por Erna y Frederic Gibbs informaron que la estimulación eléctrica de gatos despiertos podría provocar ronroneos. Después de probar centenares de sitios en todo el cerebro, dicha respuesta ocurrió solo en tres, todos en el hipotálamo lateral posterior. Una década más tarde, el fisiólogo suizo Walter R. Hess exploró las mismas áreas del cerebro utilizando estimulación eléctrica focal en gatos despiertos, un esfuerzo que contribuyó a que ganara el Premio Nobel en 1949.

Sin embargo, por aquel entonces el concepto de la recompensa o, más comúnmente, el refuerzo, era fundamental para las concepciones psicológicas del aprendizaje. Aunque el hipocampo había estado implicado en la formación de la memoria, lo cierto es que la neurociencia del aprendizaje y el refuerzo era, en gran medida, teórica. 

Entonces llegaron James Olds y Peter Milner a mediados de la década de 1950. Su trabajo, Positive reinforcement produced by electrical stimulation of septal area and other regions of rat brain (Olds and Milner, 1954), lo cambió absolutamente todo y llevó el concepto del placer al cerebro. Un estudio que transformó nuestra comprensión de la motivación, la emoción y la recompensa, e influyó en las concepciones actuales sobre el aprendizaje, los trastornos del estado de ánimo, la adicción o problemas latentes de nuestra sociedad como la obesidad.

Olds y Milner partían con ventaja sobre los trabajos anteriores. El primero se formó como psicólogo experimental, mientras que Miilner estaba terminando su doctorado con el primero. Ambos estaban convencidos de que comprender el aprendizaje requería investigación del cerebro, y así dieron luz verde a un experimento que, sin saberlo en sus inicios, se convertiría en revolucionario.

¿Cómo? Más o menos como casi todos los proyectos de este tipo: primero fueron las ratas. Los investigadores andaban descifrando todo lo que hay alrededor de la parte del cerebro denominada formación reticular. Su objetivo: implantar electrodos en dicha zona del mesencéfalo de los animales y estudiar los efectos conductuales de la estimulación eléctrica. Las pruebas originales se realizaron en una mesa. El electrodo estaba conectado mediante cables delgados a un transformador reductor de CA a través de un reóstato. La línea era interrumpida por un interruptor. Una vez que la rata se calmaba, encendían periódicamente el interruptor y observaban el comportamiento del animal. 

¿Qué pasó? Al principio del estudio los electrodos no fueron a parar siempre en las áreas del cerebro donde ambos estaban apuntando. De hecho, el electrodo de una de las ratas en particular se desvió y se perdió dicha información, dirigiéndose en su lugar al área septal que se conectaba con el hipocampo (el elemento clave de la memoria). De manera fortuita, aquella criatura desafió el propio experimento. En lugar de huir de la acción que le provocaba la descarga, volvía una y otra vez en busca de otro «choque».

Sí, habían encontrado que si el interruptor se encendía cuando la rata estaba en un lugar distinto de la mesa, por ejemplo, en una esquina, era más probable que regresara a ese lugar. Cuanto más a menudo se encendía el interruptor cuando la rata estaba en el mismo lugar, más frecuentemente regresaba allí. No solo eso. También determinaron que, si cambiaba el lugar de estimulación en la mesa, la preferencia de la rata cambiaría en consecuencia. Así lo describieron en el artículo para Scientific American:

En el experimento de prueba, el animal se colocó en una caja grande con esquinas etiquetadas como A, B, C y D. Cada vez que el animal fue a la esquina A, su cerebro recibía una suave descarga eléctrica. Cuando se realizó la prueba en el animal con el electrodo en el nervio rhinencephalic, el animal volvía a la esquina A. Después de varias vueltas a la zona A el primer día, finalmente fue a un lugar diferente y se durmió. Sin embargo, al día siguiente parecía aún más interesado en la esquina A. En este punto, asumimos que el estímulo debía provocar la curiosidad; todavía no pensamos en ello como una recompensa.

Tras una experimentación adicional sobre el mismo animal antes indicado, para nuestra sorpresa, su respuesta al estímulo era mucho más que curiosidad. Al segundo día, después de que el animal había adquirido la costumbre de volver a la esquina A para ser estimulado, comenzamos tratando de alejarlo de la esquina B, dándole una descarga eléctrica cada vez que pasaba en esa dirección. En cuestión de cinco minutos, el animal estaba volviendo a la esquina B. Después de esto, el animal podría ser dirigido a casi cualquier punto bajo la voluntad del experimentador. Cada paso en la dirección correcta fue pagado con una pequeña descarga; a su llegada al lugar designado el animal recibió una serie aún más larga de choques.

Olds y Milner se miraban incrédulos. Incluso si a una rata se le privaba de alimento durante 24 horas, cuando se enfrentaba a una elección entre la comida o el lugar donde recibiría la estimulación cerebral, no había duda, elegía la segunda. Habían descifrado un efecto como condicionamiento operante y la estimulación eléctrica misma como refuerzo, y todo en un contexto histórico donde el refuerzo era sinónimo de recompensa, y recompensa significaba placer. 

Faltaba un último paso para certificar el descubrimiento y legitimar sus observaciones ante la comunidad. Pasaron a probar la rata en una caja ‘Skinner’: la tarea recompensada era presionar una barra, donde el animal podría utilizar una palanca para activar la corriente eléctrica. Los resultaron fueron, si cabe, más alucinantes. Tras aprender a utilizar las descargas, las ratas se convirtieron en auténticas viciosas, el estímulo las hacía volver una y otra vez. Al principio, a intervalos de minutos, pero los tiempos se fueron acortando, llegando a registrar idas y vueltas cada cinco segundos.

Los investigadores habían encontrado que el área septal era, en efecto, el centro del placer del cerebro, y que tenían entre manos el «arma» más poderosa y temeraria de la historia de la ciencia. Si aquella máquina registraba los mismos resultados entre humanos, la civilización debería hacerse la gran pregunta, ¿estamos preparados para volvernos adictos al placer? ¿a convivir con máquinas que nos descarguen en microdosis la sensación de felicidad más placentera, a todas horas y en cualquier momento?

Ha pasado más de medio siglo desde entonces y no tenemos acceso a algo ni remotamente parecido. La única prueba con humanos nos hace pensar que estamos lejos de democratizar semejante bomba de placer. Ocurrió años más tarde del trabajo de Olds y Milner. El doctor Frankenstein que jugó a ser dios fue el científico Robert G. Heath, profesor de la Universidad de Tulane y controvertido investigador norteamericano centrado en el estudio de la psiquiatría biológica o, dicho de forma más certera: en la búsqueda de la mente a través del tratamiento de medios físicos.

Ahora sí, ha llegado el momento de volver a aquella sala a oscuras del inicio, el cuarto donde el paciente 19 está a punto de convertirse en un yonqui del placer.

El botón de la felicidad

Heath tomó el testigo del descubrimiento de Olds y Milner y lo llevó a su terreno sin miramientos. En 1959, el hombre era jefe de neurología y psiquiatría de la universidad de Tulane, espacio donde comenzó a tratar la esquizofrenia implantando electrodos en lo profundo del cerebro de las personas. Sí, las descargas que anteriormente se habían tratado únicamente con ratas, Heath las trasladó para estimular regiones que mostraban actividad eléctrica anormal y, al mismo tiempo y según explicaba, para inducir placer terapéutico. Se podría decir que estamos ante los albores de lo que hoy se conoce como estimulación cerebral profunda (ECP), pero sin ningún tipo de ética.

Años antes, el investigador acudió a la llamada de Tulane, donde estaban reclutando científicos visionarios en un intento de convertirse en «el Harvard del Sur». Heath cumplía los requisitos. Su pasión era la esquizofrenia y quería probar un enfoque radical (en un contexto histórico donde la enfermedad todavía no se trataba con medicamentos). Además, conceptos como la lobotomía estaban en su apogeo. Heath pensaba que el problema central de la esquizofrenia era la anhedonia (la incapacidad de experimentar placer y emociones positivas), lo que significaría que las estructuras profundas del cerebro que dan lugar a las emociones eran fundamentales para la enfermedad. 

Su idea: inducir placer estimulando eléctricamente estas estructuras, sacando a los pacientes de su aislamiento mental y haciéndolos susceptibles a la terapia. El objetivo: «taladrar» el área septal, el mismo que Olds y Milner descubrieron clave en el circuito de recompensa. Así, el equipo del investigador colocó electrodos septales a una veintena de personas con esquizofrenia. Tuvieron sesiones de tratamiento de 60 minutos cada semana en el laboratorio, algunas durante meses y, según su trabajo de 1954, Studies in Schizophrenia, casi la mitad vio mejoras en los síntomas en el seguimiento de un año.

¿Qué ocurrió? Que la cirugía para colocar los electrodos era un tanto arriesgada y varios pacientes sufrieron convulsiones e infecciones, incluso un paciente murió. El investigador concluyó que la estimulación no tenía ningún beneficio permanente en personas con la enfermedad. Pero para entonces, con una técnica nueva, más segura y precisa para la colocación de electrodos, había observado de manera confiable que estimular el área septal producía una sensación placentera. Con estos datos, amplió sus experimentos para incluir a personas con otros diagnósticos, como la depresión clínica.

En esta fase de su estudio el equipo fue realizando un seguimiento y mapeado de los circuitos cerebrales que en ese momento se pensaba que subyacían a sus condiciones. Heath contó que al estimular las estructuras cerebrales los pacientes relataban la experiencia: placer, malestar, ansiedad, recuerdos repentinos. Finalmente, implantó una cánula que podría suministrar dosis precisas de productos químicos disparados al cerebro. Es más, al inyectar el trasmisor de impulsos nerviosos (acetilcolina) en el área septal de un paciente, registraron lo que describieron como una «actividad vigorosa», seguido de un «placer intenso», tanto, que el sujeto tuvo orgasmos de hasta 30 minutos (descritos por el propio paciente).

Visto así, Heath pensó que tenía todas las herramientas para manejar a su antojo el comportamiento humano. A comienzos de la década de 1970 dio el paso definitivo que debía encumbrarlo como el mayor científico del siglo XX. Su estudio: Septal stimulation for the initiation of heterosexual behavior in a homosexual male (1972). 

El objetivo: modificar la orientación sexual de un paciente a través del «botón del placer».

(Continúa aquí)


Bibliografía

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