Cine y TV

Bridgerton: tacitas en la ucronía (1)

Los Bridgerton. Imagen: Netflix.
Los Bridgerton. Imagen: Netflix.

Estimado lector —o Dear gentle reader, según su idioma de preferencia—, ha llegado a los oídos de este autor que Los Bridgerton —2020-actualidad— es la serie con mayor éxito en Netflix. Su más reciente entrega, la tercera, ha sido el contenido más visto durante cerca de un mes, alcanzando los 45 millones de visionados en la semana de su estreno, cuando se considera un triunfo llegar a los 20 millones. Y, además, las dos temporadas previas y su precuela, La reina Carlota —2023— no se han bajado del top 10 en semanas. Este fenómeno, aunque esperado, sigue sorprendiendo a muchos: ¿cómo una historia que explota uno de los subgéneros románticos más denostados y vetustos, la novela de Regencia, ha conseguido alcanzar tal cota de popularidad? Sencillo. Solo hay que tener lo que tienen sus dos corresponsables, Julia Quinn en lo literario y Shonda Rhimes en lo audiovisual: la fórmula perfecta para alcanzar el éxito. 

Los nuevos episodios se han centrados en quien se ha revelado como uno de los personajes más carismáticos, Penélope Featherington —Nicola Coughlan— y su amor platónico por Colin Bridgerton —Luke Newton— y han logrado condensar lo mejor de la escritura de Quinn y de su traslación audiovisual: ofrecer una visión divertida y sin duda fantasiosa, pero a la vez inteligente y sensible sobre el romanticismo de una época en la que las mujeres debían afrontar la presión del matrimonio como único, inevitable y, en general, poco deseable destino.

En todo caso, la temporada también ha tenido que afrontar críticas por parte de un sector duro de los aficionados, a causa del creciente alejamiento del original literario, un exceso de tramas que aleja el foco de los protagonistas y el nuevo aire, más contemporáneo, que los nuevos responsables le han imprimido.

El duque La escritora y yo

A mediados de los ochenta del siglo pasado, el padre de Julie Cottler intentaba, con mejor intención que éxito, guiar las lecturas de su descendencia. Escritor de oficio, no le gustaba que su hija adolescente leyera las historias románticas de Sweet Dreams —equivalentes a la obra de nuestra Corín Tellado—, pero quedó impresionado cuando la chica le aseguró que estaba reuniendo material para su propia novela. A la joven Julie no le quedó más remedio que ponerse a escribir y enseñarle los primeros capítulos. Algún tiempo después la terminó e intento publicarla, sin éxito. Pero la semilla estaba plantada y siguió escribiendo mientras buscaba, con poco tino, su vocación. De hecho, estudiaba medicina cuando le aceptaron el primer manuscrito, bajo el seudónimo de Julia Quinn. Con este nombre se convertiría en la reina de la novela romántica moderna, con la friolera de diecinueve entradas consecutivas en la lista de best sellers de The New York Times.

La novela romántica del siglo XXI, por suerte, no es la misma de unas décadas atrás, aquella que llenó sus portadas de galanes con el torso descubierto salvando damiselas en apuros. Títulos como OutlanderDiana Gabaldon, 1991— o El diario de Bridget JonesHelen Fielding, 1996— habían transformado profundamente el género. Las historias de Quinn asumen este legado y están llenas de matices y humor, son inteligentes y empoderadoras para las mujeres… pero también son sexis y extremadamente divertidas. Su escritura es sencilla, pero ágil y chispeante. Los reproches que se le pueden hacer son los mismos que se pueden hacer a todo el género: al final, ambos terminan juntos. Siempre. «Los autores de novelas románticas no escribimos secuelas sino spin-offsconfiesa la escritora—, porque volver al mismo héroe y heroína como personajes principales en una secuela implica que el «felices para siempre” no ha perdurado».

A finales del siglo pasado, la autora imaginó una familia multitudinaria, de nada menos que ocho retoños, todos de semblante parecido y nombres ordenados alfabéticamente, cuya madre, viuda, necesitaba emparejar. Así nacieron los Bridgerton, vehículo idóneo para una larga serie, que debutaron en el 2000 con El duque y yo. La octología se completó en 2006 con Buscando esposa —que recibió el premio al Mejor Romance Histórico de la Romance Writers of América—. Un noveno volumen —Felices para siempre, 2013— puso el broche a la colección con una serie de epílogos para cada uno de los hermanos. 

Una familia tan multitudinaria encajaba perfectamente en el entorno histórico en que se mueve prácticamente la totalidad de las obras de su autora —que comparten el mismo universo y a menudo se mencionan unas en otras—. Porque Quinn no solo escribe historias románticas, sino que las escribe en uno de sus subgéneros más añejos, la denominada «novela de Regencia». Esta Regencia británica es la época inmediatamente anterior a la era victoriana —aunque el subgénero amplía generosamente su definición, situándola entre finales del siglo XVIII y 1837—, una época caracterizada por su moda, su arquitectura, sus artes decorativas y, sobre todo, sus complejas etiquetas sociales y enredos románticos.

Las historias que trata son trabajos derivativos de la obra de Jane Austen, aunque es de recibo dejar claro que las novelas de la propia Austen —un agudo reflejo de la sociedad en la que vivió, que establecieron las bases de la novela moderna— no se pueden encuadrar en este género. La novela de Regencia, en realidad, se inventó algo más de un siglo después, de la mano de Georgette Hayer —1902-1974—, prolífica autora que esencialmente se consideraba una novelista histórica, y que utilizaba el trasfondo de ese periodo en sus novelas más comerciales y románticas —con enorme éxito, todo sea dicho—. 

Los relatos de Los Bridgerton utilizan, además, un recurso que las distingue de sus contemporáneas: la misteriosa gacetillera llamada lady Whistledown, que nos explica las complejidades de la sociedad —The Ton en inglés, expresión proveniente del francés le bon ton—. Lo interesante es que, cerrada la trama de la entrega inicial, aun quedaba un enigma sin resolver. «No supe quién era lady Whistledown hasta la segunda novela», confiesa la autora. Y aunque la audiencia de la serie descubrió pronto la identidad de la periodista decimonónica, los lectores tuvieron que esperar a la cuarta novela para conocer la sorprendente verdad.

Este poco habitual elemento de misterio fue una de las claves de la popularidad de la serie. Hasta el punto de que, posteriormente, el personaje se ha utilizado como vínculo en dos antologías de relatos y cuentos: Revista de Sociedad de lady Whistledown: Especial cotilleos —2003— y Lady Whistledown contrataca —2004—. En 2021, aprovechando la aparición de la serie de Netflix se publicó The Wit and Wisdom of Bridgerton, una guía oficial en la que Quinn regresaba a su familia favorita escondida tras las palabras de la mismísima lady Whistledown.

Las ocho novelas son ejemplos de su género sin complejos. Existen numerosos rankings en internet que no coinciden ente sí, lo cual apunta a que las obras no albergan grandes sorpresas. En general, las cuatro últimas son algo más sofisticadas, siendo la dedicada a Francesca —El corazón de una Bridgerton— la más enrevesada, con pasajes bastante oscuros. 

El vizconde La showrunner que me amó

Según confesión propia, Shonda Rhimes supo que Los Bridgerton eran materia audiovisual a medida que devoraba los libros. Por ese entonces, Rhimes estaba en plena efervescencia: había conseguido vender a la cadena ABC una serie que pretendía renovar el muy atascado género del drama hospitalario. Anatomía de Grey, protagonizada por Ellen Pompeo, alcanzó un éxito inmediato. Muestra de su impacto es que aún continúe su emisión, alcanzando unas fabulosas veintiuna temporadas, y que continúe triunfando en su salto a las plataformas, donde es uno de los contenidos más demandados —en España se puede ver en Disney+—.

La relación entre ABC y Rhimes produjo otros dos grandes títulos —Scandal, 2011 y Cómo defender a un asesino, 2014—, antes de que la showrunner decidiera abandonar las cadenas convencionales en 2017 y cerrara un trato con Netflix, que le dejaba manga ancha en la medida que su triunfante carrera no vacilara. Desde su trono en la productora Shondaland no deja de crear éxito tras éxito. «[En Shondaland] nos gusta contar historias que estén basadas en algún tipo de realidad. Aunque estemos en la Inglaterra de la Regencia, tenemos que sentirnos arraigados en la realidad de ser mujer. Podríamos hacer ciencia ficción, pero siempre sobre la base real de que estamos en el siglo XXI».

La joya de su corona es, sin duda, Los Bridgerton. Rhimes puso al frente de las dos primeras temporadas a Chris Van Dusen, con quien mantenía una estrecha colaboración desde Anatomía de Grey. Suya fue la idea de tomar las escasamente fundadas teorías acerca de la posible ascendencia africana de la Carlota histórica y adjudicar el papel a la muy racializada Golda Rosheuvel —natural de Guyana—. Con esto, estableció un «Punto Jombar» a partir del cual surge una ucronía en la que personas de color alcanzarían un estatus igualitario en la Britania de la Regencia. Esta evidente fantasía —que inicialmente levantó importantes ampollas— proporcionó a los guionistas la libertad de alejarse de la realidad histórica, que nunca fue un objetivo y se convirtió en un marchamo propio de la serie.

Otra de sus características gira alrededor del concepto de género. Bajo el glamur y el escapismo, la serie intenta exponer cómo, en los últimos dos siglos, todo ha cambiado, pero nada ha cambiado, tanto para las mujeres como para los hombres. «Hablamos y exploramos cosas como la familia, la sexualidad, las relaciones y las citas» —dice Van Dusen. «Igual que ahora, pero con bailes de salón en lugar de Tinder». Además, en un momento en que el streaming se ha hecho bastante pacato en cuanto a la sexualidad explícita, en Shondaland decidieron mantenerlo como rasgo distintivo.

(Continúa aquí)

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3 Comentarios

  1. John Austin

    Quizá porque el subgénero romántico de la Regencia sólo es denostado por los progres y tontoprogres, y no por el resto de la sociedad, que pasa olímpicamente de sus sermones inquisidores.
    Las novelas de Jane Austen y las hermanas Brontë pertenecen a ese género y son clásicos intemporales de la literatura. Lo que producen, o excretan los progres, no vale ni para papel higiénico.

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