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Sin asiento en la Gran Jerga

la gran jerga
El traductor de la Vulgata: ‘San Jerónimo en su gabinete’, de Alberto Durero, 1514.

Que la voz de los españoles falta en el debate filosófico internacional, con todas las excepciones que se quiera, no es algo discutible, sino una realidad tan sorprendente que lleva a indagar sus causas e imaginar remedios. Tómese aquí el término «filosófico» en su máxima amplitud, para abarcar aquellas disciplinas humanísticas y sociales cuyos datos puros necesitan de una interpretación discursiva, fundamentada en un marco teórico con pretensión de validez general, que suscita reacciones y controversias. En la mayoría de estos campos del saber, otras tradiciones culturales, anglosajona, francesa, alemana e italiana por lo menos, teorizan en su jerga desde hace mucho tiempo con enorme ventaja sobre nosotros, una distancia más grande incluso de lo que cabría esperar si nos comparamos con ellos en otras magnitudes. Pues nuestra flagrante ausencia en aquellas conversaciones filosóficas que rebasan fronteras contrasta con la notable representación española a escala mundial, bastante por encima de nuestro tamaño político y económico, en las artes, la literatura, e incluso en no pocas ciencias y técnicas aplicadas. 

Esta intrigante paradoja tiene diversas causas, muchas de ellas fácilmente intuibles y estudiadas hasta la saciedad: el aislamiento político en nuestro siglo XIX y buena parte del XX, nuestra relación conflictiva con la modernidad (en expresión de Javier Gomá), el error de tantos intelectuales afrancesados en la guerra de la Independencia, el exilio de tantos otros en la guerra civil, el predominio de las universidades anglosajonas hoy y de las alemanas ayer, el prestigio entre nuestras élites del derecho y la ingeniería frente al que en otros países gozan las letras y la filosofía. Otros factores quizá provienen de inercias anteriores que arrancan de nuestros Siglos de Oro, sin necesidad de aferrarse a los manidos tópicos sobre la Inquisición: se mire por donde se mire, la pluralidad religiosa que hace coexistir a católicos, protestantes y judíos es un ambiente más fértil para la discusión filosófica que el creado por la Contrarreforma. 

Quiero detenerme, gracias a la amable invitación de esta revista a considerar la cuestión, en algunos factores lingüísticos que acompañan esta historia, triste, sí, pero que esta vez, como veremos, no tiene por qué terminar mal. La tesis de partida es que toda discusión necesita y al mismo tiempo crea un cierto registro de lengua compartido, y el aislamiento de la especulación filosófica española redunda en un lenguaje diferente de la koiné que rige la conversación filosófica europea desde hace siglos. Esta lengua común de especulación y reflexión se genera poco a poco, en buena parte merced a las traducciones de los textos bíblicos y clásicos, que posibilitan la creación de un registro vernáculo paralelo al latino y en diálogo con éste. Y en este largo proceso la participación de otros países europeos ha sido históricamente mucho más enjundiosa y entusiasta que la nuestra.

La especificidad española arranca en el XVI, cuando (en contraste con la riqueza de Biblias romanceadas anteriores a la imprenta), las traducciones de la Biblia al castellano se realizan y circulan solo entre los protestantes españoles, escasos, exiliados y desperdigados. Las instituciones políticas y eclesiásticas apoyaron decididamente la edición de maravillosas Biblias políglotas, desde la Complutense a la Regia de Arias Montano, en las que el alarde de altísima filología semítica y clásica no fue acompañado, sin embargo, de una traducción vernácula del texto bíblico. Solo a fines del XVIII el escolapio Scio y el jesuita Petisco acometieron traducciones de la Vulgata al castellano, pero habrá que esperar hasta bien entrado el siglo XX para la aparición de versiones completas a partir de las lenguas originales (desde Nácar y Colunga en 1943). Con razón señalaba Natalio Fernández Marcos—fallecido este año tras una vida dedicada a la filología bíblica, por cierto con notable reconocimiento internacional—que el español careció de un instrumento con el mismo efecto integrador que la Biblia del King James tuvo sobre el inglés y la de Lutero sobre el alemán (incluso podríamos añadir la de Port Royal sobre el francés). La mayor variedad relativa del español en el mundo respecto a estas tres lenguas sin duda tiene mucho que ver con esa ausencia de una Biblia vernácula común, que desde luego no se debió a la falta de buenos escrituristas en España, sino a la imposición doctrinal. Fernández Marcos, SJ, imaginaba con melancolía cómo habría podido ser una Biblia entera traducida por Fray Luis y concluía que «la prohibición de traducir a las lenguas vernáculas del imperio español los textos originales de la Biblia fue de funestas consecuencias para nuestra lengua y para nuestro pueblo».

Funestas, sí. Pues además de la dispersión lingüística, la falta de un texto unificador implicaba carecer de un pilar fundamental sobre el que construir una tradición de lengua filosófica española en relación con los debates europeos. Y es que la expansión general de la traducción de la Biblia posibilitaba en inglés, alemán y francés la creación de una terminología teológica vernácula, que facilitaba la discusión académica y así fabricaba la lengua en la que se acuerda y desacuerda, se critica y polemiza. Cada concepto latino y griego que se vierte a la lengua moderna, también se repiensa y se refina con el mismo hecho de traducirlo. Y en el momento en que la teología empezó a reflexionar en la lengua vernácula junto a la latina tradicional, la especulación secular siguió sus pasos en el hábitat propicio de la república europea de las letras descrita por Fumaroli. Es un lugar común lamentar el anquilosamiento español en el método escolástico mientras Europa transitaba hacia la Ilustración. Pero quizá para generar una koiné importa la lengua en que se piensa tanto como el contenido de la reflexión.

Fuera de la Biblia, abundan otros ejemplos de cuán fecunda fue para la teoría especulativa la traducción entre el vernáculo y el latín. Basten dos ejemplos archiconocidos. Muy influido por la Política aristotélica traducida al francés y en dialéctica con ella, Bodino escribió primero sus Seis libros de la República en francés y después los tradujo al latín para darles difusión europea, y casi un siglo después Hobbes (además de traducir del griego al inglés a Tucídides y Homero) escribió su Leviatán en inglés y luego en latín. Lo particular y lo universal se entrelazan en este proceso de un modo natural. La traducción vernácula desde y al latín iba de la mano con la creación de una lengua de reflexión que poco a poco fue convirtiéndose en patrimonio común de los pensadores europeos, o por decirlo con menor solemnidad, en su jerga especializada. Cuando a principios del XIX la universidad humboldtiana sistematizó y multiplicó la discusión erudita, desde las instituciones académicas se consolidó la Gran Jerga de la filosofía europea.

España se fue quedando al margen de este proceso, entre otros muchos factores (algunos indicados al principio) por la escasez de una tradición reflexiva consolidada en torno la traducción de conceptos teológicos y filosóficos hebreos, griegos y latinos al castellano. En nuestros lares, la lengua de discusión sobre lo universal siguió siendo el latín, en la que escribieron gigantes reconocidísimos dentro y fuera de nuestras fronteras como Vitoria o Suárez. Pero el español se reservó para la conversación interna, para una dimensión particular que no aspira a resonar fuera, con la notable excepción de Gracián, pronto traducido al francés y por ello admirado e integrado en la conversación general. Desde el XVIII, las contadas aportaciones españolas a la historia de la filosofía moderna proceden más de la literatura (oficial u oficiosa) que de una tradición académica que comparta registros, terminología y e incluso el estilo propio de la reflexión filosófica. Algunos alemanes redescubrieron a genios de nuestra tradición literaria (Schopenhauer a Calderón o Schmitt a Donoso, literato más que teórico en su propio género oratorio) que les servían para renovar y colorear su filosofía con la hondura de lo exótico. Y talentos patrios como Unamuno y Ortega llegaron a hacerse oír en la reflexión filosófica occidental a partir de la poesía, la novela y la dramaturgia, el primero, y el ensayo periodístico el segundo: por eso precisamente sus mejores hallazgos provienen de su heterodoxia respecto a la jerga acostumbrada. 

Esa distancia secular entre la lengua común de reflexión en Occidente y la nuestra no es fácil de salvar. Hace más de un siglo Ramón y Cajal denunciaba en Los tónicos de la voluntad el atraso español respecto a los otros grandes países europeos en ciencias y filosofía por igual. Pero las primeras han avanzado sin duda más rápidas hacia su inserción en la investigación internacional. El apoyo a la ciencia que entonces reclamaba nuestro Nobel ha llegado finalmente con programas públicos que han logrado notables progresos, y en algunos sectores los científicos españoles están en la vanguardia. Ese rápido avance se debe a que es posible en relativamente poco tiempo ponerse al día de un lenguaje científico que, por su abstracción, es universal y depende de la precisión matemática más que de la convención y las tradiciones. En geometría como en informática o biología es posible ese llamado vulgarmente «salto de la rana» que permite espectaculares avances que enjuguen con prontitud un retraso histórico. 

En cambio, una jerga tradicional no se inventa ex nihilo ni se improvisa, sino que es resultado de la decantación lenta de experiencias diversas, errores y aciertos, batallas ganadas y perdidas, y de todo un proceso de sedimentación secular que acaba configurando un paraje de rocas areniscas asimétricas, sólidas y porosas al mismo tiempo. La lengua filosófica continúa evolucionando siempre a partir de lo consolidado en generaciones anteriores y es casi imposible alcanzar el nivel superior sin haber interiorizado los previos. Nuestra capacidad de participar en la discusión general es limitada por habernos situado largo tiempo extramuros de la Gran Jerga.

Y es que una vez que hemos quedado al margen de la lengua común, es difícil incorporarse a la conversación, entre otras cosas por la comprensible irritación que nos suscitan los desprecios de quienes juzgan desde arriba los esfuerzos por adaptarse del recién llegado; esfuerzos que rara vez logran perfecta integración, porque no solo se trata de utilizar un vocabulario técnico, sino del modo de hacerlo con elegancia y claridad según los cánones al uso. No tenemos ningún derecho a hacernos las víctimas, porque esa enojosa actitud condescendiente ha sido y es demasiado común entre nosotros respecto a la bibliografía portuguesa e hispanoamericana, por no hablar de latitudes más lejanas, en cuanto percibimos que no comparten nuestros usos lingüísticos. Pero moralismos aparte, el hecho es que no parece haber una solución inmediata para un problema secular: porque la adopción sin más de categorías y registros en lenguas extranjeras degenera inevitablemente en papanatismo imitativo que molesta como brilla el traje de un nuevo rico; pero el desprecio altivo de cuanto se ignora, con el pretexto de preservar una prístina perspectiva nacional, nos condena de nuevo a la envoltura en los harapos de un aislamiento nada espléndido.

Esta falta de interés ajena en la voz filosófica de los pensadores españoles fomenta además la falta de confianza propia en tener un registro adecuado para la reflexión filosófica. Quizá pocos síntomas son tan reveladores como nuestra conflictiva relación con la nota al pie de página, clave del aparato erudito que sustenta cualquier argumento sobre un estado actual de la cuestión y sobre fuentes primarias. Editores y lectores denuestan las notas y elogian con énfasis la capacidad divulgativa de quien se asoma a los periódicos o los libros de venta masiva sin ponerlas, pero la divulgación, valiosa sin duda, no sustituye al lenguaje propio de la disciplina entre los expertos. Y a su vez, allá donde una editorial puramente académica permite las notas, abundan las amplificaciones innecesarias, las repeticiones descuidadas y los reenvíos a ninguna parte, porque el empeño por aunar precisión y estética en el lenguaje especializado y profesional se mira con sospecha y no cuaja, con excepciones, en un estilo reconocible que deje atrás el lenguaje acumulativo propio de una inexperta tesis doctoral. Nuestra falta de confianza en la propia capacidad de expresión filosófica contrasta con la orgullosa naturalidad con que los países circundantes cultivan el esmero del estilo académico, incluyendo por supuesto las notas al pie justas y necesarias. La Academia alemana otorga anualmente desde 1964 el premio Sigmund Freud a la prosa científica, y la lista de premiados es un elenco de lo más granado de las ciencias del espíritu del último siglo: ¡qué efecto tan positivo tendría en nuestros lares un premio así, que presupusiese por la calidad de la prosa la de sus contenidos!

Ahora bien, quizá nuestra generación puede aspirar a algo más que a la melancolía de arrastrar penosamente un retraso de siglos con el peso añadido del autoflagelo. Es posible que la jerga filosófica internacional esté dando señales de agotamiento y, curiosamente, de falta de confianza en su propia capacidad para abordar los temas de nuestro tiempo. La postmodernidad ha cuestionado las propias categorías que hacían de la filosofía y las humanidades un terreno vedado a los profanos y ha desnudado el entramado de poder que subyace a las disciplinas académicas, con la inevitable deslegitimación subsiguiente del lenguaje cerrado. La vertiente populista de este revisionismo es el desprecio a los expertos y un antiintelectualismo que se apodera no solo de políticos extremistas, sino de instituciones transidas de una súbita mala conciencia. Las lenguas clásicas, por ejemplo, están desapareciendo de algunas universidades americanas punteras no por antiguallas inservibles—un argumento tradicional contra el que las clásicas estaban bien vacunadas— sino como símbolos elitistas de supremacismo occidental. Ese mismo razonamiento, llevado a su consecuencia última, debería acabar con cualquier elemento discursivo que pretenda distinguir expertos y profanos.

Igual que las lenguas clásicas encontrarán, no me cabe duda, anticuerpos contra el ataque postcolonial y mostrarán renovada fecundidad más allá de la nostalgia por el mundo de ayer, también la lengua filosófica común se adaptará, pasadas las modas, a las nuevas realidades y seguirá rigiendo el mundo académico e intelectual. Pero en esta transición, por continuar con la metáfora geológica, la porosidad de las rocas aumenta y se abre a nuevas corrientes de agua y viento que les permiten enriquecerse con nuevos sedimentos. Y aquí nuestra histórica marginalidad quizá puede ser ahora una paradójica ventaja. Precisamente que no partamos de la jerga tradicional puede redundar en novedad y originalidad, al modo en que los dramaturgos, novelistas o ensayistas antes mencionados contribuyeron desde el ámbito español a enriquecer la discusión general precisamente por proceder de la literatura más que de la academia. 

Nada puede sustituir el factor fundamental, que es el empeño y talento individual de cada pensador para crear y comunicar del mejor modo que sepa. Pero igual que desde arriba vino el funesto empeño en cercenar las traducciones bíblicas, desde arriba puede venir ahora un apoyo, que retome las propuestas de Cajal, a quienes pueden y quieren participar en la discusión filosófica general. Cumple aprovechar la propicia nueva porosidad del lenguaje filosófico, que surge del ansia general de renovación de categorías, para que la conversación común preste mayor atención a lo que se diga en español. A ello deben dedicarse los esfuerzos públicos y privados, hacia el extranjero y hacia nuestras propias instituciones, de quienes tienen encomendada la misión de fomentar el impacto de nuestra lengua y de la reflexión que se practica en ella. Cuando se fabricaba la jerga filosófica moderna, los españoles nos quedamos sin asiento en esa gran fiesta. Ahora que se quiere renovar, no debemos volver a cometer el mismo error. Una política cultural y científica adecuada tiene en nuestro tiempo la oportunidad de superar decisivamente una marginalidad de siglos. Las omisiones de ayer son las ocasiones de hoy.


Miguel Herrero de Jáuregui es Catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense de Madrid. Autor de diversos estudios sobre literatura, religión y filosofía de la antigüedad clásica y su recepción en el primer cristianismo y la modernidad. Sus últimos libros son Catábasis (2023) y El pensamiento narrativo (2023).

La querella española 

Ensayistas, filósofos, historiadores e intelectuales abordan uno de los grandes enigmas de la cultura española: el motivo por el cual permanece apartada del fecundo diálogo de los pensadores europeos.

  1. «Un terco y doloso complejo», por Basilio Baltasar.
  2. «La lengua de Ortega y Gasset», por Víctor Gómez Pin.
  3. «Sin asiento en la Gran Jerga», por Miguel Herrero de Jáuregui.
  4. «Debilidad y fortaleza de la filosofía en España», por Norbert Bilbeny.
  5. «Por qué no existe la «Spanish Theory»», por Antonio Valdecantos.
  6.  «Pensar no es cualquier cosa», por José Enrique Ruiz-Domènec.
  7. «Un asunto delicado», por Anna Caballé.
  8. «Una cultura que se desprecia a sí misma», por Ignacio Gómez de Liaño.
  9. «Una cuestión de fe», por Ana Rosa Gómez Rosal.
  10. «Las voces de las diversas periferias», por Sonia Contera.
  11. «Las dimensiones ocultas y el lado oscuro de la ciencia en España (que inventen ellos)», por Juan José Gómez Cadenas.
  12. «La obstinada singularidad ibérica», por Carlos Collado Seidel.
  13. «En las orillas del Sena», por Almudena Blasco Vallés.
  14. «La España de la insignificancia tecnológica», por Pablo Artal.

Réplicas a La querella española

  1. «Filosofía española por el mundo», por David Teira.
  2. «La situación actual de la filosofía española en el contexto internacional», por Antonio Diéguez.

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