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Vivir a todo trenecito: sube a esta historia (si puedes) ¡y disfruta! (y 2)

Vivir a todo trenecito

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El Trucu-Trucu se anuncia como el primer trenecito turístico de Cataluña y, por supuesto, también intenté montarme en él. Quería coger un Rodalíes y acercarme a Malgrat de Mar, un lugar en el que nunca he estado, pero me consta que es muy turístico; por eso, siempre pienso que su nombre debe significar «a pesar del mar», en una traducción inexacta del catalán. Porque ahí sigue, a pesar del mar, del sol, de la playa, de los alemanes.

Pero sorprendentemente —y digo esto porque hay una sequía épica— ese día amenazaba con llover, y no quería llegar y que me dijesen «no, es que hoy no sale», señalando al cielo, ni quería chipiarme, ni, por supuesto, vivir otro affaire hostelero.

Fiebre

No sé a qué responde la estética de los trenecitos turísticos. Aunque hay muchos (muchísimos) y dentro de ellos pueden variar, todos podemos hacer un retrato común: una carrocería colorida que imita (según el caso, más o menos fidedignamente) a una locomotora antigua, a vapor, clásica. 

Resulta curioso que, mientras el ferrocarril ha evolucionado exponencialmente, pasando por diseños muy futuristas y transitando del vapor, al fuel, a la electricidad, e incluso casi llegando a los imanes en menos de cien años, los trenecitos estén detenidos en el tiempo. Y no sé a qué responde, pero mi visita al Museo del Ferrocarril de Cataluña, en Vilanova i La Geltrú, me da algunas pistas y un par de certezas: 

Certeza número 1: cómo no van a existir personas totalmente entusiasmadas, embelesadas, aficionadas, amantes, obsesionadas con los trenes. El mundo ferroviario es apasionante. Eso, o este museo está demasiado bien comisariado.

Certeza número 2: los trenes de vapor son preciosos. Tuve la suerte de montar en la Mataró, una locomotora de vapor que ponen a funcionar el primer domingo de cada mes. Es casi imposible no ensimismarse con semejante infraestructura y ritual: subir a la máquina, coger hulla (el tipo de carbón utilizado para hacer funcionar al tren) con una pala, abrir la puerta de hierro ardiente de la caja de fuegos de la locomotora, echarla dentro y esperar la depresión hasta que FiIiiiIiiiiii, silba el pichorro de forma adorable y escupe un perdigón de agüilla caliente. Comienza a salir vapor de las faldas de la locomotora, como si estuviésemos en el Lluvia de estrellas de los trenes. ¡Tintín!, arrancamos. 

Respecto a las pistas, creo que la estética se pudo mantener porque el tren de vapor en España desaparece justo en los años colindantes a la aparición de los trenecitos. «En 1975 la caldera central fue apagada simbólicamente por el entonces príncipe Juan Carlos. Finalizó de esta manera la era de la tracción vapor en España», explica el Museo. Por otro lado, podría responder a una cuestión de clase social. Por qué no acercar esa belleza del vapor y la burguesía a la gente de a pie que viaja ahora (en los sesenta) por primera vez y sube al trenecito con expectación. 

Viejo tren

Aunque en Sitges ya no está la Barqueta, sí hay un trenecito turístico, heredero de esta, que se encuentra en activo. Llamo a Turismo, me confirman que funciona. No me lo puedo creer, por fin lograré subirme en un trenecito. Quién iba a pensar que un acto que podría considerarse vulgar fuese tan, tan difícil de conseguir. Voy con tiempo, para disfrutarlo. Como tranquila, paseo por el casco antiguo, miro el mar, que está algo revuelto. Al llegar a la primera parada encuentro todo cortado. Al parecer hoy tiene lugar la carrera de coches antiguos entre Barcelona y Sitges. Miro por encima y sin interés las reliquias. Muy bonitos pero no son trenes… Todavía no me inquieto. He hablado con Turismo. He hablado con Turismo. El recorrido del trenecito es muy grande, así que decido ir a la segunda parada.

Todo el mundo a quien pregunto me dice que hoy no lo ha visto pasar. «Bueno, no se habrán fijado», me digo. Pero tras treinta minutos de espera, sentada en el banco macetero de metal, en el arcén de Passeig de la Ribera justo delante del Hotel Santa María y, lo más importante, justo al lado de la segunda parada del trenecito, me resigno y asumo que hoy no pasa. Me siento como el cantante de Paté de Fuá: «Viejo tren de la alegría / quién supiera a dónde vas / por más que anhele tus vagones / en ellos no hay razón ni, para mí, un lugar». Me compro un helado y me voy a ver los p**** coches antiguos como si el especial fuese de automoción.

El Carrizal

El Carrizal es un trenecito que funciona en Zaragoza desde aproximadamente 1996 y que hace un recorrido de poco menos de media hora desde el aparcamiento de un conocido hipermercado —de todos los usos de estos espacios habla Clara Nubiola en la entrevista visual a Txema Salvans en su «libro-revista» Pasea y ojea— hasta el centro de visitantes del Galacho de Juslibol, un espacio natural protegido: unos antiguos meandros que el Ebro abandonó, pero permanecieron y crearon un ecosistema propio con su fauna y su flora específica.

Son las 10:40, quedan veinte minutos para que salga el trenecito pero se me ha escapado en la cara el tranvía que me lleva hasta él. Es fin de semana y la frecuencia es mala, no merece la pena esperar al siguiente, toca ir andando, pero a paso ligero, más bien a ritmo-footing, e incluso corriendo a ráfagas si quiero llegar. En el reloj del móvil veo pasar las y 47, y 51, y 56, y 57 ya, muy cerca de llegar, corro desbocada, porque quedan tres minutos, pero también poca distancia. Paso la gasolinera del parking, veo el lavacoches y, detrás, pronto asoma una chimenea pastiche verde inconfundible. Sigo corriendo hasta que se deja ver entero y pienso que, si arrancara ahora, podría echarle un grito o hacerle señas con los brazos para que me esperase. Me pregunto si lo de locomoción viene de locura.

Llego sudada y sola a un vagón lleno de familias, pero llego. Y estoy feliz. El trenecito inicia su marcha, abandona el lavadero, hace una rotonda, pasa bajo el puente de la autopista, y deja a su lado varios descampados. Se para en el primer semáforo, y la niña de delante pregunta si ya hemos llegado. Las expectativas estéticas en el ACTUR (este barrio, mi barrio de toda la vida, cuyas siglas significan Actuaciones Urbanísticas Urgentes) son muy bajas.

El paisaje-extrarradio pronto deja paso al paisaje-pueblo, al atravesar el barrio rural de Juslibol, las casas se vuelven más bajitas, el entorno más abierto y de lejos se ven los huertos intercalados entre campos verdes y campos marrones. Aparece el césped salvaje, los chopos y el merendero. Hemos llegado. 

«¡Adiós, adiós!»

Nancy es conductora del Carrizal desde 2018, es muy amable, habla pausado, y sabe muchísimo de todo lo relacionado con los galachos: el paisaje, las temporadas, las especies invasoras, las excursiones. Le gusta que la gente que coge el trenecito lo hace relajada y sin prisa, por lo que es un ambiente muy cordial para trabajar. Aunque los viajes tienen su horario, si a última hora hay más pasajeros que asientos, hace un viaje extra por ética de conductora. Gajes del oficio. Nancy tiene algo, un deje o un brillo que me hace pensar en un hada madrina. Nada que ver con Pere, el desgraciado conductor de un trenet de Mallorca en Parasol, un film de Valéry Rosier que me recomendó Víctor Jiménez Lafuente, codirector, junto con Andreu Garcia Antolí, de Apartamentos Paradiso, un cortometraje en el que no aparece ningún trenet de milagro, pero sí un Elvis, una piscina, muchas sombrillas, tumbonas y flotadores. 

Es hora de volver y Nancy me invita a acompañarla en la locomotora. Toca la campanita y saluda a toda la gente con la que se va cruzando —menos cuando pasa por el pueblo a la hora de la siesta, porque quiere causar el mínimo impacto en la vida de los vecinos—, lo hace de gusto, pero ya lo tiene automatizado. Me sumo a ella, montar en un trenecito turístico lleva intrínseco el hecho de saludar. En el trayecto de ida quería hacerlo pero me ha dado vergüenza, no tengo tanta personalidad. Así que ahora aprovecho, recupero el tiempo perdido y saludo a todos los adultos, ancianos y niños con los que nos cruzamos en el camino.

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