Cine y TV

‘Collateral’: el jazz eléctrico y electrónico de Michael Mann cumple 20 años

Collateral
Collateral. Imagen Paramount Pictures.

La mayoría de la gente, dentro de diez años; el mismo trabajo, el mismo lugar, la misma rutina. Todo igual […]. Dentro de diez años. Tío, no sabes dónde estarás dentro de diez minutos. (Vincent)

Se despliegan en pantalla los logos animados en blanco y negro de Paramount Pictures y DreamWorks SKG; empieza a escucharse un avión tomando tierra y el trasiego de los viajeros. La primera imagen de Collateral (Michael Mann, 2004) muestra a un hombre, uno más, que se mezcla con el resto de pasajeros de una terminal del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles —conocido como LAX—. El cineasta angelino oriundo de Chicago regresa a casa. Este es su escenario predilecto, ausente como un protagonista más de su cine desde Heat (1995), el reputado thriller protagonizado por Neil McCauley, inflexible líder de una banda de ladrones de élite; y su perseguidor, el pertinaz teniente de policía Vincent Hanna. Su desenlace acontece, precisamente, en las inmediaciones de una pista de aterrizaje del LAX. La obra más personal de Mann cuenta con noventa y cinco localizaciones en la segunda ciudad más poblada de Estados Unidos; comienza en la estación de metro de Redondo Beach —2406, Marine Avenue—, última parada de la por entonces recién estrenada línea C —inaugurada en 1995—, a la que llega un convoy del que se apea alguien. Collateral concluye en la misma estación, de la que parte el Nippon Sharyo P2020 directo hacia la oscuridad, escabulléndose del amanecer, con otro alguien que no saldrá. Equivalencias, repeticiones, guiños privados, movimientos armónicos transversales al modo Mann que van de lo visual a lo sonoro. Un particular jazz

Animal de piel iridiscente cuya cabeza es un crisol de culturas —un lugar hecho de fracciones, como dice el director—, tatuado de tránsitos, poblado de contrastes entre sus pliegues, veloz pese a sus dimensiones: Mann ama Los Ángeles y lo conoce como si fuera un urbanista o un agente del LAPD —Departamento de Policía de Los Ángeles—. Para el director de la espartana Ferrari (2023) es, asimismo, un organismo unificado: así se refiere al bólido conducido a toda velocidad, ejemplo perfecto de armonía. El conductor llevando los mandos de su destino en una refulgente máquina, en el cénit de su talento unificado con la belleza del movimiento, anticipándose al futuro con el ahora deslizándose bajo las gomas; cada pequeña acción tiene un efecto trascendental. Mann es un devoto de los Ferrari y ha corrido como piloto de carreras aficionado. Para él la armonía hace a uno partícipe del mundo. Se lleva a su terreno las reflexiones del emperador romano Marco Aurelio, recogidas en su obra Meditaciones. El hombre excelente no se desvía del camino trazado, objetivo al que se dirige en armonía con su destino, como explica en la nota 16 del libro III. En la novela Heat 2 —íd., Michael Mann y Meg Gardiner, trad. de Carlos Ramos Malavé, Harper Collins Ibérica (2022)—, precisa y minuciosa como un atestado policial, de las pocas cosas que McCauley tiene en su apartamento son libros. Algo del escritor y filósofo francés Albert Camus y de Marco Aurelio; aunque no se especifique, a todas luces se trata del insigne vademécum que escribió el gobernante en los últimos años de su vida.

El individuo recién llegado tiene un semblante serio y apariencia pulida, no metrosexual. Pelo canoso cortado a cepillo, barba de pocos días ligeramente plateada. Lleva gafas de sol y un traje gris claro con corbata a juego y camisa blanca, nada de alta costura. En cuanto se deshaga de la corbata, su aspecto silver fox será muy similar al que luce Neil McCauley y otros miembros de su banda en varias secuencias clave de Heat. El uniforme gris no llama la atención; la suya está puesta en lo que lo rodea, pendiente de las anomalías, relajadamente alerta. La cámara sobre los hombros pegada a la nuca así lo indica. Los personajes de Mann son conscientes del ecosistema donde se mueven; están plenamente integrados, en armonía, concentrados en el presente. «Disponer bien el presente», precepto perteneciente a un fragmento del apunte 2 del libro VI de Meditaciones —en la traducción de Ramón Bach Pellicer para la edición de la editorial Gredos de 1977—: «Pues una de las acciones de la vida es también aquella por la cual morimos. En efecto, basta también para este acto “disponer bien el presente”». El ladrón Chris Shiherlis, miembro de la banda de McCauley y su mejor amigo, sigue a rajatabla este precepto en Heat 2. Collateral obliga al espectador a concentrarse en el presente: sucede «en tiempo real», a lo largo de unas diez horas condensadas en dos de metraje. La concreción narrativa del pulcro guion de Stuart Beattie estimuló la imaginación de Mann, deseoso de hacer una película que sucediera de noche en Los Ángeles durante un corto periodo de tiempo.

Collateral
Collateral. Imagen Paramount Pictures.

El tipo parece uno más que llega a LA para hacer negocios. No es de la ciudad, quién pertenece a este lugar que a él se le antoja «desconectado». Coge un taxi, da al cabbie la dirección y le pregunta cuánto tardarán en llegar. El conductor le indica una cifra exacta y la clava. Prueba superada. Es bueno; sabe hacer su trabajo. El hombre del pelo canoso se llama Vincent, como Hanna. Un nombre de pila falso, lo más seguro. El taxista es Max. El contacto queda establecido. El primero tiene pendiente cerrar un acuerdo inmobiliario y necesita hacer varias visitas; antes de bajarse le ofrece al segundo setecientos dólares por hacer cuatro paradas más en distintos puntos de la ciudad y garantizarle que estará de vuelta en LAX —a unos treinta kilómetros del downtown, el centro— para coger su vuelo antes de que salga el sol. Su cercanía es calculada y su mirada, fría. Desfrunce los billetes delante de las narices de Max. Es ilegal alquilar un taxi; no obstante, la cifra que le ofrece el pasajero nocturno es el doble de lo que suele ganar en una jornada. Vincent no necesita insistir mucho: domina la situación desde que subió al veterano Ford Crown Victoria, el popular sedán V8 que cumplió su servicio con creces motorizando las compañías de taxis y los departamentos policiales de ciudades como Los Ángeles o Nueva York, desde primeros de los noventa y hasta finales de la primera década de los dos mil. Vincent se adueña del mundo de Max y de su destino; él, por su parte, se ha convertido en el chófer de un asesino a sueldo con una kill list que ventilar. Es el daño colateral, el activo necesario para que su nuevo jefe cumpla su objetivo. 

Vincent es un cruce entre McCauley y Hanna. Del caco ha heredado su eficacidad, del madero, su olfato de cazador. Ha recibido de ambos una férrea disciplina que está por encima de todo. Él no mata; lo hace la bala: el desapego sociopático del verdugo. El carruaje de la muerte sale de madrugada a saldar cuentas. En su techo un anuncio de Bacardi Silver, ready to drink de la destilería de origen cubano, el panel muestra en ambos lados los ojos atentos de una mujer. Esta vez es el taxi el que escoge a sus clientes. El silver man, como indica su color, es inteligente, resuelto e implacable; busca, encuentra y elimina. Los arquetipos —pertenezcan al lado de la justicia o de la criminalidad— que habitan el mannuniverse son proactivos, saben que tienen un tiempo adjudicado; no les corresponde más. Cuando se acabe se acabó. Combaten esa suerte exprimiendo cada centésima de segundo. Esto los hace vulnerables. McCauley, Hanna o Vincent son veloces porque las prisas son malas. La vida es corta. Max es el bicho raro, la anomalía. Tiene ideas y aptitudes, sueña con poseer su propia compañía de limusinas, Island Lemos. Será el mejor en lo suyo; el taxi es el medio para conseguirlo. Aún no se ha lanzado, no toma la iniciativa; malgasta su tiempo esperando la ocasión perfecta que nunca va a llegar. Cuando Max no quiere pensar baja la visera y observa su postal de las islas Maldivas, adonde escapa con su imaginación. En Heat 2, McCauley decidió que su paraíso fueran las Fiyi. 

Todos los que se suben al taxi de Max se dirigen a algún lado; él no va a ninguna parte. No está en armonía, si bien aconseja a una pasajera con la que conecta, Annie, que la busque. «Consejos vendo y para mí no tengo». A ella le espera una larga noche de duro trabajo en la oficina; es una fiscal que al día siguiente encara una importante vista que lleva meses preparando. Ella le confiesa que las horas previas a un juicio cree que no podrá hacer su trabajo y todo se vendrá abajo. A pesar de la ansiedad, se concentra en el presente y se pone en marcha. Max se queda justo en la orilla, al borde del salto. Annie ya se ha metido en el edificio y él no la ha invitado a salir. «Ahora estamos aquí […]. La única pregunta real es: ¿por qué seguir viviendo? ¿La vida lo merece? ¿Por qué no suicidarse? El único juicio es cómo empleamos el ahora […]. Lo único que tenemos es este momento. Lo vivimos, conscientes de lo que significa: nada. Pero lo vivimos a tope. De eso se trata». Cavilaciones de McCauley en Heat 2, inspirado por sus lecturas de Albert Camus durante su estancia en la Prisión Estatal de Folsom. Marco Aurelio las remataría con la nota 49 del libro VI de Meditaciones: «Debes vivir un número determinado de años y no más. Porque al igual que te contentas con la parte de sustancia que te ha sido asignada, así también con el tiempo».  

El taxi de Max, siempre en estado de revista, es su cámara de eco. El habitáculo se divide en dos por la mampara de protección separando el espacio del conductor del de los pasajeros; recuerda a la sala de visitas de una prisión o a un confesionario. La falta de profundidad de campo difumina la realidad tras las ventanas y refuerza la idea de aislamiento. Los diálogos se convierten en conversaciones y adquieren el cariz de los haces y reflejos que se cuelan, flotan en este suave entorno sobre el hálito amortiguado de la urbe, como recalca el diseño de sonido. Vincent y Max son dos desconocidos que respiran el mismo aire, comparten el espacio-tiempo y establecen una simbiosis única. Uno duda, otro actúa; indecisión y decisión. Las cosas se complicarán entre ellos. Vincent no ejecuta a Max y este no intenta huir de su lado; la fuerza centrípeta generada entre ellos es demasiado fuerte. Se someten a una sesión psicoterapéutica a lo bonzo: Vincent saca a Max de su zona de confort para que actúe y aproveche su potencial. Max desarma emocionalmente a Vincent liberando al ser humano de la máquina de matar. Tras la corteza de Max hay un hombre diligente, tras la de Vincent, uno falible.

Collateral
Collateral. Imagen Paramount Pictures.

Koreatown. Un par de coyotes se cruzan por delante del taxi —una anécdota que le ocurrió a Mann en la intersección entre Fairfax Ave. y Sunset Blvd., en el vecindario de Hollywood Hills West, mientras conducía—. Max y Vincent se han quedado solos en el mundo. Todo se concentra en este instante magnético cargado de intensidad, en el que alcanzan su mayor grado de fraternidad. Ni siquiera se están mirando, miran dentro de ellos. No pueden abrirse más; dan en el tope de su vínculo. El taxi deja atrás palmeras espectrales, fachadas o un pináculo con una cruz de neón que despide un fulgor turquesa, se recortan contra un cielo verde sucio. Solo les queda enfrentarse; lanzarse como animales salvajes a sus puntos débiles. Un paréntesis introspectivo al estilo Mann. Se da en Heat durante la celebérrima conversación entre McCauley y Hanna en la que se miden sentados a una mesa del restaurante Kate Mantilini —9101, Wilshire Blvd., Beverly Hills—. El asador —joya deconstructivista, corriente caracterizada por la fragmentación y la rotura de la armonía— construido por el estudio Morphosis en 1986 y clausurado en 2014, lugar histórico, tiene un reloj de sol en su tejado. La secuencia, solucionada en una escala de planos y contraplanos, no describe el espacio. Mann sabe que toda esta información sobre el sitio pasa desapercibida; no resulta indiferente para él y menos aún para McCauley y Hanna. Son conscientes de dónde se encuentran y absorben el geist del lugar. Dos hombres con el tiempo sobre sus hombros, aferrados a su presente y a sus planes; hacen un alto en el camino, interrumpen sus rutinas para confirmar lo evidente: tienen un igual en el que mirarse; la circunstancia no va a volver a repetirse. No cabe un acaso, pero el control tiene sus límites.    

«Lo que podemos controlar lo controlamos […], cualquier cosa que nos pase la provocamos nosotros», sentencia McCauley en Heat 2. Causa y efecto. Él es de la escuela estoica como Vincent, el propio Michael Mann o Marco Aurelio, uno de sus más ilustres representantes. La razón frente al caos. No quieren creer en el azar porque saben que solo pensar en su existencia provoca que se manifieste, lo que significa improvisar: implica aceptar las casualidades y la posibilidad de no saber lo que se está haciendo; en definitiva, tomar riesgos no barajados, dudar, fallar. El tiempo se altera; discurre distinto. La presión cambia. Las puertas dentro de la cabeza se abren. Se pierde el control del bólido. Vincent elige el taxi de Max, este, despistado pensando en por qué no ha movido ficha con Annie, no repara en él. El sicario no pierde ni una micra de segundo en dirigirse al siguiente disponible. Max despierta y lo repesca. Poco después descubrirá que su cliente es un asesino cuando la primera víctima acabe estampada en el techo de su taxi. Caída del cielo al igual que Vincent. Casualidades. Ambos profesionales se verán obligados a improvisar, lo cual los transforma para siempre: abrazan las variaciones del azar en las estructuras armónicas fijadas en sus mentes. 

Esta noche todo es posible; incluso disfrutar en un club de una interpretación en vivo de «Spanish Key», segunda pieza del rompedor Bitches Brew, álbum de Miles Davis que en 1970 revolucionó el jazz al introducir toques rock. Collateral habla del arte de la improvisación con la voz de un cineasta que no deja nada a merced de la fortuna. Todo lo que se ve y suena ha sido meticulosamente estudiado. Mann se documenta durante un año o año y medio antes de ponerse a rodar —con Heat y Ferrari superó sus marcas; ambos proyectos se gestaron a lo largo de décadas—, cuida hasta el más nimio de los detalles y trabaja a conciencia con los actores las biografías de sus personajes para aprehenderlos en todas sus dimensiones. Cada decisión tiene su porqué en un universo a medida. Basta un ejemplo: a la hora de escoger el color del taxi —de una compañía ficticia— se probaron diversas combinaciones de pinturas hasta dar con un tono de naranja mezclado con un poco de azul al que se añadió una capa de barniz, una nomenclatura que arrojaba el brillo carmín azulado que le convencía. Este nivel de control no frenó a Mann para atreverse, contagiado del ánimo jazzístico, a emprender cosas nuevas: la secuencia de la visita a la madre de Max en el hospital es lo más cerca que este estoico puede estar de hacer comedia. 

Este thriller de diseño con tempo interno de jazz —su banda sonora se construye por contrastes, temas inesperados que definen ambientes y responden al talante de los personajes y de la ciudad— sigue siendo armonioso y vibrante. Buena parte de ese carácter se debe a su look híbrido. El guion de Beattie brindó la oportunidad de captar la atmósfera nocturna de Los Ángeles, un deleite para Mann, dispuesto a recrearla de manera fiel. Decidió que grabaría la mayor parte de la película en vídeo de alta definición, con la luz ambiental disponible, reforzando lo imprescindible para garantizar una correcta exposición y no perder naturalidad. Marcaría una nueva tendencia. Había probado esta tecnología por primera vez en 2001 en planos escogidos de Ali —en la que ya se aprecia cierto swing— para reflejar el ambiente de calles y cielos nocturnos, lo que no podía conseguir con las cámaras de cine que capturan imágenes en negativo de 35 mm. Más o menos el 80 % de Collateral, casi todo correspondiente a los exteriores nocturnos, es de naturaleza digital. Alrededor del 20 % restante, la mayoría interiores y los exteriores diurnos, analógica. 

Después de varios test, Mann y el director de fotografía, Paul Cameron —tras preparar la película y rodar durante tres semanas fue sustituido por Deon Beebe debido a desavenencias creativas con Mann, famoso en el negocio por su alto nivel de exigencia y férrea concepción de cada aspecto del trabajo— decidieron utilizar las cámaras de última generación —en su época— Thompson Viper FilmStream —elegida por David Fincher y su director de fotografía Harry Savides para Zodiac (2007), con magníficos resultados— y Sony CineAlta HDW-F900 equipadas con las lentes Zeiss DigiPrime, específicas para cámaras de cine digitales. Forzaron al máximo el material para conseguir sus propósitos. Estas decisiones artístico-técnicas, audaces en su día, no pueden disimular el paso del tiempo —al contrario de la límpida Zodiac, iluminada como si de un clásico en celuloide de los años setenta se tratase—; sin embargo, las limitaciones intrínsecas han jugado a su favor: las imágenes turbias de luz derramada y contaminada por los efectos fantasmales de los vapores de sodio y mercurio de las lámparas de las farolas añaden un ambiente genuino al conjunto. En 2008 la Oficina de Alumbrado Público de Los Ángeles —LA Bureau of Street Lighting— inició el programa de sustitución de lámparas de descarga por luminarias LED para ahorrar en consumo y mantenimiento. La noche angelina nunca volverá a ser tan caliente como en Collateral.  

La producción implicaba otro reto, grabar el interior de un taxi real. Se usaron hasta diecisiete unidades, la mayoría convenientemente modificadas conforme a las necesidades que implicaban los tiros de cámara, con el interior forrado de una treintena de paneles electroluminiscentes que tintan de verde los rostros de los intérpretes. Actualmente el empleo de la alta definición, en sus múltiples resoluciones, es un estándar en todo el mundo —puristas como Christopher Nolan, fanático de Heat, siguen rodando en soporte fotoquímico—; a primeros de la década de los 2000 todavía era excepcional, sobre todo, en películas hollywoodenses de alto presupuesto como esta. A partir de este momento, Mann adoptó con todas sus implicaciones la adquisición de imágenes en digital para el grueso de sus producciones, modificando su estética y narrativa. Los dos títulos posteriores de su filmografía, con sus virtudes y defectos, han sido coherentes pasos hacia delante hasta alcanzar la fluidez de la reivindicable Blackhat. Amenaza en la red (2015), culmen de este proceso de depuración de dos décadas. Ferrari se graba en digital, en cambio, se reviste de formas neoclásicas. 

Vi Collateral un lunes 25 de octubre de 2004, diez días después del estreno, en el desaparecido Cines Luna. Ocupaba el núm. 2 de la calle de la Luna, esquina con Corredera Baja de San Pablo, en la plaza de Santa María Soledad Torres Acosta, localizada tras el segundo tramo de la Gran Vía madrileña. Nunca había pisado la plaza de la Luna, como se la conocía popularmente. Acababa de llegar a la capital para estudiar Comunicación Audiovisual y esta era la segunda película que veía en pantalla grande. Para mí Madrid era Los Ángeles: una ciudad desconectada, como diría Vincent, de la que empezaba a conocer fragmentos, a la que todavía no me había adaptado, cuyas calles no me decían nada aún. No sabía que el 23 de enero de 1977 la plaza había sido escenario —en la confluencia entre la calle de la Estrella y la de Silva— del asesinato del joven manifestante Arturo Ruiz García, infausto inicio de la conocida como Semana Negra de Madrid. No sería el último homicidio cometido en la plaza, copada en aquellos tiempos por toxicómanos, prostitutas e indigentes, indiferentes ante la presencia de la Comisaría de Policía Municipal del distrito centro-norte. Ubicada en el núm. 2 de la plaza, la separan apenas veinte metros del edificio en cuya planta baja se encontraba el cine. 

El Luna fue construido por el destacado productor y distribuidor de cine Emiliano Piedra, a quien Orson Welles seguro que agradece desde donde esté que le consiguiera los millones de pesetas necesarios para que terminara su hermosa Campanadas a medianoche (1965). Se inauguró el 1 de abril 1980 «… con programación exclusiva de películas en versión original subtituladas y atención preferente al cine español de calidad», tal y como rezaba el anuncio a toda página del ABC del 30 de marzo. Debutó con Sangre sabia (John Huston, 1979), en la sala 1; y El cuchillo en la cabeza (Reinhard Hauff, 1979), en la 2; acabaría echando el cierre en julio de 2005 —el golpe de gracia quedaría inmortalizado en el cortometraje Cines Luna (Jorge Juárez, 2017), ganador del Premio de Distribución y del Premio Filmin en la XV edición del festival Notodofilmfest—. Reabriría como gimnasio en octubre de 2012, uno de los múltiples cambios que viviría la plaza en posteriores y largamente demandadas remodelaciones, continúan hasta hoy sin terminar de satisfacer al vecindario. De la plaza desapareció el Luna y la delincuencia; sigue siendo un portal de acceso a la «umbraesfera», «… la conexión entre todas las sombras, la oscuridad y las penumbras de este planeta», según el relato de la placa situada en el acceso a la plaza por la calle de Tudescos. Inaugurada en 2011 —la que recuerda a Ruiz García llegaría en 2019—, es uno de los ciento cincuenta hitos repartidos por todo el mundo que constituyen hasta ahora Kcymaerxthaere, «obra de arte global de narración multidimensional» para su artífice, el artista angelino Eames Demetrios

En mi primera y única visita, el Luna me pareció avejentado y solitario, pese a encontrarse a unos ciento cincuenta metros en línea recta de una de las calles más transitadas de España. La sala 1 había conocido muchos pases desde del estreno de la amarga Sangre sabia, la flamante copia de 35 mm que se me imprimiría en las retinas, pocos. Acudí a la primera sesión del día, la de las 16:10, a mi alrededor solo atisbé dos o tres coronillas sueltas. Conecté de inmediato con la energía de Collateral y con su pareja de héroes; necesitaría algunos años y visionados para entender lo que me contaba Mann. En aquel tiempo me parecía a Max. Veinte años más tarde soy un poco Vincent, tampoco demasiado, y en Madrid cada vez es más difícil improvisar. 

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Collateral. Imagen Paramount Pictures.

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2 Comments

  1. Alberto Pascual Pérez

    ESTO es un buen analisis. Toma nota, JM.

  2. Chuck Finley

    Impresionado con este recorrido -nunca mejor dicho- por el mundo de Mann y de ‘Collateral’. Ojalá encontrarse más textos así, aquí y en cualquier cabecera.

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