Música

Bruckner 200 o el esplendor final del músculo

Anton Bruckner. (DP)
Anton Bruckner. (DP)

Se cumplen dos cientos años del nacimiento de uno de los genios peor tratados por la historia, Anton Bruckner. Hoy en día es el nuevo Mahler y el compositor, junto a Rachmaninov, más programado y grabado del panorama musical. 

Pronunciar enfáticamente BRUCKNER DOSCIENTOS es como escuchar decir con abultado acento escocés THREE HUNDRED a Gerard Butler, el musculoso actor protagonista de la película homónima. Mucha corpulencia figurada para un arte tan metafísico como el musical. Referencia zopenca a la llama del canon alemán iluminando una trascendencia inalcanzable para sus vecinos europeos y más allá del atlántico, porque la historia de la interpretación dicta sentencia después del descubrimiento tardío. Las tres famosas bes han pasado a ser cuatro. Visto como un mero epígono de Wagner, Bruckner, hombre pusilánime de fe ciega, cultura limitada y modesto hasta la falta según testimonios de la época, entra en el selecto club de las bes: Bach, Beethoven, Brahms, Bruckner. Y lo hace de la manera menos obvia y autoritaria, llevando consigo el peso del malentendido, las tribulaciones de la forma sonata, el desprecio de su coetáneo Johannes Brahms («Bruckner es un engaño que se olvidará uno o dos años después de mi muerte») y, sobre todo, la constante condena del gran sacerdote de la crítica vienesa, Eduard Hanslick

Anton Bruckner nació en 1824 en Ansfelden, en el norte de Austria. Formado como organista entre sotanas y catedrales barrocas, su fe hacía gala de un férreo convencimiento, letal para la duda eterna de quienes vivían en la lucha, en el drama de los opuestos y en el triunfo secularizado del destino individual. Épica sin drama, monumentalidad sin lucha, fuerzas orquestales inmensas contra el camerístico aparato brahmsiano… el mayor pecado de Bruckner fue el descubrimiento de la música wagneriana. En la lucha entre Wagner y Brahms auspiciada por Hanslick, Bruckner, sin quererlo, literalmente a los pies del genio de Bayreuth, pagó los platos rotos. La intemporalidad y misticismo pusieron la obra en la diana de su despiadada crítica. Bruckner, en 1863, a la edad de cuarenta y tres años, abandona el idilio bucólico de la campaña, trufada de geniales improvisaciones al órgano, para ejercer de profesor de armonía y contrapunto en el Conservatorio de Viena. A excepción de la primera, el estreno en la capital de sus sinfonías tempranas fue un absoluto desastre. Resaltemos la tercera, compuesta en 1873 y dedicada a su nuevo maestro, definida por Hanslick «como si la Novena de Beethoven y la Valquiria de Wagner se mezclaran, y la primera acabara pisoteada por los cascos de los caballos de la segunda». Al público de las primeras escuchas públicas (Uraufführung) se les venían encima obras cuyas dimensiones eran desconocidas. Un solo movimiento bruckneriano supera, en gran parte de los casos, a una sinfonía entera de Haydn o Mozart. Si a eso le añadimos las dificultades de interpretación para los músicos de la orquesta, faltos de preparación y quizás de interés para afrontar una obra tan larga, con sus interminables cantidades de trémolos en las cuerdas, el requerimiento de total compromiso de los metales, exhaustos ya en las codas, no es de extrañar que la confianza del genio de provincias se derrumbara. 

Los golpes y el ridículo inducido por los guardianes del establishment vienés provocaron un trabajo de revisión al músculo de casi todas sus sinfonías. Inseguro ante el punto final, influenciable por las opiniones de un reducido circulo de admiradores (Mahler entre ellos) que habían asistido en primera fila a las premieres, Bruckner empieza a retocar las partituras con aire dubitativo, aceptando las sugerencias de sus fans. De ahí viene el problema de las distintas versiones. Subsisten al lado de dos revisiones de la Primera, dos de la Segunda, tres de la Tercera, dos de la Cuarta y dos de la Octava. No es de extrañar que la fundación en 1929 en Viena de la Internationale Bruckner-Gesellschaft (Sociedad Internacional Bruckner) se propusiera como meta ordenar el caos y editar con la mayor fidelidad posible las intenciones del maestro. En cabeza, al inicio, el musicólogo Robert Haas, nazi declarado y controvertido en su propuesta de mezclar distintas versiones de una misma obra, soldado de una inventiva nietzscheana que según los hijos musicales del siglo XX iba más allá de los límites de la responsabilidad académica. Reemplazado por sus afiliaciones políticas después de la Segunda Guerra Mundial, la Gesellschaft nombró a Leopold Nowak como sucesor. Nowak representa el intento por separar los originales de Bruckner de las visitaciones posteriores a cargo de varias manos, propias y ajenas. De ahí que proponga dos ediciones separadas para cada versión. El enfoque científico rompe el entusiasmo creador de la ensalada aliñada con el aceite extra virgen del Übermensch.

Quizás hoy en día la sociedad haya llevado demasiado lejos los contrapuntos de Nowak, creando nuevas ediciones de la misma sinfonía basadas en cambios menores de orquestación, o dependiendo de las fechas de anotación de correcciones que los editores crean relevantes. El caso es que sus nuevos jefes tampoco están muy lejos del espíritu del pionero Haas, que tanta cola (o coda) había traído. Es curioso, pero grandes brucknerianos como Fürtwangler, von Karajan o Barenboim se decantaron por las predilecciones del nazi, así como el nuevo mensajero de la vieja guardia alemana, Kapellmeister Herr Thielemann, autor reciente de un ciclo completo con la sinfónica de Viena de dudosa factura, según los críticos. Otro más que añadir a la pululación sin fin de cajas brucknerianas. El pobre Anton, que nunca escucho en vida la Quinta ni la Sexta, que alcanzo la única gloria a los 60 con la Séptima, que murió sin acabar la Novena (ahí tenemos a la Gesellschaft reconstruyendo à la Haas los fragmentos póstumos), hundido en el último crepúsculo mental, obtiene el mayor premio póstumo de la música occidental. En palabras del legendario Sergiu Celibidache, uno de sus grandes intérpretes (especialmente de las sinfonías pares): «no puedo evitar pensar que es un regalo de los dioses, haber vivido cuando Bruckner fue descubierto». 

Veremos cuánto dura el entusiasmo por el Anton exnoqueado. Quizás los últimos y definitivos argumentos musicales, músculos de un guardaespaldas ideal, sirvan para catapultar sus obsesiones, por las cuales era más conocido, a lugares oscuros entre estrellas lejanas. Me refiero a su numeromanía, ocupado en contar las hojas de un árbol o las ventanas de un edificio; a su mórbida afinidad por la muerte, cuando encargó una fotografía de su madre en su lecho de muerte y la colgó en su aula de enseñanza, visitando funerales de desconocidos con tal de verlos descompuestos, manoseando y besando las calaveras de Beethoven y Schubert, al ser exhumados los cuerpos y trasladados a otro cementerio. Bruckner crápula durante el día pidiendo permisos para ver cráneos, por la noche anotando los nombres de las jovencitas que había «abordado» sin éxito. Bajo el retrato de Karoline Oppitz, suspendido en el Museo estatal de Vöcklabruck, podemos leer: «Bruckner conoció a Frau Oppitz delante de la catedral de Linz cuando ella tenía 17 años. Bruckner le preguntó si podía acompañarla a casa. A mitad de camino dijo de repente que quería casarse con ella e incluso le prometió (porque se llamaba Lina) una «Sinfonía Lina». Ella dijo que ya estaba comprometida…». Al parecer esto sucedía a menudo. Digamos que la única forma de la seducción era rígida como los cuatro movimientos canónicos de sus diez sinfonías. Haciendo referencia a uno de sus más sublimes movimientos orquestales, Bruckner dijo que el tema principal del Adagio de la Octava se le ocurrió cuando «miró profundamente a los ojos de una joven». Después de escuchar la música, no hay duda de que tenía razón. 

Doscientos años después, el velo de la colosal estatua ha caído. Esplendor final del músculo, en sacra actitud de primer nacimiento, porque hablar de un Bruckner renaissance, tal y como se comportó el caprichoso destino con Gustav Mahler, seria contradecir la historia. A bote pronto, queda un paralelo con el boom, en afinidad musical y de vocabulario. Explosión de afinidades con las sinfonías del «loco de Dios», donde no vemos trazo alguno del proceso humanista beethoveniano, de dialéctica hacia un fin. La arquitectura de los maestros anteriores sigue vigente, aunque desprovista de los elementos individuales, cada vez más independientes de la forma y de la armonía. La duración, el obstinado estatismo, en palabras de Adorno, escapan a toda planificación. Los espacios de vacío, de silencio absoluto, las cesuras frecuentes, son un sorprendente medio para el compositor de hacer pasar la corriente interior del discurso antes de la observación de un flujo exterior. El tiempo se estira, el desarrollo temporal se sacrifica a un presente suspendido. Una retirada de la duración existencial en una contemplación de esencia mística no exenta de violencia, como sucede en el scherzo de la Novena sinfonía, dedicada «al buen Dios». Consagración de la primavera avant la lettre, la brutalidad de la disonancia en las últimas páginas del Adagio anuncia tanto el primitivismo neoclásico de Stravinski como el expresionismo de la Segunda Escuela Vienesa.

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