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Hasta que la muerte los separe

Hasta que la muerte los separe pablo amargo
Ilustración: Pablo Amargo.

Emilio y Julia se casaron en Argentina a comienzos de la década del noventa. El país estaba sumido en una crisis inflacionaria, en una ola masiva de privatizaciones y frente a un régimen monetario de convertibilidad del dólar. Los índices de desempleo eran altísimos y la criminalidad se había desatado. Vivir en la Argentina era atravesar niveles de un videojuego. Pero Emilio y Julia estaban enamorados y querían casarse por iglesia. Habían nacido en Argentina y tenían ganas de vestirse de blanco y de dar el sí frente a un altar católico hasta que la muerte los separe.

Julia no había conocido a sus padres. No sabía quiénes eran. Vivía con su abuela en una casa en provincia de Buenos Aires y no tenían plata. Nada de plata tenían, apenas unos pesos debajo de la almohada. Comían matambre y salchichas. Fue la familia de Emilio quien compró el vestido de novia para Julia a un precio presumible. Fue en una galería de la avenida Santa Fe, en pleno centro, que Julia se miró al espejo de un probador mientras daba vueltas sobre sí con toda esa tela blanca y creía que así se cumplían los sueños. O que los sueños eran eso: vestirse bien, abrazar a un hombre, dejar que los días pasen. 

El casamiento fue en una iglesia cerca del río de La Plata. Emilio esperó a su futura mujer al costado del sacerdote, un hombre que miraba el reloj cada tanto, como si estuviera llegando tarde a todos lados, todo el tiempo. Emilio miró a su esposa a los ojos intentando no marearse y, después de prometerle una infinidad de cosas, la besó. Julia hizo lo mismo. Caminaron hacia la puerta de la iglesia envueltos en un aplauso infinito. Gente trastornada, preocupada por sus futuros, aplaudía a esos dos jóvenes que se aventurarían a una vida de clase media aspiracional. Esa clase que no reconoce su clase, que permanentemente quiere escalar hacia otra más alta y, en el afán de subir, decae, hasta que todo ese movimiento de ascenso y descenso vuelve a empezar. Emilio y Julia tenían veinte años cuando se casaron. Tenían piernas fuertes y corazones sanos. Veranearon en Misiones como luna de miel y se sacaron fotografías delante de las cataratas del Iguazú, una de las siete maravillas del mundo según la revista Time y la revista Gente. En las fotos se los puede ver serios pero tranquilos, con las cejas imperturbables. Lo que más se destaca son sus anillos de oro blanco. En casi todas las fotos de la luna de miel tienen la misma cara, como si hubieran hecho un fotomontaje, en realidad, y nada de eso hubiera sucedido realmente. Aunque sí. Volaron por Aerolíneas Argentinas, que ahora pertenecía al grupo Iberia, y también se sacaron fotos arriba de la nave. Las mismas caras. El mismo poco y gran entusiasmo. Al regreso a Buenos Aires, decoraron el departamento de Emilio para tener una sensación parecida a la novedad, conmover algo en ese inmueble que ya los venía hospedando hacía al menos un año. 

El primer tiempo fue estable. La familia de Emilio tenía empresas y ganaba en dólares, entonces el matrimonio podía subsistir gracias a ellos sin grandes preocupaciones. Julia intentó terminar su carrera de Psicología en la Universidad pública pero le fue imposible. Los docentes no cobraban sus sueldos y suspendían las jornadas laborales. Julia abandonó entonces la ruta de su propio deseo y se quedó quieta, porque, ¿qué otra cosa podía hacer más que buscar un puñado de hijos? 

Entonces quedó embarazada. 

Julia tenía veinticinco años cuando llegaron las primeras náuseas. Ni bien lo supo llamó a su abuela por teléfono para contarle. La mujer estaba contenta pero también penosa. La noticia la había puesto a pensar en su propia hija, en la madre de Julia. En dónde estaría, si estaría bien, en qué hubiera dicho cuando se enterara de que sería abuela, a tan corta edad, en este país, en este continente, debajo de todas esas nubes tan claras o de ese cielo tan hipnótico. Pero, por supuesto, la abuela de Julia no dijo ni una palabra. Solamente felicitó a su nieta con esas palabras que se dicen. Julia no quiso pensar en sus padres invisibles esta vez.

Había algo particular en los rasgos de Julia, algo que hacía que no se pareciera a ningún ser humano de este mundo. Algo en la rigidez de sus orejas largas, un poco marcianas, o en el hueco infinito que tenía entre los dientes, en el diastema que seguramente había heredado de su padre revolucionario. Julia tenía el gesto de una niña permanente. Alguien que, más allá de envejecer de manera orgánica, jamás luciría como el paso de su propio tiempo. Julia era una mujer desfasada, bucólica, fastidiosamente ingenua. Y ahí, con sus vestidos de volados y la permanente en el pelo, se erguía su primer embarazo. 

A los meses llegó Octavio. Era un bebé inmenso, también desfasado. Emilio le besaba la frente a su hijo mientras le juraba cosas que después no podía recordar. La familia tipo tenía intenciones de mudarse a un departamento más grande, pero, más allá de la modesta fortuna que la familia de Emilio amasaba gracias a la ley de convertibilidad del ministro de Economía argentino, no había dinero suficiente para costear una nueva vivienda. Al año, Julia se volvió a embarazar. Cuando llamó a su abuela para contarle la novedad, la mujer no se sorprendió y a duras penas entendió de qué le estaba hablando. Respondió con unas felicitaciones mareadas, y mencionó algo de unos pastizales en el fin del mundo. Julia no insistió, pobre mujer. Ya estaba un poco cansada, además, de los lazos de sangre y de lo inconcluso del pasado. Paulo nació inmenso también. No había enfermero que comprendiera cómo ese bebé había cabido en el estómago de esa mujer que parecía una niña extraviada. 

Emilio, Julia, Octavio y Paulo formaron una dinastía en la ciudad de Buenos Aires en la que nada de la crisis los afectaría y en la que erguirían el cuello por sobre cualquier desastre que los pudiera llegar a involucrar. La vida sería pasear en auto por paisajes destacados, esquiar o escalar, nadar en los mares, viajar a otros países, ver crecer, no discurrir ni contradecir, cerrar los ojos, mirar hacia delante sin chocarse con los muebles. 

Los abuelos de Julia murieron a comienzos de la década del 2000, con un lapso de meses entre una muerte y la otra. El anciano no le vio sentido a la existencia sin la anciana y, ni bien visualizó lo vacíos que podrían llegar a ser los días de ahí en adelante, se le detuvo el corazón en un acto tan mecánico como inverosímil. Julia los despidió acompañada de sus hijos. Emilio no pudo estar presente por problemas con la empresa familiar y con cierta nómina de empleados. Julia lloró como nunca antes delante de ese cajón abierto, y tener la cara tan arrugada la ayudó a que la vieran, al menos por un rato, como a una persona de su edad. Paulo la miró, sorprendido, y le preguntó si lloraba porque las cosas se terminaban y Julia le respondió que no, que en absoluto. Que las cosas no tenían un fin. Que eso de los desenlaces era un invento.

Ya habían pasado más de veinte años del casamiento de Emilio y Julia, y sus hijos no estaban casi nunca en el departamento. Era Julia quien pasaba los días mirando por la ventana hacia la calle, como cumpliendo un horario de oficina. Se levantaba de la cama, abría las persianas, dejaba pasar el día y las volvía a bajar para acostarse a dormir. Ni Emilio ni Julia se dirigían la palabra. No había asuntos que exigieran ningún intercambio de ideas. Octavio y Paulo no necesitaban resolver problemas, no eran hijos exigentes. Sus abuelos paternos podían darles cualquier cosa que se les cruzara por la cabeza. Pero ni siquiera se les cruzaban tantas cosas. 

El domicilio de Emilio y de Julia era un lugar silencioso ahora, repleto de cortinas, fundas de sillones, portarretratos y relojes de pared. Julia se miraba en el espejo de cuerpo entero que tenía dentro del placard y algunos días, sobre todo los miércoles, se preguntaba cosas. ¿Esto era ser felices? ¿El amor era haber deseado durante unos años y después haber dejado de desear? ¿El amor era simplemente recordar lo que alguna vez habían deseado?

Había gente en la televisión que se divorciaba. Que rompía aquel acuerdo de amarse en la pobreza y en la riqueza, en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe. Había gente que todavía, a su edad, tomaba decisiones. Esa misma noche, mientras miraban la repetición de unos penales definitorios, Julia le preguntó a Emilio si eso era ser felices. ¿Felices? Emilio al principio no la escuchó, pero cuando agudizó el oído no supo qué responderle. No estaba seguro tampoco. Apagaron el televisor y escarbaron durante horas en el significado de la pregunta, pero no llegaron a ningún acuerdo. ¿Separarse era una posibilidad? 

El país no era un conflicto en ese momento. Había aire para preguntarse otras cosas, para asomar la cabeza. Los peligros venían de otra parte. Emilio y Julia se sumieron en un silencio más profundo aún. Octavio y Paulo los visitaban de vez en cuando, y en el medio de la cena, les preguntaban si estaban conflictuados porque intuían que eso era un final. Julia les respondía que no. Que las cosas no tenían un fin. Que eso de los desenlaces era un invento. Después volvía a llenarles el plato de comida para cerrarles el pico, como si fueran pichones de torcaza. 

Minutos antes de apagar la luz para irse a dormir, Emilio miraba el techo mientras Julia leía el apartado cultural del diario argentino. Entonces si en la televisión los matrimonios se terminaban y así volvían a renacer, ¿ellos debían hacer lo mismo? Julia negaba en voz alta cualquier posible movimiento desconocido, pero a diario soñaba que viajaba en un vagón repleto de valijas que saltaban cada vez que el tren agarraba un pozo. Emilio juraba que dejar ir la vida de matrimonio era como inyectarse oxígeno en las venas. ¿Reestablecer una vida nueva sin ese cuerpo que había tenido al lado desde siempre? ¿Quién querría hacer eso? Separarse era morir, entonces patria o muerte. Cuanto más se aseguraban de querer seguir juntos, más ganas tenían de no verse nunca más las caras estúpidas y joviales que habían tenido a lo largo de todos esos años, esas tardes y esas noches llenas de mosquitos, de publicidades, de planes familiares en coberturas de salud. No podían compartir el espacio ni el oxígeno. Había algo que debía terminar, aunque no pudiera terminar en absoluto. Y como si lo hubieran planeado sin haber planeado nada, Julia se adueñó de la cocina, y Emilio, de los balcones. Julia, de la habitación matrimonial, y Emilio, del viejo cuarto de sus hijos adolescentes, Julia, del baño principal, y Emilio, del baño de servicio. Si Octavio visitaba a su padre, no podía hablar con su madre. Paulo hacía lo mismo. Era uno o el otro. Ya no los dos. 

El matrimonio se había convertido en una comunidad de abejas que trabajaba para un mismo panal sin cruzarse jamás. Si alguien los veía por la calle, caminando con distancia pero por la misma vereda, como celadores, podía verles un pequeño brillo en los ojos. Ese destello leve del consuelo a medias. 

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2 Comments

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  2. Raquel De Bartolomé Palomo

    Magnífico relato! Eso sí, triste a rabiar.

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