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Historias de Baluchistán: cómo poner puertas al desierto

Historias de Baluchistán. Cómo poner puertas al desierto
Abdul Bazzir (izquierda), el último alcalde de Barichi, pocas horas antes de que su pueblo desaparezca para siempre del desierto de Baluchistán (KZ)
En la década de 1920, un humilde pastor de camellos baluche de Turkmenistán llamado Kerim Khan consiguió reunir a varios grupos de baluches pertenecientes a diferentes clanes. Sus padres y abuelos habían llegado desde Nimroz huyendo de las guerras anglo-afganas, por lo que la guerra civil rusa era una oportunidad para echar raíces en la emergente tierra soviética. Desde sus campamentos en el desierto de Karakum, ya reconvertido en un líder carismático, Kerim Khan dirigía con éxito su indómita camellería contra las tropas de antirrevolucionarios. Pero hasta el mismísimo camarada Khan podía caer en desgracia ante Stalin. Mientras el crac de 1929 hacía estragos en la orilla opuesta del Pacífico, Kerim Khan, sus hombres y sus camellos cruzaron hacia Irán o Afganistán, nadie sabe exactamente a dónde. Poco después, el telón de acero que partió a Europa en dos también se levantaría en la frontera con ambos países. Los padres no se podían reunir con sus hijas, ni los hermanos con sus hermanas. Pasaría casi medio siglo hasta que la perestroika de Gorbachov permitiera el reencuentro.

A mediados de la década de 1980, la Unión de las Sociedades Soviéticas para la Amistad y las Relaciones Culturales con Países Extranjeros invitó a Moscú al presidente de la Asamblea Provincial de Baluchistán, Mir Muhammad Akram Baloch. La Sociedad de Amistad URSS-Pakistán incluso le organizó un viaje a la república socialista de Turkmenistán, donde conoció a estudiantes baluches y participó en una de sus reuniones tradicionales. Sin embargo, no pudo visitar la región de Mari, donde se concentran prácticamente todos los baluches turcomanos. Dicen que quedan unos cincuenta mil en el país más hermético del mundo tras Corea del Norte.

***

Me costó cuatro años volver a Nimroz, aunque parecía que hubieran sido décadas. Tras mi primera visita en 2010, una oleada de protestas a la que alguien tuvo la infeliz idea de llamar «primavera árabe» estallaba por Oriente Medio y el norte de África: desde Túnez hasta Yemen, déspotas enquistados en el poder durante décadas caían en cascada mientras sus respectivos países se desplomaban por el abismo de la guerra. Al igual que Irak, Afganistán despareció por completo de un foco que se desplazaría a puntos como Libia o Siria. Sí, había rayos de esperanza como el de la revolución de los kurdos, pero no era menos cierto que el horror más absoluto se hacía carne en un lugar llamado «Estado Islámico». Iba todo muy rápido. ¿Podía volver a Afganistán un periodista independiente que cobra por pieza publicada? Imposible. Ni siquiera las grandes cabeceras se dejaban ver por Kabul. Había que esforzarse, y mucho, para romper esa dinámica que te mantenía alejado de la zona. Nada más llegar a la capital afgana, la primera buena noticia era ese vuelo directo semanal a Zaranj. Ya no había que hacer noche en Herat, pero nada podía garantizarme que una nueva tormenta de arena no me dejara varado en el suroeste (cuatro años atrás había sido un vuelo especial de la ONU el que me evitó semanas de espera).

Una trinchera en Marte. Historias de BaluchistánAl aterrizar, recordé que el sonido de las piedras martilleando furiosas contra el fuselaje era el equivalente al «Bienvenido a Nimroz». Y luego estaba ese chorro de aire ardiendo en la cara nada más salir del avión. ¿Podía ser que siguiera todo igual en el inhóspito sudeste? Podía, pero no. Había hoteles nuevos en la plaza del Mapa, un supermercado que robaba clientes al bazar y varios restaurantes que eché en falta la vez anterior. Gasolina, cemento, explosivos, fertilizantes, opio y hachís en todos sus derivados, teléfonos móviles chinos, juguetes indios, camisas de Bangladesh, pantalones vaqueros persas y los individuos más desposeídos de Asia Central: todo seguía pasando por una ciudad que doblaría su superficie en apenas diez años. Pero no era la fiebre del contrabando la que había arrastrado a todos sus nuevos habitantes.

—¡Tenemos que ir a Barichi! —me dijo Samim, el que sería mi traductor durante aquella cobertura y se convertiría en un amigo.

Aquel chaval de veinticuatro años destilaba una bondad que no nublaba su juicio a la hora de acercarse a la gente y tratar con ella. Luego hablaré de él con más detalle porque lo más urgente ahora es ir a Barichi. Tomamos la carretera hacia el norte desde Zaranj, la que corre paralela a la frontera iraní. Realmente era urgente porque una caravana de camionetas circulaba ya en sentido contrario: eran los que se iban de Barichi. Casas de adobe sin agua ni luz, un burro solitario atado a un poste y gente cargando cuatro cosas, prácticamente aperos y mantas en las traseras de sus Zambad. Teherán estaba construyendo un muro de hormigón de cinco metros de altura a lo largo de toda la frontera. Si nunca había sido fácil sembrar en mitad de aquel desierto, ahora era ya imposible. Abdul Bazir, un anciano que no había cumplido los cincuenta, decía que le disparaban cada vez que intentaba acercarse a sus tierras. No es que estuvieran demasiado cerca del muro, sino que este se levantaba justo en mitad. El campesino lo señaló con los dedos curvados de su mano derecha, como si lo fuera a coger. Se aseguró de que lo veíamos. No había más que decir. Como sucede siempre en esos lugares a los que nunca llega ningún foráneo, enseguida se formó un grupo de curiosos a nuestro alrededor. Al fin y al cabo, si alguien de Europa se había acercado hasta Barichi era porque realmente había pasado algo importante en la aldea. Barichi era noticia por primera vez, aunque esta fuera la de su propia desaparición. La mudanza podría esperar un par de horas o tres.

Más apretones de manos, más presentaciones y explicaciones porque siempre hay que dejar claro que, uno: nadie tiene la obligación de hablar con el periodista; dos, todos tienen derecho a preservar su identidad en caso de hacerlo, y tres: no se va a pagar a nadie por contar su historia. Pregunta habitual: «¿Qué saco yo contándote mi historia?». Respuesta tipo: «Mi trabajo es contar lo que pasa para que los que toman las decisiones reaccionen. No puedo garantizarte que eso vaya a ocurrir, y menos aún que vaya a ser de forma inmediata». Aun así, diría que cuento con los dedos de una mano las veces que alguien se ha negado a hablar conmigo.

Seguimos. A Dost Mohamad también le habían disparado, un mes atrás. Se levantó su kamiz para enseñarnos un impacto de bala a la izquierda de su ombligo. Luego se dio la vuelta para recordarse a sí mismo la suerte que tuvo de que el proyectil hubiera salido de su cuerpo sin tocar ningún órgano vital. Se veía que era un gesto que había hecho muchas veces desde el incidente, incluso llegó a sonreír, justo antes de recordar que había perdido a sus dos burros y tres de sus quince ovejas en aquel mismo tiroteo. El marco lo aportaba Abdul Bazir, el alcalde del pueblo: de las más de cien familias que una vez tuvo la aldea quedaban menos de la mitad, y ya habíamos visto a muchas de ellas cargar sus vehículos.

—¿Has visto que los persas hasta han levantado un puesto de control a este lado de la frontera? Está a unos veinte metros del muro —soltó el que estaba destinado a ser el último alcalde de Barichi. Como el resto, él también se iría a Zaranj.

Es lo que tiene echar raíces sobre arenas movedizas. Aquella frontera había sido trazada por cartógrafos británicos en 1872, y el sinuoso cauce del río Helmand era lo único que tenían a mano. Pero la linde se movía: a un río no se le puede pedir que no aumente su caudal dependiendo de la estación del año, o incluso su trazado. No fue hasta la década de los ochenta del siglo pasado que se decidió optar por algo más sólido: ciento setenta y dos pilares de piedra definirían los casi mil kilómetros de frontera entre Irán y Afganistán. Por supuesto, tampoco fue suficiente, por lo que, a finales de los noventa, Teherán empezó a levantar una red de muros y trincheras sobre la que desplegó treinta mil soldados. Aquello provocó fuertes tensiones con los talibanes. Asaltar la embajada iraní en Mazar (al norte del país) y ejecutar a nueve de sus empleados fue su respuesta más inmediata. Esa violenta reacción probaba que, efectivamente, la nueva infraestructura fronteriza funcionaba.

Pero en aldeas como Barichi apenas se notaba su impacto. Los locales seguían manteniendo el contacto con familiares y amigos al otro lado o, simplemente, gente con la que poder hacer pequeños trabajos de contrabando. Una opción era sobornar a los guardias persas o afganos con los que uno se pudiera topar en trayectos generalmente cortos, pero aquello solo funcionaba si los uniformados eran gente de confianza. Un tayiko de Faizabad asqueado de servir demasiado lejos de su casa, un azerí de Tabriz en la misma situación… un cambio de guardia no previsto y las cosas se torcían en cuestión de segundos. Para eso se inventaron las golak, esas catapultas de fabricación casera capaces de lanzar un kilo de opio o metanfetamina a una distancia de doscientos metros. Se evitaban así encontronazos desafortunados y se reducían mucho los costes al no tener que sobornar a los guardias. Pero hasta aquello tenía fecha de caducidad.

El cuartel de la policía afgana quedaba a menos de doscientos metros del muro. Aquel edificio de hormigón de una sola planta sería el último en ser desalojado. Enfundado en un uniforme de camuflaje gris a juego con su barba, el comandante Ali Ahmad se encogía de hombros. ¿Qué podían hacer él y los diez hombres a su mando? Sobre un mapa en la pared, señaló con un abrecartas la falla por la que se desplomaban todos aquellos pueblos. Veinte aldeas limítrofes habían quedado desiertas, pero le dolía aún más el cierre de la escuela: sin ella no quedarían niños, y sin estos el futuro también se esfumaba. A pocos metros de aquel despacho, dos de ellos mataban el tiempo intentando rescatar, entre un montón de arena y escombros, una señal con el logo de la Comisión Europea. Los críos se emplearon a fondo contra el amasijo de cascotes y hierros hasta que lograron poner de pie aquel panel sobre sus dos patas metálicas. Al parecer, una vez hubo un proyecto de llevar agua al pueblo financiado por Bruselas. Nadie de entre los últimos de Barichi decía recordar nada de aquello, ni tampoco que el agua hubiera llegado nunca a sus casas. En cualquier caso, ya daba igual.

Este texto es un adelanto del libro Una trinchera en Marte. Historias de Baluchistán, de Karlos Zurutuza Aguado.

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