El cine, como medio y como arte, tiene la capacidad de transformar, educar y definir. A muchas personas nos podrían conocer únicamente sabiendo las películas que nos gustan y que nos apelan a nivel personal porque la cultura nos condiciona, y en especial durante un periodo concreto: la infancia. El cine al que accedemos de pequeños y de adolescentes tiene un impacto mucho mayor en nosotros. ¿Quién no recuerda las películas que marcaron su niñez, aquellas que veía una y otra vez? Aunque de mayores podamos reconocer que esas obras no son realmente buenas, no nos importa, porque rechazarlas significaría traicionar a una parte de nuestra identidad. De mayores, cuando vemos una película y no nos gusta, lo más probable es que nos acabemos olvidado de ella a los pocos días. De mayores, cuando vemos una película y sí nos gusta, permanecerá con nosotros por más tiempo, pero es muy difícil que la intensidad sea la misma que sentíamos de pequeños.
Las posibilidades del cine son infinitas: puede ser un forjador de personalidades, un transmisor de valores, una herramienta educativa… Sin embargo, según un artículo publicado por Lucía María Vicent, graduada en Magisterio de Educación Infantil, el sistema educativo no está aprovechando todas estas capacidades del arte cinematográfico: «Si verdaderamente le diésemos al cine la importancia que merece, conseguiríamos que los niños lo vieran como parte de algo tan trascendente como lo es su educación, y, en consecuencia, como la herramienta educativa y transmisora de valores que es. Porque si algo podemos constatar es que el cine es formidablemente artístico, creativo, educativo y único». Y es cierto que el cine puede ser todas estas cosas, pero en realidad no siempre lo es. Por eso, hace falta que los adultos ejerzan un papel crítico seleccionando las películas que verán los niños, porque así estarán actuando de guía y de referente. Luego, los niños se encargarán de procesar esas obras y de quedarse para ellos las que hayan considerado interesantes. Así, poco a poco, estarán formándose un criterio, estarán estableciendo una serie de valores personales (que seguramente varíen con el tiempo) y estarán definiéndose como personas: ¿qué películas les gusta? ¿Cuáles les generan rechazo? ¿Por qué pasa todo esto?
El cine puede ser un gran acompañante de vida, y más cuando estamos en proceso de crecimiento y madurez. La industria audiovisual es consciente de ello, y por eso muchas producciones infantiles se crean pensando en lo que les puede gustar a los niños, escribiendo historias a partir de ideas preconcebidas sobre lo que les interesa. Muchas veces aciertan y los niños se entretienen viendo el último estreno con sus amigos o con su familia, pero el cine puede y debe ir más allá del entretenimiento. Sobre esto habla Alain Bergala, director y autor francés, en su libro La hipótesis del cine (Laertes Ediciones, 2007): «Para la mayoría de los niños, la sociedad ya no propone más que mercancías culturales de rápido consumo, rápida caducidad y socialmente obligatorias. Los que se oponen al arte en la escuela a menudo fruncen el ceño proclamando que todo lo que viene del colegio está mancillado por la obligación y, por lo tanto, no puede convenir a la aproximación al arte que tendría que surgir de una plácida libertad individual. Nunca hablan de la obligación de ver las películas que nos fabrican cada semana las grandes cadenas de distribución y la machacona propaganda mediática». Por tanto, «si el encuentro con el cine no se produce en la escuela, hay muchos niños para quienes es muy probable que no se produzca jamás». Esta crítica al sistema de consumo señala la pérdida de creación artística y la necesidad de ofrecer una alternativa desde la enseñanza, proponiendo a los niños y los adolescentes películas a las que no accederían de otra manera y que pueden influir positivamente en su educación personal y profesional.
En este sentido, el estudio Pixar tiene buenos ejemplos de que el cine para niños y sobre niños puede ser algo más que un pasatiempo, demostrando que las películas dirigidas para un público infantil pueden plantear cuestiones igual de profundas y psicológicas que aquellas destinadas al público adulto. Un ejemplo que ha dominado este mismo debate es Del revés (Inside Out) (Pete Docter y Ronaldo Del Carmen, 2015), un largometraje de animación criticado precisamente por eso: por contar una historia sobre el paso de la infancia a la madurez sin tratar con condescendencia a su público. A grandes rasgos, la cinta dialoga sobre la convivencia de la felicidad y de la tristeza, de la aceptación de que una emoción existe gracias a la otra, y viceversa; de que ambas nos definen y nos hacen humanos. Rechazar la tristeza sistemáticamente no nos hará más felices, y la película traslada esta idea a adultos y niños, convirtiendo un producto familiar y comercial en una profunda reflexión sobre nuestras emociones.
Este cine interesado por comprender los conflictos propios de la infancia muestra, en realidad, las inquietudes de un director específico hacia la niñez. Es la mirada de un adulto hacia la infancia, hacia una etapa a la que ya no volverá y de la que tiene recuerdos borrosos. Películas así cuentan una historia desde la perspectiva de los personajes infantiles, pero este punto de vista está condicionado por el cineasta y el resto de los creadores, que siempre serán adultos. Es, por tanto, una mirada más compleja y madura hacia esta etapa vital. Pero ¿qué nos revelan sobre la infancia las historias contadas por los adultos? A esta pregunta puede responder Hayao Miyazaki, director de cine de animación y cofundador del Studio Ghibli. Gran parte de su filmografía aborda la niñez desde uno u otro ángulo, aunque destacan dos cintas: Mi vecino Totoro (1988) y El viaje de Chihiro (2001). La primera está protagonizada por dos hermanas pequeñas, una mayor que la otra, que se mudan junto a su padre a una casa en el campo mientras su madre está enferma en el hospital. Bajo una aparente sencillez, Mi vecino Totoro indaga en temas como la temprana toma de contacto con las responsabilidades o la impotencia infantil por ser incapaz de solucionar algunos problemas. Es, en resumen, una película sobre problemas propios de la infancia que, de nuevo, no infravalora a los niños.
Lo mismo ocurre con El viaje de Chihiro, una película de fantasía donde su joven protagonista experimenta un gran proceso de madurez, aprendizaje y crecimiento. El director, en su libro Cómo piensan los niños y otros recuerdos de mi vida (Editorial Confluencias, 2021), explica cómo surgió la idea de esta historia: «Lo que me decidió a hacer esta película fue darme cuenta de que no hay películas hechas para ese grupo de edad de niñas de diez años. Fui observando a la hija de un amigo y me di cuenta de que no había películas para ella, ninguna película que le hablara directamente. Las chicas como ella ven películas que contienen personajes de su edad, pero no pueden identificarse con ellas porque son personajes imaginarios que no se les parecen en absoluto». Esto remite a lo ya comentado sobre cómo muchas obras infantiles se crean pensando en lo que les puede gustar a los niños, en vez de investigar qué puede apelarles como humanos con sentimientos y preocupaciones concretos. El viaje de Chihiro sí confía en ellos, y un ejemplo de ello es su larga escena en el tren donde la protagonista y sus amigos contemplan el paisaje y el paso del tiempo sin decir ni una palabra.
«Con El viaje de Chihiro quería decirles a las niñas: “No se preocupen, al final todo irá bien, habrá algo para vosotras”, y no solo en el cine, sino también en la vida cotidiana. Para eso era necesario tener una heroína que fuera una chica común, no alguien que pudiera volar o hacer algo imposible. Solo una chica que puedes encontrar en cualquier lugar de Japón. Cada vez que escribía o dibujaba algo sobre el personaje de Chihiro, me preguntaba si la hija de mi amiga o sus amigas serían capaces de hacerlo», asegura Miyazaki. Estas palabras explican por qué el canon considera a esta película un clásico no solo de la animación, sino del cine en general: por su capacidad para extrapolar la realidad material de la infancia a una historia que se dirige a los más pequeños, pero también a los adultos. Mucho podemos aprender nosotros de cómo se compartan los niños o de lo que pueden ser capaces de hacer viendo la evolución de Chihiro, que pasa de ser una niña superficial y quejica a una niña que aprecia lo que tiene.
El cine de Miyazaki defiende la libertad en la infancia, y sobre esta idea se construye también una de las películas de la directora francesa Céline Sciamma: Petite maman (2021). Para ella, el nipón fue una inspiración a la hora de crear este largometraje porque, según confesó en una entrevista con Caimán Cuadernos de Cine, considera que las historias de Miyazaki presentan «personajes infantiles muy fuertes» y que, en sus películas, «los niños y los adultos se respetan al mismo nivel», algo que también ocurre en Petite maman. Aquí, las jóvenes protagonistas tienen espacios de libertad plena, donde manipulan objetivos prohibidos para niñas de ocho años sin la presencia de ningún adulto. Estos momentos son la máxima representación de cómo Sciamma percibe la niñez. En una entrevista reciente con El Cultural, decía: «Me gusta mucho la infancia porque creo que tenemos esta visión política de que es el pasado, una visión distinta de nosotros mismos. Cuando realmente somos la misma persona, simplemente hemos crecido. Yo era una niña muy curiosa, preguntaba a menudo sobre la vida, sobre la muerte, y creo que todos los niños son así. Pero no creo que sea mirar atrás. Creo que es reconocer que los niños son personas, porque vivimos en una sociedad que no lo hace. Intentamos proteger a los niños y realmente se está abusando de ellos continuamente». Al parecer, la lucha contra esta sobreprotección que menciona Sciamma fue el detonante para que su última película tratara a las niñas como seres libres, complejos e inteligentes.
En otra entrevista con El Periódico, la directora dice: «Al fin y al cabo, ¿no nos convertimos todos en niños cuando entramos en el cine? Cuando un niño va al cine a ver una película puede madurar gracias a ella, pero en el caso de los adultos el proceso es el opuesto. El cine nos puede retrotraer a nuestra infancia o proponernos una alternativa, nos puede invitar a mirar el mundo a través de los ojos de un niño». Esto es precisamente lo que hacen los cineastas que crean historias protagonizadas por niños: ofrecen un punto de vista infantil, pero siempre desde una mirada adulta y madura. Podemos considerar estas películas como máquinas del tiempo con las que los directores intentan volver a su infancia, abrazar su niñez o, incluso, reconciliarse con ella. Y lo mismo pueden experimentar los espectadores.
Otra película reciente que también indaga en la realidad de la infancia es Close (Lukas Dhont, 2022). Esta obra, protagonizada por dos amigos con un vínculo muy especial, es un retrato emotivo sobre la masculinidad y el abandono de la niñez. El director explica de dónde surgió la idea de crear esta historia en una entrevista con Público: «La película comenzó porque encontré una investigación sociológica realizada por un psicólogo de Nueva York que siguió la vida de 150 niños. Los siguió entre los 13 y los 18 años. Y a los 13 años, cuando dejaba que estos chicos hablaran de sus amigos varones, les gustaban las historias de amor. Estaban hablando de ellos como las personas más importantes en sus vidas y empleando mucho lenguaje vulnerable. Es súper emotivo. Y luego, a los 16, 17, 18 años, cuando les hace estas mismas preguntas a estos mismos chicos, ves cómo ya no se atreven a usar ese vocabulario, a hablar de la misma manera, porque ese tipo de lenguaje no les sirve a los hombres que crecen en este mundo, no les sirve porque está ligado a la feminidad». Todo esto está perfectamente trasladado a la pantalla en Close, una película que reivindica una sensibilidad eterna que no deberíamos perder nunca, como tampoco deberíamos perder nuestra niñez. ¿Por qué los adultos tenemos que rechazar nuestro lado infantil? ¿Qué podemos aprender nosotros de los niños? ¿Cómo deberíamos relacionarnos con ellos? ¿Hasta dónde puede llegar la libertad durante la infancia? ¿Y durante la madurez?
Para reflexionar sobre todas estas preguntas, propongo como cierre una recomendación de diez películas que abordan la infancia con la misma complejidad que las cintas mencionadas durante el texto. Estas son: Los 400 golpes (François Truffaut, 1959), El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), Cría cuervos… (Carlos Saura, 1976), ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Abbas Kiarostami, 1987), El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006), Los mundos de Coraline (Henry Selick, 2009), Verano 1993 (Carla Simón, 2017), Las niñas (Pilar Palomero, 2020), Un pequeño mundo (Laura Wandel, 2021) y The Quiet Girl (Colm Bairéad, 2022).