Una de las virtudes fundamentales de la democracia radica en su capacidad para transformar la representación política tras las elecciones. Cuando un partido político se presenta a los comicios, lo hace en nombre de sus seguidores, promoviendo su programa y sus planes con la esperanza de ser elegido. Sin embargo, una vez que este partido gana las elecciones, su rol cambia significativamente: deja de ser simplemente la voz de sus partidarios para convertirse en el gobierno de todos los ciudadanos, tanto de quienes le han brindado su voto como de quienes no lo han hecho. Desde ese momento, asume la responsabilidad de administrar la propiedad colectiva, es decir, el Estado, en beneficio de toda la población. Por otro lado, la oposición continúa representando y hablando en nombre exclusivo de sus partidarios.
Aunque ambos, gobierno y oposición, están indudablemente obligados a mantener un comportamiento decoroso, no cabe compararlos en términos de responsabilidad y alcance. Mientras que el gobierno debe su lealtad y servicio a la totalidad del pueblo, independientemente de las divisiones partidistas, la oposición mantiene su compromiso principalmente con aquellos que la apoyan. Esta distinción subraya la noble carga que recae sobre quienes gobiernan: la de ser administradores imparciales y justos de los intereses de toda la nación, más allá de las líneas partidistas.
En las últimas semanas, el panorama político español ha llegado a nuevos picos de, digámoslo de manera diplomática, «excelencia en lo performativo». Con cierta amargura por el espectáculo vergonzoso al que asistimos de forma continua, nos vemos en la necesidad de recordar los principios básicos de cortesía, respeto y obligación hacia los ciudadanos, que, en teoría, deben guiar cada decisión política.
A aquellos en la arena política que parecen haber perdido de vista estos principios, les ofrecemos un recordatorio amistoso: la política es, ciertamente, el arte de hacer posible lo imposible, pero también debe ser un ejercicio de moralidad, integridad y, principalmente, un acto de servicio público. Los espacios de debate, los asientos del parlamento y los estrados en las salas de prensa no deben ser meros escenarios para un despliegue de egos y conflictos personales; deben ser los lugares donde se practica el honorable arte de gobernar para el bienestar colectivo.
Es innegable que el escenario actual nos brinda ejemplos cotidianos de lo contrario: conflictos que parecen disputas infantiles más que debates sustanciales, acusaciones que se lanzan más con la intención de dañar reputaciones que de aclarar la verdad, y una serie de estrategias que parecen estar diseñadas más para captar la atención de los medios con titulares sensacionalistas que para solucionar los verdaderos problemas de la gente.
Este espectáculo, que a veces bordea lo ridículo, no solo mina la confianza en las instituciones, sino que también erosiona la esencia misma de nuestra democracia. ¿Cómo podemos esperar que los ciudadanos mantengan su confianza en el proceso político cuando lo que frecuentemente se les muestra parece más una farsa que una gestión seria? Si la aspiración de nuestros dirigentes es que sus reflexiones sean carne de meme, que no se quejen luego del triunfo del populismo.
En la era digital, el poder de influencia no reside únicamente en los medios de comunicación tradicionales o en las figuras de autoridad, sino que también es ejercido por individuos o colectivos anónimos que crean y difunden contenido viral capaz de captar la atención y moldear opiniones a gran escala. En estos tiempos, la cultura de los memes, especialmente en las redes sociales y plataformas digitales, puede influir en el discurso público, en la percepción de los líderes y figuras públicas, y en la movilización o desmovilización de grupos sociales con respecto a ciertas causas o agendas. En este contexto, son los políticos más vanguardistas, aconsejados por gente del marketing y la publicidad, quienes adoptan los modos de los influencers para formar parte de una memecracia que sirve a sus intereses.
Por ello, este texto no solo es una llamada a la reflexión, sino también a la acción. Es momento de elevar el estándar, de dejar las payasadas y las chulerías, y de recordar que la política, en su expresión más elevada, es una vocación de servicio. Los cargos que ocupan son un préstamo de la voluntad popular, y es a ese pueblo a quien deben su lealtad, su esfuerzo y su dignidad. Por lo tanto, estimados políticos, les instamos a recordar el propósito de su posición, quién los colocó allí y a quiénes deben verdaderamente su servicio. El respeto no es solo una formalidad; es el pilar sobre el que se construye un liderazgo auténtico. Y la dignidad no es una elección estilística; es un requisito esencial para el desempeño honorable de sus deberes.
En una era marcada por desafíos enormes y soluciones complejas, es tiempo de que el teatro político dé paso a un verdadero foro de ideas, debate y acciones concretas. Los ciudadanos no solo lo agradecerían, sino que lo merecen. Posemos nuestra mirada hacia el ideal de la política clásica, en figuras como Cicerón, cuyas palabras no solo buscaban convencer, sino que se fundamentaban en los pilares de la moral y la ética. Sus discursos eran un llamado a la República para anteponer el interés colectivo al individual, para ejercer el poder con responsabilidad y sabiduría.
Este contraste se agudiza al observar ciertos ejemplos internacionales, donde la política parece convertirse en un espectáculo centrado en el enriquecimiento y el poder personal. Las intervenciones de los líderes que recurren al insulto y la descalificación, son el ejemplo a seguir de los ciudadanos a los que luego se les quiere exigir un sentido común del que parecen carecer ellos. En estos contextos, se debilita las instituciones y se erosiona la confianza del pueblo en sus líderes y en el sistema democrático. La ausencia de diálogo y respeto mutuo conduce a un estancamiento político, donde las únicas «soluciones» parecen ser la confrontación y, como estamos a punto de ver, la violencia.
En España ya están sonando las señales de alarma: los conflictos personales y partidistas, los escándalos de corrupción y las tácticas de confrontación se están teatralizando de forma vulgar y torticera con palabras y gestos de una república bananera. Es el momento de revisar los principios de la política clásica y mirar hacia el futuro que deseamos construir. En lugar de sucumbir a la polarización y el espectáculo, debemos comprometernos a retomar el diálogo, buscar el consenso y forjar soluciones fundamentadas en el respeto y la integridad. No podemos permitir que la política en España se degrade hasta convertirse en una parodia de lo que debería ser. Recordemos la dignidad de los debates en el Foro Romano, donde predominaban la palabra y la razón por encima del grito y el insulto. Inspirémonos en los líderes históricos que priorizaron el bienestar común sobre cualquier ambición personal.
Que el escenario político de España evolucione de ser un ring de confrontación a un ágora moderno, donde las ideas y proyectos para un futuro prometedor sean los verdaderos protagonistas. La política debe reflejar lo mejor de nosotros, no nuestras pasiones más bajas.
Exigimos diplomacia, decencia y decoro, pilares fundamentales de la convivencia incluso en las disputas más encarnizadas. Aunque en la práctica las rivalidades y los enfrentamientos sean inevitables, instamos a que se mantengan dentro de los límites del respeto y la dignidad. Que las discrepancias no desvíen el enfoque de lo verdaderamente importante: servir al pueblo y construir un futuro mejor para todos. El respeto y la cortesía no deben ser meras fachadas; deben ser la esencia de cualquier interacción política, incluso cuando, metafóricamente hablando, nuestras Cortes Generales sean la casa de las dagas voladoras.
Ojalá.
Totalmente de acuerdo
Muy buen artículo aunque dudo que sirva para nada en estos tiempos de «Por qué no bajan aquí y me lo dicen a la cara»
Podrían recordar aquello de «el mejor desprecio es no hacer aprecio», creo que nos ahorrarían mucha verguenza ajena…
Creo que este artículo debería compartir sección con esta joya del humor: https://www.jotdown.es/2024/03/entre-tapas-y-tertulias-la-quintaesencia-del-ocio-expatriado-britanico-en-la-tierra-del-sol/. En todo caso y si está escrito en serio, me parece la perfecta representación de la frase «predicar en el desierto». La política hoy en día, y no solo en España, está dominada por la «selección negativa». Solo ganan los peores porque ninguna persona inteligente y/o sensible se mete en ese lodazal. Solo los tontos y/o ambiciosos-malvados prosperan.
Cuando el fútbol es religión y la religión es política, la política es espectáculo.
Si,si, lo q tu quieras, pero los politicos son un reflejo de la sociedad a la que representan. Yo hubiese sacado el articulo cuando lo del perro o cuando lo de convertir «me gusta la fruta» en lema. De todas maneras al principio del articulo creo q queda claro q las responsabilidades no se reparten igual,para mi estar en el gobierno o no, es una variable totalmente despreciable, deduzco por ello que la chispa detonante para el articulo debe ser el cuando el ministro de transporte ha entrado en el barro. La pregunta q yo me hago es, ¿porque siempre suben los decibelios cuando la configuracion gobierno/oposicion es la misma y nunca al reves?
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Muy de acuerdo, pero ¿cómo hacérselo saber a los políticos? Por mucho que yo me queje o me desespere, su actitud no va a cambiar. Ojalá
Cuando se hace necesario recordar y reclamar lo obvio, es decir, los valores fundamentales de convivencia como hace el autor, es que las cosas han llegado ya a un grado de degradación absoluta. Esa es exactamente nuestra realidad hoy.
Permítanme poner las cosas en contexto.Tengo 60 años. Vivi con plena conciencia la transición y el espíritu que impregnaba a toda la clase política, con la excepción de HB y – como se vio años después- de CDC: » Tenemos la responsabilidad de construir una democracia para todos, en el marco de un terrorismo carnicero y unas crisis económicas de espanto. «No podemos cagarla de nuevo y volver al peligroso enfrentamiento civil». Con todos sus errores, la clase política de entonces consiguió al menos que no volviéramos a matarnos y un aceptable sistema constitucional.
«La concordia fue posible» Reza en la tumba de Adolfo Suárez. Esa concordia no existe ya hoy. Porque concordia exige respeto entre todos.
Todo esto les da igual a quienes ocupan el Parlamento hoy, porque la política está asaltada por los peores individuos que una sociedad puede generar: arribistas, buscavidas, corruptos, resentidos, envidiosos, tramposos, analfabetos, pícaros, ladrones… muchos de ellos solo tienen o han tenido como medio de vida la política. Les va la vida en ello y no dudan en cruzar lineas rojas de la decencia y la honestidad y la dignidad para salvaguardar su sueldo.
Nos han enfrentado entre nosotros, literalmente: de norte a sur y de derecha a izquierda, y han reavivado la mala sangre que los españoles sacamos frente a nosotros mismos. Nos conocen bien. Gobiernan «frente al otro», no para todos. Han sustituido el debate (escuchar a aquellos que piensan lo contrario que yo) `por el eructo, el insulto y el cordón sanitario.
En nombre de los valores sociales que todos firmaríamos, han manipulado, engañado y mentido a sus propios votantes, han traicionado a las leyes a conciencia, y cuando se acaba , salen por las puertas giratorias, abren empresas de lobbys, median jugosamente con dictaduras latinoamericanas o montan radios y tabernas .
Y lo lamentable es que millones de votantes no son capaces ni siquiera de identificar esos valores antes de elegir a quien gobernar.
El resultado es que desde hace bastantes años, el retroceso en todos los aspectos van dejando un país mucho peor de lo que estaba antes de que llegaran. Se supone que un parlamento está para lo contrario.
¿Solución para regenerar los valores que el autor describe? Lo siento pero no lo veo.
Y todo me recuerda a la canción «Mi pobre patria» de Franco Battiato, con la perplejidad de contemplar un panorama tan parecido al nuestro en su letra, pero soportado por una bellísima melodía.
Y después de escribir este ladrillo, muchos me llamarán facha.
Que tengan un buen dia.