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Del arte, de las letras, de la carne: la pasión según Henry Miller

Henry Miller. (DP)
Henry Miller. (DP)

Henry Miller no mojaba su pluma en la tinta, sino en el río de la vida.

(Blaise Cendrars)

Provocador, obsceno, nihilista, mordaz, rebelde, poderoso y vital. Censurado pero incensurable; acorralado, pero desafiante; directo y sexual, Henry Miller se ha forjado este prestigio gracias al infranqueable vigor de esos incendios lúbricos suyos conocidos como «Los Trópicos», y a una extensa y brillante obra que va más allá de ellos. Con un amplio expediente en el hambre, la necesidad y la pobreza, definió la imagen del escritor bohemio y contemporáneo y llegó a identificarse profundamente con Arthur Rimbaud.

De la pobreza a París, de su fama a California, y a noventa años de la publicación de su primer libro, Trópico de Cáncer, invocamos aquí su nombre.

Dios recibe la patada

«Este no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No. Es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza… a lo que les parezca. Cantaré para ustedes, desentonaré un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras mueren, bailaré sobre su inmundo cadáver…».
Como el amante que impregna su rastro sobre las sábanas tras una noche de exuberancias carnales, Henry Miller dejó su carta de presentación en el mundo literario con estas palabras, extraídas de los primeros párrafos de Trópico de Cáncer, la novela que publicó durante su estancia en París, en 1934, y cuya censura en los Estados Unidos, España y otros países, como ocurrió muchas veces, le otorgó una fama inesperada.

¿Por qué decimos «inesperada»? Porque un hombre que solo ha sabido de hoteles miserables, de noches frías en Norteamérica y Europa, de piojos y chinches, de estómagos vacíos, escrúpulos perdidos y trabajos humillantes, a los cuarenta y tres años ya casi no espera nada. O nada que lo sorprenda demasiado, al menos. A pesar de ello, es inquietante observar cómo un autor evidentemente decepcionado de la civilización y de la humanidad, inspiró casi toda su obra en la manera como se relacionaba con ese mismo mundo. Sus fracasos, su estremecimiento, su hedonismo, sus incontables lecturas, sus malabares de supervivencia en condiciones paupérrimas y su exaltación de lo sexual en todas las formas y sabores, definen una obra eminentemente autobiográfica y cruda. Una existencia vertiginosa que también le fue inspirada, en parte, por personajes como Anaïs Nin, su discípula literaria, amante y compinche; Lawrence Durrell, autor de El cuarteto de Alejandría; June Mansfield, su mujer por algunos años o Arthur Rimbaud, sobre quien escribió su ensayo El tiempo de los asesinos. Esta fructífera etapa fue seguida de cerca por un peruano, Gonzalo More, destacado y polémico diletante de la bohemia parisina de los años 30, amigo de Artaud, Neruda o Vallejo y convertido en personaje literario por Durrell y Nin.

Retrato del artista incandescente

Entre su nacimiento, en 1891, y 1934, el año de la publicación de su primer libro, Henry Miller pasó de joven rebelde a autor inédito, pero vehemente. Intercambiaba sus horas en diversos oficios, sea como taxista, carpintero, bibliotecario o cartero, con largas jornadas frente a la máquina de escribir. Tras llegar a París huyendo de la Gran Depresión norteamericana, y con solo diez dólares en el bolsillo, su propia naturaleza lo llevó a relacionarse con la bohemia parisina y sus distintas caras, como para olvidarse el rostro de esa Norteamérica que lo hacía tan infeliz. «He caminado por las calles de muchos países del mundo, pero en ninguna parte me he sentido tan degradado y humillado como en los Estados Unidos», escribió años después en Trópico de Capricornio.

Después de publicado Trópico de Cáncer, el autor que escribió que la única obra que se había propuesto realizar era «una gigantesca autobiografía, la historia de un muchacho de Brooklyn que quería llegar a ser escritor», vio como las autoridades británicas y norteamericanas declararon su libro como pornográfico y prohibieron su circulación, mientras escritores e intelectuales como T. S. Eliot, Blaise Cendrars o George Orwell consideraron su obra de indudable importancia. Pensaron lo mismo quienes ayudaron a que la novela circulara clandestinamente: un público underground compuesto entonces por intelectuales rebeldes, jóvenes estudiantes o simples lectores de curiosidad onanista. Para concretar el engaño en las aduanas, llegó a colocársele la portada de Jane Eyre, de Charlotte Brontë. Henry Miller estaba tan indefenso ante la censura, que una joven huérfana tuvo que acudir en su ayuda.

«Hasta que empecé Trópico de Cáncer se puede decir que yo era un escritor completamente derivativo, influenciado por todo el mundo, adueñándome de los tonos y los matices de cualquier otro autor que yo atesorara» —aseguró Henry Miller en una entrevista de 1961, poco antes de que la Corte Suprema de Estados Unidos desestimara la última de las acusaciones por obscenidad y pornografía en su contra—, «yo era un literato, digamos. Y luego dejé de serlo: corté el cordón. Me dije que haría solo lo que yo pudiera hacer, que expresaría lo que soy, y es por eso que abracé la primera persona, que decidí escribir sobre mí mismo. Decidí que escribiría desde la atalaya de mi propia experiencia, sobre lo que sentí y lo que conocí. Y esa fue mi salvación».

Trópico de Cáncer pudo publicarse en Estados Unidos recién en 1961, tras una larga pugna judicial. Poco antes, en 1960, Henry Miller fue jurado del Festival de Cannes, al lado de Georges Simenon. A pesar de que dijo preferir las películas de Buñuel y reconocer la influencia del director español en su propia obra, apoyó con su voto a La Dolce Vita de Fellini, que terminó ganando la Palma de Oro. Era ya respetado en el país que lo vio convertirse en escritor, pero no en el que nació. 

«Es la palabra impresentable de los degradados y moralmente arruinados», llegó a decir un juez que prohibió, ya no solo la publicación, sino la importación de ejemplares de la novela en 1950. Años más tarde, otro juez —el célebre Michael Musmanno— fue más letal: «Cáncer no es un libro. Es un pozo negro, una cloaca abierta, un pozo de putrefacción, una reunión viscosa de todo lo que está podrido en los escombros de la depravación humana. Y en el centro de todo este desecho y hedor, embadurnándose de su más asquerosa inmundicia, chapotea, salta, retoza y se revuelca un espécimen bifurcado que responde al nombre de Henry Miller. Uno se pregunta cómo la especie humana ha podido producir un ser humano tan lascivo, repugnante y amoral como Henry Miller. Uno se pregunta por qué es recibido en la sociedad educada». 

El magistrado, sin embargo, no frenó ahí su encono contra la prosa de Henry Miller—y contra el autor mismo—: «Cáncer no es un libro. Es la malignidad misma. Es un cáncer en el cuerpo literario de Estados Unidos. Me pregunto si puede permanecer estacionario en la estantería. Uno esperaría que generara autolocomoción del mismo modo que vemos una roca mohosa y llena de gusanos moverse debido a las espeluznantes criaturas que se arrastran debajo de ella».

«Aquí estamos todos solos y estamos muertos», escribió Miller en 1934 casi al inicio de Trópico de Cáncer. Noventa años más tarde, su primera novela publicada aún es proclive a causar escándalo. Aquella frase letal podría ser grafiti en las paredes de cualquier ciudad del mundo, en cualquier idioma, y sería estremecedoramente vigente. 

Tu nombre me sabe a hembra


«Le gustan las orgías. Orgía de conversaciones, orgía de ruidos, orgía de sexo, orgía de sacrificio, de odio, de lágrimas», dijo alguna vez Henry Miller sobre su entonces esposa June Mansfield, bailarina de tango y torbellino sexual, cuyos desencuentros emocionales fueron una de las razones para que él llegara a Europa. June fue su protectora y benefactora por varios años, proporcionándole medios para vivir cuando él decidió no trabajar más y solo dedicarse a la escritura. La película Henry & June (Philip Kaufman, 1990) retrata el triángulo amoroso que vivieron ambos junto a Anaïs Nin. Henry Miller no podía conformarse con una mujer «normal», promedio, convencional. Su sangre literaria solo se la proporcionaban las mujeres peligrosas, intensas, liberadas y voraces. A pesar de que se separarían poco tiempo después, Miller reconoció años más tarde, en una entrevista hecha por su amigo, el fotógrafo húngaro Brassaï, que June «era un ser excepcional y si no la hubiese conocido, quizá hubiese sido siempre un fracasado y nadie conocería mi nombre… También fue ella la que me proporcionó el tema de mis libros: Trópico de Capricornio, Sexus, Plexus, Nexus. ¿Acaso existirían sin ella? Fue ella la que me llevó a París, la que me formó, la que literalmente me transformó. Por eso la he llamado Mona, ¡la sola, la única! solo ahora, examinando mi vida, puedo medir su grandeza y su abnegación». 

Para los años 60, la década en la que por fin sería posible leerlo legalmente en los Estados Unidos, ya había escrito Primavera negra (1936), Trópico de Capricornio (1939), La crucifixión rosa (Sexus, Plexus y Nexus, publicados entre 1949 y 1960) —que tiene como eje su relación con June—, además de libros de viajes como El coloso de Marusi (1941) o Una pesadilla con aire acondicionado (1945), y varios ensayos. Es decir, para cuando su propio país —oh, gran paradigma del «Mundo libre»— le permitió ver su nombre en librerías, Miller era ya un escritor de reputación internacional. El levantamiento de la prohibición fue como un redoble de tambores para la revolución sexual que era ya inminente.

Esto, por supuesto, Henry Miller lo había logrado sin querer, apoyado en su pasión por escribir y su peculiar manera de ver el mundo: «En última instancia —confesó en una entrevista para Paris Review, en setiembre de 1961— la mayor parte de la escritura tiene lugar lejos de la máquina de escribir, lejos del escritorio. Yo diría que ocurre en los momentos tranquilos y silenciosos, cuando uno está caminando o rasurándose o jugando un juego o lo que sea, o incluso hablando con alguien que no nos interesa demasiado. Incluso allí estamos trabajando, nuestra mente está trabajando en la trastienda de la cabeza. De modo que, sentados frente a la máquina de escribir, hacemos apenas un ejercicio de transferencia».

Norman Mailer, escritor y periodista de similar raigambre, escribió en 1976 «Genio y lujuria», un recorrido a través de las principales obras de Henry Miller . Fue en «Un arte espectral», una compilación de ensayos y opiniones, en donde resumió lo que significaba para él la obra de su colega: «Hemingway no era capaz de escribir una frase larga, compleja, con buena arquitectura en la sintaxis. Pero convirtió esa incapacidad en su habilidad personal de escribir breves frases declarativas o largas oraciones fluidas conectadas con conjunciones. Faulkner, por el contrario, no era capaz de escribir con sencillez, pero sus oraciones demasiado opulentas, congestionadas, producían una atmósfera extraordinaria. A su vez, Henry Miller rara vez podía contar bien una historia. Prefería sus excursiones apartadas de la historia, y esos apartes son lo que lo hicieron excepcional».

La presencia de Anaïs

«He aquí un hombre al que la vida embriaga. Un hombre libre. Como Lawrence. Un hombre que no teme a nada ni a nadie». Así se refería Anaïs Nin en sus diarios a Henry Miller, el hombre con el que compartió lecho, mujer y un indefinible cóctel de sensaciones y aventuras. Podría decirse que desde que lo conoció, Anaïs vio en él una prolongación fálica, literaria y concreta de D. H. Lawrence, y toda la sensualidad que desbordaba su novela El amante de Lady Chatterley. Si ante las arremetidas de sus críticos Miller se llamaba obsceno en lugar de pornográfico, ante los arrebatos sexuales de su amante cualquier propuesta erótica parecía un nuevo peldaño para un reto más desafiante. Anaïs no solo protagonizaría el consabido menage-a-trois con Henry y June Mansfield, sino que también acercaría al escritor en su relación con el peruano Gonzalo More, fiel amigo de César Vallejo y cercano colaborador de Antonin Artaud, y con su esposa, la bailarina Elba Wara. Será por eso mismo que Henry le escribiría alguna vez: «Me haces tremendamente feliz al aceptarme entero, al dejarme ser un artista, y no renunciar al hombre, al animal, al amante hambriento, insaciable».

Sin la amistad, los apetitos y la libérrima actitud de Anaïs, Trópico de Cáncer difícilmente hubiera visto la luz y Miller, muy probablemente, hubiera sido otro bohemio gris, desenfrenado, perdido en las calles de París o a las orillas del Sena, que aspiró a ser escritor sin lograrlo.

Así lo describió ella en sus diarios: «En una muchedumbre hubiera podido pasar inadvertido. Era esbelto, flaco, no muy alto. Tenía aspecto de monje budista, un monje de piel rosada, con la cabeza calva, en parte aureolada por cabellos plateados y vivaces, y unos labios gruesos y sensuales. Sus azules ojos son fríos, observadores, pero su boca es emotiva y vulnerable. Su risa es contagiosa y su voz, acariciadora y cálida como la de un negro».

El escritor español Francisco Umbral, estudioso de su obra, también valoró su trascendencia más allá del ámbito literario: «Se le recuerda, sobre todo, por sus desvaríos salvajes, su bohemia, su faceta provocadora y pornográfica. Pero fue el último lírico en inglés, padre de la cerveza y de los beatniks, abuelo de Kerouac y los ferrocarriles, tío carnal de los hippies y las amapolas, un Whitman que ya lo ha vivido todo, porque tenía el impulso whitmaniano de América y la juventud fúnebre de Poe».

Lawrence de Alejandría

Según cuenta cierta anécdota, a mediados de 1935, Lawrence Durrell se encontraba realizando labores consulares en la isla griega de Corfú, cuando en una de esas tardes de sol mediterráneo, acudió a un baño público para refrescarse. Más allá de una tregua ante el agobiante calor, Durrell se encontró un libro abandonado que le cambiaría la vida: Trópico de Cáncer. Poco tiempo después de terminar su lectura, le escribió a Henry Miller, iniciando así una amistad eterna, aunque se vieran cara a cara recién en 1937. Las noches interminables, las tertulias sobre hechos trascendentes o baladíes, las sofocantes noches de éxtasis en sexo, alcohol y literatura, quedaron registradas por Anaïs en sus diarios como testigo de excepción de otra amistad fulgurante y decisiva para Miller. 

«Saludo a Trópico como el libro de mi generación. Está hecho a la medida del hombre, y se ubica directamente entre esos libros (y son muy pocos) que los hombres han hecho desde sus propias entrañas. (…) Pone en papel la sangre y las vísceras de nuestro tiempo«, diría Durrell de Trópico de Cáncer, antes de brillar por sí mismo, con la publicación de su tetralogía El Cuarteto de Alejandría. Y agregó, contundente: «Apuesto que el libro hace que todos los escritores de Inglaterra y de Estados Unidos se sientan como gusanos». Será por eso que, años después, muchos conspicuos miembros de la Generación Beat e, incluso, del Nuevo Periodismo, sentirían la influencia milleriana en su prosa. Y todo ello a pesar de que, si uno pidiera resumir el argumento de aquella novela iniciática, alguno podría decir que se trata de una sencilla crónica sobre las aventuras sexuales de un expatriado americano en la bohemia parisina, y todas sus angustias, y todos sus quebrantos: el hombre individualista y epicúreo enfrentándose al despiadado siglo XX. Felizmente, la historia nos ha confirmado en numerosas ocasiones que la obra es mucho más que lo que se sintetiza de ella.

No cabe duda que el hombre que escribiera «No tengo dinero ni recursos ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy», realmente logró serlo. 

Su verdadero yo era otro

Pasados los años de fervor parisino, y tras la publicación de novelas como Primavera negra, Trópico de Capricornio, y obras como El ojo cosmológico o El mundo del sexo, Henry Miller se dio tiempo, en 1952, de publicar un extenso ensayo sobre Arthur Rimbaud, El tiempo de los asesinos, en el que hace un paralelo, preciso e intenso, entre su propia vida y la del eternamente joven bardo francés. «Yo sufrí mi primera crisis entre los treinta y seis y los treinta y siete, la edad en que murió Rimbaud. Desde ese momento, mi vida comenzó a florecer. Rimbaud abandonó la literatura para vivir. Yo tomé el camino inverso», escribió. Agregó, además, que «Rimbaud devolvió literatura a la vida. Yo he tratado de devolver vida a la literatura». Sin embargo, su identificación, aunque nostálgica, dejaba espacio a la esperanza: «Nunca seré el poeta que él fue, pero aún quedan vastas latitudes de la imaginación por explorar». 

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