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Guillermo Brown, an irishman in Buenos Aires

Detalle de El almirante Guillermo Brown llegando a puerto, óleo sobre tela de Eduardo de Martino.
Detalle de El almirante Guillermo Brown llegando a puerto, óleo sobre tela de Eduardo de Martino.

¿Qué hace un irlandés en un río sudamericano infestado de cocodrilos? Intenta alcanzar su barco a nado mientras las balas de cañón atraviesan las aguas por atrás y por delante, a uno y otro lado. Los que tiran son españoles, y la escena de batalla es Nueva Granada, uno de los pocos bastiones americanos que le quedan a la corona. Fernando VII lo ha reconquistado y pretende conservarlo a puro fuego. Debería saber el rey que la fuerza de la historia es inevitable y que falta muy poco para que ese virreinato se convierta en un grupo de países: Colombia, Venezuela, Ecuador, Panamá. Debería saber también —pero está tan lejos, allá en Madrid— que acá las guerras de la independencia se pelean con lo que hay a mano. También con la voluntad de quien quiera sumarse. Por ejemplo, este hombre que se llamaba William Brown y hace más de seis años pasó a ser Guillermo Brown, artífice y comandante de la Armada naval de otro país que se está armando a uno de los lados del Río de la Plata. Es el año 1815.

¿Cómo llegó el irlandés hasta el sur del sur y qué batallas está peleando?

Nació en un pueblo mínimo, entre montañas, ovejas y ríos en el condado de Mayo, Irlanda; te desplazas un poco al norte o al oeste y terminas en el Atlántico. El destino de marino estaba señalado. También el de exiliado. Irlanda había sido un país autónomo y dejó de serlo para convertirse en el apéndice pobre, católico y conflictivo del Imperio británico. Los Brown, como tantos otros, solo pensaban en salir de allí. William tenía quince años cuando el padre decidió jugarse a todo o nada y se embarcó hacia Estados Unidos. ¿Habrá ido toda la familia? ¿Cuántos eran en realidad? Nadie lo sabe; la fama incierta de un hombre no arroja luz sobre su entorno y acaso no importe para esta historia. Padre e hijo cruzaron el océano buscando una vida mejor en un país nuevo e independiente, lejos de los ingleses. Pero el destino tenía otros planes: en América, la fiebre amarilla terminó con el señor Brown en poco tiempo, y el chico acabó de grumete en un barco. Durante diez años aprendió lo que hacía falta para seguir a bordo, se hizo capitán, trabajó para todos, robó y saqueó para todos —dicen incluso que sirvió para la odiada Marina Real británica— hasta que finalmente consiguió mujer y barco propio y dirigió proa hacia el sur de América del Sur, la nueva meca de los intercambios fáciles y la ganancia segura.

Remontando la corriente y entre cocodrilos (¿o serán caimanes?), al irlandés se le viene a la cabeza aquel arribo a Buenos Aires para comprar mercancías y llevarlas al otro lado del mundo. Lo único que pretendía era hacer negocios y terminó en medio de una guerra, enfrentado por primera vez a los españoles. Hace cinco años de eso. Era 1810, las Provincias Unidas del Río de la Plata se hartaron de la Madre Patria, echaron al virrey a patadas y empezaron a guerrear contra el Imperio pero también entre ellas. Buenos Aires se alzó, Montevideo siguió con España y se alió con el Reino del Brasil para sumar fuerzas. El Río de la Plata era un hervidero, mal momento para un hombre de negocios y su barco mercante. La corona consideró en rebeldía a todos los que comerciaban con Buenos Aires y apresó al barco de William Brown. Así nació Guillermo y su tirria con los españoles. 

El odio hacia los ingleses venía de mucho antes, desde la cuna. En su familia irlandesa, como en tantas, se crio entre cruces, vírgenes y santos de la puerta de casa para adentro mientras el reino protestante favorecía a los anglicanos y destrataba a los católicos. Y, para colmo, el mal tiempo. Los más viejos recordaban todavía el frío inhumano y la hambruna que años atrás terminaron con cientos de miles de irlandeses y expulsaron a otros tantos fuera de la isla. Tampoco podían olvidar, porque lo padecían a diario, los impuestos británicos sobre sus productos, lo difícil que era sobrevivir mientras estuvieran anclados en una sociedad asimétrica. Definitivamente, aquel reino no tenía nada de unido, y William fue juntando bronca contra Inglaterra.

Cuando en 1810 llega a Buenos Aires, todavía está cerca el recuerdo local de las invasiones inglesas, esa intentona de dominio que los porteños se jactan de haber repelido con bravura. Simpatiza con ellos de inmediato y, ya como Guillermo, repite una y otra vez la historia referida: un pueblo pobre que derrotó, en inferioridad de condiciones, al gran Imperio británico. La épica del colonizado victorioso le llena el alma de una alegría resentida. No puede intuir entonces que, cerca de su retiro, él mismo se enfrentará a Inglaterra bajo bandera argentina; será su propia revancha irlandesa. Pero no hay tiempo para rememoraciones: los tiros pegan cerca y el enemigo, por ahora, sigue siendo España. 

Los cocodrilos, alrededor. El barco, río arriba, y detrás, la muerte segura. Todavía no ha cumplido los cuarenta y no está dispuesto a morir. No puede terminar así. Ha sobrevivido a la muerte de su padre, ha sentido los grilletes y ha escapado de la cárcel, no una sino dos veces, ha viajado al fin del mundo, ha luchado en el Canal del Infierno y ha derrotado al mejor de los españoles —el comandante Jacinto de Romarate, hombre bravío y honorable— en una guerra sangrienta pero también de caballeros en el Río de la Plata, ha mantenido a pie su nave cuando las demás flaqueaban contra los vientos del cabo de Hornos. Todo eso fue su vida y no puede hundirse en la corriente marrón, desaparecer entre bestias salvajes. Todavía le falta enfrentarse a la Marina Real británica, epítome del Imperio, el origen de sus desdichas.

La oportunidad llegará con los años, mientras tanto lucha por su vida cerca de las costas del Pacífico. Dos, tres, cuatro brazadas más y Guillermo consigue llegar a bordo de su nave, también sus perseguidores:

En ese mismo momento los españoles abordaron el buque por la amura de estribor y la escena que siguió fue horrible más allá de toda descripción. Los desgraciados que yacían heridos e inermes en cubierta fueron ultimados inhumanamente por aquellos bárbaros, apuñalados o degollados según se lo sugería el enfurecimiento.

No puede dar crédito de lo que ve. Añora los códigos de guerra que había compartido un par de años atrás con su antiguo contrincante Romarate; estos españoles no eran como aquel. Las batallas se habían vuelto salvajes, y los hombres, bestias olvidadas por Dios. Guillermo Brown empuña un machete en un brazo y una mecha en el otro, muy cerca del cargamento de pólvora. Encara al capitán español: si no ponen freno a la carnicería y no tratan a los sobrevivientes como prisioneros de guerra, hará volar el buque con toda la gente a bordo. La amenaza funciona.

La escena que comenzó con un hombre luchando por su vida en el agua, termina en tierra, con el irlandés desnudo y envuelto en la bandera argentina, el único paño que dejaron los españoles tras tomar todo lo que había en las bodegas, en cubierta y en su propio camarote. Ya no se libra una guerra, hace tiempo que el sur es dominio de piratas que usan las banderas nacionales apenas como coartada. Lo que sigue es una serie de negociaciones que incluyen intercambio de prisioneros y mercaderías en Guayaquil y el cargamento de provisiones para emprender la vuelta hacia Buenos Aires.

Brown deja el oeste con la sensación de que el pueblo americano está preparado para la revolución independentista, que ya es imparable, y también que él ha hecho suficiente por la causa. Lo que queda por delante, se dijo a sí mismo, es una vida tranquila como comerciante.

El viaje de vuelta fue una pesadilla: más piratas, negociaciones, intercambios. Para comer quedaban unas pocas galletas y setenta tortugas que habían cargado en las Galápagos, el barco se fue averiando y hacía agua por todos lados, chocaron con un témpano, se inició un fuego sobre el cargamento de pólvora que estuvo a punto de hacer volar todo, mataron la última tortuga y aún quedaban muchas millas por recorrer. No había dónde hacer escala, los españoles acechaban, y terminaron escabulléndose al Río de la Plata por la noche, amparados por la niebla. A bordo llevaban oro en polvo, doblones y monedas que Brown había conseguido gracias a su licencia de corso, expedida por el muy inestable Gobierno de Buenos Aires. Instalado en la ciudad, no quiso tomar parte en conflictos internos pero sí sacarles el mayor jugo posible: se dedicó al comercio de compraventa de armas. 

Ya era uno más entre tantos. Hacía tiempo que Irlanda había dejado de ser una opción para él, no había patria a donde volver. El nuevo siglo había desbaratado su república convirtiéndola en el agregado a un nombre largo y rimbombante: el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. De este lado del Atlántico, sin embargo, un país nuevo estaba naciendo y hacían falta héroes y epopeyas para una narrativa acorde a los tiempos que se avecinaban.

Diez años duró su retiro en la ciudad y lejos de los mares. La nueva guerra fue contra Brasil por el control de la Banda Oriental y su estratégico puerto de Montevideo. Brown fue convocado a prestar servicio para su nueva patria y lo tentaron con el rango de coronel mayor, el almirante al mando de la escuadra con bandera celeste y blanca: dos bergantines, doce cañoneras, una corbeta y un pequeño queche con dos mástiles. Una fuerza débil para luchar contra un imperio poderoso, la mayor potencia de América debajo del río Bravo, con cientos de naves que llegaron a bloquear el puerto de Buenos Aires. Brown arengó a sus hombres:

—Marinos y soldados de la República, ¿veis esa gran montaña flotante? ¡Son los treinta y un buques enemigos! Pero no creáis que vuestro general abriga el menor recelo, pues no duda de vuestro valor. ¡Camaradas: confianza en la victoria, disciplina y tres vivas a la patria!

—¡Viva la patria! ¡Viva la patria! ¡Viva la patria!

La crónica dirá que Brown derrochó audacia y coraje, que prefería irse a pique antes que arriar el pabellón nacional, que eso le ganó un lugar en el olimpo de los próceres locales y que aquella batalla lo convirtió en el padre de la Armada argentina. Cuando incendió las naves antes de permitir que fueran capturadas por el enemigo, su destino terminó de sellarse. El irlandés en Buenos Aires ya era uno más: sus hijos eran argentinos, también sus nietos y sus luchas. Se enredó en guerras civiles, estuvo de un lado y del otro, fue revolucionario y gobernador por un tiempo, firmó decretos hasta cansarse y volvió a retirarse a la vida privada, en su casa del porteño barrio de Barracas para hacer un jardín, plantar árboles y regar flores. Ahora sí, se dijo, sería definitivo.

Y entonces todo cambió. Inglaterra y Francia vinieron otra vez a por el estratégico Río de la Plata, se aliaron con el Uruguay, bloquearon el puerto de Buenos Aires y obligaron al viejo almirante a salir de su encierro. Durante meses aquello fue el escenario de una batalla naval mundial a pequeña escala: se cruzaban y peleaban a punta de cañón naves de todas partes del mundo. El espectáculo habrá sido cinematográfico, con las velas al viento y las banderas de cada país. La nave argentina San Martín se enfrentaba a la griega Ulises, la francesa Consolation fondeaba cerca de la portuguesa Prontidao; el cañoneo intenso solo bajaba algunas noches cuando la niebla cubría todo. Brown, al mando de su escuadra, reclutaba naves y capitanes de todas partes del mundo; sus nombres eran reflejo fiel de las distintas procedencias, de la mezcla en que se estaba convirtiendo el nuevo país: Hidalgo, King, Alzogaray, Bathurst, Fourmantin, Dupuis, Beazley. No sabemos qué llevó a Brown, con más de sesenta años, a entrar en esa guerra inverosímil donde los barcos y los hombres se hundían definitivamente en las aguas barrosas del Plata, pero no es improbable que haya sido la abstracta idea de patria, que se volvía concreta arriba de un barco. Y, por qué no, también esa bandera británica flameando, provocadora, en buques y puertos, impidiendo la navegación, bloqueando salidas.

No todos fueron triunfos para él durante aquella guerra larga y caótica, sin embargo, volvió a Buenos Aires como un héroe recargado, lejos habían quedado sus hazañas juveniles. Lo que podía sumar ahora eran detalles, logros modestos pero sonoros, como haber enfrentado y vencido al mismísimo Giuseppe Garibaldi, el temido corsario italiano al que le perdonó la vida cuando sus hombres quisieron ultimarlo: «Déjenlo escapar, ese gringo es un valiente». 

Entonces sí llegó el retiro pero le faltaba un lugar en la historia. De eso se encargó Bartolomé Mitre, un joven capitán con vocación de historiador al que había conocido en Montevideo. Fue él quien lo convenció de escribir sus memorias, quien las tradujo del inglés —Guillermo nunca terminó de confiar en su manejo del español—, quien lo elevó a la categoría de prócer y quien lo despidió en su funeral:

Así termina la vida épica del almirante Brown, en las grandes guerras nacionales sostenidas tan dignamente por los argentinos. Al descender al sepulcro, lleva consigo la admiración de los patriotas y las simpatías de los buenos.

En Argentina, el irlandés se convirtió en el almirante Brown y hoy es muchas cosas: un municipio bonaerense, un par de clubes de fútbol, plazas, parques, escuelas, el nombre repetido en calles y avenidas. Desde 2015 también es un nombre en Irlanda: una estatua a orillas del río Moy, en Foxford, y un par de placas de bronce cuentan su vida del otro lado del mundo: «Admiral William Brown. Founding father of the Argentine Navy. 1777-1857 […]».

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2 Comments

  1. Lizardo Sánchez

    Esos cocodrilos y caimanes por aqui se llaman yacarés.

  2. Pingback: Jot Down News #16 2024 - Jot Down Cultural Magazine

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