Silencio. Y arriba, las estrellas.
Y abajo, el mar.
Silencio. Sin respuesta. La estación orbital sobre el planeta Solaris no ofrece respuesta. La vida en la Tierra no ofrece respuesta. Un lago. Agua. El pasado del psicólogo Kris Kelvin (Donatas Banionis) no ofrece respuesta. Arriba, Solaris. Abajo, una hoguera. El fuego lento que apaga el pasado. Y el silencio.
Andréi Tarkovski presentó Solaris en el festival de Cannes de 1972. Cuatro mil metros de película. Ciento sesenta y cinco minutos entre la Tierra y una estación orbital en el otro extremo de la galaxia. Abajo, un océano planetario. El filme recibió el Gran Premio Especial del Jurado y el FIPRESCI. La prensa lo consideró la respuesta soviética a 2001: Una odisea del espacio. Pero Solaris no ofrece respuesta.
Porque a Tarkovski no le interesaba la respuesta. Porque Stanisław Lem no buscaba respuestas. Preguntas.
Sí, preguntas. 2001 y Solaris comparten una pregunta. Quizá es la pregunta más importante de la humanidad. ¿Qué hay más allá? ¿Quién está ahí afuera? ¿Dónde está el otro extremo del océano? ¿Cómo es el borde del mundo? Todas las preguntas son la misma pregunta: ¿estamos solos?
Stanley Kubrick nos decía que no. No es tamos solos bajo las estrellas. Y nos daba un extraño pero cariñoso empujón. Tarkovski no nos dice nada. La pregunta de Tarkovski es condensada. Coagulada. Hermética. Es la pregunta más abrumadora del ser humano. Es la pregunta más terrible que puede hacerse una consciencia.
¿Estoy solo?
¿Estoy solo cuando estoy rodeado de gente? ¿Estoy solo cuando estoy contigo?
La estación orbital flota sobre Solaris en el otro extremo de la galaxia, pero nadie se alegra cuando llega Kelvin. Dentro, el silencio. Abajo, el mar. Dentro, tres científicos que no hablan con él. Que no quieren saber nada de la Tierra. Que no quieren hablar. Que no saben cómo hablar. Dentro, alguien más.
Es Hari (Natalya Bondárchuk). La mujer muerta de Kelvin. La vida muerta en la Tierra. El pasado muerto en el tiempo. Hari se suicidó, pero está allí, entre las estrellas. Abajo, Solaris.
¿Quién eres? ¿Qué eres? Contéstame. No sé qué soy, pero sé que soy. Sé que estoy aquí, contigo. Soy una proyección de tu duelo y tu pena y tu recuerdo. Soy cenizas junto a un lago, entre las algas. Soy un sueño. Soy tú.
No entiendo tu respuesta. No te entiendo. No entiendo.
La respuesta de Solaris es hermética. Por que la respuesta de Tarkovski es hermética. Porque la respuesta de Lem es hermética. Porque la respuesta de Arkadi y Borís Strugatski era hermética cuando escribieron Picnic al borde del camino y Tarkovski rodó Stalker siete años después. No hay empujones. No hay paseos de la mano. No hay explicación. Solo hay consciencia. Y la consciencia es inalcanzable. Está dentro de cada uno. Es hermética.
Solaris es consciencia. Un océano consciente. Quizá solo quiere decir «hola», pero no sabe cómo hacerlo. Explora dentro de las profundidades de una consciencia. Y encuentra lo más intenso. Y lo más intenso dentro de Kelvin es Hari. Y Hari existe. Y Hari dice «hola». Solaris explora dentro de nuestra profundidad como consciencia. Y nos dice que estamos solos. Que no hay amables humanoides ni agresivos alienígenas ni bondadosas federaciones interplanetarias. Que no hay piedras de Rosetta ni peces de Babel. Que nadie nos dice «hola», porque no sabe hablar. Que no hay nadie más entre la nieve ni entre el gentío de Tokio. Que estamos solos. Que estás solo. Que estoy solo. Y que existo.
A Kelvin le da igual que Hari no sea la verdadera Hari. Porque Hari es real. Porque Hari existe. Y habla. Y le ama. Le ama más que lo que jamás le amó en la Tierra. Le ama más que lo que se ama a sí mismo. Hari es su respuesta.
Pero Hari deja de existir. Y Kelvin entiende. Prefería no entender. Preferíamos no entender. Preferíamos creer. Creer en la inteligencia. En la amistad. En paseos de la mano bajo las estrellas y entre las estrellas. Queríamos creer en compartir. Queríamos creer que arriba alguien nos acogería en su regazo. Queremos que nos amen.
Pero abajo solo hay consciencia. Billones de moléculas que se contonean entre las olas del tiempo. Tan cerca. A apenas un salto orbital. Pero a una distancia mayor que el confín de la galaxia. Al otro lado de una barrera que no puede franquearse con puertas ni motores ni agujeros de gusano. A cuatro mil metros y ciento sesenta y cinco minutos de película. A la distancia de una mirada. A la distancia inalcanzable de una caricia. Al otro lado de un rostro y unos ojos.
En silencio. Y abajo, el mar.
Abajo, Solaris.