Lupin III es más hedonista que (anti)héroe; más descarado que gentleman; más aventurero que delincuente. Pero antes de entrar en materia, permítanme robarles un poco de su tiempo. Primero, algunos antecedentes: en 1905, Maurice Leblanc creó a Arsène Lupin, caballero ladrón. Durante años, el más elegante de los cacos sustrajo buena cantidad de joyas a señoritas de alta alcurnia, eludió no menos veces al inspector Ganimard y se vio las caras en más de una ocasión con el mismísimo Sherlock Holmes. Lo que seguramente no se podía imaginar el galo Lupin, ni su igualmente francés padre literario, es que el destino le reservaba un nieto japonés. Pero en esto que en 1967, el mangaka Kazuhiko Kato, más conocido como Monkey Punch, creó a Lupin III: descendiente directo del buen Arsène, igual de elegante y con idéntico desprecio por la ley. El cómic, a pesar de su éxito en Japón, no era conocido por estos lares (para qué nos vamos a engañar, al manga en general le faltaban décadas para vivir la enorme explosión que vino después), pero los españoles, expertos en llegar tarde a todas partes, conocimos a este nuevo Lupin en los años noventa, cuando Telecinco emitió la segunda serie de animación dedicada al personaje.
Para lo que nos interesa aquí, tomaremos en su conjunto las tres series principales que se han realizado (así como los numerosos largometrajes animados y OVA que se siguen haciendo).
Para los que quieran bucear con más de talle en la cronología lupiniana, es extremadamente fácil seguir la pista al ladrón por estas tres etapas: en la primera (1971), Lupin viste una chaqueta verde; en la segunda y más conocida en nuestro país (1977) la americana era de color rojo; y en la tercera (1984), rosa. En una cuarta serie, luce chaqueta azul. Pero a lo que vamos.
La raíz de las aventuras del personaje, entonces, está clara: el Arsène Lupin de Leblanc es a efectos prácticos el origen de todo, y de él conserva nuestro Lupin III el carisma, el gusto por lo ajeno y la limpieza de sus robos. En este improbable árbol genealógico, los chicos de Ocean’s Eleven podrían ser sus primos hermanos, y el impecable Remington Steele un tío perdido por parte de padre. Pero ciñéndonos a la heráldica, el nieto japonés no es ni mucho menos una fotocopia en color de su ilustre antepasado. Mujeriego, descarado y rodeado de un grupo de pintorescos acompañantes, sus peripecias tienen un algo de James Bond y un algo de Indiana Jones. Y en ese cóctel de géneros agitado y removido como un Vesper preparado por un barman inexperto, viene escoltado por Daisuke Jigen, un puro gángster con puntería letal, y Goemon Ishikawa XIII, samurái hierático katana en ristre. En sus talones, el inspector Zenigata y mucha, mucha policía. La dama de corazones es Fujiko Mine, rival o aliada de Lupin según el momento, y punto débil del rey de los ladrones, no sabemos si porque apela a sus más bajos instintos o porque, en el fondo, debajo de aquellos se esconde algo parecido al amor.
Si me permiten la insolencia, quien esto firma siempre ha preferido la vertiente más aventurera y naíf del personaje. La que se acerca más a Indy que a 007. La que verán ustedes, por ejemplo, en El castillo de Cagliostro, el segundo largometraje animado de la serie, dirigido por el verdadero trilero de todo esto: Hayao Miyazaki. Sí, el mismo Miyazaki al que debemos Mi vecino Totoro, La princesa Mononoke o El viaje de Chihiro fue el encargado de insuflarle alma de manera definitiva a Lupin ya en la primera serie (chaqueta verde, ¿recuerdan?), y lo llevó a las más altas cotas del latrocinio, la elegancia y la diversión. Porque de eso se trata en el fondo: de diversión pura y sin límites. Si Lupin nos regala eso con cada episodio, cada aventura y cada golpe, ¿qué importa si al volver a casa descubrimos que nos ha birlado la cadena, la cartera y el reloj? Estamos entre caballeros, y es un trato justo componerle esta canción.