Cine y TV

‘Aelita’: revolución en el planeta rojo

Aelita. (DP)
Aelita. (DP)

La Revolución de octubre no solo se limitó a transformar la sociedad y la política del antiguo Imperio ruso: entre 1917 y 1932, las artes soviéticas fueron la punta de lanza de la vanguardia mundial. Mayakovski, Eisenstein, Popova, Kandinsky, Ródchenko, Vértov, Malévich o Tatlin son solo un puñado de nombres entre la pléyade de artistas, escritores, diseñadores, cineastas y arquitectos que preconizaban a través de sus obras la visión de un mundo nuevo para el hombre nacido de la revolución. 

Es durante esta edad dorada del arte soviético en la que Alekséi Tolstói escribe su novela Aelita, o la decadencia de Marte, una obra de ciencia ficción en la que la parábola social se combina con el tropo del explorador en tierras misteriosas y re motas, así como la historia de amor imposible entre seres pertenecientes a mundos distintos: digamos que en el aspecto romántico, en Aelita encontramos reminiscencias de la Ayesha de Ridder-Haggard o la Antinea de Benoit, eso sí, con un trasfondo de viajes estelares más propio de H. G. Wells o Burroughs.

La adaptación cinematográfica se toma unas cuantas libertades con el original, dejando claro que la avanzada sociedad marciana es fruto de la imaginación del ingeniero Los, quien trabaja en los planos de un cohete para viajar a Marte y se siente intrigado por una misteriosa señal captada por radios de toda la Tierra. El ingeniero sueña con que la intraducible comunicación es un mensaje cifrado venido del planeta rojo. ¿Está habitado como la Tierra? ¿Acaso los terráqueos son observados por los marcianos de la misma manera en que ellos observan el espacio con sus telescopios? Los se evade en la ensoñación de una reina del espacio exterior que ansía su amor. 

La película, aunque publicita la creación de un mundo mejor a base de planes quinquenales, también describe las penurias posteriores a la Primera Guerra Mundial y la guerra civil rusa, en la que mucha gente sigue pasando necesidades, y hay que dar techo a numerosos huérfanos y refugiados que no podrán regresar a sus hogares. Sus protagonistas no son en absoluto héroes impecables: Los es un hombre inteligente, pero perdido en un mar de dudas y consumido por unos celos enfermizos; su esposa Natalia es una funcionaria eficiente y honrada, pero le pierde un punto de frivolidad y bueno, también los racionadísimos bombones; Gusev, el veterano de guerra, es un tipo noble y corajudo pero simplón; y el torpe Kravtsov, un fisgón que ejerce de detective amateur para ganar una posición en el Partido, es un claro precedente del inspector Closeau. 

El problema del idealista Los es que su vida cotidiana es una porquería: sufre la carestía general y el trabajo de reconstrucción es ingente y agotador. El ingeniero ama a su mujer, pero no expresa su amor adecuadamente, y teme perderla en manos de Ehrlich, un intrigante burgués reciclado en funcionario estatal que se está haciendo de oro con el estraperlo, y que tienta a Natalia con sus refinados modales y opulentas fiestas clandestinas, aunque ella acaba por huir de ese grupo de antiguos burgueses, de su chocolate, sus joyas y vestidos de seda, que dan la espalda a la pobreza que les rodea: no fue para eso, cree Natalia, para lo que se hizo la revolución.

Los no se evade en la nostalgia sino en la fantasía de un viaje a Marte en compañía de Gusev, con Kravtsov como polizón-polizonte. Al llegar a Marte, cada uno actúa según sus inclinaciones: lo primero que hace Kravtsov es contactar con las autoridades marcianas para chivarse; Gusev, como si de un prototipo del capitán Kirk se tratara, le tira los tejos a la primera marciana que se le pone por delante. El ingeniero Los, por su parte, se interesa por la avanzada tecnología extraterrestre y por los encantos de Aelita, reina del planeta, quien sorprendentemente se une al propósito de los visitantes de liberar a su oprimida clase trabajadora, y convertir el planeta rojo en un astro republicano y soviético. A ojos de Los, la reina lo hace por amor a él y a la justicia, aunque en opinión de Gusev (que pese a ser un tanto bruto no carece de cierta perspicacia), la reina de Marte tira más hacia Lampedusa que hacia Marx: «No es asunto señorial organizar revoluciones», le susurra a Los. 

El filme no podría estar más lejos de los candorosos decorados espaciales de las películas de Georges Méliès: más bien hacen pensar en un Piranesi experimentando con el art déco, o en una Micenas constructivista. La futurista y geométrica vestimenta de la élite marciana, obra de Aleksandra Ekster, evoca un Egipto que ha sustituido el lino por metal y plexiglás. Los soldados de Aelita visten como gladiadores pasados por la Bauhaus; los sufridos y oprimidos proletarios marcianos semejan abejas cubistas. Los escenarios que representan Marte son claramente teatrales, en contraste con los escenarios reales en los que tiene lugar la acción terrestre.

En sus dos escenarios, el de la realidad y el de la fantasía, el guion concluye que la solución a los problemas de los protagonistas es dejar de lado la nostalgia de un pasado lleno de desigualdades o un futuro en exceso utópico: hay que abandonar la ensoñación para enfrentarse al presente. Fuera de esta fantasía fílmica, y con la consolidación de Stalin en el poder, la efervescente vanguardia rusa se verá sustituida por el más pacato realismo socialista, y no será hasta la muerte del autócrata cuando la URRS volverá a poner su vista en el cosmos soñado por Alekséi Tolstói: muy apropiadamente, el programa espacial soviético será dirigido por Serguéi Koroliov, un ingeniero que había sido represaliado por el «padrecito». 

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