En marzo de 1917, el poeta Guillaume Apollinaire remitió una carta al escritor belga Paul Dermée en donde compartía sus impresiones sobre la obra Parade. Y lo verdaderamente importante de dicha misiva es que contenía en su interior una palabra maravillosa, aquella con la que Apollinarie bautizó sin saberlo uno de los movimientos artísticos más interesantes de la historia. Parade, la función que había provocado la escritura de dicha carta, era un ballet muy llamativo ensamblado por un All Star de la época: la música la firmaba Erik Satie, la coreografía era obra de Sergei Diaghilev y Léonide Massine, la escenografía y el vestuario estaban a cargo de Giacomo Balla y Pablo Picasso, la puesta en escena había sido ideada por Jean Cocteau, la batuta de director de orquesta la enarbolaba Ernest Ansermet, y de danzar sobre las tablas ante todo lo anterior se encargaban los prestigiosos integrantes de los ballets rusos.
Parade era una representación bastante inusual para su época, Cocteau añadió a la partitura original diversos ruidetes de máquinas de escribir, botellas de leche, pistolas y sirenas. Por otra parte, Picasso ideó disfraces loquísimos, que representaban desde humanos abstractos hasta rascacielos cubistas, trajes confeccionados con cartulina rígida que apenas permitían una movilidad digna a los bailarines. La propia trama del ballet, que versaba sobre los fallidos intentos de una compañía teatral a la hora de encandilar audiencias, también era insólita por incorporar elementos de la cultura popular de la época: el cine mudo norteamericano, los musicales parisinos o incluso la vida social a pie de calle. Esto último resultaba revolucionario porque hasta entonces el ballet había sido un terreno altivo, muy elitista y remilgado, un mundillo que evitaba reflejar los entretenimientos del populacho al considerarlos mundanos y poco solemnes. Parade era una modernez en aquel momento, una novedad que hacía fruncir ceños entre el público más clasicorro. Al resto de espectadores, muchos críticos incluidos, la ocurrencia les pareció estupenda.
Apollinarie trató de explicar a Dermée por carta cuál era realmente el espíritu de Parade y para ello optó por acuñar un nuevo vocablo al escribir «Teniendo en consideración todos los elementos de la obra, creo que será mejor utilizar el término surrealista en lugar de supernaturalista». Y así nació la palabra «surrealista» como definición de ese nuevo estilo. Un concepto que Apollinarie pondría en conocimiento del pueblo cuando se encargó de escribir unas líneas introductorias para el programa de mano de la propia Parade. En dicho texto, presentaba oficialmente el surrealismo como «el punto de partida de todas las manifestaciones del nuevo espíritu tan en boga, algo que de seguro resultará atractivo para las mentes más brillantes». Apollinarie andaba tan encantado con el término como para utilizarlo también en el título de una obra propia, bastante feminista y antimilitarista, llamada Les mamelles de Tirésias: drame surréaliste, cuya traducción es exactamente esa que el lector que no tiene ni idea de francés se imagina: Las tetas de Tiresias: drama surrealista.
Tras la Primera Guerra Mundial, con la sociedad bastante revuelta y tratando de encontrar el rumbo en un mundo que de repente estaba patas arriba, las artes optaron por reflejar el sentir general lanzándose a investigar nuevas rutas. En Europa, los dadaístas aparecieron armando follón con una actitud muy punki, acusando al capitalismo de la contienda mundial, autodenominándose antiarte, rechazando la lógica y abrazando el caos y la irracionalidad. Entretanto, la idea del surrealismo se afianzó como una nueva corriente, una que se inspiraba en la revolución dadaísta, en el arte abstracto de principios del siglo XX, y en aquella pittura metafisica italiana que enredaba lo cotidiano con el mundo onírico y el subconsciente. En 1924, todo ese rollito del surrealismo ya tenía tanto tirón como para que dos grupos de surrealistas enfrentados, uno comandado por André Breton y otro por Yvan Goll, se peleasen a menudo, en ocasiones a hostia limpia de manera muy literal, por apropiarse del término. Ambas facciones trataron de obtener la paternidad oficial del surrealismo, puteándose tanto entre sí como para publicar al mismo tiempo, en octubre de 1924, dos tratados que definían las bases del movimiento bajo el mismo título, Manifiesto surrealista. Al final ganó Breton, por cierto, y su manifiesto es el que siempre se menciona como texto seminal del estilo surrealista.
El surrealismo se afianzó como una corriente artística cuyo objetivo era utilizar lo irracional, el subconsciente, la imaginación y lo onírico para elevarse más allá del realismo. Pero es mucho mejor expresarlo así: los creadores surrealistas fueron aquellos que construyeron una puerta hacia mundos y parajes fantásticos, a terrenos fabulosos que parecían haberse fabricado en sueños.
El movimiento surrealista no solo adquirió una entidad propia, sino que se convirtió en una de las revoluciones más importantes de las artes. Y a la hora de repasar a sus principales perpetradores, los libros de historia acostumbran a desplegar una colección de nombres donde figuran el propio André Breton junto a Salvador Dalí, René Magritte, Méret Oppenheim, Leonor Fini, los pelos de loco de Yves Tanguy, Max Ernst, Joan Miró, Pablo Picasso o Hans Bellmer. Entre tanto creador virtuoso se encontraba la figura de una artista reverenciada, pero no siempre tan reivindicada como se merece: la fantástica Remedios Varo.
Varografía
El 16 de diciembre de 1908, en Anglès, una pequeña localidad de Girona, nació una niña de nombre extenso: María de los Remedios Alicia Rodriga Varo y Uranga. Su padre era un caballero natural de Cabra, Córdoba, llamado Rodrigo Varo y Zejalvo. Un hombre que ejercía como ayudante de ingeniero hidraúlico, se denominaba librepensador, estudiaba y defendía el esperanto y era fanático de la mineralogía. Es decir, alguien que hubiera sido insoportable si en aquella época hubiese existido Twitter. La madre de la criatura, Ignacia Uranga y Bergareche, era una dama argentina de padres vascos y firmes creencias religiosas. Una mujer que prometió a la Virgen de los Remedios, la patrona de Anglès, bautizar a la niña en su honor si el parto acontecía sin complicaciones. La recién nacida fue la segunda de las tres criaturas (Rodrigo, Remedios y Luis) que tuvo el matrimonio. Y en lo que respecta a la Virgen de los Remedios, se ve que dicha divina patrona intervino con éxito para que el alumbramiento fuera exitoso, pero se olvidó de efectuar el seguimiento posterior a su tocaya: la pequeña Remedios se tiró pachucha gran parte de su infancia, aquejada de diversos problemas cardiovasculares. Como consecuencia del oficio paterno, la familia al completo adoptó una vida algo nómada, reinstalándose inicialmente en Marruecos y más tarde, cuando Remedios ya sumaba nueve primaveras, en Madrid.
La niña no tardó en demostrar que tenía bastante de esponja intelectual: devoraba las novelas de Julio Verne, Edgar Allan Poe o Alejandro Dumas, sentía curiosidad por el misticismo y los trasuntos mágicos, investigó los preceptos de la filosofía oriental, estudió el funcionamiento de instrumental complejo como la caja oscura y, gracias a las enseñanzas de su padre, dominó el dibujo técnico. En la capital, a la edad de quince años y teniendo muy claro que su futuro se encontraba en los pinceles, Varo se convirtió en una de las primeras mujeres aceptadas en la prestigiosa Real academia de Bellas artes de San Fernando. Y durante aquel periodo, mientras participaba en las diversas farándulas artísticas convocadas en la Residencia de estudiantes madrileña, Varo coincidió con gente tan prometedora como Federico García Lorca, Maruja Mallo o Salvador Dalí.
En las aulas de la San Fernando también se tropezó con Gerardo Lizarraga Istúriz, el pintor navarro con el que se casaría en 1930. La parejita se mudaría a París poco después porque, como todo el mundo sabe, residir en dicha ciudad te convalida el título oficial de bohemio y, en el fondo, el setenta por ciento de la población del lugar son mimos o artistas. Tras doce meses en la urbe francesa, el matrimonio se trasladó a Barcelona en 1932. Y más concretamente, al barrio de Gracia, el equivalente catalán a la bohemia parisina pero con un volumen mucho menor de mimos por metro cuadrado. Asentada en un estudio en la plaza de Lesseps, Varo comenzó a currar como dibujante para la renombrada agencia de publicidad J. Walter Thompson.
Tres años más tarde, en 1935, la vida de la artista comenzaría a sacudirse: hizo pandilla con artistas como Josep-Lluis Florit y Óscar Domínguez, comenzó a compartir taller y cama con el pintor Esteban Francés, le dio un disgustó a su religiosa madre al separarse de Gerardo, y se apuntó a participar en todas las travesuras artísticas (como los cadáveres exquisitos) ideadas por Marcel Jean, un surrealista francés que había aterrizado en Barcelona con ganas de marcha. Las creaciones de Varo comenzaron a llamar la atención, colándose en exposiciones dedicadas al arte surrealista. A esas alturas, era bastante evidente que el rollito onírico del movimiento había calado bien en una mujer que firmaba piezas como la ilustración a tinta Composición (1935) el dibujo a lápiz Monumento a una vidente (1935), la acuarela La tela de los sueños (1935) o la combinación de collage y témpera de La travesía (1935).
Todas aquellas obras eran la prueba de que los ojos de Varo escudriñaban otros mundos. Y también de que formaban parte de ellos: su cuadro Ojos sobre la mesa (1935) parece directamente una ocurrencia propia de Magritte. Estaba bastante claro que la artista no iba a dedicarse a los bodegones.
En 1936, con el óleo El agente doble, la pintora comenzó a perfilar el estilo que la definiría en el futuro. Ese mismo año, Varo entró a formar parte del Grupo logicofobista, un colectivo catalán de artistas de vanguardia que apostaban por combinar surrealismo y espiritualismo. Una extensa pandilla de gente con fobia a la lógica entre cuya formación militaban poetas (José Viola Gamón), escultores (Leandre Cristòfol, Ramon Marinel·lo), escritoras (Nadia Sokolova) o pintores (Àngel Planells, Artur Carbonell). El plan de estos logicofobistas era dotar de implicación social al surrealismo, presentándose ellos como la nueva generación del movimiento artístico. En mayo de 1936, inauguraron su primera (y única, como el lector atento a las fechas habrá deducido) muestra oficial: la Exposición logicofobista en las Galeries d’art Catalònia de Barcelona. Una exhibición de treinta nueve obras de catorce artistas diferentes, entre las que figuraban tres creaciones de Remedios Varo. La idea era que las exposiciones logicofobistas tuvieran continuidad, pero todo se fue al garete cuando, dos meses más tarde, estalló la Guerra civil en España. Durante la contienda, la mitad de las obras de aquella muestra fueron destruidas o robadas.
Remedios Varo, adscrita políticamente al color rojo, decidió huir de la guerra. Y planeó reunirse en Francia con el hombre del que se había enamorado, Benjamin Péret. Un poeta francés surrealista que llegó a España militando en el bando republicano, como delegado del Partido obrero internacionalista. En 1937, Varo huyó del país hacia tierras galas acompañada por su otro amante, Esteban Francés. Y aunque ese baile de queridos puede hacer pensar que la mujer vivía amoríos enrevesados, lo cierto que el asunto era muchísimo más sencillo: Remedios caminaba tan adelantada a su tiempo como para practicar el poliamor, de mutuo acuerdo con sus parejas, noventa años antes de que la palabra se pusiera de moda.
Por otra parte, el exmarido oficial de la artista, Gerardo Lizarraga, lo pasaría realmente mal durante la refriega civil. Porque el hombre se apuntó como voluntario en el ejército republicano y, al finalizar la guerra, acabó recluido en los campos de concentración de Argelés-sur-mer y de Clermont Ferrand. Hasta que una sorprendente casualidad le otorgó la libertad: al fotógrafo Chiki Weisz se le ocurrió documentar en celuloide a los prisioneros de Argelès-sur-Mer, filmando a Lizarraga en el proceso. Y aquellas imágenes se proyectaron más adelante en un cine parisino, durante una sesión a la que asistió la propia Remedios Varo. Al descubrir que su antigua pareja seguía viva, la artista se encargó de realizar los trámites necesarios, léase «sobornos», para liberar a su exmarido del encierro.
Siempre nos quedará París
Reinstalada en la capital francesa junto a Péret, la mujer se zambulló con más ganas en la movida bohemia. Frecuentó la legendaria cafetería Les deux magots, el kilómetro cero de todo artista que malviviese en la ciudad, y conoció a la panda de surrealistas locos que por allí campaban: André Breton, Max Ernst, Joan Miró, Wolfgang Paalen, Victor Brauner, Dora Maar o una Leonora Carrington que en el futuro se convertiría en una de sus mejores amigas. En lo económico, Varo subsistía lidiando con la pobreza, aceptando cualquier trabajo e incluso realizando falsificaciones de cuadros por encargo, una tarea en la que por lo visto la mujer era bastante virtuosa: cuando el pintor metafísico Giorgio de Chirico se tropezó con las fotocopias de sus cuadros, perpetradas a mano alzada por Varo, en lugar de cabrearse se dedicó a elogiar el pincel de la artista.
La idea de volver al país de origen tras la guerra civil era un plan inviable para Varo. Su pasaporte era republicano y en España había un señor llamado Paco que, por lo visto, le ponía muchas pegas a esos detalles. Pero, apuros monetarios aparte, lo cierto es que la pintora no tenía demasiadas razones para regresar a la península. Porque se lo estaba pasando teta en tierras francesas, viviendo en el mundo de los creativos con vida difusa: vendía pasteles en las calles, se divertía participando en juegos artísticos como el remitir elaboradas cartas a desconocidos, cuyos nombres y direcciones pescaba al azar del listín telefónico, y asistía a las reuniones oficiales de los surrealistas. Unas congregaciones en donde inicialmente la mujer apenas hablaba, por culpa de una timidez que la hacía sentirse intimidada ante tanto nombre ilustre. Aún así, gracias a sus cuadros, que en esa época comenzaron a adquirir una verdadera entidad propia, logró ganarse el respeto y la aceptación del grupo surrealista. Hasta entonces sus trazos habían apuntado maneras, pero el entorno creativo que la rodeaba, y las curiosas técnicas que utilizaban sus colegas, le habían pegado un bonito empujón a su imaginación.
De aquellos años data Las almas de los montes (1938), una estampa donde varias siluetas femeninas habitaban un paisaje montañoso y nublado. Y una obra que Varo confeccionó experimentando con el fumage. La técnica surrealista, ideada tan solo dos años antes, que implicaba utilizar el humo como elemento para dibujar, impresionando los colores con el tiznado que se crea al arrimar una llama al lienzo. En Títeres vegetales (1938), la artista jugueteó con otro concepto también muy de Art attack: trastear con el goteo al azar de la cera derretida sobre el óleo. Varo utilizó esos chorretones impredecibles para perfilar aleatoriamente los cuerpos y las extremidades de seres fantásticos, criaturas con pinta de ser hijas de una noche tonta entre un humano y un cajón de verduras. Lo fabuloso es que más allá de lo llamativo y onírico de las imágenes, estos cuadros poseían, como toda la producción de su creadora, lecturas mucho más profundas. Las almas de los montes colocaba la figura femenina, una constante en la obra de Varo, en parajes propios, misteriosos y elevados, alejándola de los escenarios típicos a los que estaban condenados las mujeres en la pintura. Y Títeres vegetales era mucho más que la foto de familia de unos espárragos con cara, porque utilizaba los conceptos de las marionetas y los vegetales para denunciar lo manipulables e inertes que parecían ser las personas en aquella convulsa Europa de los años treinta.
En 1938, Varo también alumbró la pintura Recuerdos de la valquiria (1938), a.k.a. Hiedra salvaje o Hiedra aprisionada, un cuadro fabuloso por saber voltear las ideas preconcebidas. Su título parecía insinuar una guerrera al estilo de Brunilda en El anillo del nibelungo, pero la imagen contenía un 100% menos de valquirias que la obra de Richard Wagner. En realidad, aquel gouache se adscribía por completo a la idea del recuerdo anunciado: mostraba el lugar que había ocupado una valquiria. Una pequeña superficie rodeada de un muro de hielo, al contrario de la pared de fuego que encerró a Brunilda, donde la mujer ausente había dejado abandonado un corsé, que no una cota de malla, anudado con hiedras en lugar de con cordeles. Una escena en la que también era posible apreciar a dos posibles espectadoras de la fuga de la valquiria, una par de damas semiocultas, tapadas casi por completo por una bruma acuosa. En la mitología nórdica, Brunilda era rescatada por un héroe varón, en la reinterpretación de Varo parecía que la valquiria se había fugado por cuenta propia, liberándose de paso de las estrecheces del corsé.
El hambre (1938) es una obra curiosa en el catálogo de la artista por tontear con las abstracciones geométricas. Una aproximación al cubismo picassiano, con criaturas angulosas enredadas entre sí, mostrando su voracidad a dentelladas. El hambre también es el cuadro que André Breton consideraba la mejor creación de Varo, una pintura que estuvo en posesión del legendario propulsor del surrealismo durante toda su vida. Por otra parte, Como un sueño (1938) fue un trabajo menor, pero muy ilustrativo de la mente de su ideóloga. El dibujo a tinta de una fémina desnuda de cuerpo ondulado, convertida en escalera, tobogán y bicicleta al mismo tiempo. O una representación simbólica de la violencia física sobre la mujer.
Durante aquellos años en Francia, la carrera de Remedios Varo comenzó a despegar de manera envidiable e intensa. Quizás no facturó un número elevado de obras, pero sí adquirió reconocimiento entre los artistas contemporáneos, intervinó más activamente en las tertulias surrealistas, logró que sus dibujos formasen parte del Dictionnaire abrégé du surréalisme, y participó con varias creaciones en exposiciones de vanguardia celebradas en París y Ámsterdam. En 1939, se alió con el pintor rumano Víctor Brauner para elaborar En el techo del mundo, o la postal de un paisaje onírico, coronado por un castillo y tres lunas, donde un séquito de seres quiméricos, a cada cuál más extraño, retozaban a la orilla de un río. La visión de Varo por fin se había extendido hasta alcanzar mundos asombrosos.
Desgraciadamente, su vida volvería a truncarse por segunda vez, porque no hay drama sin su secuela, como consecuencia de otro conflicto bélico. Uno que en esta ocasión era más colosal en escala, pero que también llegaba detonado por un señor asquerosillo con bigote ridículo: la Segunda guerra mundial. En 1940, Péret sería encarcelado en el marco de dicha contienda por sus afiliaciones políticas. Y de rebote, solo por ser pareja del poeta, Varo acabaría también siendo apresada e interrogada. Cuando, poco después, ambos fueron liberados, descubrieron que París era una fiesta, en el peor de los sentidos. Los alemanes tomaron la ciudad en junio de ese mismo año, y Varo se vio obligada a huir junto a su compañero.
Escaparon primero hasta la Francia de Vichy, aquel estado títere establecido por Philippe Pétain, después a Marsella, donde se reunieron con otros compañeros a la fuga, y de ahí viajaron hasta Casablanca, Marruecos. A finales de 1941 embarcaron con rumbo a México en el Serpa pinto portugués, un transatlántico conocido popularmente como el Velero de la libertad por ser la principal vía de escape (Portugal era un país neutral en la batalla) de miles de refugiados de guerra. Inicialmente, Péret había sopesado la idea de asentarse en Norteamérica, pero razonó que los estadounidenses le tenían cierta tirria a los comunistas. En cambio, en México el presidente Lázaro Cárdenas había iniciado un plan de acogida de exiliados republicanos españoles que sonaba bastante más práctico de cara al futuro de la pareja.
Ni siquiera tanto viaje y trajín logró que Remedios Varo se estuviera quieta artísticamente hablando. Porque a finales de 1941, la mujer ideó una obra que no sería, ni de lejos, una de sus mejores creaciones, pero que, sin duda, sí que poseía el título más maravilloso de toda su producción pictórica: El último romántico ha sido enculado por el mariscal Pétain. Un cadáver exquisito faltón, una coña colaborativa dibujada por un grupete de artistas encargándose por turnos de las diferentes partes de la caricatura.
Dejando Europa atrás, Varo se asentaría al otro lado del océano, en tierras mexicanas, hasta el final de sus días. Y allí fue donde realmente desarrolló las imágenes más fascinantes y brillantes de su carrera. Todo lo ocurrido hasta ahora tan solo había sido el calentamiento. México sería el lugar donde el misticismo, la ciencia, la magia y el esoterismo desatarían definitivamente una de las imaginaciones más poderosas del movimiento surrealista.
(Continuará)