Cine y TV

Cine de ‘killers’: 40 películas (o más) sobre asesinos a sueldo (y 3)

Viene de «Cine de ‘killers’: 40 películas (o más) sobre asesinos a sueldo (2)»

Tercera y última parte de mi lista de filmes protagonizados por asesinos a sueldo, ordenados de acuerdo a su calidad intrínseca: sí, Tarantino figura entre los primeros de la lista; y no, la número 1 del listado no es una película de Tarantino: pero estamos seguros de que él estaría de acuerdo con nuestro juicio.

14. The Yellow Sea (Hwanghae, 2010), de Na Hong-jin

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Divertidísima película coreana que, pese al dramatismo de su premisa (un taxista endeudado con la mafia se ve obligado a aceptar matar a una persona a cambio de salvar su propia vida, mientras busca desesperado a su esposa desaparecida), arranca carcajadas en la fuga desesperada de nuestro bufón cuando la comunidad de gánsteres y la policía decidan que él debe pagar el pato por su presunto crimen. Se suceden entonces persecuciones motorizadas y a pie que no dan respiro, tan extenuantes para los espectadores como para el protagonista; y peleas a cuchilladas y hachazos que despertarán sensaciones encontradas, a medio camino entre el entusiasmo y la grima.

Un superespectáculo demencial a costa de la desgracia de un pobre hombre.

13. El irlandés (The Irishman, 2019), de Martin Scorsese

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No entiendo el endiosamiento consensuado que hay en torno a la figura de Martin Scorsese. ¿Es un director portentoso? Sí, si nos atenemos a su storytelling. ¿Es el director con mayor vuelo artístico de su generación en los EE. UU.? En mi vanidosa opinión, Coppola le saca varios cuerpos en esa categoría. Y para mí, un director genial debe ser un artista genial. Coppola lo es.

Scorsese fue excelso mientras tuvo detrás los guiones de Schrader: juntos formaban una combinación perfecta, una narrativa acorazada provista de alma, del motor insobornable de un desgarro real, en especial con Taxi Driver, Toro salvaje y La última tentación de Cristo. Sin Schrader, Scorsese vagó a la deriva durante muchos años. Sus películas han ido de lo trepidante (Infiltrados) a la excelencia (El lobo de Wall Street), pero también de lo magnífico (Uno de los nuestros) a lo convencional (El aviador) y de la formalidad hueca (Casino) al mayor de los bochornos (Gangs of New York). Por lo demás, su fijación con retratar a la mafia lo pone en la misma tesitura que critica respecto al cine de superhéroes (género que yo también detesto): ¿cuántas formas hay de filmar a dos mafiosos abrazándose fraternales sabiendo que en el desenlace uno de ellos matará indefectiblemente al otro? Todo subgénero y sus respectivos clichés alcanzan un límite expresivo si no les buscas la vuelta de tuerca.

En El irlandés la vuelta de tuerca es que todos los actores son más viejos que Carracuca, haciendo progresivamente de señores maduros, de viejos, de ancianos y de matusalenes. Los efectos CGI de rejuvenecimiento los transforman en edades indeterminadas, pero no logré vislumbrar a nadie joven: lo cual no me importó, era como presenciar una obra teatral interpretada por viejas glorias disfrazándose en escena para representar edades pasadas. En ese sentido, insisto, no me molestó, aunque las lentillas azulísimas de Robert de Niro y el difuminado digital de su rostro, dejándole un carrillo luengo y despejado, me hicieron creer durante muchas secuencias que lo habían sustituido por Kevin Kline.

El irlandés me gusta, pese a su metraje de tres horas y media, pese a que el asesino en nómina de la mafia que interpreta de Niro sea aparentemente el personaje más simpático y afable y encantador ¡y sensato! de toda la fauna en pantalla, pese a que no cuenta nada nuevo. Me gusta que Scorsese huya del efectismo, del montaje raudo que tan bien domina pero a veces también tan cansino. Me gusta su austeridad narrativa, le sienta de muerte a la historia. Me gusta el tono de comedia negra que a menudo abraza. Me encanta la mirada de Anna Paquin adivinando las cosas horribles que está haciendo su padre, para mí lo mejor del guion y de toda la puesta en escena.

No me parece una obra maestra. No veo secuencias que se te queden en las entrañas, como las que rueda Coppola. Solo caras, caras y más caras. Y si quiero visionar una traición gansteril que me sobrecoja y me quiera llevar a la tumba conmigo, me quedo con el Érase una vez en América de Leone.

Eso sí, hacía décadas que no veía tan contenido y colosal a Al Pacino. Y eso es muy probable que también sea, en gran parte, mérito del director.

12. Saga John Wick (2014, 2017, 2019 y 2023) de Chad Stahelski

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Poco se puede decir de la franquicia cinematográfica John Wick que aporte novedad: prácticamente todo el mundo la ha visto. Creada y dirigida por el exdoble de acción de Keanu Reeves, resulta una delicia contemplar a este simpático actor utilizar la pistola como su fuera una espada y ser vapuleado por cuanto coche cruza la pantalla: su apolínea y pesada envergadura convierte en todo un placer el verle volar por los aires, pues ha desarrollado una manera muy personal de ser atropellado y dar tumbos por el suelo.

La espiral de crímenes en las que se involucra este asesino bueno encuentra su justificación de partida en que los asesinos malos se han cargado a su perro. A tono con la sensibilidad del mundo civilizado de hoy, no se necesita más. Luego la trama se complicará hasta generar todo un submundo de sectas, mercenarios y traiciones, pero lo importante son esos planos secuencia de Wick soportando palos y masacrando gente, haciendo rebotar balas con abrigos realmente impermeables y usando la pistola como un arma de combate cuerpo a cuerpo. Es todo lo que se requiere para un buen show y el de la saga John Wick es el mejor.

Eso sí, con excepción de la cuarta entrega, donde las ínfulas por crear un espagueti wéstern moderno dan al garete con el ritmo: la serie nunca se caracterizó por la calidad de sus diálogos y John Wick 4 está repleta de ellos, todos muy malos.

Por favor, señor Stahelski, basta de tantas ansias por ser un nuevo Leone: volvamos a lo básico.

11. Killer Joe (2011) de William Friedkin

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El director de El exorcista se despidió este año de las pantallas y de la vida con una película mediocre (The Caine Mutiny Court-Martial), pero la década pasada aún tuvo tiempo de regalarnos dos pequeñas joyas, dos vigorosos largometrajes que, septuagenario y todo, despachó con mano firme y el gusto por remover intacto. Tanto Insectos (2006) como Killer Joe se basan en sendas obras teatrales del dramaturgo Tracy Letts, un buen material del que Friedkin sacó muy buen partido.

En el segundo caso, nos encontramos ante un enredo de codicia y crimen protagonizado por una galería de retorcidos personajes sureños dignos de Jim Thompson: Friedkin no da tregua al público, que solo puede proyectarse en basura humana y transigir con el humor negro que permea toda la trama. Mención especial para Matthew McConaughey como el cínico y psicopático policía-sicario que da título al filme. McConaughey posee un ego mesiánico casi más grande que el de Tom Cruise y parejo vedetismo, pero un talento dramático mucho mayor, así que cuando se pone, se pone: al igual que en True Detective o El imperio del fuego, aquí vuelve a resplandecer.

10. Nikita, dura de matar (Nikita, 1990), de Luc Besson

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Todavía rebosante del encanto de la soltura francesa que Besson retuvo durante la primera parte de su filmografía (ese caprichoso toque de ligereza new age que tanto deleita en Subway o El gran azul y que luego iría perdiendo para plegarse al mercado anglosajón, a la lógica absurda del código mainstream y a la producción en masa), Nikita fue la película que lo empezó todo para el subgénero de «persona-inocente-entrenada-para-matar-por-corporación-o-gobierno-vil».

Anne Parillaud está espléndida en su papel (al año siguiente la sustituiría Bridget Fonda para la anodina versión estadounidense de John Badham), constituyendo uno de los primeros títulos del nuevo cine moderno ochentero procedente de Francia que nos desconcertó al conjugar trama de género con factura y tono independientes, casi underground. El éxito cosechado por este largometraje de acción seca y descarnada generaría la mentada copia anglosajona y dos longevas series televisivas.

Y seguro habrá más Nikitas.

9. Últimos días de la víctima (1982), de Adolfo Aristarain

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Antes de dirigir en España la primera y contundente serie de Pepe Carvalho, sensacional en su sucio retrato de la Barcelona preolímpica, y mucho antes de convertirse en proveedor de arcadias para urbanitas sensibles en los años 90 con Un lugar en el mundo y Martín Hache, Adolfo Aristarain rodó dos thrillers impresionantes con Federico Luppi en su país de origen: Tiempo de revancha (1981) es quizás el más redondo porque viene acompañado de la rabia proletaria, sublimada en toda una catarsis guerrera; la cinta que nos ocupa, Últimos días de la víctima, filmada al año siguiente en Buenos Aires, es mucho más fría y enigmática, pero igualmente fascinante.

Basada en la novela homónima de José Pablo Feinmann, Aristarain y Luppi juegan con muchos tópicos (asesino desmotivado, cansado de alquilarse al mejor postor, y aguijoneado por la curiosidad voyeurística de averiguar acerca de su inminente víctima), pero salen más que airosos debido en gran medida al contexto social. El juego de confusión polanskiano funciona como metáfora perfecta de los años de la dictadura militar: sospechamos todo el tiempo que su cliente sin confirmar es el poder uniformado.

Un clásico argentino que merece mayor (re)difusión.

8. Memoria letal (The Long Kiss Goodnight, 1996) de Renny Harlin

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Con permiso de Tarantino, tal vez pueda considerarse el del detective Mitch Henessey como el mejor papel en toda la carrera de Samuel L. Jackson: por lo pronto, es el favorito del actor. Y es que la insólita pareja que forma junto a Geena Davis en Memoria letal configura uno de los dúos más originales y descacharrantes del cine de acción hollywoodiense.

Película producida por la actriz y por su entonces marido, el director finlandés Renny Harlin en su momento creativo más dulce (tres años más tarde estrenaría la maravillosa comedia de tiburones Deep Blue Sea y en 2007 repetiría con Jackson en la infravalorada Cleaner), el conjunto se beneficia de otro guion memorable de Shane Black, un as en lo suyo que da sopas con onda a otros colegas asentados de la industria como David Koepp o John Logan.

Nadie entiende el género negro como Black y los diálogos y situaciones que brinda a este filme aportan un ejemplo modélico. Vale, Memoria letal no llega a cuajar como un portento del entretenimiento de las dimensiones de El último boy scout (1991), pero pese a sus irregularidades sigue siendo una montaña rusa de lo más estimulante, una emocionante invitación a acompañar los pasos de la ama de casa Samantha Caine en el descubrimiento de su identidad perdida como Charly, la asesina más letal del gobierno. Acción, humor y explosiones en la combinación más sagaz que uno puede esperar de los años 90 y una aventura que empodera a su heroína de un modo que el resto de Hollywood no copiaría hasta varios lustros después.

7. Looper (2012), de Rian Johnson

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Joseph Gordon-Levitt and Bruce Willis star as present and future versions of the same man in Looper.

Excelente thriller futurista y una de las pocas buenas películas que Bruce Willis ha interpretado en este siglo, Looper plantea la existencia de un futuro en el que resulta imposible borrar el rastro de un cadáver, por lo que la mafia envía a sus víctimas al pasado para que sean eliminadas por asesinos llamados loopers. Eventualmente, esos asesinos también serán enviados treinta años atrás para que su propia versión juvenil los liquide y no dejen tampoco rastro. De este modo, Joe (Willis) es transportado tres décadas antes para que lo mate su versión lozana (Joseph Gordon-Levitt).

¿El resultado? Una buena combinación de cine de evasión con fundamento y una estética y narrativa ambiciosas. El guionista y director, Rian Johnson, se pone el listón formal muy alto y, pese a crear más de un quebradero de cabeza en aquel espectador que se empeñe en intentar aplicar la lógica a lo que ve en la pantalla, se trata de una experiencia original y un pasatiempo (nunca mejor dicho) de altura. Sospecho que si se hubiera rodado en los 80 estaríamos hablando todo el tiempo de ella.

6.El cuervo (This gun for hire, 1942), de Frank Tuttle y Branded to Kill (Koroshi no rakuin, 1967) de Seijun Suzuki

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«¡Es dinamita, con una pistola o con una mujer!». Así anunciaba el tráiler de este filme a Alan Ladd en el que fue su lanzamiento al estrellato. No era para menos: su retrato del pistolero a sueldo Raven cambió en plenos años 40 el mito del delincuente violento tal como era visto en la gran pantalla. De repente teníamos ante nuestros ojos a un ángel de corazón gélido. Su serenidad y fiereza simultáneas compensaban su enclenque constitución, fruto de la malnutrición en la infancia. Para atenuar su aspecto madelman lo emparejaron con la también menuda y hechicera Veronica Lake y la química fue tal que repetirían en tres títulos más (ese mismo año con la, si cabe, superior La llave de cristal de Stuart Heisler).

La convicción y sangre fría de Ladd en su papel sorprende aun hoy. También su capacidad actoral para conmovernos. La historia, extraída de una novela de Graham Greene, ayudaba: el libreto contó en su confección con uno de los reputados guionistas represaliados por el macartismo, Albert Maltz, y con W. R. Burnett, el autor de La jungla de asfalto. El filme, dirigido con pulso por Tuttle, presenta uno de los primeros casos de criminal en la ficción hollywodiense que, más que matarlo, roba el corazón de sus espectadores.

Claro que antes ya estaba James Cagney… pero la dureza vulnerable de Alan Ladd fue punto y aparte.

El lema dinamitero de El cuervo podría aplicarse como una nudillera de acero al antihéroe central de otro clásico en blanco y negro: el inclasificable y modernísimo Branded to Kill. Aunque en términos de sicarios nipones me quedo con el protagonista de El lobo solitario y su cachorro (Kozure Ōkami), la saga de seis filmes rodados de 1972 a 1974 —o por lo menos con los cuatro que firmó quien para mí, y con permiso de Kurosawa, es el más grande realizador japonés de cine épico, Kenji Misumi—, si no fuera porque las aventuras del ronin Ogami Ittō y su pequeño hijo se encuadran más apropiadamente en el subgénero samurái. Con todo y en cualquier caso, habría que reconocer que Seijun Suzuki es también para darle de comer aparte: su plasmación de las vicisitudes del «tercer mejor asesino del Japón», Gorô Hanada, en su agónico propósito de salvar a su amada, deshacerse de su amante y a la vez continuar con vida entre sus colegas de élite, no tiene pies ni cabeza desde un enfoque narrativo estándar, hasta el punto de que Nikkatsu, la productora del largometraje, quiso enterrarlo y únicamente un veredicto judicial la obligaría a estrenarlo, lo cual no impidió que se desquitaran enterrando en su lugar la carrera de su odiado director, al menos durante una década entera. Sin embargo, vista hoy, Branded to Kill es un tripi visual formidable que parece filmado hace treinta años y no casi sesenta. Un frenesí experimental de erotismo y violencia atiborrado de imágenes arrebatadoras, de las que han bebido un sinnúmero de contemporáneos, de Tarantino a Jarmush. Quienes busquen un argumento y un hilo narrativo ortodoxos se van a irritar un cuanto, pero quienes disfruten con toneladas de inventiva volcadas en cada secuencia y plano, disfrutarán de lo lindo. Luego siempre estarán a tiempo de retornar a la mediocridad de los clichés y los lugares comunes como en Contraté un asesino a sueldo (1990), el soporífero corto alargado y henchido del buenismo flatulento de Kaurismäki.

Yo me quedo con la velocidad descontrolada de Suzuki.

5. No es país para viejos (No country for old men, 2007), de Joel y Ethan Coen

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¿Qué decir de este peliculón? No hace falta mucho: que es uno de los mejores filmes de los hermanos Coen, que adapta un novelón de Cormac McCarthy cuyo argumento deambula por vericuetos filosóficos controvertidos, que su carga de suspense resulta tan densa que raya en el terror mediante recursos nada usuales, y que Javier Bardem respira maldad en la piel del asesino Anton Chiguhr (asesino que, por cierto, no parece seguir las reglas del killer de David Fincher en cuanto a lo de adoptar un look que pase desapercibido…). El actor español se come la pantalla y casi al pobre Josh Brolin. Por si fuera poco, Tommy Lee Jones y Kelly Macdonald completan el póker de actores.

Si no la habéis visto, no os la perdáis. Da mucho miedo echando mano de puro encuadre y atmósfera. Podría estar clasificada en el número 1 de esta lista, pero no es «una peli de asesinos en serie» de una manera ortodoxa.

Es otra cosa.

4. El profesional (Léon) (Léon, 1994), de Luc Besson

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El estreno de este filme supuso un hito en los años 90: recuerdo pensar desde mi butaca que aquella era la primera vez que veía a alguien aplicar las maneras narrativas de Frank Miller en el medio cinematográfico. Me quedé pasmado. La fuerza de la película sigue intacta treinta años después y es uno de esos títulos de los que el público no quiere abjurar pese a lo delicado de la premisa (la relación paternofilial que se establece entre el protagonista y su pupila de doce años…).

Jean Reno compone un asesino cuarentón y entrañable que vive en la marginalidad de su propia cabeza, desplegando una actitud de inofensiva serenidad que acompaña a Mathilda (Natalie Portman en su debut como actriz), huérfana reciente que buscará en Léon al padre que mereció tener y no tuvo, hasta el punto de ponerse a aprender a su lado el oficio de matar. Lo cual no deja de ser una traslación casi literal del Batman de cincuenta y cinco años y la Robin de trece luchando juntos contra el crimen en el cómic The Dark Knight Returns (1986) de Miller.

Como tercera rueda del conflicto, Gary Oldman y su inolvidable histrionismo (cuánto podría haber aprendido de él Pacino para Heat) nos sirven en bandeja un villano tan despreciable que no podemos no tomar partido por Léon. Todo el vibrante tercer acto parece extraído de una historieta del creador de Ronin.

Besson ya venía de la notable Nikita (1990) y hace cuatro años reincidió en el subgénero con la formulaica Anna (2019), pero la cumbre de su creatividad tocó techo con Léon.

3. Pulp Fiction (1994) y Kill Bill Vol. 1 y Vol. 2 (2003-4), de Quentin Tarantino

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Tarantino bebió de mil fuentes para Pulp Fiction, su película más mítica: empezando por la pareja de asesinos de Código del hampa, pasando por su reciclaje de la música popular al servicio de postales imborrables y terminando por la horma de diálogos de Elmore Leonard. A mí me siguen poniendo de los nervios las conversaciones interminables de sus personajes: acostumbrado a que los hombres duros sean escuetos de palabra, sus antihéroes parlanchines parecen, por pelmas, más propios de la mente inmadura de un cinéfilo universitario que de los bajos fondos. Pero al genio lo que es del genio: Samuel L. Jackson y John Travolta sobresalen como nunca (y el segundo logró recomponer una carrera que se iba al garete), aportando originalidad, falsa frivolidad y toneladas de coolismo al cine negro. Pulp Fiction va a cumplir pronto treinta años y sigue siendo la película más copiada desde su estreno, incluido sus diálogos deconstructivos. Y Tarantino revalida su toque prodigioso en cada nueva propuesta, incluso cuando llega en forma de novela.

Respecto al díptico Kill Bill, poco que decir, salvo que me gusta todavía más que Pulp Fiction: su director se lanza de lleno al género de acción que antes cultivaba vicariamente a través del verbo incontinente de sus personajes. En Kill Bill no solo crea una galería de asesinos profesionales míticos desde el minuto cero, sino que elabora una ensalada con todo, casi absolutamente todo, lo que le motivó a ser cineasta, desde el cine exploitation italiano (dignificado públicamente por arte de magia gracias a su mero apoyo y divulgación) hasta las sagas samuráis de la tradición audiovisual japonesa. Nunca podrá ser Kenji Misumi, pero su entusiasmo e inteligencia suplen su ausencia de visceralidad. Un banquete irracional de los sentidos muy racionalmente confeccionado. Una gozada.

2.Chacal (The Day of the Jackal, 1973) de Fred Zinnemann y El asesino (Dip huet seung hung, 1989) de John Woo

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Chacal sigue siendo la madre de todos los filmes procedimentales con protagonismo mercenario y de gran parte de los que describen algún objetivo delincuencial. Fred Zinnemann echó el resto en esta minuciosa crónica (de tan minuciosa, muchos la tienen por basada en hechos verídicos, al igual que la eficaz novela adaptada de Frederick Forsyth) sobre un intento de asesinato del general De Gaulle por parte de un «liquidador» británico contratado por la O.A.S. (Organización del Ejército Secreto), banda terrorista formada por exmilitares y reaccionarios franceses resentidos con el presidente de la República tras la independencia de Argelia.

A destacar el brillo de la banda sonora de Georges Delereu por su ausencia: nunca un compositor recibió una paga por tan poco trabajo a cambio, puesto que Zinnemann decidió prescindir de todo fondo musical extradiegético con excepción del inicio y el final de esos 143 minutos que jamás decaen. El director de Solo ante el peligro no desfallece y confía con arrojo toda la capacidad de intriga y suspense a las acciones capturadas por la cámara, sin plegarse a la fácil inducción de emociones que permite el intervencionismo orquestal. Zinnemann sale victorioso de su reto y, a excepción de la imposición del inglés como idioma de todos los personajes, incluidos los francófonos, no hace prácticamente ninguna otra concesión a las reglas del cine comercial. Edward Fox está perfecto como frío verdugo británico de elegancia vintage que lo mismo acogota cuellos con el canto de una mano que revienta sandías a disparos, dejándonos clarísimas sus intenciones sin necesidad de castigarnos con su voz interior. Y olvídense de ese sucedáneo (The Jackal) que un cuarto de siglo después rodaría Michael Caton-Jones con un Richard Gere que, resacoso de su etapa de pretty man, todavía no se animaba a volver a hacer buen cine y un Bruce Willis que ya había renunciado a ello hacía tiempo. ¡Vayan al original!

El Chacal supuso desde entonces nuestro referente cosmopolita de asesino profesional… hasta que llegó El asesino.

El fenómeno que causó en Occidente el estreno de esta película podría equipararse en su momento al de los espagueti westerns de Sergio Leone o al del Reservoir Dogs de Quentin Tarantino. Fue toda una conmoción, quizá más focalizada y no tan masiva, pero sí muy trascendente para el público fanático del cine de acción. Su relectura de Leone y Jean-Pierre Melville, barnizada por el hecho diferencial del sentimentalismo hongkonés, dio como resultado el modelo perfecto de lo que enseguida se conocería como heroic bloodshed o «derramamiento de sangre heroico»: un subgénero fundamentado en enfrentamientos interminables a pistoletazo limpio, códigos de honor entre criminales, coreografías deslumbrantes de personajes y acciones, ralentización de éxtasis icónicos de sufrimiento y pasión.

A raíz del éxito obtenido, tanto Woo como su estrella Chow Yun-Fat aterrizaron en Hollywood con desigual fortuna (aunque les fue mejor que a mi director de Hong Kong preferido, Tsui Hark). Todo gracias a esta cinta y a Hardboiled/Hervidero (1992). En El asesino, el elegante actor encarna a un hitman torturado por haber causado accidentalmente la ceguera a una cantante durante la comisión de un trabajo. A partir de esa certeza, tratará de financiar la operación que restaure la vista a la joven, pero es traicionado por su jefe y acosado por un inspector de policía que acabará aliándose con él para enfrentar el «verdadero mal», al compartir con el delincuente más valores morales que con el crimen organizado. El tramo final será un precioso baño de sangre con grandilocuencia operística y ecos religiosos.

Imprescindible: un cine concebido como música visual.

1. El silencio de un hombre (Le samouraï, 1967), de Jean-Pierre Melville

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Una de las películas más influyentes de la historia del cine. Aunque su magisterio no se circunscribe al género negro (solo hay que ver su El silencio del mar), Melville encontró en sus lacónicos gánsteres el mejor vehículo para su poética visual. Aliado con un bellísimo Alain Delon, el silencioso y frío samurái estéticamente perfecto recorre el París nocturno buscando venganza mientras la policía le busca a él.

Una experiencia cinematográfica única, rodada por Melville entre otras dos obras maestras, Hasta el último aliento (1966) y El ejército de las sombras (1969).

La liturgia y el sentido común prohíben verla con palomitas.

0. Código del hampa (The Killers, 1964), de Don Siegel

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Y llegamos a este título que mejora con la edad y que no parece rodado a inicios de los años 60 (durante el período en el que mataron a Kennedy). Un telefilme tan violento y audaz que, pese al formato reducido, terminó estrenándose en la gran pantalla. Un reparto impresionante: Lee Marvin en una de sus inolvidables creaciones de criminal indeseable; la guapísima Angie Dickinson y el guapísimo John Cassavetes como pareja condenada a no entenderse; y unos secundarios de lujo, encabezados por Claude Akins, ¡ese inolvidable sheriff Lobo!, de semblante granítico y mirada lacrimógena. Más la cereza del pastel: un carismático Ronald Reagan como villano aún más abyecto que Marvin. Qué lástima que este fuera su último papel para el cine.

Y, tras la cámara, Don Siegel dándolo todo: olvidaos del cuento original de Hemingway y apretaos los cinturones para disfrutar como niños en este festival de hardboiled. Una cinta moralmente despiadada y formalmente vertiginosa. Angie Dickinson orgasmando en un coche a toda velocidad, tiroteos a gogó sin compasión, goteos de sangre sobre mocasines impolutos y todo un modelo de pareja mercenaria de la que Tarantino bebió en porrón.

Esto es cine.

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2 Comments

  1. Manuel

    Hola
    Me ha gustado la lista aunque, no siendo un genero que frecuente, me faltan bastantes por ver.
    Creí que había un limite temporal no especificado pero en la traca final ya se ve que no. Por la misma razón y en el apartado «homenaje al cine clásico» creí que vería «Road to Perdition» (aunque se nota que «no es tu taza de té»).
    Otro «placer culpable» que hecho de menos es «Haywire». Más que nada por los golpes que se llevan «algunos». Luego, cuando sabes lo que sale de la linda boquita de Gina la vuelves a ver porque ella también se lleva sus somantas.
    Curiosas tus alabanzas hacía Alan Ladd, actor del que se decía que sólo tenía dos expresiones; Alan Ladd con sombrero y… Alan Ladd sin sombrero. Algo aprendió Ala(i)n Delon en su samurai pero al francés le conocemos más tipos de actuaciones.
    Y sobre el duelo Coppola – Scorsese yo diría que son dos directores que sólo se pueden medir consigo mismos. Eso sí, poner la medida en las películas que bajan el listón, a mi me parece que ese apartado lo ganaría Martín. Coppola tiene algunas que debería firmarlas con seudónimo.
    Un saludo, Manuel.

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