Deportes

Juegos muy brutos, gente que rompe pianos y un poco de dwile-flonking: deportes de nobles y plebeyos en la historia

Detalle de portada de Príncipes y esclavos Una historia social y cultural del deporte, de Marcos Pereda (Ariel)
Detalle de portada de ‘Príncipes y esclavos: Una historia social y cultural del deporte’, de Marcos Pereda. (Ariel)

¿Saben eso de que la Edad Media fue un período de oscuridad, con todos analfabetos, paletos por cualquier lao y ciencias más atrasadas que el reloj de Perico en Luxemburgo? Pues con el deporte igual. Llega el cristianismo, terminan los saberes clásicos, olvidamos a Sócrates y sus colegas, entran en plan bárbaro los pueblos… en fin, los pueblos bárbaros. Estaba el asunto como para ponerse a hacer sentadillas, entre «mira, otra hambruna no, te lo ruego» y «vaya, esta mancha del sobaco parece que empieza a supurar… jajaja, qué gracia, fijo que no es nada». Así que… elipse, lapsus, intermedio, todos a reflexionar sobre lo que hicimos.

Pasa que lo anterior es un tópico, y los tópicos son verdades repetidas mil veces, guay, que lo dijo Baudelaire, pero a veces esconden también excepciones gordísimas. Pero gordísimas. Hubo deporte en aquellos tiempos, igual que ciencia, o arte, o filosofía (más allá de santo Tomás, que menudo coñazo, tú, con santo Tomás). Pasa que no eran deportes tan «asimilables» a lo de ahora. Griegos y romanos… bien, fácil, puedes llegar a entender. Pero lo del Cid Campeador petándolo fortísimo y robándole besos a las damas… Ah, también datan de entonces las primeras noticias sobre «deportes rurales». Bolos, pelota, sogatira… esos asuntos. Y sobre juegos de interior, con el ajedrez avasallando, que incluso reyes se pusieron al tema. Si hasta tenemos unos Juegos Olímpicos más falsos que las monedas de roble, unos que se celebraban en Inglaterra y fueron suspendidos porque la gente se mamaba demasiao

Igual no era tan distinto el deporte de aquellos tiempos, oigan…

Los nobles noblean

Pero bueno, ustedes, ¿por qué se creen que era «Campeador» el Cid Campeador? ¿Porque le gustaba hacer barbacoas en campas? No, hijucos, no… es que el Cid era un deportista. Uno de los buenos, de los legendarios, de los que salen en reportajes bien gordos del Marca, los que hablan con Ibai, los que poseen su línea de calzoncillos. En la Edad Media había calzoncillos, aunque lo normal era vestir camisa muy larga con haldones a los lados y ya, en poniéndose a temas de movimiento brusco, anudar esos haldones por entre los muslos, a modo de pañal. Poco estético, muy práctico. 

(No imaginan a Lebron James con eso, ¿verdad?).

Pero, a lo importante… que nuestro caballero de Vivar debe sobrenombre a su actividad deportiva. O sea, algo de espesor. Durante milenio y pico (entre que a los romanos se les cae el tema y los ingleses empiezan a reglamentar) lo del deporte o similares fue cosa de grandes muchedumbres y pocos protagonistas. Linajudos y soberbios, eso sí. 

Porque eran quienes tomaban parte en los torneos. Los torneos eran cosa seria. Muy seria. Mogollón de seria. Vamos, que había allí más bajas que en una París-Roubaix. Estos eventos podían prolongarse durante semanas, competiciones inmensas por bosques, predios e incluso pueblines, donde dos «equipos» reproducían entre sí el arte de la guerra con todos sus elementos, lo que incluye asedios, asaltos, emboscadas, huidas de chirigota y sangre. Bastante sangre. A los choques entre ambas facciones se les llamaba melée, y tenían mucho de caballeresco y algo más de troglodita, porque no era infrecuente derivar en hostiones tan gordos como los que se pretenden reproducir. Y es que si tú pones a un montón de paisanos sudando testosterona y con armas cerca, por muy apellido compuesto que gasten… Quizá por eso las melées fueron declinando en favor de justas o duelos, que son cosas mucho más controladas, con dos caballeros exhibiendo caballerosidad, luchando por el honor de damiselas (no siempre contentas con ese asunto), trasegando azahares y respirando ripios melosos, perfectos cuadros del amor cortés y la masculinidad mal entendida. Habría excepciones, claro, pero…

Tampoco es que fuese siempre de esta forma, ojo. Digamos que para la Baja Edad Media habían llegado a Europa el Derecho Común, las universidades y cierto canguele con el tema justas. Vamos, que esos «juegos» estaban capaos, convertidos en espectáculos cuquis donde (casi) nunca había vísceras desparramadas, sangre y olor a intestinos que se vacían. Representaciones vacías, las más de las veces, porque el armazón estético y dramático que acompañaba al asunto (mira qué guapo va el conde de no-sé-quién, no veas la armadura del marqués de no-sé-cuánto) tenía casi tanta trascendencia como la competición misma (un poco la NBA, para entendernos). El ciclo artúrico trae culpa, pues era (sigue siendo) tan atractivo narrativamente, y tan potente en lo visual, que todos querían imitarlo. Así que… mutación. A veces había más texto que hostias, a veces reproducían batallas Lanzarotianas donde todo estaba guionizado. Curiosamente en la isla de El Hierro (que está muy cerca de Lanzarote, aunque cae a desmano desde Lancelot) se conserva hoy una modalidad de lucha «incruenta» con palos, que tiene más de danza que de agresión (aunque durante la dictadura la prohibieron, porque esos palos… en fin, hacen dañito). Algo realmente hermoso de ver, lo prometo…

Hay que añadir a lo anterior, que hubo innovaciones para asegurar mejor la integridad de los concursantes. La barreta en justas, por ejemplo, que hacía imposible ver choques fortuitos entre contendientes. O unos arneses que conferían más protección. O armas à plaisance, que es una expresión muy pija para decir que tenemos lanzas sin punta, espadas con cero filo y mala leche desmochada. Vamos, que era un paripé como el Pressing Catch de los años noventa. 

También iba por barrios. En Francia, por ejemplo, estaban más locos, y seguían con las cosas del honor bien alto. Nos cuenta El Victorial, la crónica sobre Pero Niño, que allí, al norte de los Pirineos, se justaba sin tela (a lo bruto), que eran frecuentes combates a ultranza (con armas de matar) y que permitían ensayos de justa. Los ensayos de justa tienen menos paripés y más hostias gordas, porque carecen de limitación y no hay VAR. Por eso las damas no podían asistir (en prevención de desmayos), y por eso a uno le recuerdan a las MMA o directamente a las tradicionales peleas entre hooligans. 

Vamos, que, aun entonces, a veces se lamentaban tragedias. Como en Juego de Tronos, fijo que piensan en eso. Pero yo iba más por Enrique II. Sí, hombre, Enrique II, el rey de Francia, el que murió en 1559 celebrando que su hijuca, Isabel de Valois, iba a matrimoniar con Felipe II de España (buen partido, ese). Pues, oigan, torneo para tan inmensos honores, y Enrique se arrimó al tema, pese a cargar años y kilos. Contra el conde de Montgomery, dijo el bombo. La verdad es que fue cosa de desgracia y funestidad, porque el Montgomery rompió pica, y trozos salieron disparaos en dirección al Capeto. Que, oigan, sin peligro, llevaba el Capeto armadura desde testa hasta los deditos del pie. Sucede que si te mira la parca… te ha mirado la parca, y una astilla se coló por la rejilla del casco, y se le clavó en un ojo, y del ojo pasó al cerebro, y para cuando cayó del equino ya era colgajo balbuceante y condenao. Murió a los diez días. 

Dos datos para ilustrar: el médico del rey, Ambroise Paré, tuvo autorización para reproducir la heridita en algunos reos, con el fin de encontrar mejor opción de cura, vamos, el típico ensayo-error. No sirvió de nada (y se llevó por delante a unos cuantos). Y segundo, cuatro primaveras antes un tal Michel de Nôtre-Dame había escrito una cuarteta bien curiosa… El león joven al viejo sobrepasará. / En campo bélico por singular duelo, / en jaula de oro los ojos le atravesará, / dos choques uno después morir muerte cruel. Que como poesía no vale mucho, pero que se acerca bastante a lo que pasó, así que este Michel (le dicen Nostradamus, por si anda usted en despiste) pilló fama de adivino. Luego ya llegaron interpretaciones alocadas de sus cosas, y todo eso que corre por internet. Pero el comienzo fue aquí. 

Fernando el Católico también participó en una justa para celebrar el nacimiento de su hijo Juan, pero aquello estaba amañadísimo, y el rey no hizo sino pasear alcurnias y palmitos bajo metal en buen bruñir. Mira, más listo fue.

El declive de estas cosas había llegado antes, y también tuvo el buen Fernando protagonismo, pues quedaron fuera de juego cuando la caballería quedó obsoleta en el campo de batalla. Vamos, que ahora decidían los choques los infantes (con sus picas y sus arcos a lo batalla de Azincourt), y después hasta ellos tendrán importancia menor, con arcabuces y cañones sembrando de buums y humo toda Europa. Ya vimos que aguantaron de forma casi teatral, pero no puedes pretender que eso reproduzca una guerra auténtica cuando la guerra auténtica toca a nuestras casas y tiene más de escupir sangre que de paisanucos componiendo fermosas redondillas.

(En el siglo XIX nos va a pasar algo parecido con el duelo, por cierto. Ya se lo cuento cuando toque). 

Y el pueblo… ¿qué?

Los juegos de la plebe, por el contrario, eran un, pelín más brutos. Vamos, que no ponías en cuestión noblezas, hidalguías y siete apellidos compuestos, pero todos tenemos nuestro honor, y mi barrio mola más que el otro barrio, y vamos a pegarnos unos buenos palos, que esto se arregla con unos buenos mandobles. Ese aire…

¿Ejemplos? Pues mil. 

De primeras, olviden ustedes todo lo que parezca, ejem, pijo. Olviden caza y pesca. Oye, ¿no cazaban y pescaban los pobres en la Edad Media y después? Pues claro, pero cosas así, como feúchas. Alimañas en tierra, bichos pequeñitos en el agua. Los peces grandes de ríos y estuarios (salmones, o esturiones) eran propiedad del rey, así que nada de mirarlos siquiera. Y piezas hermosotas en brañas y cajigales también eran para hidalgüelos, por lo que andaba el campesinao haciéndose guisos deliciosos con esquilas y rámilas. Ya ven, apenas hay cambios.

Así que deportes rurales: pelota, lanzamientos de martillo, de piedra, cortes de troncos… básicamente competiciones que reproducen labores agrícolas. Lo de los Costwolds que vemos más abajo, remitimos allí al lector.

Y otras cosucas: bolos, por ejemplo (empiezo por los bolos porque soy de Cantabria) que tuvieron mil manifestaciones diferentes, que se jugaban de una u otra forma dependiendo del lugar. «Pueblos que juegan a los mismos bolos hablan parecido», dijo Julio Braun. Martín Lutero, incluso, escribió unas reglas para jugar bolos con nueve palos, uno más chico, a tiro y birle. Vamos, bolo montañés, solo que en otras latitudes. Cosas veredes…

Ah, como a las fuerzas del orden público siempre han gustado de prohibir, pues prohibieron partidas de bolos en algunos sitios. En Santander, por ejemplo, allá por 1627. Nada de jugar por la calle so pena de doscientos maravedíes. Con doscientos maravedíes, en aquel tiempo, podías comprar cuatro truchas (eran gordotas) o dieciseis litros de vino (un cántaro). Vamos, multa buena. Hay otros ejemplos en Cantabria (por Ampuero, o por Santillana del Mar), lo que arroja ideas rarísimas sobre diversión y regidores.

¿Quieren más? Ahora con el fútbol. O con algo que se parece mucho al fútbol. Que prohíben ya en 1314, bajo el reinado inglés de Eduardo II. Se ocupe la plebe de cosas más provechosas, cosas que generen diezmos y pechos, hostias. En Francia pues lo mismo con la soule, que era un juego bien cachondo sin reglas, duración, ni límites y que consistía, básicamente, en llevar cierta pelota hasta la plaza mayor del pueblo contrario. Como participaban todos los vecinos, y como la mayoría iban algo mamaos, pues imaginen… Ah, a veces se usaban palos, en un antecedente poco pacifista del actual hockey. Por el norte de la Península Ibérica teníamos algo similar, llamado cachurra (porque cachurra era vara de madera que se usaba para golpear a la pelota y a las pelotas). A la cachurra jugaban solo en día de derrotas, cuando se abrían mieses. Vamos, octubre o así. Era, claro, juego celebratorio, por mucho que acabase en sangre y alaridos. 

También teníamos el frontón o jeu de paume. Muy popular, el frontón o jeu de paume. Aun hoy hay frontones para jugar al jeu de paume en muchos sitios. Por Euskadi es un lugar para verse con los colegas y sudar un poco. Ah, este jeu de paume tenía tanta popularidad que incluso los monarcas picaban con el tema. Cuentan que si Felipe el Hermoso andaba jugando (intensamente, como hacía Felipe el Hermoso todas las actividades físicas) al jeu de paume en Burgos, y cuando terminó el partido (con lo que suponemos fue victoria habsbúrguica, porque tampoco es plan de humillar al rex) se trasegó un vaso de agua helada, que se la habrían bajado de algún nevero por Merindades. Lo bien que entra el agua helada cuando has hecho ejercicio, colega. Pues este… meh. Corte de digestión, dolores fortísimos, pronóstico reservado, muy reservado, reservado de narices, y muerte. Luego vino lo del cortejo y Juana, pero esa es otra historia. 

(Ah, trescientos años después unos paisanucos se reunieron en cierto frontón parisino, veinte de junio, 1789 para no sé qué de una Asamblea Constituyente. Pero tampoco queremos extendernos).

Y, por último, el representante más pintoresco, asalvajao, tradicional y curioso, algo que todos deberían contemplar. Es, sí, el gioco del calcio o calcio storico. Y mola mogollón. 

En pocas palabras: juego renacentista, florentino para más señas, que es renacentista al cubo. De pelota, veintisiete paisanos en cada equipo, trazas de entrenamiento militar. Cinco tíos son porteros, los otros deben meter goles empujando balón con pies y manos y cabeza y todo lo que se tercie. En un primer momento solo para nobles y burgueses bien gordos. La cosa era tan seria que había diez árbitros para sancionar, y unos cuantos tíos armados con picas por si alguien se ponía en plan lloreras, ni lo he tocao, no me jodas, Rafa, penalti y expulsión. Imaginen. Ah, cuentan que Maquiavelo era buenísimo, lo que cuadra bastante con la imagen que de él tenemos.

En la actualidad se ha recuperado el asunto, después de siglos que ni menearlo. Se juega en la Piazza de la Santa Croce, y están permitidos cabezazos, puñetazos, codazos y estrangulamiento, pero no patear los testículos del contrario o pegarle un tiro de escopeta. En serio, véanlo por la tele… mozos con trajes tradicionales, a imitación renacentista, avanzan corriendo hasta que se topan frente a un mastuerzo que lleva traje disímil, y empiezan a calzarse unas buenas hostias (pero hostias de verdad, hostias de puño cerrao), que solo concluyen al ser uno de ellos inmovilizado en el suelo. De tal forma que a veces hay una imagen general y ves dos o tres pequeñines atentos al balón mientras doce están enfrascados en peleas tipo Street Fighter. Vamos, un Argentina-Uruguay de toda la vida… Ah, cuatro equipos, barrios de la Santa Croce, Santa Maria Novella, Santo Spirito y San Giovanni. Azul, rojo, blanco y verde. 

Familiar, ¿no?

Sin marcharnos muy lejos, que la Toscana tiene bien de cosas… el Palio. El Palio di Siena. ¿Básicamente? Pues carreras de caballos con origen medieval. Las que sobrevivieron, porque antes hubo competiciones con burros o búfalos, que debían ser cosa digna de verse… Actualmente se celebra dos veces cada año (en julio y agosto, por la Virgen de Provenzano y la Anunciación), y tiene lugar en la Piazza di Campo, que es uno de los «estadios» más bonitos del mundo. Diez competidores, representando a barriadas de Siena. Salida (allí le dicen mossa) frente a la Costarella dei Barbieri, llegada casi a la misma altura, porque se dan tres giros a la plaza. Quien gana se lleva para su barriada el palio (o drapellone, o cencio), que es un banderolo conmemorativo bien grandote, de uso fundamentalmente picante (vamos, que sirve para picar a los otros barrios por no tenerlo). Sumen los atuendos históricos, sumen los desfiles, sumen que se monta a pelo (lo que hace más peliagudo el tema), sumen la música, los mercados, las actuaciones… Vamos, que un espectáculo. Ah, como las caídas son frecuentes, en el Palio di Siena es posible que gane un caballo sin paisano encima… A este equino se le denomina scosso, y recibe glorias bien grandes, como un buen cepillado de crines y ser invitado especial en las «cenas de la victoria» que celebrará el barrio vencedor.

Otros juegos olímpicos, aunque de mentirijilla.

Sí, amigos… como lo oyen. Los ingleses, que son muy suyos, quisieron hacer Juegos Olímpicos. En plena Edad Moderna. Cosa de un tal Robert Dover, abogado (los abogados es que tienen ideas rarísimas), y contaron, incluso, con aprobación real. Comenzaron en la década de 1620, y se disputaban jueves y viernes de Pentecostés, cerquita de Chipping Campden, plenos Costwolds. De hecho, así se conocen a día de hoy… Costwolds Games.

Sobre las intenciones de Dover no hay consenso. Unos dicen que si quería preparar muchachos para la milicia, otros que si pretendía mofarse de santurrones y piadosos, que eran muy de prohibir ejercicios físicos o similar. Sea como fuere… carreras a pie, carreras a caballo, cacería con sabuesos, lanzamiento de almádena (que es un mazo para cascar piedras… vamos, lanzamiento de martillo), saltos, bailes (no hay constancia de coreomanías entre participantes), esgrima, luchas con maza y con palo, lucha cuerpo a cuerpo y cualquier cosa que a usted pueda ocurrírsele. Porque aquí, amigos, venimos al divertimento, vale, pero también para las apuestas, para meter diez peniques a aquel fortachón, el del bigote frondoso, tirar dados, jugarnos suertes a los naipes que el juego, el dinero y el deporte siempre han ido de la mano. La sede estaba en el llamado Castillo de Dover, una estructura de madera más temporal que las casas prefabricadas, y desde donde se lanzaban cañonazos y cachondeo para anunciar el comienzo del asunto. Vamos, que parecía todo más Takeshi´s Castle que la antigua Olimpia. 

Ah, los árbitros eran unos tipos a quienes se llamaba sticklers, que significa puristas. Piensen en algunos referís españoles, y razonen si lo de «puristas» cae bien…

Digamos que duró poco rato, porque la guerra civil se lo llevó por delante. Luego volvió, pero empezó a declinar su estética, derivando en embriaguez, paletos peleándose y violencia sin control. Allí acuden hasta treinta mil personas, treinta mil paisanos con ganas de birra y gresca. Vamos, un evento deportivo estándar. Así hasta mediados del siglo XIX, cuando una nueva tanda de enclosures privatizó aquellos praos (hoy es distinto… son las ciudades quienes ceden terreno a clubes para que hagan estadios tochos), y el asunto cayó en el olvido. Como poco más tarde resucitan los Juegos «de verdad» pues…

Eso sí, para 1966 se reorganizaron estos Costswolds. Y con todo lujo de detalles, oigan. Si quieren ustedes rusticidad… joder, vamos a dar rusticidad en vena. Ahora hay sogatira, motocross, competiciones de destrozar pianos (prometo), shin-kicking (deporte que consiste en pegar patadas al contrario más abajo de la rótula), danza morris (coreografía con palos) y dwile flonking (una marcianada que consiste en bailar alegremente mientras el otro equipo intenta darte hostias bien gordas con un trapo empapado en birra). 

Me encanta.

Vivan los Costswolds, colega… esas Olimpiadas donde hasta los fiesteros gorditos podríamos competir. 

Postdata: dos elementos literarios. Shakespeare habló de los Costswolds. Fue en Las alegres comadres de Windsor. Bueno, vale, quizá es interpolación posterior, pero todo lo que toca el bardo se vuelve eterno, así que… Y, segunda… en 1976 los Costswolds tuvieron la más hermosa, cruenta y delirante competición que nunca jamás hayan visto los ojos humanos. Porque allí, pueden creerme, se celebró una competencia… de poesía. Lo juro. Poesía.

Si es que los Costswolds molan muchísimo. 

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3 Comments

  1. Algo no cuadra con las fechas, maese Pereda. Si los Costswolds empezaron en la década de 1620, el sr Shakespeare complicado que escribiera sobre ellos…

    Entretenido artículo, de todas formas. Gracias.

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