Juan Vilá es una persona misteriosa, sospechosa podemos decir, incluso. Principalmente porque carece de entrada en la Wikipedia y de redes sociales, quizá como muchos de los lectores, pero es que resulta que él se dedica a escribir, y a estas alturas ya sabrán que el ego de los escritores es un tema. El caso es que Juan Vilá es casi un espectro en internet. Pulula por ahí, pero invocado por los otros: Juan Vilá en coloquio con Ana Iris Simón, Juan Vilá recomendado —muchas veces— por Marta Sanz, Juan Vilá leído por Kiko Matamoros… Y, en la mayoría de los casos, ni siquiera aparece la imagen de su persona, sino la cubierta de sus libros. Si buscan su biografía encontrarán repetida, una y otra vez, la misma narración que se hace en la solapa de Tan difícil como raro, su último libro, publicado por Anagrama: «Juan Vilá nació en Madrid en 1972. Estudió Filosofía, pero durante años se ha ganado la vida como periodista. Ha publicado las novelas m (Piel de Zapa, 2012) [y se añaden un par de citas extraídas de reseñas en periódicos], El sí de los perros (Piel de Zapa, 2014) [más citas de reseñas], Señorita Google (Jot Down Books, 2014) [una única cita], 1980 (Anagrama, 2020) [tres fragmentos de reseñas]». Y ya está. Fin. Para qué más, ¿no? Bueno, tenemos la hipótesis de que esa descripción es una estrategia de disuasión del autor para no tener que definirse, para eludir la dictadura del verbo ser. Y que por eso se mantiene lejos de las redes sociales, donde todo se queda indeleblemente grabado; y que por eso estudió Filosofía y escribe los libros que escribe, sometidos a correcciones compulsivas. Pero, ya que charlamos con Juan Vilá durante las segundas jornadas del Bookstock 2023, dejamos que sea él mismo quien nos cuente los porqués.
En Tan difícil como raro cuentas uno de los motivos (no sé si el único) que te llevó a estudiar Filosofía.
Pensaba que había estudiado Filosofía porque no quería hacer nada en la vida, es lo que cuento en Tan difícil como raro y es cierto: no ser abogado ni contable ni periodista, aunque luego fallara en esto último. Me parecía una buena manera de cerrarme un montón de puertas y evitar tentaciones. Pero luego, cuando estaba buscando alguien que me presentara el libro, me acordé de Santiago Alba Rico y creo que él tiene la culpa de todo [risas]. Yo de alguna manera quería imitarle o parecerme a él. Ya ves qué tontería, cómo si tuviera alguna posibilidad de ser como Santi. Imagino que nunca hay un solo motivo para las decisiones que tomamos, incluso pueden tratarse de motivos contradictorios, pero que nos acaban llevando al mismo punto.
Pero creo que en ninguno de tus libros has explicado por qué empezaste a escribir.
Para explicar eso tenemos que ponernos cursis y decir que es una vocación, en el sentido de que hay algo que te llama o algo que crees que debes hacer… Lo que ya no tengo ni idea es el origen de esa vocación.
¿Tenías algún tipo de literatura predilecta en esos años previos a empezar a escribir?
Soy disléxico y me costaba mucho leer. De pequeño leía y no entendía nada. De hecho, aún me cuesta más de lo normal. Soy un lector tardío y a contrapelo. Tengo la suerte de haber crecido en una casa con muchos libros, aunque mi primer contacto con ellos fue corriendo o gateando por el pasillo. Se rompió una estantería y se me cayeron un montón encima de la cabeza. No pasó nada. Fue solo un susto, pero es una imagen que siempre me ha parecido muy graciosa: un niño enterrado bajo los libros y llorando.
De mis primeras lecturas, recuerdo algunos títulos aislados. Me divertía mirar los Barbapapás antes de aprender a leer. Luego me impresionó mucho el Lazarillo en el colegio, con unos once años o doce años. No sé cómo, pero lo entendí, al menos los primeros capítulos. Todavía guardo la edición de Castalia. Y Pío Baroja. Unas navidades me mandaron leer Zalacaín el aventurero y Las inquietudes de Shanti Andía. Con otros libros, como los de los Tres investigadores, podía tener problemas, pero con estos no, me encantaron. Sigo siendo un lector bastante lento e irregular, voy a rachas. Hay épocas en las que leo de forma compulsiva y luego puedo pasarme meses sin tocar un libro.
Dijiste en una entrevista «no escribo los libros que quiero, sino los que puedo escribir». ¿Cuál es la mayor diferencia, o limitación, que encuentras entre lo que tú quieres y lo que sale?
Lo que sale es lo que sale, lo que publico y puede leerse. Pero lo que yo quisiera… Hay novelas que yo en mi cabeza las he tenido clarísimas. Sabía lo que quería decir, cómo las iba a estructurar y hasta tenía esas ganas o ese entusiasmo que resultan imprescindibles. Luego me sentaba delante del ordenador y no salía nada. Era yo el que tenía que tirar de las palabras, forzar cada una de ellas. Eso a mí no me funciona. Hay que hacer un esfuerzo inicial, claro, y luego mantenerlo cada día, echarle muchas horas, corregir mucho… Pero o llegan las palabras o no hay manera. Es una cosa extraña, parece la típica tontería de escritor, como ese tópico de que se te rebelan los personajes, pero es cierto. Al final, lo que a mí más me gusta de escribir son esas cosas e ideas que aparecen de pronto y que ni siquiera sabías que existían, cuando eres capaz de sorprenderte a ti mismo y alcanzas ese estado en el que todo parece salir solo. Hablo de mí. Soy consciente de que existen otros tipos de escritores con mucho más control sobre lo que hacen y mucho más capaces de desarrollar las ideas que tienen. Me producen muchísima envidia.
La última que has publicado, Tan difícil como raro, abre con una cita de Cormac McCarthy: «La gente se lamenta de las cosas malas que le pasan y que no merecen, pero raramente mencionan las cosas buenas». Lo gracioso es que tú, en la novela, raramente mencionas las cosas buenas.
Qué va… Yo creo que esta novela está llena de cosas buenas, porque mi juventud fue muy buena. No la cambiaría por ninguna otra. Es una historia que habla de la amistad y el amor, ¿qué hay mejor que eso? Es una suerte haber conocido a determinadas personas y haber pasado esos años con ellas, aunque luego acabara todo tan mal y de forma tan trágica. Yo reivindico este libro como una celebración, como un afán por recuperar esa época y a esas personas. Es una idea en el fondo muy nietzscheana, la de la reafirmación en la tragedia: aquello fue tan bueno que hasta celebro su pérdida o lo celebro desde las ruinas que quedaron. Creo que me tocaba a mí también impartir algún tipo de justicia o hacer lo que Roberto y Ana no han podido. Contar su historia y que quede alguna huella, por modesta que sea.
Hay, mínimo, tres historias en la novela, ¿no? La de Roberto, la de Ana, y la tuya propia en relación con los problemas que atraviesan (a) los dos. ¿Cuál de todas ellas te costó más escribir?
Seguramente la mía, que es la que da unidad a las otras dos. Pero hay otra historia, la de Carlos. Esa fue muy complicada. Desde el principio estaba previsto que apareciera en la segunda parte, pero entonces pasó lo que pasó. Es un personaje que acaba mal. De repente estás escribiendo una obra autobiográfica y se muere alguien, con el que encima tienes una relación muy conflictiva. El primer tratamiento era mucho más cruel y seguro que también muy injusto. Luego no es que decidas ser más piadoso, es que estás aún temblando y te sale algo mucho más amable, o lleno de silencios. Aunque eso tampoco funciona y te cargas al personaje. En la primera versión acabada de la novela suprimí su historia, que es la que da unidad a la primera y a la segunda parte. Quedó una novela con dos mitades demasiado diferenciadas: la primera centrada en Roberto y en los demás, y la segunda centrada en Ana. Tardé más de un año en poder retomar el personaje de Carlos y encontrar el tono adecuando.
Aunque ya que hablas de la historia de Roberto y la de Ana, hay una cosa muy curiosa y es que a casi todo el mundo le llama mucho más la atención la parte de Roberto y siempre me preguntan por él, pero a mí me parece que tiene más importancia el personaje de Ana y su historia.
¿Haces caso de lo que te dicen otras personas mientras estás escribiendo?
Claro, no me fío de todo el mundo, pero sí de determinadas personas que para mí son lectores de referencia. Siempre necesitas alguien que venga de fuera y vea cosas que tú eres incapaz de ver. Uno de los lemas que rigen mi vida es esa frase tan bonita de Kafka: «En la guerra entre tú y el mundo, ponte siempre del lado del mundo».
En la literatura contemporánea estamos viendo cómo en muchos casos el centro argumental es el trauma. Tú arremetes contra esa tendencia y hablas de taras, de tarados. En 1980 aparece el término «trauma» en distintas ocasiones sin apelar a una crítica, aunque sí en tono irónico, por ejemplo, cuando afirmas que las madres mienten, «una buena parte de ellas, no todas, la tuya nunca, queridísimo e hipócrita lector, la tuya te quiere y te ha querido siempre, no te asustes ni te me vayas a traumar». ¿En qué momento te das cuenta de lo que implica el trauma en relación con la responsabilidad?
No sé cuándo surge, pero 1980 ya está definida como «la historia de una familia normal, es decir, tarada». No me gusta el concepto de trauma. Me suena ñoño y lastimero, y al mismo tiempo excesivamente dramático. Parece que estuvieras ya condenado y por lo tanto eso te eximiera de cualquier tipo de responsabilidad, como señalas. La tara, en cambio, es algo mucho más modesto y real. Todos tenemos nuestras taras, pequeñas o enormes, sin que eso implique que estemos completamente marcados por ellas.
¿Por qué hago esta distinción? Porque soy bastante neurótico y me he pasado toda mi vida intentando escapar de esa neurosis. Mi primer padre murió cuando yo tenía tres años y eso tuvo toda una serie de consecuencias familiares y personales, como cuento en 1980. Pero, ¿voy a recurrir a esa tragedia, casi cincuenta años después, para justificar mis miserias y mis fracasos actuales? ¿Soy yo la víctima del suicidio de mi mejor amigo o más bien lo es él? Prefiero responsabilizarme de mi propia vida y no echarle la culpa a los demás o a situaciones externas, por más trágicas que fueran. E intento hacer lo mismo con la gente que quiero y de las que hablo en mis libros. Incluso en el caso de la enfermedad mental, porque lo contrario supone dejar de considerar persona al enfermo y arrebatarle hasta eso. E insisto siempre: hablo de mí, asumo que soy una persona con bastante suerte y luego que cada uno haga lo que considere.
1980 parece nacer de una cierta necesidad de expiar la culpa por no haber llamado a tu padre como tal, sino «padre biológico». No sé si Tan difícil como raro surge también de una culpa que debe ser expiada.
Yo soy muy fan del sentimiento de culpa. Los únicos que no tienen sentimiento de culpa son los psicópatas. Creo que la culpa es el resorte último de la moral, aquello que nos impide convertirnos en auténticos hijos de puta e ir haciendo cosas aún peores que las que hacemos. O las haces, pero luego te arrepientes, comprendes que te has equivocado y pagas ese pequeño precio, como una especie de castigo o una expiación. Sin embargo, de todas esas cosas que aparecen en Tan difícil como raro, no me siento culpable de nada. Yo nunca me he culpabilizado por la muerte de Roberto ni la enfermedad de Ana. Creo que hice todo lo que pude con la información que tenía, e incluso intento seguir haciéndolo. Pero sí que me asombro. La novela surge de esa perplejidad y de no haberme dado cuenta de algunas cosas. En el caso de Roberto, por ejemplo, no haberme dado cuenta de que se podía suicidar. En el caso de Ana, haber vivido con una persona que se estaba destruyendo a sí misma y se estaba haciendo mucho daño y no haberlo visto. Eso lo repito insistentemente en la novela: «Qué gilipollas fui, tan gilipollas, que no me enteré de nada». Y hay otra perplejidad u otra pregunta que está en la base de ese libro: ¿por qué las dos personas que han estado más cerca de mí han tenido destinos tan trágicos?, ¿por qué ellos se han roto y yo no? Pero sin culpa, más bien buscando una respuesta e intentando explicarme determinados hechos.
En el caso de 1980, creo que ocurre un poco lo mismo. De pronto, miro hacia atrás y me encuentro un montón de cosas de mi familia y de mi infancia que no termino de entender, y cuanto más pienso, más sorprendente me resulta todo: la muerte de mi primer padre y cómo le borramos de nuestras vidas, la aparición de mi segundo padre y cómo nos entregamos a él, la forma tan distinta en que eso nos afectó a los tres hermanos, esa personalidad tan poderosa y hasta temible de mi abuela y de mi madre… Pero de verdad que no creo que exista una culpa por el ninguneo que todos hicimos de mi primer padre. Reconocimiento de ese error, sí; y afán de reivindicar su figura también, pero no culpa, ni mía ni de nadie de la familia. Hicimos lo que pudimos, como en el caso de Ana y Roberto, ante situaciones bastante difíciles.
Otro cambio de perspectiva que presentan tus novelas (en relación con lo que se publica generalmente en la actualidad) es el hecho de no exponerte tú mismo como personaje, sino como un narrador que deviene personaje a medida que cuenta las vivencias de los otros. ¿Tiene esto algo que ver con cómo concibes tú la identidad? Es decir, si entiendes que es algo autodeterminado/ble o dependiente de la interacción con los demás.
Eso surge así. No responde a una decisión que tomo de forma consciente, pero me gusta y prefiero quedarme en segundo plano. Creo que tiene sentido y puede que esté relacionado con lo que señalas. Nos definimos siempre en relación con los demás, aunque me jode porque soy bastante individualista y hasta un poco misántropo. O puede que se trate de un rasgo de carácter. Algunos me han acusado de narcisista por escribir estos libros, pero yo prefiero hablar de los demás antes que hablar de mí.
Un rasgo que está presente en todos los personajes es una cierta marginalidad, en el sentido de moverse por los márgenes. Y en ese sentido, relacionado con lo que acabas de decir también, ¿serías tú un narrador marginal?
No lo sé, nunca me lo había planteado. Con 1980, por ejemplo, me sorprendió la cantidad de gente que me dijo que se había identificado con la historia de mi familia, que yo consideraba más bien rarita. Aunque es posible que eso tenga más que ver con el tono y con cierto afán de sinceridad por mi parte. Si hablas muy a bocajarro, quizá se acaben identificando no por lo que cuentas sino porque a algunas personas les gustaría hablar así de los suyos o comparten determinados sentimientos contigo. Todo el mundo, al fin y al cabo, tiene algún problema con su familia.
Con Tan difícil como raro me preocupaba que resultara un poco inverosímil tal acumulación de desgracias, suicidios y enfermedades mentales. Incluso hay algunas cosas que he disimulado un poco o que he preferido no contar. Aunque se trataba de la facultad de Filosofía, un entorno muy concreto donde se junta gente, como mínimo especialita.
Lo que no me atrae nada como material narrativo es la marginalidad: el malditismo, las drogas, cierta visión de la pobreza o la miseria como espectáculo… Pero vale, te compro lo de narrador marginal si entendemos que hablo desde los márgenes de la normalidad, o que miro un poco desde fuera. O mejor todavía: que retrato una normalidad en la que no termino de encajar, pero con la que al mismo tiempo mantengo complicidades vergonzosas y estoy absolutamente contaminado por ella. Y mis personajes igual.
El título Tan difícil como raro proviene de una cita de la Ética de Spinoza que, por cierto, ya aparece referida en Señorita Google, en 2014. ¿Qué pasa con ese libro y con Spinoza?
Ah, ¿sí? No me acordaba de eso. Señorita Google, ya que hablas de ella, es una novela que todo el mundo odia, menos su editor, Ángel Fernández, y Marta Sanz, que hace unos meses me decía que a ver si la recuperaba Anagrama, y tiene sentido porque es en parte una diatriba contra las grandes empresas tecnológicas y su inmenso poder, las desigualdades que están produciendo, etcétera. En 2014 no sé hasta qué punto se entendió eso. Ahora es un discurso totalmente asumido. Tu madre, por cierto, también me ha dicho antes que le había gustado mucho… [NdE: esto no era una faltada. La madre de la entrevistadora se encontraba entre el público del Bookstock y le había comunicado previamente su agrado por esa novela].
Volviendo a Spinoza, lo descubrí muy tarde, y fue además a través de un profesor que me da un poco de mal rollo, pero que era buenísimo explicándolo. Me parece que Spinoza retrata el alma humana como muy pocos y su definición de los afectos tiene partes bellísimas. Hablo de la Ética, la política la conozco menos. Voy a explicarlo de manera muy chapucera: por un lado está su negación absoluta de la libertad y su análisis de cómo todos nuestros afectos, deseos y pasiones crean unas servidumbres que nos esclavizan, y de repente da el salto y dice que el sabio sí puede salvarse y ser libre en la medida que sea capaz de autodeterminarse a sí mismo, y entienda cómo funciona su alma y el mundo, es decir, que sea consciente…
… «de sí mismo y de Dios y de las cosas con cierta necesidad eterna».
Eso es. Joder, me parece una gran guía de vida. Por lo menos intentarlo, por lo menos saber que eres esclavo o que eres siervo, que lo tienes muy difícil, pero si consigues entender cómo funciona, tal vez seas capaz de manejarlo, y hasta a lo mejor consigues huir y liberarte. Algo así.
¿Cuál es el sentido que le das tú a la salvación, más allá de la definición de Spinoza? Aparece muy frecuentemente en tus últimas novelas.
No sé, porque hay muchos momentos en los que ni siquiera creo en la salvación [risas]. El otro día Ana me preguntaba por teléfono: «¿tú crees que yo me he salvado?». Y yo le respondía: «ni tú te has salvado ni yo tampoco, Ana. No existe ninguna salvación posible». No, no sé, supongo que la salvación tiene que ver con ser capaz de hacer algo con tu vida que merezca la pena y con no convertirte en un hijo de puta del todo.
¿Tiene alguna relación con Dios? Vamos, si tú tienes alguna con él.
Joder, menudo melón has abierto… Yo antes era un ateo cerril, estúpido y furibundo. Imagínate después de haber estudiado Filosofía. Pero de pronto empecé a definirme como ateo católico, es decir, alguien que no cree en Dios, pero reconoce que pertenece a cierta tradición y reconoce ciertos valores. Como Woody Allen, por ejemplo, es un ateo judío. Y las cosas se fueron complicando hasta llegar a este momento en el que no sé muy bien donde estoy.
Cuando he llegado esta mañana a Sevilla, el hotel no tenía todavía mi habitación disponible, me he dado una vuelta y he ido a buscar una capilla que descubrí la última vez que estuve aquí, en el Bookstock del 2017. Yo estoy en un proceso de conversión, o sería mejor decir de reconversión, que no lleva a ninguna parte, pero que ha tenido distintos hitos y uno de ellos fue justo en Sevilla, en la madrugada del 24 al 25 de septiembre de ese año, en la víspera de mi cumpleaños. Ese día yo quería haberme ido, pero al final me quedé, no sabía muy bien lo que hacía, me puse a deambular y acabé en esa capilla que estaba abierta por la noche… Fue una experiencia muy intensa. El silencio que había allí dentro… No era tanto una ausencia de ruido, porque pasaba la gente por la calle y les oías. Era una sensación de paz absoluta y una presencia, era sentirte protegido y a salvo, como si por fin hubieras llegado a un sitio donde querías estar. No sé. Ese proceso está ahora mismo muy parado, pero asumo que la culpa es mía, que como en tantas otras cosas se me están dando demasiadas oportunidades y yo no las estoy sabiendo aprovechar.
¿La culminación de ese proceso de conversión cambiaría tu defensa del nihilismo o te ves siendo un cristiano nihilista?
En mi caso, no es tanto una defensa del nihilismo como una tendencia natural que me lleva a él: a la negación y a un cuestionamiento bastante destructivo de casi todo. Aunque eso es compatible con creer en Dios. Incluso puede haber bastante relación entre una cosa y la otra, como si ambas se retroalimentaran, o como si no hubiera un término medio: o una cosa o la otra, o ambas a la vez, o un rato cada una de ellas. Me interesa mucho más vivir este tipo de contradicciones que ser coherente. No existe nada más falso y sobrevalorado que la coherencia.
En Tan difícil como raro mencionas tu aversión a la realidad. ¿Por qué?
Porque es espantosa, ¿no? Cuando hablo de la realidad no me refiero tanto a «lo real», a lo que existe, la vida, el mundo, sino a ese complejísimo entramado que los humanos montamos por encima de todo ello y que está hecho de obligaciones, trabajo, relaciones sociales, pequeñas o grandes miserias… Es horrible casi todo. Tener que madrugar, por ejemplo. Empezar cada día de tu vida así. Yo no madrugo. Es uno de mis grandes logros. Me acuesto tardísimo y me levanto también muy tarde. Las temporadas que por motivos de trabajo he tenido que madrugar lo he llevado fatal. Literalmente me quería morir. No exagero. Cada vez duermo menos, poco más de seis horas, pero no madrugo ni cumplo más horarios que los que yo me marco. Eso es un privilegio absoluto. Como trabajar desde casa y no tener que ir a una redacción o una oficina, no tener que moverte en ambientes tan viciados como esos. Llevo fatal todo lo relacionado con el trabajo y muchas veces también con el trato con los demás. No me gusta demasiado la gente, prefiero a las personas de una en una. Me desbordan casi todas las cuestiones prácticas, las gestiones, los trámites burocráticos… ¿seguimos? Creo que en la novela, cuando digo que odio la realidad, lo relaciono con las empresas y el dinero, ¿no? Por ahí van los tiros. Y lo contrapongo al hecho de escribir y ser un puritano. O sea, un hipócrita, porque odio el dinero desde una posición bastante cómoda: la de alguien que no tiene grandes problemas en ese sentido y es capaz de mantener sus necesidades mínimas cubiertas.
Era inevitable que hablásemos de la muerte. Escribes que «la muerte es un eterno fastidio. Una especie de duermevela. Un sueño que agota —agota, agota y agota; te harta, y nunca se acaba». Si es un sueño, si es eterno (aunque sea un eterno fastidio) quiere decir que consideras que hay algo después.
No lo sé. De pequeño tenía depresiones que estaban motivadas, supongo, por la muerte de mi primer padre. Me angustiaba mucho la idea de la nada y del paso del tiempo. Me aterraba que mi madre se muriera y también morirme yo. La oscuridad, el silencio, la imposibilidad siquiera de pensar ese vacío… Pero luego, a partir de la adolescencia y sobre todo a partir de la universidad, la nada, esa certeza de que no existía ningún tipo de trascendencia, se convirtió en una liberación. Si todo salía mal o por mucho que la cagaras, siempre existía una salida posible. Ahora mismo ya no sé qué me angustia más, si la idea de la nada o la idea de algo después. Yo tengo muchas pesadillas y pesadillas bastante chungas, no tanto por su contenido, que seguramente sean tonterías, como por la sensación de malestar, por una angustia que nunca he sentido estando despierto. Y cada vez me lo planteo más: ¿y si después de la muerte viene algo así?, ¿y si ya te pasas toda la eternidad jodido? Supongo que el fragmento que has citado tiene que ver con eso y con la idea del Hades, y otros infiernos previos al cristianismo, donde iban todos los muertos, al margen de que hubieran sido buenos o malos en esta vida. De alguna manera, sí creo en que hay algo después, no sé el qué, y cuando digo «algo» no me refiero a que vivas a través de tus hijos, tus obras o que te conviertas en un arbolito y tal, sino que hablo de una trascendencia. Espero que sea buena, como esa visita a la capilla en Sevilla. O, por lo menos, no tan horrible como mis pesadillas.
Cuando relatas la muerte de tu bulldog Blasito dices que fue «un contacto con la muerte mucho más real y directo, sin posibilidad alguna de trascendencia o consuelo». ¿Es el lenguaje, la posibilidad —quizá remota, pero posible, en cualquier caso— de ser entendidos, escuchados por quien está muerto lo que nos pondría en contacto, incluso revelaría, esa trascendencia?
Yo juego con esa idea en Tan difícil como raro, lo de hablar a los muertos, escribirles cartas a Roberto y leérselas en voz alta por si le llegan. Es una imagen que a mí me gusta y tiene sentido. Y es mucho más que una imagen. Es pura antropología, uno de los sustratos más básicos del ser humano. Todas las culturas han hablado y rezado a sus muertos, les han montado altares… Es algo incluso previo a la religión. Y aún hoy en día. Conozco a personas que presumen de ser muy ateas, tan furibundamente ateas como yo lo era antes, y muy sofisticadas, y muy modernas, pero luego rezan a su abuela muerta, por ejemplo. Le hablan, le piden cosas, le dan las gracias en los momentos importantes, buscan su protección o comparten sus alegrías. Me parece precioso, la cosa más natural del mundo, y, por supuesto, no están locas. Todo lo contrario, quizá la locura consista en querer acabar hasta con esa modestísima e íntima posibilidad de trascendencia.
Ahora bien, si me hablas de otro tipo de trascendencia relacionada con el lenguaje, algún tipo de trascendencia literaria, la verdad es que me la pela. Cuando empecé a escribir seguramente sí, pero ahora me da bastante igual. Hombre, sería bonito que te siguieran leyendo después de muerto. Pero me conformo con que me lean aquí y ahora, en el presente, venir a un festival de este tipo o a un club de lectura y encontrarte a gente que te dice que le gustan tus libros, que conoce tu obra… A mí es una cosa que me sigue sorprendiendo. Sé que no es verdad y puedo comprobarlo si miro algunos datos objetivos, como las cifras de venta o las de préstamos en bibliotecas, pero aún tengo la sensación de que no me lee nadie.
Entre el 2014 (año de publicación de Señorita Google) y el 2020 (cuando sale 1980) hay un parón de libros tuyos publicados. ¿Es ahí cuando te empieza a dar igual la trascendencia literaria?
La trascendencia literaria me daba igual mucho antes. Y quizá fue esa renuncia la que me permitió empezar a escribir de verdad, relativizarlo un poco, quitarle importancia, comprender que no eres un genio ni vas a marcar un antes y un después en la historia de la literatura universal. Puede que al principio tu ego se resienta, pero luego te relajas y se vuelve todo mucho más fácil. Ya no aspiras a la inmortalidad sino «solo», y entiende toda la ironía y la inmensidad que hay en ese solo, a escribir un libro que de verdad merezca la pena.
¿Por qué dejas de escribir libros en esos años?
Yo siempre paso x años entre un libro y otro, pero el problema con 1980 es que resultó muy difícil encontrar editor. Dio muchas vueltas, hubo unos cuantos rechazos, muchos silencios y al final acabó en el mejor sitio posible, en Anagrama, y todos contentos, y fenomenal, y estupendo, pero fueron años muy duros, por lo menos dos, desde que acabé la primera versión hasta que tuve el sí de Anagrama. De hecho, 1980 empieza con la presentación de Señorita Google en Barcelona. Esa parte era mucho más larga, eran páginas y páginas hablando de una noche que fue bastante desastrosa. Salía Ángel [Fernández] y otras personas de Jot Down, pero él salía bien, Ángel siempre sale bien [risas]. No es que voluntariamente dejara de escribir, yo voluntariamente dejo de escribir todos los días y luego vuelvo al día siguiente, pero hay temporadas más o menos largas en las que no escribo nada o escribo cosas que no llegan a cuajar.
Tan difícil como raro es un relato íntimo en lo que respecta a la estructura (reproduces la forma del diario, de cartas que no llegas a enviar…), pero con consciencia de la presencia del lector, de ser leído. Te justificas por exagerar, reconoces querer engañarnos, nos desvelas estructuras que generalmente son ocultadas por los escritores. ¿A quién tenías en mente como receptor mientras escribías este libro?
A nadie. La primera versión de Tan difícil como raro la empiezo el 1 de enero de 2020, después de haberlo intentado mil veces, como una serie de cartas a Roberto, porque iba a ser el veinte aniversario de su muerte. Le contaba cómo había cambiado el mundo, las cosas que habían pasado y qué había sido de todos nosotros, el grupo de amigos que coincidimos en la universidad. Es muy gracioso porque luego releí esas primeras cartas y hablaba de las noticias y las cosas que nos preocupaban entonces. Como la ola de incendios que asolaba Australia e incluía una descripción muy bonita de la gente que se había quedado atrapada en la playa. Habían llegado hasta allí huyendo del fuego pero no tenían forma de salir porque faltaban barcos para rescatarles a todos. O hablaba del papa, que le había dado un manotazo a una señora muy pesada que le había cogido la mano y no quería soltarle. Hasta aparecía un extraño virus que había surgió en un mercado de Wuhan y que luego acabó convirtiéndose en el covid… Pero era solo eso: un recurso literario. De hecho, escribí muy pocas cartas porque era una idea demasiado bonita como para que pudiera funcionar. Es un poco lo que hablábamos antes: ideas buenísimas, que las tienes muy claras y que al final no te llevan a ninguna parte. Pero tú también utilizas este tipo de trucos en Metasandman, estás permanentemente invocando al lector y diciéndole cosas como: «bueno, no os preocupéis, que luego os lo explico».
Claro, aunque ahí sí hay un lector que tengo en mente, el que puede no estar entendiendo aún lo que digo.
En mi caso no, no hay nadie concreto. Quien quiera leerme, bienvenido sea. O quien se sienta interpelado.
Tus dos últimas novelas son reconocidamente autobiográficas. ¿Lo eran también las previas?
Hay dos novelas anteriores que no están publicadas. En ellas intentaba hacer literatura sin mancharme, sin comprometerme, historias que no hablaran de mí, que no tuviera nada que ver conmigo ni con mi vida, ni siquiera con la realidad. Inventaba ciudades sin referencias temporales ni geográficas concretas. Eran muy abstractas o muy alegóricas, escapistas, y eran, evidentemente, una mierda, dos libros muy malos. Poco a poco me fui acercando a la realidad a través de lo autobiográfico. m yo te diría que es la novela psicológicamente más autobiográfica de todas, donde yo estoy más presente o donde mejor me reconozco. Es una historia muy loca de universos paralelos, de un personaje que se llamaba Juan y que va saltando a distintos mundos en los que se va encontrando con diferentes versiones de sí mismo y de su vida. También con otros personajes, como la Señora Presidenta, que era un claro trasunto de Esperanza Aguirre y que tenía una hija, Rebeca, terriblemente atractiva y casi fatal, que de alguna forma anticipaba la irrupción en nuestras vidas de Díaz Ayuso [risas]. Como esas cosas que decía Rimbaud del poeta, que se convierte en vidente mediante el desorden de los sentidos…
¿Desorden de los sentidos?
Sí, esa novela está escrita en su mayor parte después de trabajar muchas horas en otras cosas y en un estado casi de agotamiento. Nada más que eso.
¿Y El sí de los perros?
El sí de los perros es una novela de la crisis y de cómo afecta el proceso de desclasamiento que todos estamos viviendo, o del final de la clase media, a un determinado entorno pijo. Porque el pijo no es el rico. El pijo es el que se cree rico sin serlo, el que aspira a tener cierto estatus e imita sus ademanes. A mí es un tema que me apasiona porque, además, siempre se aborda desde la caricatura y yo creo que el pijo es un personaje trágico. Y más aún en esta época. La novela no era autobiográfica, era más bien una novela en clave. Había personajes muy reconocibles y siempre he pensado que uno de mis grandes fracasos fue que nadie se sintiera retratado y me partiera las piernas [risas]. Me refiero a ella en Tan difícil como raro cuando hablo de mi relación con Isabel y digo que ella me devolvió a un mundo del que siempre había huido. Señorita Google sí que es la primera autobiográfica, con algunas cosas disimuladas, fundamentalmente el personaje de ella, la Señorita Google, esa empleada de las grandes empresas tecnológicas que va saltando de una a otra, y en cada cambio de trabajo aumenta su sueldo y sus stock options.
¿Va a haber más?
Espero que no, al menos por el momento. Quiero huir de ahí y volver a la ficción. Tener la libertad de inventar, que no se me muera un personaje a mitad de la novela y me joda todos los planes. Y quiero meter una pistola, escribir una novela en la que aparezca una y tenga cierta importancia, aunque no se dispare ni mate a nadie. O sí, ya veremos lo que hago.
No sé si esas autobiografías (sean abiertamente o veladas) te sirven como memoria en la que, además, puedes encajar o vestir los hechos a tu manera.
Más que como memoria, me sirve como reflexión y para explicarme determinadas cosas. Miro hacia atrás y ocurre eso de lo que hablábamos antes: surge el desconcierto, y el asombro, el darte cuenta de lo gilipollas o lo feliz que fuiste. La vida solo se entiende a posteriori. Mientras la estás viviendo, no te das ni cuenta. Por eso estamos siempre contándonos historias a nosotros mismos. Todos nos las contamos, no solo quienes nos dedicamos a escribir, para construir nuestra propia identidad, para ordenar todo ese caos de estímulos y recuerdos, y darle cierta continuidad o cierta unidad a nuestras vidas.
Pero hay también cierto afán por reparar lo que pasó. Es lo que los franceses llaman el espíritu de la escalera: quieres decir lo que en ese momento no se te ocurrió o no supiste cómo decir. O quieres saldar cuentas. Pero ojo, porque saldar cuentas no significa que todos estéis en deuda conmigo, todos fuisteis muy malos y me debéis una disculpa o lo que sea. A veces, te pones a hacer cuentas y resulta que eres tú quien se equivocó y no hizo lo correcto. Creo que tanto 1980 como Tan difícil como raro están llenas de deudas que yo tenía con otras personas, que reconozco y acabo saldando.
¿Y sirve como terapia?
A mí la literatura entendida como algo terapéutico no me gusta. La terapia debe ser muy íntima, de puertas para dentro. Tampoco me convence lo de contar tus miserias y las de los demás. Vale, es lo que hago en 1980 o Tan difícil como raro, pero al menos yo no aspiro a curarme mientras causo un montón de daño a las personas que tengo cerca.
Pero sí es verdad que escribir determinadas cosas te ayuda a reconciliarte con ellas. A mí 1980 me acercó a mi familia y, sobre todo, a mi madre. Cuando se la dejé leer, sabía que la iba a odiar y primero apelé a su vanidad. Le dije que su personaje le encantaba a la gente: esa mujer fuerte que escucha a María Jiménez y hace lo que le da la gana. Pero también le conté cuánto me había reconciliado con ella. Las dos cosas eran ciertas y mi madre, a pesar de todo, me ha seguido hablando, aunque me hizo prometerle que ya nunca más la iba a sacar en alguno de mis libros. Tan difícil como raro, en cambio, no me ha traído ninguna paz. Al revés, me ha revuelto bastante. Todo lo relacionado con su publicación está resultando muy áspero.
Dices de tu generación que, debido a los cambios geopolíticos y sociales que hubo entre los 80 y principios de los 90, erais muy escépticos, muy nihilistas. No sé cuánto contacto tienes con la generación que ahora se incorpora a la universidad, los nacidos después de los 2000, ni si percibes en ellos que las crisis económicas, la pandemia y las guerras les está conduciendo también al escepticismo y al nihilismo o a las antípodas de esto.
No lo sé, tengo muy poco contacto con personas de esa edad. Están mis sobrinos, pero con ellos tengo la relación de un tío responsable. No aspiro a que me cuenten sus cosas, mantenemos las distancias y nos ocultamos casi todo de la forma más civilizada y cordial del mundo. No soy su amigo, no me voy con ellos de copas, no sé lo que piensan en realidad. Pero visto desde fuera, creo que después de una generación excesivamente concienciada, donde todo estaba politizado, ahora se tiende a lo contrario, que se está iniciando un movimiento de péndulo hacia algo mucho más parecido a lo que fue mi juventud o a lo que fueron los 90 en ese sentido político, de escepticismo, de descreimiento, de nihilismo…
Por ejemplo, en mi época, lo normal era decir que no votabas y llevarlo con orgullo, desentenderte de cualquier tipo de compromiso, ya fuera social o político. Y te hablo de la facultad de Filosofía, donde se supone que existían ciertas inquietudes. No todo el mundo era así, claro. Me refiero más bien al espíritu de la época. Los 80 fueron una reacción a los excesos progres de los 60 y parte de los 70: fue la frivolidad, los gimnasios, la cocaína, la codicia, Ronald Reagan y Margaret Thatcher. En los 90, todo aquello también había colapsado y se había demostrado que era una mentira, pero tampoco existían demasiadas certezas políticas después de la caída del Muro y la primera guerra del Golfo. Se acabó la euforia y llegó la decepción, y ese nihilismo comodón que representaba, por ejemplo, el grunge. Yo debí contagiarme entonces y no me he curado. Incluso puede que después de varios intentos fallidos, la cosa haya ido a peor. Lo digo sin el menor orgullo, pero me cuesta mucho escapar del escepticismo en cuestiones políticas.
Reconoces que tu labor de corrección de textos es obsesiva y muy larga. ¿Cuándo empiezas y cuándo acabas?
La corrección para mí es algo compulsivo, pero me parece un error. Corrijo demasiado y muchas veces acabo perdiendo la visión de la novela al centrarme tanto en los detalles. Con Tan difícil como raro, al margen de otras cuestiones, llegué casi al colapso, y tuve que recurrir a una persona, a Elena Medel, que me ayudó e hizo una labor de edición fantástica. Tú en Metasandman dices, en un momento muy bonito del libro, cuando hablas de las musas, que no se trata tanto de lo que se escribe o no, como de ser capaz de creer en ello. Pues supongo que ahí está la clave: en creer lo suficiente como para escribir todas esas páginas y acabar el libro. Elena consiguió que yo volviera a creer en la novela, y luego recuperamos el plan inicial con el personaje de Carlos y las cartas a Roberto.
Ahora, en cambio, he escrito un libro como negro, una novela que va a firmar otro, y fue una liberación absoluta. Ahí no corregía nada. Escribía entre dos mil y tres mil palabras diarias, que para mí es una burrada, acababa un capítulo, lo leía, cambiaba tres o cuatro errores muy evidentes, y lo mandaba a la editorial y al supuesto autor. A ellos les gustaba y les parecía bien. Seguramente sea una mierda, pero ellos son los que pagan, y pagan bastante poco, así que adelante. ¿Aspiro a escribir así a partir de ahora? No, pero ojalá se me haya pegado algo y ya no me pierda en cada coma.
Porque ¿lo que te lleva a la corrección (de manera habitual, porque me imagino que habrá de las dos), tiene más que ver con cómo está escrito o con lo que estás contando?
El problema casi siempre tiene que ver con cómo está escrito y con mi forma de trabajar. Yo nunca me siento a escribir. Siempre me siento a corregir. Es una manera de quitarme presión y evitar el bloqueo. No me enfrento al folio en blanco sino a lo que escribí el día anterior. Empiezo leyendo eso y corrigiendo para reengancharte al texto y hacerme otra vez con el tono. En un primer momento está muy bien, y te permite entrar, pero luego puede acabar siendo peligroso con tanta corrección sobre corrección sobre corrección.
Tengo por aquí una entrada de tu blog, de 2013, que reza del siguiente modo: «La literatura del siglo XXI o es ciencia ficción o no me interesa. La literatura del siglo XXI o es grotesca o es mierda pretenciosa y vacía. La literatura del siglo XXI o es excesiva o está muerta. Exagero, claro. Pero en el fondo, o de alguna de las muchas maneras posibles, lo que digo es cierto». ¿Sigue siendo cierto?
Absolutamente. Me encanta lo grotesco y el exceso. Odio lo pretencioso con todas mis fuerzas. Quitando lo de la ciencia ficción, el resto me quedo con todo. En ese momento supongo que me interesaba la ciencia ficción por m, el libro que acababa de publicar. Aunque en todas mis novelas hay un guiño a la ciencia ficción o a lo fantástico, alguna ida de olla o algún capítulo que pega ese salto para evadirse de la realidad y jugar un poco con el lector o jugar conmigo mismo y la imaginación.
¿Por qué dejaste el blog?
Porque tenía que acabar m. En ese momento estaba trabajando, estaba escribiendo el blog y encima la novela. Tenía que dejar algo y no podían ser las colaboraciones en prensa con las que me ganaba la vida. Además, los blogs ya no existen, ¿no? Pero el blog fue muy importante para mí. Yo venía de esa literatura pretenciosa y estúpida que te comentaba antes, y me dio sentido del humor, y mucha soltura. Fue como si me devolviera a la tierra. Escribí, durante una larga temporada, una entrada diaria, y creo que había algunas que eran buenas. Además, era muy divertido cuando te ponían a parir desde los blogs literarios de otra gente. Había uno que a mí me tenía crucificado. Espero que le vaya muy bien y que sea muy feliz [risas]. Cuando alguien demuestra tanto odio hacia ti o hacia lo que haces, quiere decir que has acertado. Las críticas más negativas en el fondo son un halago.
¿En los siguientes libros planeas recuperar esa faceta más bestia de tus dos primeras novelas publicadas?
Fíjate, con Tan difícil como raro algunas personas me dicen: «no escribes con tanta rabia como antes». Joder, es que tengo cincuenta y un años y a lo mejor ya me he calmado un poco. ¿Y sabes lo que pasa también? Que ahora hay mucha gente que está escribiendo con rabia. Hay como cierta moda o cierto afán por gritar demasiado. Y está muy bien cuando es algo real, pero no sé hasta qué punto tiene sentido impostarlo. Yo, desde luego, no lo voy a impostar. Cuando escribí m, El sí de los perros o Señorita Google sí que había mucha ira, incluso en 1980, pero ahora no sé si lo que busco es esa rabia u otra cosa distinta. Quizá ahora lo que toque sea algo peor y de verdad terrible, quizá haya que convertir la literatura en un arma, pero no una cargada de futuro, sino todo lo contrario: un arma de destrucción masiva [risas].
El título «Tan difícil como raro» de la última frase de la Ética de Spinoza, archiconocido, dan ganas de no leer ese libro, si un filósofo empieza con lemas latiguillo.
Núñez Feijóo siempre ha actuado sabiendo que la coherencia está sobrevalorada.
Tanto «1980» como «Tan difícil como raro» son dos libros prodigiosos: muy ásperos y al mismo tiempo llenos de ternura, de piedad hacia sus personajes, sin buscar la redención… Quizá partan de la autobiografía, pero hablan de todos nosotros en algún momento de nuestra vida. Los recomiendo.