Sociedad

Hombres salvajes, las fiestas del miedo: un Halloween a la europea

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Una exposición recorrió Europa hace justo diez años, donde el fotógrafo Charles Fréger mostraba su trabajo después de haber recorrido el continente y fotografiado a hombres salvajes en diversos países. Monstruos, bestias, demonios y todo tipo de seres fantásticos más propios de la ficción que de celebraciones populares ligadas a festividades religiosas y paganas. Existen desde hace tiempo y son bien conocidos, el fotógrafo no descubrió un fenómeno nuevo para los antropólogos pero sí le puso imagen a una certeza que nos deja muchas preguntas. Cómo es posible que el «djolomari» de Begnishte, Macedonia del Norte, tenga semejanzas con el demonio de Luzón, Guadalajara, aunque esos pueblos estén separados por casi tres mil kilómetros. Y que ambos salgan a las calles acompañados de unos personajes femeninos que cubren sus caras con un trapo blanco a modo de máscara. Ejemplos similares a éste se reparten a lo largo y ancho de Europa. Fiestas en lugares remotos, pobladas por personajes monstruosos, un punto aterradores, con grandes semejanzas, y que parecen salidos de alguna pesadilla. Los antropólogos creen que son el testimonio de que compartimos un pasado cultural común y ancestral, y defienden que sus coincidencias son resultado de un intercambio cultural europeo.

Un contagio que no es solo algo ocurrido en el pasado remoto, sobre todo cuando hablamos de disfrazarse para adoptar la identidad de otros. En la Galicia de los años sesenta un grupo de amigos friquis, emocionados por su historia local, se pusieron a hacer el vikingo, disfrazados de tales. En 1960 recrearon la invasión vikinga de Catoira por Gudrød, alias Gunderedo en las crónicas gallegas. La cosa gustó tanto que ha continuado hasta convertirse en fiesta de interés turístico internacional, con dos drakkar construidos específicamente para ella, fieles a las naves originales de los siglos X y XI. Como señala el blog de Mundo Curioso, es la única celebración española equiparable al mayor festival vikingo europeo, el Jorvik Viking Festival en Yorkshire. Pero ese empezó a celebrarse veinticuatro años después de la Romaría de Catoira, bien fuera influido por su idea y su fama, bien porque ambos se basan en la existencia de un pasado histórico común, la presencia vikinga en su ciudad.

Aunque sin duda es Halloween el contagio cultural más reciente, también asociado a disfraces de seres aterradores y a una cultura común, en este caso cinematográfica y televisiva. En esencia la noche de los muertos tiene muchas semejanzas con las fiestas de hombres salvajes, aunque se celebre en otras fechas. La idea de que los monstruos salgan a las calles y se paseen por ellas a plena vista conecta con la idea de conjurar el miedo. Y hay pocos terrores tan compartidos en la cultura común europea como el que se tuvo a los homo sylvestris, hombres salvajes, desde el siglo XII. Son la parte no sujeta a límites de comportamiento de una humanidad alternativa, que tiene forma humana pero que se conduce con el salvajismo y libertad propia de los animales. Se le representa acompañado de bestias del bosque, ciervos, lobos, unicornios y dragones. Como ellas, es peligroso. Dotado de una fuerza sobrehumana, en las imágenes se los ve a menudo llevando un árbol entero con una sola mano, las raíces al aire, recién arrancado. Hombres o mujeres, extremadamente velludos, casi cubiertos de pelo salvo el rostro, las manos, los pies y en el caso de ellas, los senos. Su representación comienza a aparecer en las miniaturas de libros iluminados, en el arte escultórico medieval, y continúa con rasgos similares hasta el siglo XVII.

Esa idea de antropomorfos cubiertos de pelo grueso es la misma que destaca en los hombres salvajes de las fiestas populares. Los babugeri de Bulgaria parecen enormes osos caminando en dos patas, con una larga cabeza sin boca ni ojos. Los kurentovanje, en Eslovenia, tienen además de esas características un hocico repleto de dientes de donde parece chorrear la sangre. En Aceúche, Cáceres, las carantoñas, además de estar enteramente cubiertas por pieles de animal, tienen largos colmillos, rastros de sangre, y una rama de espino para azotar a los despistados. El oso de Salcedo, en Lugo, lleva una máscara de ese animal, y cencerros que suenan a su paso. Lo común a todos, más allá del atuendo, es la persecución, el desfile por la calle, el azotar o manchar con pintura negra a los vecinos. Como hace el momotxorro del carnaval de Alsasua, perseguirte. En su interpretación antropológica, son los espíritus de la naturaleza que despiertan la primavera al final del invierno, y de paso a aquellos que no anden muy despiertos cuando salen.

Los hombres salvajes han quedado representados en muchos monumentos históricos de diferentes épocas. En los capiteles del claustro de la catedral de Pamplona, de las catedrales de Toledo y Barcelona, en la fachada del Palacio de los Dávila y en la de la Casa de los Salvajes de Úbeda, por citar algunos ejemplos. La novela de caballerías los tiene como personaje habitual que sale al encuentro del héroe, y luego aparecerán en la comedia del Siglo de Oro. A partir del siglo XIV los encontramos documentados en las fiestas religiosas -procesiones del Corpus-; en las fiestas cortesanas -los reyes invitaban a la nobleza a disfrazarse, y ellos hacían disfrazarse de salvajes a sus criados-; y en las fiestas populares, especialmente durante los carnavales. En el siglo XVI ya son una moda, se les incluye en la heráldica nobiliaria, en los cuadros, estatuas, orfebrería, y en cualquier tipo de celebración. Julio Caro Baroja recoge un romance del XVII que describe la presencia de hombres disfrazados así en un carnaval madrileño. Luego, con la Ilustración su idea misma cambia y se transforma en «el mito del buen salvaje». Pero si de la alta cultura desaparece su imagen amenazadora, la baja la conserva convertida en pura fiesta.

Y en las fiestas donde el hombre salvaje se ha despojado iun poco de su identidad animal aparece un disfraz más elaborado, aunque ligado a la misma tradición. El zajuril del carnaval de las Hurdes, que aún va cubierto por una piel de zorro, y flores, tiene ya un aspecto más humano que monstruoso. El jarramplas de Piornal, Cáceres, que sí mantiene su máscara demoníaca, lleva un traje de vivos colores. En eso se parece a las macidulas que salen en Polonia en año nuevo, a los caretos de Lazarim, en Portugal, y las diferentes botargas de Guadalajara. Los joaldunak vascos, como los zarramacos de Cantabria, ambos con cara descubierta y cencerros en la cintura llevan un llamativo sombrero, muy parecido a los facère del Valfloriana, Italia. El salvaje y el conjurador del salvaje no son excluyentes, a los maragatos de Santiago de Arriba, Lugo, que llevan máscaras, pieles y cuernos de animal, los acompañan coloridos campanilleros, también con cencerros en la cintura para alejar a los malos espíritus. Aquí ya se trata más de celebrar que de asustar

Todas estas fiestas europeas tienen en común ser interpretadas como antiguos ritos de año nuevo o de primavera, preparadas para alejar el mal y despertar a la tierra y a sus animales y plantas del invierno. Por eso los elementos de estos rituales son semejantes, representar bestias del bosque, hombres salvajes, incluir plantas, pieles, cuernos, ruidosos cencerros para infundir miedo a los seres que se teme. Pero también está presente en todas ellas la idea de que la aparición del ser mágico, del hombre salvaje, del monstruo, es una amenaza, un ser al que se permite agredirte, y del que tienes que huir, al menos durante un día. Enfrentarte a tus miedos para sobrevivir a ellos. Los disfrazados te azotan con ramas, te manchan con brea, hollín, pintura, o te asustan. Sopórtalo, y quedarás libre de su amenaza el resto del año.

Pero esa concepción ritual ya es el pasado. El presente de estas fiestas de salvajes, donde han pervivido, es reivindicarse como un artefacto que reafirma la pervivencia de culturas locales. Una idea más importante hoy que nunca para las áreas rurales y despobladas de Europa. Los hombres salvajes fueron nuestros miedos, vestidos, comunes, compartidos, y seguramente capaces de reconciliarnos con la fiesta de Halloween, que hemos importado como ritual propio. Pues vampiro o botarga, zombie o jarrampla, momia o zajuril, todos forman parte de la misma cosa. La pura diversión de evadirnos siendo, durante un día, los monstruos que asustan, y no los asustados. Formando parte, además, de una comunidad que comparte una cultura.

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2 Comentarios

  1. Antton Lete

    Interesante artículo. Para mí abre una ventana a otras culturas, lo que nos permite ver que, esas tradiciones que podríamos pensar que son originales y propias de un lugar, no son más que la adaptación local de un fenómeno global.

    Y ahora, pregunto: ¿podría tener alguna base, como he oído alguna vez, que esos hombres peludos sean remanentes de historias basadas en la época en la que convivimos con los Neandertales?

    • Martín Sacristán

      La respuesta es doble. Hoy está aceptado que los neandertales oían y hablaban como nosotros, mismos órganos fonadores, desarrollo de las dos áreas cerebrales de Broca y Wernicke, el gen FOXP2 que tenemos nosotros también, y que está relacionado con los procesos de lenguaje. Por tanto cuando neandertales y sapiens entraron en contacto en Europa pudo haber un intercambio de tradiciones orales, creencias y fiestas. Tenemos además en las cuevas, especialmente en grabados, y en las pinturas esquemáticas antropomorfos que podrían ser hombres caracterizados como bestias o monstruos. De ahí nació la idea entre los folcloristas de que las fiestas más antiguas, como las de los hombres salvajes, podían remontarse al neolítico, y más lejanamente, a la influencia neandertal. Pero solo es una hipótesis que de momento no se puede demostrar, y no debe olvidarse que sobre cualquier celebración, mito o creencia como las descritas va influyendo, a lo largo del tiempo, la cultura contemporánea. Así que incluso si hubo influencia neandertal hoy estas fiestas estarían tan deformadas por la cultura prerromana, romana, medieval, renacentista, etc., que sus rasgos actuales conectarían con la cultura rural más reciente, incluso si esa distancia temporal se remonta a un siglo o dos.

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