Ocurre cada cierto tiempo: los icónicos autobuses de dos pisos londinenses circulan por la capital británica con un mensaje escrito sobre su carrocería: #FREEBALOCHISTAN: Save the Baloch people («Baluchistán libre: salva al pueblo baluche»). ¿Una fiebre grafitera? No, una campaña perfectamente organizada. Gracias al transporte público, locales y foráneos descubren que hay un lugar en el mundo llamado Baluchistán. Los más curiosos harán una búsqueda en sus móviles durante el trayecto para localizarlo en el mapa: un territorio del tamaño de Francia, dividido por las fronteras de Irán, Pakistán y Afganistán. Incluso pueden dar con páginas web en inglés como Balochwarna.org («juventud baluche»).
Conozco desde hace más de diez años, igual son quince, a Faiz Baloch, el activista que gestiona el sitio web. Es un tipo humilde en la forma y en el fondo, dueño de una mirada franca y de una voz que aguanta lineal hasta cuando te cuenta por lo que ha pasado. Es mucho, entre lo dramático y lo surrealista; es verdad lo de que la realidad supera a la ficción. De largo. Había escuchado retazos inconexos de su historia de su propia boca y de la de otros hasta que, un día, lo acorralé en un restaurante de Londres para que me la contara.
Como muchos baluches, Faiz adoptó un día el genérico Baloch como apellido y, al igual que la mayoría, desconoce el día exacto de su nacimiento. Su madre dice que probablemente fuera en 1982, pero no pone la mano en el fuego: no hubo un terremoto, una gran inundación o una prueba atómica que marcara su llegada al mundo en el calendario. Y luego está lo de su lugar de nacimiento, justo en esa línea fronteriza entre Pakistán e Irán. Uno mete «Kohak» en Google y no hay imágenes más que de una carretera en mitad del desierto. Sepan que el lugar no solo existe, sino que incluso se mueve. De hecho, los abuelos de Faiz se acostaron un día pakistaníes y se levantaron iraníes al siguiente, sin salir de su habitación. Ocurrió cuando su aldea y otras limítrofes fueron envueltas para regalo en un gesto de buena voluntad pakistaní hacia el sha de Persia.
Encontramos Kohak en Google Earth: caminos de tierra entre casas de adobe y una mezquita, todo del mismo color ocre. Ni escuela, ni hospital, ni ninguna otra infraestructura básica. Faiz tiene diez años cuando lo mandan a estudiar al otro lado de la frontera, a la ciudad de Quetta. Un día, su clase se llena de baluches como él que llegan desde Afganistán: son los hijos de los que huyeron de Pakistán tras la enésima operación de castigo contra este pueblo maldito. Tras la guerra del 71 que provocó que Bangladesh se convirtiera en un país, Islamabad no podía permitir algo parecido en su provincia de Baluchistán. Todos esos refugiados, miles, viven en un arrabal de plástico y chapa insalubre a las afueras de Quetta. Los niños no tienen certificados de escolaridad, pero un baluche local hace un apaño para que los mayores se matriculen en las escuelas de Quetta. Eso sí, los más pequeños y las niñas no tienen dónde estudiar.
Un tío de Faiz trabaja con una ONG local y consigue hacer llegar material escolar al asentamiento, pero no hay dinero para pagar a los maestros. ¿Quién va a enseñar a leer a todos esos críos? Faiz se une a un grupo de voluntarios: compaginará aquello con sus estudios de Medicina. Hasta que, en enero del 2000, una operación conjunta de policías, soldados, grupos paramilitares y hasta guardabosques arrasa el asentamiento. Faiz recuerda aquella mañana fría y nublada. El área está desierta; las carpas, destruidas, desinfladas o quemadas. Es como si hubiera pasado un huracán. Solo quedan mujeres, ancianos y niños porque a los hombres se los han llevado o han huido. Entre los restos de la escuela, una mujer le explica que todos los maestros han sido arrestados, así como muchos de los estudiantes. También faltan los amigos de Faiz.
Son tres semanas de búsqueda sin resultados hasta que el baluche se acerca a la comisaría para pedir información. Por supuesto, allí nadie sabe nada. Lo siguiente será contratar a un abogado con el que iniciar los trámites legales para dar con los desaparecidos. La justicia actúa, y los agentes son finalmente llamados ante el juez para que den las explicaciones pertinentes. Efectivamente, están bajo su custodia: hay más de ciento veinticinco en el marco de una investigación por el asesinato de un juez en el 2000. Faiz unta a varios policías hasta conseguir localizar a la mayoría de los detenidos en dos comisarías de Quetta. Incluso consigue visitar durante cinco minutos a un pequeño grupo que tirita en una mazmorra insalubre. Todos han sido torturados.
No hay sorpresas cuando la policía finalmente acusa a los ciento veinticinco hombres del asesinato de aquel juez. Son trasladados a otra cárcel de Quetta, donde ya quedan en manos de las agencias de seguridad no policiales. Es lo peor que les puede pasar: la rutina de los interrogatorios nocturnos y las torturas escalará varios grados. Faiz consigue dar con uno de sus colegas, otro maestro voluntario. No puede caminar. Apenas lo reconoce, con esa barba descontrolada que parece devorar su rostro demacrado. A pesar de que hablan durante media hora en presencia de un funcionario, el preso consigue hacerle llegar un mensaje muy simple: también investigan a Faiz. A este le preocupa no solo su seguridad, sino también la de sus parientes en Quetta. En el verano de 2001 vuelve a su aldea, pero allí solo lo esperan más problemas. En Irán, al estigma de ser baluche se añade el de ser suní en una teocracia chií, y eso se deja notar hasta en lugares tan remotos e inhóspitos como Kohak. La mezquita es el único lugar de reunión hasta que unos misioneros chiíes intentan entrar: una discusión, un forcejeo, un cruce de insultos: «herejes», «infieles», «apóstatas», «enemigos de Dios»… Esas cosas. Faiz aguanta el tipo hasta que los misioneros se van, pero el tema, claro, queda en manos de la policía. Arrestan a un amigo suyo, y él sabe que no puede volver a casa porque es ahí donde irán a buscarlo. Se llevarán a su padre en su lugar. Nunca más lo volverá a ver.
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Se atraviesan montañas a pie, desiertos en la trasera de una furgoneta y ciudades en el maletero de un coche. También hay barcos con sentinas tan profundas como aterradoras, todo hasta llegar a hacer pie en uno de esos países del Golfo. El vuelo desde allí a Londres, sea con un pasaporte falso o el documento de otro, es ya una agradable cabezada antes de despertar de la pesadilla del tránsito. El 9 de septiembre de 2002, Faiz solicita asilo nada más aterrizar y lo envían a Coventry, una pequeña ciudad a dos horas de Londres. Un anciano al que conoce en una biblioteca le dice que, años atrás, a la gente se la enviaba a Coventry como castigo. Este no tardará en llegar, pero, mientras tanto, hay un período de tres meses hasta que el Ministerio de Interior británico dictamina que su vida no corre peligro si es repatriado a Irán. «No corre peligro»: Faiz ha leído bien. Puede recurrir y lo hace, pero sin éxito. Pocos días después, se entera de que han encontrado el cuerpo de aquel amigo suyo desaparecido tras el altercado con los misioneros chiíes en la mezquita.
¿Ayudará esto a convencer a los que tienen el futuro de Faiz en sus manos de que su vida sí corre peligro si es devuelto a Irán? Los abogados creen que sí, pero se equivocan. Y así pasan tres años más, con la espada de Damocles de la deportación sobre la cabeza de Faiz. Puede ocurrir en cualquier momento. Un día, alguien le habla de una protesta de los suyos en el centro de Londres y allí conoce a los hermanos Hyrbyair y Mehran Marri. Todo baluche sabe que son los hijos de Khair Bux Marri, quien, a su vez, era nieto de Khair Bux el Grande, el que lideró la resistencia contra la ocupación británica en el siglo XIX, e hijo de Meherullah Khan Marri, cabecilla del movimiento clandestino contra Londres. De este último tomó Khair Bux el testigo para seguir liderando el movimiento insurgente tras reorganizar la guerrilla en el exilio afgano. Es verdad, abruman tanto nombre y tanta historia, pero no podíamos omitirlos.
Faiz les cuenta a los Marri de Londres lo del asentamiento de Quetta, lo que pasó con aquella gente y la persecución que él mismo sufre en Pakistán por intentar ayudarla. Por si fuera poco, Irán también lo busca por el altercado en la mezquita. Los Marri no tardan en acogerlo en su casa, a las afueras de Londres.
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Podía ser el final feliz de una historia triste, pero no es más que la calma antes de una nueva tempestad. El 4 de diciembre de 2007 amanece con el estruendo de una puerta reventada y hombres encapuchados gritando «¡policía armada!» alrededor de su cama. Faiz lleva ya tres años gestionando Balochwarna.org, aunque la razón principal, dice, es su relación con los hermanos Marri y un perfil político demasiado marcado por esas protestas en las que siempre participa. Pero hay más. La prensa lleva ya semanas haciéndose eco de la historia de Rashid Rauf, un joven de Birmingham al que se acusa de pertenecer a una célula de Al Qaeda que planeaba detonar varias bombas en 2006 en las tripas de unos aviones que volaban de Londres a Estados Unidos. Rauf consiguió escapar a Pakistán, el país del que llegaron sus padres. Da igual que hasta el mismísimo ministro de Interior de Pakistán en persona asegurara que Rauf es miembro de Al Qaeda: la corte antiterrorista de Rawalpindi archiva los cargos de «terrorismo» que se le imputan. A Londres no le convence la decisión y, en marzo de 2007, la ministra de Asuntos Exteriores del Reino Unido, Margaret Beckett, viaja a Pakistán en compañía de un periodista de The Guardian. Su mensaje es claro: Rauf es ciudadano británico y debe ser extraditado. Islamabad también pone sus condiciones: algunos baluches residentes en el Reino Unido, Faiz y los hermanos Marri entre ellos, deben ser devueltos a Pakistán.
Tras aquella visita oficial a Pakistán, los servicios de seguridad ingleses y pakistaníes comienzan a monitorear las actividades de los Marri, así como las de sus amigos. Son detenidos e interrogados en los aeropuertos, en sus casas y en sus lugares de trabajo… Es también durante aquel período cuando se produce la misteriosa muerte de Balaach Marri en Afganistán. Es el hermano de los Marri de Londres y el líder del Ejército de Liberación Baluche (BLA, por sus siglas en inglés). Es un héroe nacional y toca organizar fastos y exequias como corresponde. Tras un acto que Faiz organiza en la Universidad de Londres, sabe que editar las imágenes y subirlas a la página web le llevará tiempo. Apenas duerme un par de horas cuando la policía lo saca de la cama por las malas.
«Me preguntaron si tenía algún control remoto en casa. No entendí, y los conduje a la sala de estar para señalar los controles de la tele. Esto los enfureció mucho y aclararon que estaban buscando controles remotos para dispositivos explosivos. Les dije que no había nada en casa que explotara. Todavía no tenía idea de por qué me arrestaban y preguntaban sobre explosivos», recuerda Faiz. ¿Cómo olvidarlo?
Mientras los agentes registran la casa, el que lo retiene en el coche le pide que le cuente algo sobre Baluchistán. ¿Es como Irlanda? Faiz le dice que no, que se parece más a Kurdistán o a Palestina. Huellas digitales, pruebas de ADN y formularios y más formularios, todo ya en la comisaría de Paddington Green. Su abogado será un cristiano copto egipcio que dice no saber nada de Baluchistán cuando lo visita en la celda. Antes de la entrevista, la policía les ha entregado un documento con las preguntas que le iban a hacer durante el interrogatorio. La mayoría de ellas están relacionadas con el maquis baluche y los hermanos Marri.
Faiz responde que conoce el BLA a través de sitios web. La policía los conoce casi todos y le preguntan por www.balochvoice.com, balochwarna.com, balochunity.org y BaluchSarmachaar.wordpress.com. ¿Qué significa sarmachar? «Combatiente», responde Faiz. A la mañana siguiente, su abogado le trae naranjas y dátiles y le dice que tiene derecho a no responder a las preguntas. También le cuenta que han detenido a Hyrbyair Marri. El egipcio se ha pasado la noche leyendo sobre Baluchistán.
Los interrogatorios continúan todos los días durante una semana. Finalmente, ambos son acusados de «incitación a la violencia» y de «pertenencia al BLA». Luego son transferidos a Belmarsh, una conocida prisión de máxima seguridad del Reino Unido, en la que son clasificados como «prisioneros de categoría A». La mayoría son personas acusadas de terrorismo y otros delitos, y, prácticamente todos, musulmanes. Entre los mil doscientos presos de Belmarsh también se encuentran altos líderes de Al Qaeda como Abu Hamza, «el mulá del garfio». Las visitas han de ser aprobadas por el Ministerio del Interior, los presos permanecen durante veintiuna horas al día en sus celdas y son registrados cada vez que entran y salen de ellas. Cuando se escriben estas líneas, el preso más conocido tras esos muros es Julian Assange.
Pasan ocho meses hasta que Faiz sale bajo fianza (Hyrbyair lo hace dos meses antes) en espera de juicio. Son cinco cargos contra cada uno, todos de terrorismo, que deben rebatir frente a un jurado popular seleccionado en un barrio conservador con fama de no simpatizar con los refugiados. No pinta bien. Solo cuando arranca el juicio descubren que los han seguido desde la muerte de Balaach: salir de Sainsbury’s con diez botellas de agua, comprar medicamentos en Boots o una tarjeta de memoria en Argos, imprimir fotos de Balaach y comprar un marco para la imagen… Faiz admite que todo es correcto, pero no entiende que nada de eso lo incrimine. Se han vigilado también sus conversaciones de mensajería instantánea y sus e-mails, pero sigue sin haber nada siniestro en ellos.
«Lo que mejor recuerdo de aquel juicio fueron todos los intentos del fiscal para convencer al jurado de que teníamos vínculos con Al Qaeda, los talibanes y otros extremistas islámicos. ¡Pero si eran precisamente ellos los que nos mataban! Hasta su propio experto en Baluchistán, un tal John Talbot, estaba de acuerdo, y también sobre la brutalidad con la que Pakistán trata a los baluches».
Antes de que el jurado se retire deliberar, Faiz y Hyrbyair tienen derecho a una última palabra «¿Sabían ustedes dónde estaba Baluchistán cuando vinieron a esta corte por primera vez? Ahora lo saben, y también lo que le ocurre a nuestra gente allí», interpela Faiz al jurado. Una de las pruebas que la fiscalía esgrimió fue un folleto del BLA que la policía encontró en su casa y que mostraba una conocida imagen del gasoducto de Sui: una anciana camina junto al tubo gasero cargando leña sobre su cabeza. «El gas fue descubierto en Baluchistán en 1952 y hoy, en 2008, nuestra gente sigue cocinando con leña o estiércol. Esa es la historia de Baluchistán que el señor fiscal no quiere contarles», zanja Faiz. Hyrbyair tampoco se queda atrás: «Nos estaban decapitando mucho antes de que comenzaran a matar a vuestra gente en Irak o Afganistán y nos hemos enfrentado a ellos sin la ayuda de nadie».
El jurado tarda cuatro semanas en absolverlos de todos los cargos que se les imputan y la fiscalía decide que ya no es «de interés público» continuar con el caso. Durante el proceso, el abogado de Faiz presenta un nuevo recurso ante el Ministerio del Interior basado en la nueva evidencia que había surgido durante el juicio, así como en el hecho de que su arresto lo había convertido en una persona aún más vulnerable en caso de ser deportado a Irán. Para su sorpresa, se vuelve a rechazar su nueva solicitud de asilo y le dan instrucciones de regresar a su país, cualquiera que este sea. Una vez más, la espada de Damocles sobre su cabeza mientras retoma una batalla burocrática que arranca con una petición de revisión judicial al Tribunal Supremo británico. Serán cuatro años más de angustia, de noches en vela esperando a que la policía vuelva a reventar la puerta de tu casa. Pero esta vez no habría acabado en Belmarsh, sino en la prisión de Evin en Teherán. Al final, la cordura y la justicia británicas evitan que Faiz acabe colgando de una grúa.
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Dos días después de aquella charla en la que Faiz me contó su odisea con detalle, una avioneta sobrevoló el cielo de Leeds durante la final de la Copa del Mundo de críquet entre Pakistán y Afganistán: «Justicia para Baluchistán», se leía en la pancarta que arrastraba el aparato. Tras el encuentro (ganó Pakistán), la afición de ambas escuadras continuó a manotazos en las afueras del estadio. La prensa se hizo eco de la trifulca, y algunas cabeceras incluso mencionaron la leyenda de la pancarta en cuestión. Faiz estaba satisfecho. Se conforma con cualquier cosa que ayude a poner su tierra en el mapa.
Vaya historia! Realmente hay gente con vidas muy jodidas en el mundo…