Cine y TV

Paweł Pawlikowski: una mirada en claroscuro o, lo que es lo mismo, contradictoria

Paweł Pawlikowski
Cold War. Imagen MK2 Productions.

En El estado de las cosas (Wim Wenders, 1982), Mark (Jeffrey Kime) afirmaba que las cosas se ven más claras en blanco y negro. A lo que Joe (Samuel Fuller)  le respondía «bueno, la vida es en color, pero el blanco y negro es más realista». Treinta y un años después de esa célebre premisa y con el estreno de Ida (2013), cualquiera diría que Paweł Pawlikowski quiso volver a poner el foco en ese realismo existencial del que nos hablaba el bueno de Joe y al que solo puede hacerse referencia mediante el empleo y perfecta ejecución del blanco y negro en el cine de nuestro tiempo. Desde que el séptimo arte se volvió a color, todo parece indicar que a las nuevas modas únicamente les interesa que apreciemos no solo el arte, sino la vida misma, en color de rosa, algo que, todo sea dicho, no resulta en absoluto realista. Algunos escritores y directores se empeñan en machacarnos con los fuegos artificiales de las paletas de colores, cuando olvidan que la grandeza de la belleza está en aceptar y reconocer la existencia gris que llevamos, pues esta es la única capaz de retratar, con todo detalle, nuestro verdadero paisaje humano. Si algo tiene el blanco y negro es que no permite que la atención se desvíe ni quede completamente supeditada, e incluso abrumada, ante la extensa y rica gama de colores que envuelven la vida.

Y con ello, no quiero decir que se tenga que despreciar el cine a color, tan psicológica y emotivamente elaborado al que nos han tenido acostumbrados directores como, por ejemplo, Wes Anderson o Almodóvar, sino que el blanco y negro, en ocasiones, permite reivindicar la aspereza e, insisto, belleza intrínseca de las cosas que , a veces, el color no. De hecho, cualquiera que imagine haber visto la ya citada Ida —primera obra polaca ganadora del Óscar a la mejor película de habla no inglesa— en color, comprenderá que perdería, como es lógico, parte de su naturaleza y esencia. Perdería la magia que la envuelve, u ofrecería un calor que la obra no debe transmitir, porque si algo es Ida, es fría, distante y estática, y aun así, magnética e interesante. Es una película que va completamente en contra de la actualidad rápida y efervescente que lo quiere todo ya. Y esa contraposición es lo que hace de Ida una cinta que, más allá de galardones, permite emocionar y disfrutar. Sentarse en el sofá y dejarse atrapar, sin prisas. Deleitarse con el presente dejando el mañana para otro momento; para otro tiempo en el que pensar.

Ida, como sus personajes y protagonistas, la monja judía Anna/Ida (Agata Trzebuchowska) y su tía Wanda (Agata Kulesza), conocida como Wanda la Roja, Wanda la alcohólica o Wanda la prostituta, juega con la incertidumbre y la duda. El acierto y el error; lo bueno y lo malo, al fin y al cabo, que entraña siempre una verdad o, mejor todavía, la verdad. Esa que los personajes quieren conocer y escuchar, que necesitan conocer y escuchar para, a partir de ahí, actuar. Tomar la decisión correspondiente con independencia de que sea la correcta o la equivocada. Y, sin embargo, aquel que anhela descubrir la verdad termina por perder algo, por sacrificar algo. En el caso de Wanda y de Ida, o bien la vida o bien la castidad. ¿Tanto importa querer comprender, entender quiénes somos o de dónde venimos? ¿Tanto importa como para intentar vislumbrar o decidir hacia dónde vamos? 

Wanda: Así que eres una monja judía.

Ida/Anna: ¿Quién?

Wanda: Tú. Eres judía. ¿Nunca te lo dijeron? Tu verdadero nombre es Ida Lebenstein. Eres hija de Haim Lebenstein y Rózy Herc. Naciste en Piaski, cerca de Lomza.

Nacemos con un sexo claro, nacemos con un nombre a veces igual de claro y otras no tanto (véase el ejemplo de Ida, que creció creyendo que se llamaba Anna), y a diferencia del sexo y del nombre, en lo referente a la persona y a la identidad, estas vienen al mundo tan desnudas y en pañales como nosotros. En el mejor de los escenarios, irán creciendo, construyéndose poco a poco, hasta que puedan mantenerse en pie al igual que nosotros. Pero en el peor, tanto la persona como la identidad se quedarán ancladas en un infante dependiente y lactante incapaz de pensar, de ser, de actuar. Un poco como Ida, silenciosa, tímida, callada y obligada a callar. Criada en un convento, mandada desde que tiene uso de razón. Desconoce lo que significa tomar el control o aceptar las consecuencias, justo la antítesis de su tía Wanda, que acepta lo que es y lo que fue, aunque arrastre consigo la culpa y los remordimientos. A diferencia de Ida, que desea conocer la verdad, a Wanda lo que le mueve y conoce de sobra es su verdad, pues en lo que concierne a cada uno poco o nada importa lo que nos cuenten, nos manden o nos digan. Lo único que cuenta, lo único que vale o debería valernos es lo que nos digamos nosotros, lo que nos contemos a nosotros, lo que vivamos o experimentemos por nosotros mismos, en definitiva. Y si a Ida la han moldeado, Wanda por el contrario se ha hecho y se ha construido a sí misma. Wanda es identidad y es persona, mientras que Ida, por su parte, tendrá que (es)forzarse para serlo. 

Lis: Iremos a Gdanks, para dar conciertos. ¿Quieres venir? ¿Estuviste alguna vez en la costa?

Ida/Anna: Nunca estuve en ningún lado.

Lis: Ven, entonces. Nos escucharás tocar, caminaremos por la playa.

Ida/Anna: ¿Y luego?

Lis: Luego compraremos un perro… nos casaremos, tendremos hijos… una casa.

Ida/Anna: ¿Y luego?

Lis: … Los problemas habituales, la vida.

Y en esto consiste no solo esta cinta sino la mirada en claroscuro que emplea y a la que recurre Pawlikowski —recuerden que también lo hizo en Cold War (2018)— cuando su fin es mostrarnos los márgenes borrosos, límites difusos, tan contradictorios y, a su vez, tan adheridos a nuestra condición humana; esa dualidad que, una vez concebida y entendida como ley y principio natural y universal, aligera un poco más la carga existencial. Y la aligera porque, mediante ella, la equivocación, el error, el fallo… están permitidos. Quien se rige y se aferra a un credo, norma o dogma, lo hace en parte para poder quebrantarlo en un momento dado, y todos tenemos derecho a tocar fondo y desplazarnos una temporada por los suburbios y bajos fondos de nuestro espíritu. Es, si me apuran, hasta necesario hacerlo de cuando en cuando. Tocar y alcanzar los extremos para así hallar nuestras propias fronteras, si es que acaso las tenemos, pues hay todavía quien no tiene ni quiere tener techo. Y esto, a fin de cuentas, depende de cada uno y sus circunstancias o contexto.

Sin embargo, solo quienes han tenido la osadía de alcanzar sus extremos han tenido el privilegio de asimilar la paradoja que se da: que ambos, uno y otro, en esencia, son lo mismo. Y es precisamente en su matriz donde logran converger para convertirse en Uno, para convertirse en Todo. Al igual que Ida y que Wanda, que son dos polos opuestos, sí, pero idénticos en su fortaleza, en su voluntad y resistencia y, a su modo, también en su verdad. Como los protagonistas de Cold War, Zula (Joanna Kulig) y Wiktor (Tomasz Kot), la cantante y el músico, en cuyo caso, Pawlikowski optó por ir un poco más allá y adentrarse en los polos que representan lo masculino y lo femenino. La complejidad que abarcan ambos cuando se enfrentan y se desean. Cuando encarnan dos fuerzas de la naturaleza indomables y desatadas, como el aire y el agua. Que se exigen el uno al otro, que se demandan el uno al otro entereza aun cuando los caminos por los que pasean se tambalean.

Paweł Pawlikowski
Cold War. Imagen MK2 Productions.

Se dice que Cold War es una de las más bonitas y descarnadas historias de amor de los últimos tiempos. Un canto al amor sincero, al amor desenmascarado que es espejo; que, mirándose el uno al otro, encuentra la identificación que siempre se anduvo buscando y solo estando frente al otro, solo estando sobre el otro, desnudos, sinceros, sudorosos, tocándose lo imposible de tocar y de descifrar, pues entraña el más puro sentimiento y más pura emoción que se escapa no solo de las palabras, sino de los nombres y los conceptos en general, encuentran el sentido de todo. El porqué, las causas por las cuales las turbulentas vidas de los hombres y las mujeres acaban coincidiendo y desembocando en un punto de no retorno. Y entonces, solo a raíz de dicho choque, de semejante hallazgo o descubrimiento, poco o nada importa que el mundo se desmorone alrededor, que estalle la guerra o que se intente sobrevivir en la dura posguerra. No importa que se esté en Casablanca (Michael Curtiz, 1946), siendo uno Rick (Humphrey Bogart) y la otra Elsa (Ingrid Bergman), como tampoco importa que se esté en un contemporáneo Crestline, California, siendo uno Jim (Mark Duplass) y la otra Amanda (Sarah Paulson), si se toma como ejemplo Blue Jay (Alexander Lehmann, 2016). El amor, como el claroscuro o el blanco y negro, siempre se las apaña para encontrar sus recovecos y sus adeptos, así como a los correctos o aquellos a quienes consideremos hechos a cierta medida —aunque no respete canon o modelo alguno, ni falta que hace— para nosotros.

En Cold War, Zula y Wiktor están condenados, encadenados, el uno al otro más allá del tiempo y del espacio, y no dejan de retarse a lo largo de los años. Como si ambos, cada uno por su lado, disputasen una carrera interna para ver quién se reencuentra antes con quién. Quién sorprende antes a quién. Quién le trastoca los planes que tenía previstos a quién. Quién es el borracho de quién, el amante de quién, el dependiente o el bueno o el malo de quién o para quién. Es una historia de amor tormentosa por su pureza y dolorosamente bella y honesta, donde ambos, aun siendo la víctima y el verdugo del otro, no dejan de salvarse ni de suplicarse. «Te sacaré de aquí», se dicen, y se imploran ayuda con la respiración entrecortada, con el rímel corrido y la cara desencajada; con cierta apatía y desidia ante una vida que lejos de querer vivirla, se detesta, porque se ha vuelto una auténtica pesadilla; con la fragilidad a flor de piel de quien se sabe y se reconoce como un despojo humano, una vez más claroscuro o, lo que es lo mismo, contradictorio, fiel representante del espíritu vulnerable. Viéndoles a ambos, comprobando cómo se miran, cómo se necesitan para poder seguir respirando, lo que desea el espectador es que las calles por las que pasean sin hablar, pues hay silencios -bien lo sabemos- que hablan por sí solos, no se acaben nunca. Que sigan adelante, que sigan su curso sin que nadie interfiera, ni los otros, ni la política, ni la deprimente posguerra, porque ellos están hechos el uno para el otro y se seguirán el uno al otro allá donde haga falta, allá donde la vista sea mejor. Mientras se tengan, poco importa lo demás. La historia de ambos casi recuerda al poema «Después de las fiestas» de Cortázar:

Y cuando todo el mundo se iba

y nos quedábamos los dos

entre vasos vacíos y ceniceros sucios,

qué hermoso era saber que estabas

ahí como un remanso,

sola conmigo al borde de la noche,

y que durabas, eras más que el tiempo,

eras la que no se iba

porque una misma almohada

y una misma tibieza

iba a llamarnos otra vez

a despertar al nuevo día,

juntos, riendo, despeinados.

«He estado con la mujer de mi vida», llega a reconocer en un momento Wiktor sin tenerlas todas consigo; a la espera de volver a verla, con la inquieta certeza de que ella, cuando se dé la ocasión, aparecerá y cruzará cualquier puerta que les separe. Sea esta la de un teatro, un café-bar, un apartamento, una prisión o un baño. Y a pesar de intuir cómo acabarán, cuál será el final que pactarán ambos, mano a mano, nos seguimos atormentando y preguntando. Dudando si lo lograrán. Y he aquí de nuevo, o con fuerza renovada, la incertidumbre y la duda con firma de Pawlikowski, propenso a situar la acción y el argumento en unos años, en un presente (tanto en Ida como en Cold War), donde la inmediatez no estaba a la orden del día; donde la localización o ubicación de cada cual no funcionaban como ahora; donde el control que se tenía sobre los amantes, familiares o amigos y el dónde verse, dónde quedar o dónde conocerse, no era tan premeditado como ahora; donde primaba la casualidad y lo inesperado; donde las gentes se entrecruzaban con otras sin querer, porque sus destinos, caprichosos, así lo querían. Porque todo y nada podía pasar de un instante a otro, y ese es el suspense con el que nos mantiene en vilo el director polaco cuando ha querido —y sabido— sacarle provecho al blanco y negro y a su correspondiente dilatación de los ritmos y tempos narrativos. No hay por qué correr, pues no hay prisa por llegar a ninguna parte. Basta con dejarse sorprender de vez en cuando, disfrutar y deleitarse con el paseo, con la reflexión y, por encima de todo, con el sentimiento y la emoción que despierta cada fotograma como si fuera lo último que vayamos a ver, por mucho que, según la circunstancia, nos entren ganas de apartar la mirada.  

Una de las cualidades de Pawlikowski, al igual que otros directores contemporáneos como Hazanavicius, Cuarón o Nolan (cuando le entra el capricho), es que cuando recurre al blanco y negro, lo hace mediante lo clásico; mediante lo artesanal y puro del séptimo arte. Por eso se apoya en el folclore, en las canciones y bailes populares; en la decadencia política que vivió su Polonia natal y, además, lo hace sin miedo. Sin que le tiemble la mano, aunque lo tachen por eso mismo de estático. Rasga, araña, escarba hasta el fondo, hasta las raíces, tanto las suyas como las de sus personajes y los somete a juicio, al propio, para que cada uno soporte, como pueda, como le sea posible, las dobleces de su moral y su alma. Nuestro pasado no suele ser de colorines y, por lo general, cuando lo contemplamos, no nos lleva mucho trabajo distinguir en él los matices donde fluctúan las luces y las sombras, la luz y la oscuridad, así como la escala de grises de la que no podemos salir ni nos podemos librar porque es ahí donde se encuentra nuestro origen y procedencia. Y nadie niega que el proceso o el recorrido no sea doloroso, más bien resulta arduo, pero es casi un deber hacerlo, pues si no podemos mirar hacia atrás con orgullo, al menos que podamos hacerlo con la suficiente integridad o dignidad que nos permita aceptar el de dónde venimos, porque del hacia dónde vamos ya nos encargamos nosotros. 

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3 Comments

  1. Carolina Presa

    Gran reflexión, me ha iluminado el día.

  2. Jairo RP

    «Cold War es una de las más bonitas y descarnadas historias de amor de los últimos tiempos»…totalmente de acuerdo. De esas que se quedan contigo, que revisitas de vez en cuando…

    Muy buen texto, gracias!

  3. Pingback: Jacobo Bergareche: «La literatura combate la angustia del domingo por la tarde» - Jot Down Cultural Magazine

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