Este artículo contiene spoilers.
En este mundo descreído y cínico, donde se impone la tentación de sentir que uno está ya de vuelta de todo (apocalipsis climáticos, pandemias distópicas, asaltos políticos), cada vez es más difícil sentarse ante la pantalla de cine con la mirada limpia y desprejuiciada de quien está dispuesto a dejarse sorprender. Es por eso que, en pleno 2023, películas como El sol del futuro son un valioso regalo. Porque este es un film que puede parecerse a muchos otros y en realidad no se parece a ninguno. En El sol del futuro, Nanni Moretti es mejor Woody Allen que el mismo Woody Allen; vence en su propio juego a Kenneth Branagh y se mide con Tarantino en el suyo. La película está escrita y dirigida y protagonizada por Moretti, que vuelve a interpretar a una versión libre de sí mismo como ya hiciera en Caro diario o Aprile. El director de cine Giovanni se ajusta como un guante al prototipo de neurótico intelectual popularizado por Allen, pero evita los aspectos más problemáticos de este gracias a una dimensión entrañable que el neoyorkino, mucho más vitriólico, no siempre es capaz de insuflar a sus criaturas. Además, Moretti se filma en un perpetuo autohomenaje mucho más interesante que los complacientes despliegues narcisistas de Branagh, porque aquí no hay ensalzamiento del ego sino sana autoparodia. Y, por último pero no menos importante (¡en absoluto!), se atreve a plantear un feliz ejercicio de ucronía gracias al poder del cine que firmaría gustoso el director de Érase una vez en Hollywood y Malditos bastardos. La cinefilia también impregna el conjunto (con citas constantes a Jacques Demy, a John Hughes, a Florian Zeller…) pero nunca llega a asfixiar o a devorar al resultado final, tan intensamente personal, único y reconocible como aquel Caro diario del que esta nueva película es, en cierto modo, una sucesora espiritual.
Así pues, con todos estos mimbres tan dispares… ¿qué es El sol del futuro? ¿Se trata de una cinta autobiográfica? ¿Un film político? ¿Una comedia, un musical, un drama…? En realidad es todas esas cosas, si bien casi nunca a la vez, sino en alternancia vertiginosa. El director elabora un trabajo de patchwork tonal en el que consigue hacer convivir milagrosamente un relato ideológico sobre el comunismo en Italia, un drama sobre la crisis de un matrimonio, una película sobre el propio cine con ecos de La noche americana de Truffaut y hasta unas cuantas escenas musicales, todo ello enhebrado con el humor característico de su autor. Un humor que dirige en gran medida contra sí mismo, con su ya característica autoironía. A Moretti le gusta retratarse como un personaje maniático, de costumbres excéntricas, tozudo en su manera de ver el mundo. Pero es precisamente a través de esa tozudez como el cineasta cuestiona todo dogmatismo, invitándonos a discrepar de él y, por qué no, a reírnos de sus rarezas.
Además, El sol del futuro son tres películas en una, o quizá cuatro. A la historia personal de Giovanni se suma también el film que este está rodando, y en el que plantea algunas cuestiones políticas de calado. Sobre todo, a la hora de señalar que el pecado original del Partido Comunista italiano (como el de tantos otros países) fue su incapacidad para distanciarse del estalinismo. La película recrea los días posteriores a la invasión soviética de Hungría en 1956, que aplastó la revolución del pueblo húngaro contra el yugo de la URSS posestalinista. En aquel momento, el Partido Comunista italiano, bajo la dirección de Palmiro Togliatti, se alineó con la represión soviética (igual que hoy otras formaciones políticas vinculan su destino a la Rusia de Putin poniéndose de perfil ante la invasión de Ucrania). Todo ello se ve recreado en El sol del futuro, señalando el momento en que el comunismo internacional perdió la ocasión de desligarse abiertamente de las atrocidades cometidas en su nombre. Giovanni, como Moretti, abraza las ideas comunistas al tiempo que abomina de la perversión de sus postulados, encarnada en los regímenes autoritarios surgidos bajo su bandera. Pero filmar esa historia supone necesariamente filmar una derrota, porque en aquel entonces los intentos de disensión sobre la postura de Togliatti se saldaron invariablemente con expulsiones o abandonos del partido. Quizá por eso se crea en la cinta una tensión constante entre el relato político, que Giovanni trata de imponer en el rodaje, y la historia de amor, que su actriz protagonista parece empeñada en introducir a través de la improvisación «a lo Cassavetes».
Se suma a esas dos líneas argumentales una tercera, encarnada en el film en el que trabaja como productora Paola (Margherita Buy), la esposa del protagonista. Se trata de un thriller de acción del que apenas vemos o intuimos algunas pinceladas, y en cuyo rodaje irrumpe Giovanni (¿o es Moretti?), deteniendo la filmación de un asesinato a sangre fría para proponer una reflexión sobre la ética de la violencia audiovisual. A pesar del claro tinte de comedia que tiene la escena, el fondo de la misma es absolutamente pertinente, y atañe a buena parte del cine comercial contemporáneo, vacío, efectista y banal. Pero como todos los discursos del film, la diatriba de Giovanni no es una mera verborrea anticinematográfica, sino que es la imagen la que se encarga de apuntalar y potenciar su sentido. Así sucede con el plano que Giovanni finalmente se aleja de los actores mientras estos filman el asesinato, ajenos a sus protestas. La cámara se queda con Moretti (todo el film está salpicado de reencuadres constantes a su rostro, anclando siempre la película a su particular mirada), escenificando una inevitable capitulación ante un cine, una industria y un mundo que parecen querer moverse sin él.
Y también, por supuesto, está la música. Porque la película que de verdad quiere rodar Giovanni es un romance musical con canciones italianas. Y la hace (he aquí la posible película número cuatro), aunque sea solo como alucinación o como sueños intermitentes del protagonista. Cuando Moretti se pone a cantar, todos los personajes cantan. Cuando él quiere bailar, bailan todos. La cinta entra y sale de sus distintos niveles ficcionales de forma suave, difuminada, sin atreverse a trazar una línea nítida entre unos y otros, aventurando también un sfumato entre el cine y la realidad. Y mientras tanto, se va produciendo a lo largo del metraje un crescendo dramático y emocional tan sutil, tan minuciosamente planteado, que es fácil no percibir sus efectos hasta que estalla de forma gloriosa en unos (pen)últimos minutos adornados por los acordes de un Franco Battiato que quiere vernos bailar a todos.
Todo ello culmina en una escena con inconfundible sabor a fin de trayecto, quizá no solo de esta(s) película(s), sino de toda una filmografía. Rodeado de actores de muchas de sus obras anteriores, Giovanni ‘Nanni’ Moretti opta por reescribir el final de su film, y en el proceso reescribir también la historia de Italia y del mundo. El autor se rebela ante el pesimismo crónico de la izquierda y apuesta por un cine «hecho de suposiciones», abriendo otros caminos posibles y, por encima de todo, aceptando que los ideales políticos tienen mucho que ver con el amor. O deberían.
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Un film optimista, con un mensaje claro: «El mundo puede ser mejor».
Puede ser mejor sin servidumbres ideológicas, sin la banalización de la violencia, con respeto al discrepante (el maniático Giovanni detiene toda una noche un rodaje ajeno, y en vez de mandarle a la mierda todo el equipo se mantiene pendiente de sus diatribas), rompiendo la obsesión contemporánea por la productividad para convertir el momento en una fiesta en la que todos bailan «come i dervisches tourners che girano sulle spine dorsali al suono di cavigliere del Katakali» (de nuevo el «momento Battiato», como en «Palombella Rossa», eleva el film a otra dimensión).
Moretti propone, como en «Caro Diario», una nueva celebración cinematográfica de la alegría de vivir pese a todos los problemas y preocupaciones que puedan empañar nuestros momentos.
Grazie, Giovanni Moretti.